Filosofía en español 
Filosofía en español


Congreso de los Diputados
Presidencia del Excmo. Sr. Marqués de la Vega de Armijo
Sesión del martes 8 de mayo de 1894

El Sr. Salmerón: pero el enviar misioneros a Marruecos…
El Sr. Mella: ¿Habíamos de mandar krausistas?

Sucesos de Melilla.

Continuando la discusión pendiente sobre la interpelación del Sr. Martín Sánchez, dijo

El Sr. PRESIDENTE: El Sr. Ministro de la Guerra tiene la palabra para continuar su interrumpido discurso.

El Sr. Ministro de la GUERRA (López Domínguez): Me propongo, Sres. Diputados, molestaros brevísimamente, porque me parece que ya esta cuestión de Melilla ha de causar en vosotros un efecto de cansancio, del que yo también participo un tanto.

En la sesión del otro día, puede decirse que me hice cargo ya de lo principal del discurso del señor Marenco{1}; pero, al repasar en mi memoria aquella elocuente peroración de S. S., he recordado, y algunas personas han llamado sobre ello mi atención, un cargo que, en efecto, tuve el propósito de contestar. Me refiero a lo manifestado por el Sr. Marenco, de que para apoderarse de documentos, que poseía la familia del desgraciado general Margallo{2}, ésta había sido objeto hasta de alguna amenaza o de incorrecto procedimiento.

Pues bien; yo quisiera que el Sr. Marenco, con su reconocida lealtad, se sirviera decir de dónde han partido esos procedimientos, si es que han existido, porque yo no tengo noticia alguna de eso, ni creo que haya nadie intentado semejante cosa.

Pero ya que de documentos hablamos, bueno será decir que S. S. hizo cargos al comandante general de Melilla que reemplazó al difunto general Margallo, de descerrajamiento de pupitres y de haberse apoderado de algunos documentos, y por fortuna para la familia del general Margallo, no de todos, por no haberlos encontrado.

Debo declarar, Sres. Diputados, autorizado para ello por la persona, que llevó a cabo los actos exigidos por la Ordenanza, que no se abrió ni se tocó a ningún pupitre ni a ninguna taquilla del despacho del general Margallo. Este malogrado general tenía su despacho particular en el piso primero de la casa de gobierno, y allí no se abrió ningún pupitre ni se investigó ningún papel; no se tocó absolutamente a nada de aquello que particular u oficial pudiera conservar o guardar el general Margallo. Lo que hizo la autoridad militar que le reemplazó, en cumplimiento de un deber inexcusable, y a presencia del jefe de Estado Mayor y de los oficiales de gobierno, fue incautarse de los papeles del despacho oficial, que en el piso bajo de la casa tenía el general Margallo; y, en efecto, allí no se encontró ningún documento; a tal punto, Sres. Diputados, que, cuando yo pedí de oficio, porque me las exigía el Ministerio de Estado, copias de las actas de determinación de límites en Melilla, y que yo, repito, tuve que pedir a Melilla porque no estaban en Madrid, se me contestó que allí no había ningún documento oficial, ni aun siquiera se encontraban las claves con que el general Margallo se entendía con el Gobierno. Vea, pues, el Sr. Marenco las exageraciones en que incurrió, probablemente, yo así lo creo, por estar mal informado.

Para concluir esta parte que se refiere a ese malogrado general, quisiera yo, Sres. Diputados, que el Congreso se persuadiera de que hay aquí algo que no me puedo explicar. El Sr. Marenco, elocuentemente, hacía aparecer al difunto general Margallo como víctima yo no sé de qué, como si su memoria no hubiera sido debidamente respetada, o no se le hubiera premiado suficientemente, o se le hubiera relevado de su puesto de una manera ligera, &c., &c.

A mí, todas estas consideraciones verdaderamente me asombran; porque el Ministro de la Guerra ha hablado de ese digno y malogrado general en tanto cuanto ha sido necesario, para que el país y el Congreso consideren los actos de esa autoridad y del Ministro de la Guerra, ni más ni menos; pero desatenciones contra él y su familia, ¿por dónde, Sres. Diputados? No hay en las facultades del Ministro cosa que se pueda conceder, que no se haya concedido. La desgraciada viuda del general Margallo goza hoy de la pensión máxima que se puede conceder ante esas desgracias; el cuñado del general Margallo se ganó en Melilla un empleo, y un empleo, que es lo más que se le podía dar, se le ha concedido; el yerno del general Margallo se ganó cruz y empleo, y empleo y cruz se le ha concedido; la señora viuda de Margallo solicitó la gran cruz de San Fernando para su difunto esposo, y el Ministro de la Guerra, que no puede hacer nada en eso más que cursar la instancia, la cursó, en efecto, al Consejo Supremo de Guerra y Marina, recomendando la urgencia de su despacho.

Pero el Sr. Marenco, militar distinguido, hablaba aquí de que se han concedido grandes cruces de San Fernando con tal o cual fecha. ¿Quién las ha dado, Sr. Marenco? ¿No sabe S. S. que el Ministro de la Guerra no tiene facultades para conceder esas cruces? ¿No sabe perfectamente S. S. que el reglamento de la Orden exige que se proceda por el Consejo Supremo de Guerra y Marina y el fiscal correspondiente al esclarecimiento de los hechos, en que se haya de fundar la concesión de la cruz? Pues esto, ni más ni menos, hizo el Ministro de la Guerra.

Es más, Sres. Diputados: el Consejo Supremo de Guerra y Marina, tribunal o asamblea de esa Orden, cursaba al Ministro la instancia pidiendo esa cruz, y decía que se pedía fuera de los términos legales, y que sometía al Ministro de la Guerra si podía dispensarse esa falta del término legal, y el Ministro de la Guerra lo concedió en el acto, y en el acto la cursó al ejército de Melilla para que allí se nombrara fiscal, y éste siguiera el procedimiento.

Pues, Sres. Diputados, ese procedimiento está incoado, y el Ministro de la Guerra no puede hacer más que esperar el fallo del Consejo Supremo de Guerra y Marina, que es el que ha de decir si está comprobado el hecho, en que se funda la instancia de la viuda de Margallo para concederla la cruz solicitada. ¿Qué falta por hacer, Sres. Diputados, en favor de esa familia desgraciada por parte del Ministerio de la Guerra, para que se venga aquí a tachar al Ministro de que se ha dado mucho a otros y a ella se le ha concedido poco?

