Federico Balart
Correspondencia particular
Sr. D. Leopoldo Alas
Muy señor mío y distinguido compañero: Largo tiempo hace que estoy en descubierto con Vd., sin corresponder a las benévolas alusiones, ya, expresas, ya tácitas, con que a menudo me favorece. Sirva de excusa a mi silencio la consideración de que, teniéndome Vd. “en estudio” como poeta, según leí en uno de sus brillantes escritos, temí que toda muestra de aprecio por mi parte pudiera parecer (no a Vd., sino a otros) anticipo de gratitud encaminado a captarme mayor suma de indulgencia, con ser ya tan excesiva la que mis pobres versos le merecen.
Si hoy prescindo de ese recelo, quizá injustificado, es meramente por la necesidad de rectificar algunas afirmaciones que acerca de mis ideas hace Vd. en su segunda carta al Sr. Tuero, publicada en el último Suplemento literario de La Correspondencia.
Muy mal debo haber expresado mi pensamiento acerca del arte cuando persona tan aguda y tan perita como Vd. ha podido interpretarlo en sentido diametralmente opuesto a mi intención.
Alarmado por sus afirmaciones, he acometido uno de los trabajos para mí más desagradables: el de leer mis propios escritos, donde casi siempre descubro algo que merezca corrección en el fondo o en la forma. Ésta vez, por rara excepción, repasado mi tercer artículo sobre La poética de Campoamor (único lugar donde recientemente he tratado del fin en las obras de arte), tengo la desgracia do no hallar fórmula más clara para mis ideas, completamente contrarias a las que usted me atribuye.
«El Sr. Balart (escribe Vd.) sostiene que no hay doctrina cierta respecto del fin del arte… y a los pocos renglones (como hacen todos los que proceden del mismo modo) presenta afirmaciones que suponen todo un criterio estético con relación a la finalidad artística, a la naturaleza misma del arte.»
A esas palabras (literalmente copiadas, según mi costumbre) respondo copiando, también literalmente, las que Vd. elige entre las mías para base de sus operaciones:
«Cuestión interminable, si las hay (dije yo), es la relativa al objeto del arte. Desde tiempo inmemorial, poetas y críticos han dado en ella como en centeno verde; y con el papel gastado hasta hoy en dilucidarla podrían haberse muy bien escrito unas cuantas docenas de Iliadas: no es mucho, pues, que a fuerza de tinta esté cada día más oscura, CON SER DE SUYO TAN CLARA.»
Tres afirmaciones saltan a la vista en esas palabras:
1.ª Que ha habido diferentes opiniones con respecto al fin del arte;
2.ª Que sigue habiéndolas;
3.ª Que sin embargo, esa cuestión, a mi parecer, es clara de suyo.
Que ha habido diferentes opiniones, no necesito probárselo a Vd., que harto lo sabe; poro por si alguien lo ignora, recordaré, sin entrar en la infinita enumeración de ellas, que para Víctor Hugo la belleza debía ponerse al servicio de la verdad y que Kant “a fuerza de separar lo bello de lo útil acaba por oponerlo enteramente a lo racional,” como dice Guyau.
Que sigue en pie esa diferencia de pareceres, se demuestra confrontando la teoría del arte inútil sostenida y practicada por Banville, y la del arte útil practicada y sostenida por Zola.
Finalmente, que a mi entender la cuestión es clara de suyo, eso lo digo yo y basta. A lo menos creo quo no tendrá Vd. la pretensión de conocer mis creencias mejor que yo mismo.
Tomada en cuenta esta categórica afirmación, ¿dónde está la inconsecuencia que supone usted encontrar entre mis palabras y mi conducta? Si consideraba clara la cuestión, claro es también que tenía no solo el derecho sino el deber de exponerla tal como la veía, sobre todo cuando se trataba de combatir otra de todo punto contraria.
Y (cosa singular] la doctrina combatida por mí en aquella ocasión, era precisamente la del arte útil, que Vd. me atribuye al suponerme incurso en el delito de negar la sustantividad del arte. Vea Vd. si tendré malas explicaderas cuando con tal cúmulo de indicios no ha logrado usted descubrir mi intención.