El general Macías se encargó del mando de las tropas de Melilla al día siguiente de la desgracia de su antecesor, y el Sr. Marenco parecía querer dirigir un cargo al Ministro de la Guerra, porque no se le había exigido al general Macías lo que se exigiera al general Margallo. Yo no sé dónde ha encontrado S. S. esta diferencia de criterio en el Ministerio de la Guerra.

El general Margallo tenía órdenes terminantes y repetidas del Ministro de la Guerra para que no se permitiera la intrusión en el territorio español de rifeños fronterizos; pero no se le decía que hiciera una salida para cada rifeño que entrara en nuestro territorio, sino que con la artillería no les dejara entrar; porque en las noticias, que daba la prensa, se suponía que se molestaba a nuestros soldados nada menos que desde las alturas de Sidi-Aguariach, que estaba precisamente bajo la acción del fuerte de Camellos; y aquí tengo los telegramas del general Margallo a disposición del Congreso, contestando que no había intrusión de ningún orden en nuestro campo, y solamente se refería a un hito núm. 2, sobre el cual hizo fuego el crucero Conde de Venadito.

El general Margallo, que llevaba, como ya he dicho, ordenes sin limitación alguna para las operaciones, que él juzgara indispensables con los medios con que contaba, hizo uso del fuego, más o menos criticado y discutido aquí, sobre los caseríos, aduares y trincheras enemigas como tuvo por conveniente. El Ministro de la Guerra en esa cuestión no hizo más que, como hacía siempre, dejar la responsabilidad de sus actos para aplaudirlos y aprobarlos, como lo ha hecho, a aquélla digna autoridad.

¿Qué diferencia de criterio ha existido respecto de uno y otro jefe militar? Es claro que el general Macías llevaba una misión distinta; es decir, llevaba la continuación de lo que debía ejecutar el general Margallo, que era el establecimiento de un campo atrincherado para acampar en él las tropas, que se preparaban para acciones sucesivas.

Después de esto, y no quiero molestar al Congreso repitiendo lo que ya se ha dicho en tardes anteriores, tomó el mando el señor general Martínez Campos, para el cual no tuvo el Sr. Marenco palabras muy amables. ¿A qué fue el señor general Martínez Campos a Melilla? El Sr. Marenco supone que no fue a pelear, sino con una misión pacificadora que sirviera de preámbulo a una posible Embajada.

Yo puedo asegurar a S. S. que el Gobierno y el Ministro de la Guerra, al enviar a Melilla al general Sr. Martínez Campos lo hizo con la idea naturalmente de que obrara mandando aquel ejército de 25.000 hombres o de los que hubiera necesitado (que más había preparados), haciendo la guerra si la guerra se imponía, o la paz si la paz era posible. Pero en este punto el Sr. Marenco hacía graves cargos al Gobierno porque se habían entablado negociaciones con gentes como Maimón Mohatar{4}. Esta cuestión de las negociaciones la dejo íntegra a mi digno compañero el Sr. Ministro de Estado; pero como quiera que algo de esa negociación ha venido al Congreso por algunos documentos facilitados a mi digno amigo el Sr. García Alix y al Sr. Marenco por los que los tuvieran, y como esos documentos pertenecían a la época en que el general Margallo mandaba en Melilla, y yo los conozco, puedo decir, a SS. SS. y al Congreso, que de esas negociaciones no hay otro documento anterior a los del Libro Rojo que una carta enviada por nuestro ministro en Tánger al gobernador de Melilla para que la hiciera pasar por medio de los administradores de las Aduanas al bajá de Oudja. A esto respondía, Sres. Diputados, el que nuestros cónsules en la costa de Argelia comunicaran, como era su deber, al Gobierno español las noticias que recibían del estado y la actitud de las kabilas inmediatas al Muluya y de aquellas que se creía que iban a auxiliar a las del Riff, como la de Beni-Suasen, que tomó parte en los acontecimientos de los días 27, 28, 29 y 30.

Esta negociación se mantuvo por las autoridades de Melilla con aquel bajá, porque la kabila de Beni-Suasen tiene tal importancia, es tan numerosa, está tan bien armada y es de un espíritu belicoso tan exagerado, que siempre ha sido la preferida por el Sultán de Marruecos para sus empresas y en la cual tenía más confianza, y podría ponerse de parte del Emperador si el Emperador no iba a la guerra y tenía que ir a la paz.

Digo esto, porque parece que se da mucha importancia a una cosa tan sencilla. El resultado fue que esa kabila se separó de aquella acción belicosa en que estaba por efecto de la guerra santa que se predicaba en el Riff. El Sr. Marenco hizo unos argumentos, elocuentes como suyos, pero exagerados, sobre el rebajamiento y la humillación de un Gobierno que trata nada menos que con Maimón Mohatar, para el cual tuvo S. S. calificativos que es que merezca. Para mí es un personaje del que no me ocupo, ni me importa nada; pero tengo entre mis documentos una carta del señor general Margallo, creo que del 1.° de Julio, en la cual decía que tenía por sus confidentes noticias de que Maimón Mohatar trabajaba entre las kabilas por la pacificación, para que no pelearan con los españoles; de modo que yo de Maimón Mohatar no tengo más noticias oficiales que las contenidas en esta carta del general Margallo.

El Gobierno, pues, no ha tratado ni negociado con ese personaje, que después fue preso por Muley-Araafa y entregado a los españoles para que lo trasladaran a Tánger, y que anda por ahí en su cualidad de santón o de lo que sea; y el decir que el Gobierno ha negociado con él, no es de bastante efecto para traerlo a estas discusiones.

El general Martínez Campos, mientras mandó el ejército de Melilla, intentó en sus conferencias con el príncipe Muley-Araafa, en sus actos como general en jefe, en los movimientos de las tropas, intentó, digo, ver si había medio de provocar a aquellas kabilas para que recibieran el condigno castigo. Nada de esto pudo verificarse; y el general Martínez Campos, viendo que Muley-Araafa no tenía facultades para tratar ciertas proposiciones que le había enviado el Gobierno, se mantuvo allí hasta que el Gobierno determinó, por las noticias que tenía de Tánger, que fuera nombrado embajador extraordinario y marchara a Marruecos. Yo esta parte la dejo a mi digno compañero el Sr. Ministro de Estado, que contestará cumplidamente a los cargos injustos que se le han hecho, y sólo diré una cosa.

Es original y me causa gran extrañeza, Sres. Diputados, que todo lo que hacemos los españoles, sobre todo cuando es preciso combatir a este Gobierno, se empequeñezca y se rebaje y se le quite el mérito que pueda tener a aquello que ha hecho. Así resulta que esta alta dignidad de la milicia, investida nada menos que con el carácter de embajador extraordinario, cuando va a Marruecos va con el auxilio de las Naciones extranjeras, va porque lo permiten los marroquíes, va a quitarse el casco delante de la autoridad del Sultán, rebajándose a sí propio, y no se ve en esos actos que ejecuta en nombre de la bandera de la Patria, más que aquello que puede rebajarle y empequeñecerle, presentándole ante las Naciones europeas, cuando se enteren de estas discusiones, con un demérito, Sres. Diputados, que parece imposible que propalemos nosotros mismos.

Todavía eso, leído en la prensa extranjera exagerada, en aquella prensa que es propensa a humillarnos y deprimirnos, todavía eso sería malo y lamentable, aunque, al fin, no tenemos que deberla ningún género de atenciones; pero que sean Diputados españoles; que seamos nosotros los que por combatir a un Gobierno que no es de las ideas de los que tiene enfrente, lo empequeñezcamos todo y no realcemos la bandera de la Patria, y digamos que no se practica ninguna acción meritoria para nuestra dignidad, y que nuestros agentes no tienen toda la libertad necesaria y no representan la fuerza en la Nación, y no van en nombre del país, sino ayudados por las Potencias extranjeras, consentidos por los marroquíes y engañados por ellos, para darnos una indemnización, rebajándonos todo lo posible; esta manera de proceder, Sres. Diputados, combatiendo los grandes intereses de la Patria, sólo por combatir al Gobierno, no sólo no me la puedo explicar, sino que me causa verdadero sentimiento; no porque se combata al Gobierno, no porque se combata mi persona, que es bien insignificante, puesto que en esa vertiginosa carrera de la política, el Ministro de la Guerra dejará pronto este puesto, le reemplazará otro, y apenas si quedará recuerdo de él; sino porque no me parece que eso nos realce ante las demás Naciones.

Yo entrego mi historia al juicio de mis conciudadanos; si he cumplido con mi deber, éstos me lo agradecerán, y si no me lo agradecen, quedaré contento y satisfecho, aun siendo atacado, molestado, combatido y discutido, puesto que la política exige esos sacrificios. Pero, Sres. Diputados, que por deprimir a estos o a los otros Ministros, se nos presente ante el mundo tan rebajados como se nos quiere presentar en estos continuos combates que a diario sostenemos en estas Cámaras, eso yo lo lamento, no por mí, sino por vosotros mismos. Yo entrego mi conducta al juicio sano de la opinión, seguro de que, si hoy en estas candentes luchas de la política no se me hace justicia, llegará un día, no muy lejano, puesto que estos caracteres meridionales cambian muy pronto de criterio, en que se hará la debida justicia a la conducta del Gobierno en la cuestión de Melilla, a la de sus agentes y al resultado de las operaciones militares.

El Sr. Ministro de ESTADO (Moret): Señor Presidente, contando con la venia de S. S., deseaba manifestar a la Mesa que, debiendo contestar al Sr. Marenco, si este Sr. Diputado no lo lleva a mal, a fin de molestar lo menos posible la atención del Congreso, lo haría después que el Sr. Salmerón hubiera usado de la palabra; pero poniendo por delante la condición de que este deseo mío de molestar el menos tiempo posible la atención de la Cámara, no se tome, por parte del Sr. Marenco, ni como menosprecio ni como descortesía.

El Sr. MARENCO: Pido la palabra.

El Sr. VICEPRESIDENTE (La Serna): La tiene S. S.

El Sr. MARENCO: Después de la manifestación que ha hecho el Sr. Ministro de Estado, sólo debo decir que yo no atribuyo nunca el que no se me conteste a menosprecio, porque me estimo lo suficiente para creer que nadie me menosprecia. Si S. S. hubiera dicho que deseaba que yo no tomara a descortesía el que no me contestase hasta que lo hiciera, a su vez, al Sr. Salmerón, eso ya sería otra cosa.

Puede hacer S. S. lo que guste; yo estoy a disposición de S. S. y de la Mesa; pero conste que me parece muy mal ese procedimiento de no asistir a esta Cámara, habiéndose iniciado aquí un debate antes que en la otra, y en el cual S. S. tenía que contestar a cargos personales, y que no me parece lo mejor que se contesten en globo y en conjunto. Ahora puede hacer S. S. lo que tenga por conveniente.

El Sr. Ministro de ESTADO (Moret): Pido la palabra.

El Sr. VICEPRESIDENTE (La Serna): La tiene S. S.

El Sr. Ministro de ESTADO (Moret): Menosprecio es, en mi sentir, menor aprecio; por consiguiente, quería decir que deseaba que el Sr. Marenco no entendiese que yo apreciaba menos de lo que debía sus indicaciones.

En cuanto a mi presencia en la otra Cámara, ¿qué le hemos de hacer? Yo no lo puedo remediar. El sábado, día en que S. S. usó de la palabra, tenía lugar en el Senado un debate interesantísimo, y mi presencia allí era absolutamente indispensable; y por eso, dispuesto estoy a recibir todas las censuras que se me quieran dirigir, en la seguridad de que no me juzgo acreedor a ellas.

Insisto, pues, en la manifestación que he hecho antes, y con permiso de la Mesa me reservo el hacer uso de la palabra después que hable el Sr. Salmerón.

El Sr. MARENCO: Pido la palabra.

El Sr. VICEPRESIDENTE (La Serna): La tiene S. S.