No, Sr. Alas; yo no he negado la sustantividad del arte, ni hallo en mi escrito una sola palabra que, sin torcer su sentido, pueda oponerse a esa respetable sustantividad. Y si no, vamos sumando y restando.
Yo he dicho: «Sin necesidad de aforismos, ni de proverbios, ni de refranes, ni de rebuscadas sutilezas, ni de conceptos alambicados son y serán siempre lecciones de alta importancia y de profundo sentido el Prometeo, el Edipo, el Quijote, el Macbeth, y con ellas todas las que figuran en primera fila entre los productos del arte.– ¿Por qué?– Porque en ellas vemos representada con todos los caracteres de la verdad y de la vida nuestra propia naturaleza…– Y ese espectáculo es, SIN PRETENDERLO, el más moral, el más instructivo, el más eficaz que puede ofrecerse a nuestra contemplación; instructivo como la vida, eficaz como la experiencia, moral como la verdad… Sublime inconsciencia del genio, que ilumina las almas como el sol a los planetas, sin quererlo, sin saberlo, por natural efecto de su propia vibración molecular.»
De lo copiado resulta que, en mi opinión, el poeta da sus frutos sin pretenderlo, sin quererlo, sin saberlo siquiera. ¿Por qué? Porque el fin del arte es otro y a él ha de dirigir la mira.
¿Tiene Vd. la bondad de decirme en qué se opone todo esto a la sustantividad del arte?
Quedamos, pues, en que rigorosamente hablando (y así he hablado yo), la verdad y el bien no son los fines del arte ni aún en sus manifestaciones más altas.
Pero en ellas son su natural consecuencia: consecuencia precisa inevitable, fatal.
Cuando encendí poco há la lámpara que tengo sobre la mesa, no buscaba calor, sino luz para escribir esta carta. Pero por su influjo ha subido un grado el termómetro de mi aposento. Las lámparas no se compran habitualmente como aparatos de calefacción, pero el calor es en ellas consecuencia ordinaria de la misma combustión de donde procede la luz.
Así también, la obra artística, además de la belleza que le pedimos, suele darnos la verdad y el bien por añadidura.
Tal es el efecto involuntario de las grandes obras poéticas «que figuran en primera fila.»
El de las menores no llega a tanto –y por eso precisamente son menores.– Pero sí llenan cumplidamente las condiciones esenciales del arte, ya que no hagan lo mismo, de seguro no harán lo contrario.
La obra de arte no puede dejarnos satisfechos si contraría las legítimas exigencias del gusto, de la razón o de la conciencia: en suma, no puede ser bella si es falsa o mala.
Belleza, verdad y bien nunca son términos opuestos en el arte. El sentido estético, el sentido común y el sentido moral han de vibrar acordes para que el espíritu experimente la plenitud de la emoción artística. El mal y el error pueden tener cabida en la obra de arte; pero como sombras que hagan resaltar la luz, o como disonancias que preparen el oído para recibir con más agrado la armonía del acorde final.
No soy competente en música; pero me atrevo a creer que hasta hoy ningún maestro del porvenir debe haber tenido la ocurrencia de terminar una partitura con una disonancia.
Convengamos, pues, en que lo bello no es bello sin ser, al mismo tiempo, racional y moral.
Y aún voy más allá: cuando el arte toma por asunto aparente de sus obras la deformidad natural, lo que constituye la belleza artística de la obra es la revelación del orden racional que, imponiendo como ley precisa la coordinación de los caracteres, establece una especie de solidaridad vital entre todas las partes del individuo. Eso es lo que nos admira en los retratos de Velázquez y en algunos de Antonio Moro. El Bobo de Coria es bobo desde la punta del cabello hasta la planta del pie; el manco de la baraja es manco de todo el cuerpo y de toda el alma.
En tales casos, lo que constituye la belleza artística (distinta de la natural) no es la pintura de la deformidad como hecho aislado, sino la manifestación de la racional armonía persistente bajo la corteza de la deformidad.