El Sr. MARENCO: Para decir, a mi vez, que si el Sr. Ministro de la Guerra no lo toma tampoco a descortesía, como yo también deseo evitar a la Cámara la molestia de oírme dos veces en dos rectificaciones que seguramente han de tener puntos comunes, y puesto que me será a mí más fácil contestar a un mismo tiempo a las dos, me reservaré igualmente el hacer uso de la palabra, con la venia del Sr. Presidente, para replicar, cuando hable el Sr. Ministro de Estado, a los dos Sres. Ministros.

El Sr. Ministro de la GUERRA (López Domínguez): Por mi parte, no hay inconveniente alguno en que S. S. se reserve hacer uso de la palabra para cuando S. S. dice.

El Sr. VICEPRESIDENTE (La Serna): El señor Marenco podrá hacer uso de la palabra cuando hayan hablado el Sr. Salmerón y el Sr. Ministro de Estado, rectificando entonces también al Sr. Ministro de la Guerra.

Tiene la palabra el Sr. Salmerón para alusiones personales.

El Sr. SALMERÓN: Los motivos que obligan a esta minoría a intervenir en el debate, han tenido digna satisfacción en los discursos que en su nombre se han pronunciado, y por el conjunto de las cuestiones que en uno de esos discursos se trataron, la satisfacción fue cumplida. En él se ofrecía aquella demostración espléndida de talentos políticos, puestos al servicio de las nobles aspiraciones del alma de un patriota, todo lo cual, sin excepción en todos los lados de la Cámara, fue reconocido en el discurso de mi querido amigo el Sr. Marenco.

Y no tendría yo, ciertamente, necesidad de molestar vuestra atención viniendo a discutir de nuevo esta grave cuestión del conflicto de Melilla, si no fuera porque algunas de las relaciones que en esa complejísima cuestión se contienen, se dejaron a cargo del Diputado que tiene el honor de dirigiros la palabra.

Cifra y compendio de la política del régimen imperante, de la política de la Restauración, es la conducta que han venido observando en relación a nuestros intereses, y pudiera decir a nuestros deberes en África, todos los Gobiernos de la Restauración. Como la situación es verdaderamente de quiebra del partido liberal, y, en situación de quiebra, la liquidación se impone, es necesario que todas las responsabilidades vengan a cuenta de los que las hayan contraído, para que el país pueda conocer qué es todo lo que de ellos tiene que temer, qué es lo que de ellos tiene que esperar, si por ventura algo esperara, y qué es lo que puede esperar de aquellos que por imposición ineluctable de la necesidad, por exigencias del movimiento del progreso, son los llamados, en un porvenir que no puede ser muy lejano, a regir los destinos de la Patria; qué es lo que todos vosotros, comprendiendo en esta apelación a liberales y conservadores, habéis hecho en estos diez y nueve años de los sagrados derechos, de las legítimas aspiraciones de la Patria, y qué es lo que nosotros los republicanos podemos hacer, poniendo por delante nuestros compromisos, la integridad de nuestra conducta, la inquebrantable firmeza de nuestras convicciones y nuestra constante adhesión a los intereses generales, los cuales estamos siempre dispuestos a subordinar a los de partido.

Sería ciertamente imposible que cumpliéramos unos y otros con el deber que tenemos hacia la Patria, si con motivo de esta cuestión de Melilla, todas esas relaciones aquí no se ventilaran; porque tales pruebas habéis dado, vuelvo a repetir, en esto todos los monárquicos (los menos responsables, he de procurar demostrarlo, son los que al presente gobiernan), que hay necesidad de preguntaros: ¿qué es lo que habéis hecho, en relación al cumplimiento de esos deberes complejos, de los cuales no sólo depende la subsistencia material de un pueblo, sino lo que vale más, las condiciones morales; porque puede fácilmente desmembrarse un territorio, como ha acontecido en Francia, pero si hay un régimen vital, sustancia, vigor y energía para reconstituir la Patria, la Patria se reconstituye, desmembrada y todo, y puede todavía alcanzar más espléndido poder que cuando fuera íntegro el territorio? Y vosotros sois, los unos y los otros, los responsables, no sólo de haber traído a España a una tristísima y deplorable situación material, sino de haber de tal manera empequeñecido, si no lo tomárais a mal, degradado, el alma de la Patria, que no hay entre nosotros quien fíe ni en el poder ni en la eficacia de la justicia sobre la cual impera la arbitrariedad, ni en el poder ni en el vigor material, porque ni tenemos el nervio que los intereses materiales prestan para la fuerza, ni discreción ni inteligencia para cumplir nuestros destinos.

Es, Sres. Diputados, Melilla una posición en el Imperio de Marruecos cuyas ventajas no he de discutir. Temiera la acusación de incompetencia que pudiera venir de aquellos bancos, si bien en este punto entiendo que desde éstos, tenemos el derecho y aun el deber de acusar nuestra incompetencia, y desde esos, tenéis el deber de respetar nuestras advertencias e indicaciones, aunque incompetentes, porque somos órgano de las aspiraciones del país.

Pero sin entrar en esa discusión, es el hecho que tenemos esa posesión de Melilla, y es el hecho también, que no podrá negarse, que para eventualidades, quién sabe si no lejanas, pero próximas o remotas, como quiera que sea, para esas eventualidades, Melilla es una situación de todo punto ventajosa para ir a Fez, Mequinez y Tafilete por el Figuig o el Muluya; y cuando de una posición de esta clase se trata, y cuando existe en una tradición como no la puede ofrecer historia alguna, una relación de estas que se contraen en el proceso de la civilización, consagrado por vida secular, de devolver nosotros a la raza semita lo que de ella hemos recibido en nuestra sangre, la civilización que la hemos debido, para encarnar en ella el genio de la raza aria, cuando hay estos vínculos íntimos y secretos que llevan a los pueblos a confundir en una conjunción de esfuerzos la obra siempre redentora y divina de la civilización, no puede haber quien pensando en aquellas seculares tradiciones, quien sintiendo en su alma este noble vínculo que constituye la bondad de nuestra razón, la condición del genio semita y del genio ario, no sienta que hay más allá del estrecho de Gibraltar una tierra que nos llama a cumplir una misión que es parte integrante de nuestra vida nacional.

Y de esa posición que por tales y por tan trascendentales vínculos a todos nos liga, porque lleva a la Patria a defender como misión de honor nuestra influencia en el Imperio de Marruecos, de esa posición, ¿qué habéis hecho?

En una relación que no habrá nadie ciertamente de vosotros que no haya de reconocer que es de todo punto imparcial, habré de decir que lo único que en eso se ha hecho que merezca ser mentado, es lo que ha hecho el partido conservador. Lo que hizo el partido conservador, bajo la iniciativa y dirección del Sr. Cánovas del Castillo, es lo único que en este triste período de la Restauración se haya realizado, es lo único que ha señalado algo de propósito inteligente y discreto, algún principio de fecunda política en nuestras relaciones con Marruecos.

Pero es el hado ineluctable, y no puede ciertamente el hombre aspirar a hacer más de aquello que consienten estos dos factores de todos los hechos humanos: el medio dentro del cual se obra y las condiciones del agente; y el medio dentro del cual ha obrado el partido conservador, como el medio dentro del cual os desenvolvéis vosotros los liberales, es un medio que hace completamente imposible una política fecunda en las relaciones internacionales.

El hombre es harto menos libre de lo que presumís. Constituidos en el medio en que estáis, ¿qué podéis hacer que no sea lo que responda a esas exigencias implacables, ineludibles, de los intereses dinásticos respecto de los cuales en cuanto pugnan con los intereses nacionales por las necesidades del poder, por la aplicación inexorable del propter vitam vivendi, tenéis que sacrificar los intereses nacionales a los intereses dinásticos? Y ha resultado de esto, que en cuanto a aquella política discreta y previsora de afirmar el statu quo en Marruecos, que sólo podía ser fecunda, que sólo podía servir a las aspiraciones nacionales, a cuenta de que de ese statu quo nos aprovechásemos para extender nuestra influencia, creando aquellos intereses civilizadores tras los cuales fueran luego los resortes materiales que legitiman las acciones de la fuerza; habéis sido de todo punto impotentes para utilizarla, y ha servido sólo ese statu quo para alimentar codicias de otras Naciones, para dejar abierto el paso a otras influencias y para ver mermado nuestro prestigio y reducidos a la impotencia nuestros esfuerzos.

En los hechos que han de confirmar estas consideraciones generales que he apuntado, no habrá quien con razón contradiga lo que el Sr. Marenco especialmente ha demostrado aquí, lo que ha resultado de aquellas discretas insinuaciones del Sr. García Alix, lo que, en parte, el Sr. Martín Sánchez también significó; es a saber: el completo, el general abandono de todos los medios de defensa de Melilla. Pero ese completo, ese general abandono de todos los medios de defensa de Melilla, ¿constituye sólo una falta del partido liberal? ¿es el partido liberal el responsable de ese abandono? Sería el colmo de la injusticia llegar a hacer presa en ese espíritu de sacrificio de que se halla poseído el Sr. Ministro de la Guerra. Es el Sr. Ministro de la Guerra el menos responsable de todos.

En cuanto a la responsabilidad general de ese Gobierno, ya la iremos examinando, sin contar aquello en lo cual no cabe exigir responsabilidad cuando la cabeza no se entera de lo que pasa en el organismo.

Es Melilla una plaza en la que, por las condiciones que tiene, ya lo decía el Sr. Ministro de la Guerra, se hace casi de todo punto imposible que en breve tiempo, con la urgencia y con la perentoriedad que graves atropellos demandan, puedan mandarse fuerzas, aunque estuvieran prestas en el puerto más cercano aunque estuviesen en Málaga embarcadas.

Y ya lo decía ese príncipe de los príncipes de la milicia: no hay puerto ni muelles. En Melilla mismo, dadas las condiciones de la plaza, parece, y no quisiera incurrir en acusaciones de incompetencia por parte del Sr. Ministro de la Guerra, que hay espacio bastante para 4.000 hombres, contados sus cuarteles, contadas las casas del Polígono y contados los alojamientos de los distintos fuertes. ¿Qué teníais en Melilla, vosotros los liberales y vosotros los conservadores? Habéis tenido una guarnición que llegó a 3.000 hombres, y la habéis venido reduciendo precisamente en los tiempos en que el presupuesto de la Guerra iba subiendo, hasta dejarla en la cifra de 1.500 hombres nominales, de los cuales resultaba que el 2 de Octubre no había más que 700 hombres útiles para la guerra. En cuanto a las relaciones de la plaza, no sólo no teníais puente para comunicar a través del río Oro con el fuerte de Camellos, que era la cosa que más urgía, de haber realizado aquella insensatez casi inverosímil de construir el fuerte de Sidi-Aguariach, sino que no teníais siquiera en el fuerte que había de proteger aquella parte del campo, más que dos cañones para batir todo el terreno, los cuales era menester llevar de un punto al otro; y no teníais siquiera artilleros que los sirvieran, y tuvieron que servirlos paisanos que se prestaron a ello. Los demás fuertes estaban desartillados, y teníais por junto dos cañones en la artillería de montaña, que hubieron de ir de un lado a otro para evitar lo que había de ser la terrible catástrofe e inconcebible vergüenza del 2 de Octubre.

Estos son hechos; contra los hechos no valen subterfugios ni retóricas; es de todo punto necesario que hagamos los unos y los otros política muy positiva, muy concreta, y que vosotros los que representáis el poder oficial, lleguéis a persuadiros de que el país está, no sólo apercibido, sino harto ya, de los engaños con que en la organización oficial los poderes pretenden manejarlo. Y prosiguiendo esta serie inverosímil, iba a decir de inepcias, pero no quisiera en este debate pronunciar palabras que lastimaran a nadie, procurando inspirarme sólo en un alto espíritu de la Patria, hasta el punto de que quisiera olvidarme de que soy republicano, si no fuera republicano a puro de patriota; prosiguiendo, digo, esta serie inverosímil de innumerables y, por descontado inenarrables abandonos, digo ahora que éstos llegan a término de que no habiendo agua en la plaza de Melilla, algunos de los pocos e insignificantes aljibes que allí existen estaban cegados, y no teníais siquiera lo que ya no falta en ningún país civilizado: condensadores para hacer potable el agua del mar. Vuestros fuertes estaban sin provisiones, cuando no debió haber ni uno sólo que no las tuviera para algunos meses, y se ha dado el triste, tristísimo espectáculo, de que en el fuerte de Cabrerizas Altas el día 27 de Octubre, sufrieran los soldados hambre y sed, y posteriormente, cuando estaban cercados los fuertes exteriores, fue necesario ir de una a otra parte a llevar los cañones y a hacer algunos aprovisionamientos ridículos, estériles, por ocho, diez, o doce días, a costa de sangre, y lo que es más grave que el derramamiento de sangre, porque al fin y al cabo el hombre es un ser efímero, a costa de la reputación, del honor, de la inteligencia de nuestra querida España.