Pues bien; en el orden moral sucede otro tanto. El poeta puede representar lo malo; pero a condición de armonizarlo con el orden universal, el cual no existiría si el mal dejase de producir los efectos que la razón supone conforme a las leyes morales, o de sufrir la condenación que la conciencia le impone conforme a la justicia absoluta.
A eso dicen los naturalistas que en la realidad no suele suceder así. Verdad: pero en el arte debe suceder, porque el arte no es la reproducción de la realidad aparente, sino la revelación de lo absoluto encarnado y latente en lo real.
Repito, pues, que la obra de arte, si es genuinamente bella, no puede ser contraria a la verdad ni al bien.
Y en eso me fundaba para decir quo “yo juzgo de la obra artística como los místicos juzgan de la oración: por sus efectos,” y que “si me infunde nobles sentimientos, si me inspira valientes resoluciones, si me eleva el ánimo y me fortalece el corazón, si me alienta a luchar honradamente con las dificultades de la vida y a sufrir sin flaqueza los rigores de la fortuna, por buena la tengo,” y que si me produce los efectos CONTRARIOS, “la declaro mala sin temor de equivocarme, y eso no sólo en nombre de la moral, sino también en nombre del arte.”
Tales palabras, leídas a la ligera, pueden dar pie para dos objeciones igualmente infundadas en el caso presente:
1.ª Una obra puede predicar los principios más puros de la moral, y ser artísticamente mala.
2.ª Una obra puede ser artísticamente bella, sin favorecer uno solo de nuestros sentimientos morales.
Todo eso es verdad; pero ¿en qué se opone todo eso a mis afirmaciones? En maldita de Dios la cosa.
Si la obra es artísticamente mala, no producirá en mí ninguno de los efectos morales arriba enumerados.– Preñados de la mejor moral están los melodramas sentimentales de Pixérecourt, y sin embargo nunca me han parecido bellos, ni aun por el método indirecto establecido en la cita anterior. ¿Por qué? Porque, gracias a sus defectos estéticos, sólo consiguen poner en ridículo los buenos sentimientos que tratan de infundir.
Esto en cuanto a la primera objeción.
La segunda tampoco da en el blanco. Yo no declaro mala la obra que no me inspira los sentimientos y resoluciones morales enumerados en el mismo párrafo, sino la que me produce los EFECTOS CONTRARIOS, es decir, la que me infunde sentimientos viles, la que me inspira cobardes resoluciones, la que me deprime el ánimo y me enflaquece el corazón, la que me desalienta, en fin, para luchar honradamente con las dificultades de la vida y para sufrir sin flaqueza los rigores de la fortuna.– Cuando tales efectos produzca, no será artísticamente buena; porque, según queda dicho, la emoción artística resulta fallida si no se armonizan en ella el sentimiento de la belleza, el sentimiento de la verdad y el sentimiento del bien.
Fuera de eso, la obra que ningún rastro deje en la inteligencia ni en la voluntad, poco pesará siempre en la balanza del público por mucha que sea la habilidad del autor. En ese caso están las Odas funambulescas de Banville.
Si yo no supiera por experiencia propia (y actual) la facilidad con que se escapa una palabra en la precipitación del trabajo periodístico, aun no siendo diario, creería que en ese punto la opinión de Vd. era diametralmente opuesta a la mía, dado que, según su frase categórica, “el arte vive de la habilidad EXCLUSIVAMENTE.”
Y ¿a dónde iríamos a parar con semejante doctrina? Tomándola al pie de la letra, el susodicho Banville se dejaría en pañales a Lamartine y a fray Luis de León. Si el arte viviera exclusivamente de la habilidad, a ella exclusivamente habría que atribuir la gloria de todas las grandes producciones humanas en la esfera del arte: David sería un hábil escritor; a fuerza de habilidad habría entusiasmado Tirteo a los lacedemonios, y ni con microscopio se descubriría otra cosa que habilidad en todas las obras de Dante, de Shakespeare y de Calderón.