Si yo hubiera, Sres. Diputados, de proseguir narrando hechos, quizá tendría que molestaros por mucho tiempo, y además, no quiero que de uno u otro lado puedan salir acusaciones de que el hacerlo no es obra patriótica. A eso quiero, desde ahora, replicar, de una vez para siempre, que el poner ante la conciencia del país los males que padece, los vicios de que adolece, las causas que le empobrecen y le degradan, téngolo por obra más patriótica que la de ocultarlo, pretendiendo engañar a los extranjeros, a quienes no se engaña, porque conocen nuestras debilidades mejor que nosotros mismos; y hacerle todavía continuar por este triste camino de la negligencia y de la inercia constante, con lo cual no parece que han de tener remedio los tristes males de la Patria. Sobre esta serie de abandonos, Sres. Diputados, está otro que no diré que nos haya de causar rubor y vergüenza.

Después de todo, las colectividades, lo mismo las de personalidades tan acentuadas y vigorosas como son las Naciones, que las que se forman por el mero concierto de la voluntad, necesitan constituir una atmósfera, un medio en el cual se desenvuelvan y marchen acordes las dos condiciones de que depende el éxito de toda acción humana: la inteligencia, que conoce; la fuerza, que ejecuta; y cuando no llegan a un concierto esos dos elementos, y cuando la inteligencia es perezosa, porque se ha castrado la fuerza viril del espíritu y no hay energía material, porque se ha desangrado en mantener a los explotadores a costa de los explotados, resulta la inepcia e impotencia de que estamos viendo en todas partes grandes muestras. Y cuando faltan esas condiciones, no quedan sino los estímulos y los resortes del egoísmo personal, y las gentes se olvidan de la Patria, olvidan del interés general, se olvidan de lo que se trasciende del inmediato, miserable, mezquino interés que reside en los resortes de su voluntad, y entonces no tienen las gentes inconveniente en negociar a costa del honor y de los intereses de la Patria.

Así, por ese conjunto de condiciones, resulta este hecho tristísimo, sólo veladamente insinuado por el Sr. Ministro de la Guerra, escrito con caracteres rojos de sangre, y un poco borroso, porque allí se había violado lo más santo y sagrado que debe presidir a la vida de los pueblos, que es la Constitución. Existe un documento en el cual se está afirmando que para coronar ese abandono existía ese miserable, ese inmundo tráfico del contrabando de guerra.

Y no vengáis a decir, Sres. Diputados, como decía alguno, muy digno por cierto en sus sentimientos, en los móviles de su conducta, en la inspiración romántica de su celo, que no puede ni debe hablarse de ello porque se levanta una cruz que hace desviarse del camino. No hay cruz que se levante para decir la verdad ante el país, y para que esa verdad se depure, y para que ese hecho se averigüe, y para que, sea quien sea el responsable, caiga bajo el fallo inexorable de la conciencia pública. ¡Pues no faltaba más, Sres. Diputados, sino que no pudiéramos decir a una todos los españoles, que Fernando VII fue un infame traidor porque Fernando VII murió!

Sí, Sres. Ministros, averígüese eso con urgencia y con presteza; llevamos ya cinco meses, y no se ha formado ese expediente, y no sabemos si se ultraja la memoria de un muerto o si hay responsabilidades para muertos y para vivos, responsabilidades que la conciencia pública tiene derecho a reclamar.

En otro género de esta relación que grosso modo os voy exponiendo, reparad lo que España, pueblo civilizado, que presume (y en esto no hace más que tener un presentimiento) de altos deberes nacionales, que tiene un preferente derecho para representar la civilización en el Imperio de Marruecos, reparad lo que España ofrece al Imperio de Marruecos como tipo de la civilización con que le brinda: presidios en Melilla, en Ceuta, en los presidios menores, y no os choque que después de esto ponga: y misioneros.

Es decir; le ofrecemos, de una parte, lo que en las relaciones con el musulmán, que es el pueblo de la fe, que es el pueblo de los creyentes, más le ha de predisponer a la lucha; recordando aquella secular de la Cruz contra el Islám, con lo cual, en vez de atraerle, le repelemos; y, de otra parte, presidiarios, con los cuales ofrecemos al pueblo musulmán el espectáculo de lo que tenemos desdichadamente, no ya por más abyecto en el fondo de nuestra sociedad, sino lo que tenemos por irredimible, por culpa de las condiciones de nuestro régimen. ¿Qué política es esa que cuando tiene que producir una obra civilizadora no sabe sino oponer a la fe lo que ha de predisponer al odio infranqueable en que pugnan los dioses, y ofrecer el ejemplo más triste de la abyección social, que les ha de hacer formar la idea de que aquellos pretendidos civilizados y civilizadores son inferiores a ellos?

Contra esto decid cuanto os plazca o se os antoje; pero el enviar misioneros a Marruecos y el mantener allí nuestros presidios, es levantar una barrera infranqueable al progreso de nuestra legítima y obligada influencia en Marruecos. (El Sr. Mella: ¿Habíamos de mandar krausistas?) No es esta ocasión de discutir con el Sr. Mella, ni lo pretendo; pero, dígame S. S.: ¿cuantos musulmanes ha convertido el padre Lerchundi{3}? (El Sr. Mella: El padre Lerchundi, yo espero que ha de convertir a algunos racionalistas.)

Cuando me haya convertido a mí, me resignaré y acataré su influencia. Hoy, sólo puedo declarar que tengo a honor que Krause haya sido uno de mis maestros; pero yo jamás he jurado por ningún maestro. No juro por Dios vivo; no juro sino por la razón que con mi esfuerzo investigo; ¿cómo he de jurar por ningún maestro?

Es un hecho incontrastable este a que me estaba refiriendo; y no podéis decir que son cosas de un idealista, como esta tarde desde el banco azul se decía: son cosas positivas. ¿Qué hace Francia? ¿Qué hace Inglaterra? ¿Qué hace Alemania? ¿Qué hacen los pueblos que quieren extender su influencia cuando se encuentran en el país a donde quieren llevar su civilización, con gentes de otra confesión? De tal manera las respetan, de tal manera las enaltecen, de tal suerte las veneran, que, como acontece en el presupuesto de Francia, está ese culto musulmán subvencionado; de tal manera se saben atraer a esas gentes los pueblos cultos, que Inglaterra ha logrado tener musulmanes que defiendan los derechos de Inglaterra contra musulmanes. De suerte que lo que yo os propongo, sobre ser cosa que dicta la sana razón, es cosa que se realiza con resultados prácticos y positivos por otros pueblos.

Lo que allí necesitamos llevar son industriales, comerciantes, hombres de ciencia y de saber, que sepan infiltrarse en aquel pueblo, que, como todos, a pesar de muchos obstáculos y barreras, va tras la luz, y se recrea en las altas expansiones de la razón, cuando se sabe insinuar discretamente, y no debemos llevar allí lo que ha de repugnarles por su fe, y ha de despertar sus odios y rencores.

Aprovechar ese género de elementos y de fuerzas, procurar crear en toda la costa meridional del Mediterráneo gentes que se penetren de esta misión nacional, que posean los medios con que allí pudiéramos ejercer nuestra legítima y obligada influencia, que hablen como ellos el árabe, que si tienen la fe de la Cruz no vayan a intentar oponerla a la fe del Islam, que vayan a crear intereses, a tratar de enriquecer a aquel pueblo, a enseñarle las corrientes de la civilización, eso es lo que hay que hacer; y de este modo, por este medio esplendoroso, ganaremos primero su alma y no tardaremos después en dominar su cuerpo.

Para eso, Sres. Diputados, como en cualquier orden de relaciones de la vida, para realizar algo fecundo, que lleve impreso el genio humano, se necesita obrar sin prejuicio; que no aprisionen los moldes las libres iniciativas, y que a la par se desenvuelva la acción en la plenitud de todas las relaciones que integra el cuerpo social.

Para eso se necesita preparar primero y aprestar después los medios de realizar una política segura en la plenitud de relaciones que España tenga que cumplir en el mundo; y cuando de eso se haya formado plena conciencia, llegar a saber cómo se ha de realizar esa política internacional, de quién podemos esperar algo, de quién tenemos que temer, y sin pensar en las simpatías o en las antipatías que de las alturas descienden, ni en las afinidades o contrariedades del régimen imperante, enderezar la dirección de la política del Estado allí donde brote de las entrañas de la Patria misma, no donde convenga a los intereses de quien no ha sentido en el germen de su vida el genio de la Patria. Y cuando esto hicierais, reconociendo que en el Imperio de Marruecos hay muchas Naciones que, ojo avizor, pretenden aprovechar la coyuntura para hacer presa en él, debierais recordar que hay otra que tiene puesto el veto a todo lo que sea el desarrollo espléndido de España; porque parece que en las relaciones de las Naciones hay algo semejante a las relaciones individuales, hay algo que atrae, hay algo de las afinidades electivas, hay algo de las antipatías ineluctables, y donde quiera nos encontramos con un obstáculo que, para mayor afrenta y mengua, todavía se asienta en el suelo sagrado de la Patria, y se nos pone de frente si pretendemos ampliar nuestra acción en Marruecos, y dificulta nuestra vida de relaciones con el África donde quiera que pretendemos llevarlas; y de otro lado se despiertan codicias que contemplan nuestras islas y posesiones de Ultramar, y vemos que Inglaterra se posesiona tranquilamente de la costa del Hamra, que extiende pacífica, pero continuamente, su dominio en el territorio de España, y todavía hay, quiero decir, cándidos que pretenden servirla dándole bastante provisión de agua y facilitándole el puerto de Mayorga. Y cuando veis en estas relaciones dónde están los intereses contrarios, dónde los afines, ¿qué hacéis para poder extender vuestras fuerzas en el concierto de las Naciones? Humillaros ante Inglaterra, someteros a la tutela del Austria, poneros bajo el protectorado de Alemania, y en último término contar con Francia. ¿Qué habéis hecho para todo eso, para concebir el plan de una política internacional, poniendo en él toda la prudencia que aconseje nuestro triste, nuestro menguado estado en todo orden de relaciones (algunas de las cuales he de examinar), pero no encerrándoos en una neutralidad, que no tiene sentido, que es un imposible, que es un absurdo? Porque en la vida de las Naciones, pretender encerrarse en una absoluta neutralidad, es lo que sería en un organismo vivo sustraerse a toda influencia del medio ambiente: no tardaría, en uno ni en otro caso, en presentarse el cadáver. ¿Qué habéis hecho en todos esos cuatro lustros de la Restauración para determinar la orientación de España en las relaciones de esa política internacional? No quiero entrar en el análisis de lo que habéis hecho, porque no quiero encender ningún género de discordias. Lo que puedo decir, siendo mi voz órgano de la conciencia del país, es que no tenéis política ninguna; es que no tenéis más política que la de complacer a quien puede ser árbitro del Poder; no tenéis otra, ni se os alcanza más. Y si no, decidme: ¿qué ha hecho en este camino, con toda la omnipotencia que le prestaba la situación en que había venido a caer España, el jefe del partido conservador, en quien por las condiciones de la persona recayó toda la representación del Poder de la Restauración mientras vivió D. Alfonso? ¿Qué es lo que ha hecho para definir, determinar y proseguir, hasta entregaros como una tradición respetable, una política internacional? Ahí están los hechos.

Y respecto del Sr. Sagasta, no debo decir qué ha hecho; lo único que debo decir es: ¿se ha enterado? Porque si tratándose de lo que pasa en esta mezquina y menguada política, que es la que satisface las aspiraciones de esa representación nacional, no se enteró de lo que había pasado en Valencia sino cuando le dijeron que el gobernador destituido era deudo del Sr. Maura, ¿qué se ha de enterar S. S. de lo que pasa en el Atlas, o de lo que pasa al otro lado del Mediterráneo, del Atlántico o del Pacífico?

Es, pues, demostración tan cumplida como la que cabe hacer en este género de Asambleas, la de que nuestra posesión de Melilla la habéis abandonado, la de que no sabíais qué hacer, ni habéis hecho cosa alguna para defenderla, y la de que no tenéis política internacional, como no sea la de mostrar tendencias de todo punto antipáticas e incompatibles con las aspiraciones de la Nación. Y vamos ahora a examinar el conflicto en sí.

Claro está, no tema el Sr. Ministro de la Guerra que al examinar el conflicto yo vaya a tratarlo con la competencia del que viste el uniforme militar; pero sí lo trataré, ciertamente, con toda aquella devoción que el hacer religión del servicio de la Patria me impone, y con el resultado, tan pobre como se quiera, pero al cabo resultado, de haber puesto trabajo y esfuerzo para formar alguna clara idea de cuanto en este conflicto de Melilla se encierra. Y en el conflicto en sí, Sres. Diputados, lo que se ofrece primero, lo que salta a la vista es, que España ha estado, treinta y cuatro años después del tratado de Wad-Ras, o si queréis, para que la cuenta sea exacta y no haya exageración, ha estado treinta y tres años para llegar a formar cálculos sobre la conveniencia de hacer un fuerte en un sitio en que, después de la catástrofe resultó, previo envío de Comisiones y formación de expedientes y consiguientes informaciones, que era una insigne y soberana torpeza, porque estaba dominado por otras posiciones que tenían los moros. Y lo hicisteis.

Sobre esa singular inexcusable torpeza en que la mínima parte toca, casi no toca ninguna, al actual Sr. Ministro de la Guerra, y toda haya de caer sobre sus dignos antecesores, pero que es órgano adecuado de esta política que ante vuestra atención voy desenvolviendo, sobre esa insigne torpeza, cometisteis una falta política, que en la plenitud del siglo XIX no pueden cometer los que dirigen el gobierno de los Estados; porque a esos no les es lícito desconocer resortes que determinan la acción de los pueblos con los cuales tienen relación, y no les es dado ejecutar actos que vayan contra el fin que les está impuesto en la función de gobierno. El acuerdo del emplazamiento de un fuerte junto a un cementerio y junto a una mezquita, tratándose de musulmanes, es el colmo de la torpeza. Sagrada, sacratísima en la relación de la conciencia individual, como de la conciencia colectiva, es la función de la fe para la acción de los Gobiernos. Allá puede discutir la razón respecto de la fe racional que deba sucumbir, o de la fe racional que deba de nuevo elaborarse; mas para los Gobiernos, en nuestro tiempo, en España, después del año 68, antes no, porque hasta entonces España vivió en la Edad Media, es faltar a los más elementales deberes de gobierno, es caer en el fondo de la inepcia. ¿Cómo habiendo gentes de espíritu abierto, no cerrado por preocupación alguna del fanatismo, no pudieron desde luego, no digo yo presumir, prever con la certeza absoluta que en la previsión, dadas las condiciones de los actos humanos cabe, que había de ser fuente de conflictos el tratar de construir un fuerte junto al cementerio y la mezquita de los musulmanes?

Si a esto añadís la otra torpeza de índole técnica y militar, de estar aquel fuerte dominado, lo que hace que ese fuerte no se acabe, y si se acaba no sirva para nada sino para demostrar vuestra ineptitud y vuestra incalificable torpeza, comprenderéis que precisamente por eso fue culpa de unos y de otros, de vosotros todos, el germen del conflicto. Y como no me duelen prendas de género alguno; como mi primordial deber es hablar en nombre de la justicia y elevar hasta el alto reconocimiento de esa fuente de vida racional la conciencia de un pueblo, yo os pregunto, y es bueno que preguntemos a la faz del país: ¿es que había de parte de los órganos de España algún ultraje que implicara profanación o atentado al pudor, que provocara y determinara el violento atropello cuyas consecuencias lamentamos y es posible que sea germen todavía de ulteriores y más graves conflictos? Porque si ese ultraje existió, como hay algunas razones para sospecharlo, deber vuestro es, deber nuestro es también levantar desde aquí unos y otros la más solemne protesta, y decir que en nombre de España no se puede consentir semejante profanación, y que si se ha cometido, estamos dispuestos a castigarla; porque España se ha de producir en todas sus relaciones como un país digno del comercio de los pueblos civilizados.

Señor Presidente, no por el esfuerzo de ahora, sino por una cierta emoción que, dado mi temperamento, había precedido al esfuerzo de ahora, me siento algo fatigado. Yo no deseo que el Congreso pierda su tiempo; pero si el Sr. Presidente y la Cámara no tuvieran inconveniente en acordar que yo hiciera punto aquí, puesto que sólo unos cuantos minutos me quedan para hablar, yo lo agradecería a unos y a otros; si no, estoy a las órdenes de la Cámara y del Sr. Presidente.

El Sr. PRESIDENTE: No tengo el menor inconveniente, pero sobre esto habría que consultar a la Cámara, porque falta media hora todavía.

El Sr. SALMERÓN: Entonces, me sobra tiempo; estoy a las órdenes de S. S. Prosigo. (Varios Sres. Diputados: No, no.)

El Sr. PRESIDENTE: Si quiere S. S. descansar, o dejar la terminación de su discurso para mañana, nos ocuparemos ahora en otros asuntos.

El Sr. SALMERÓN: Esto es lo que deseaba. De todas suertes, estoy a las órdenes de S. S.

El Sr. PRESIDENTE: Yo lo que deseo saber es lo que S. S. apetece en este momento.

El Sr. SALMERÓN: Cuando he hecho esta indicación, será que de mi parte algún deseo había. Pero estoy a las órdenes de S. S.

El Sr. PRESIDENTE: Pues entonces, se suspende esta discusión.

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