Pero entonces, ¿por qué La Puelle no ha llegado a tener, ni en Francia misma, la popularidad de que goza el Quijote en todas partes? No será, seguramente por falta de habilidad, ¡que en esa parte ya podría Voltaire dar a Cervantes ochenta carambolas para ciento! No; es precisamente por todo aquello que en el Quijote no se puede atribuir a la habilidad; es decir, por el genio, por la inspiración, por la verdad humana, por la trascendencia sociológica, por la sana intención moral.
¡Agradecidos quedarían David y Víctor Hago si lográramos probarles que todo su mérito se reduce a la habilidad!
Vea Vd. adónde nos llevarían las exclusivas de la crítica tirada a cordel.
Por fortuna no ha lugar a dudas: Vd. mismo se manifiesta enemigo de la habilidad exclusiva cuando observa con satisfacción que “en todas partes, aun en Francia, pasó el prurito… de aislar el arte de toda otra vida.” –“Hoy ya no se estilan (añade Vd.) aquellos parnasistas que se separaban del resto del mundo rodeándose del humo de su vanidad, que tomaban por nube de dioses.”
Bravo: esos parnasistas eran los del arte sin objeto y por ello precisamente lo separaban de toda vida; esos eran los de la habilidad EXCLUSIVA, y por ello justamente han dejado de estilarse, a fuerza de ver que el público no picaba en ese anzuelo sin carnada.
¡Ah!… Y el hecho de no estilarse, ya prueba también que en estética hay modas, y además que anda de capa caída la doctrina del arte por el arte profesada con tal exageración por los parnasistas, lo cual, en último resultado, nada supone en pro ni en contra de tal doctrina bajo el punto de vista científico.
Do lo dicho resulta:
Que en arte como en todo, menos en matemáticas, hay diversidad de opiniones;
Que esas opiniones están sujetas a los vaivenes de la moda, supuesto que se estilan y dejan de estilarse.
Que a pesar de eso, yo no he negado la posibilidad de establecer doctrina sobre una cuestión que, con razón o sin ella, me parece de suyo muy clara;
Que, dado ese aserto, lejos de haber contradicción hay perfecta consecuencia en mi conducta cuando explico a mi modo cuestión que tan clara me parece;
Por último, que yo no he negado la sustantividad del arte:
Lo que no quiero es que el arte por echárselas de sustantivo resulte insustancial.
Lo que no concedo tampoco es que una obra moralmente mala pueda ser artísticamente bella.
Y dicho esto, concluyo mi carta con las mismas afirmaciones del artículo en ella defendido.
Expresando mis gustos sin imponerlos a nadie, ahora como entonces mando enhoramala al arte si no ha de ser “un alivio de nuestros pesares,” explayándonos el ánimo con la belleza de sus creaciones; si no ha de ser “un puntal de nuestra fe,” manifestándonos la existencia de un orden absoluto en el cual se armonizan y resuelven las discordancias del mundo fenomenal; y finalmente, si no ha de ser “un estímulo do nuestras esperanzas,” alentándonos a confiar en la realización paulatina de ese orden, aspiración de toda alma honrada y condición de todo humano progreso.
Este sentimiento mío no se opone de ningún modo a la sustantividad del arte, al cual atribuyo como fin la realización de la belleza, pero seguro de que la manifestación de la belleza produce naturalmente esos frutos que yo del arte solicito.
Tales son mis opiniones respecto al fin del arte, sin quitar ni poner tilde a las emitidas en el artículo aludido por Vd.– Ahí van expuestas con la sencillez propia de un aficionado, de un profano, de uno que, aunque todavía le venga ancha la calificación, se mete en docena con esos ignorantes hombres de mundo a quien usted, hombre de claustro, tan magistralmente zarandea.
Yo espero que mis razones, aunque no estén científicamente fundadas, disiparán sus dudas y le convencerán de mi ortodoxia estética.
En caso contrario, si sometida la cuestión a más señores se acuerda la incompatibilidad de mi doctrina con la sustantividad del arte, lo sentiré por la sustantividad, y procuraré ir viviendo sin ella como Dios me dé a entender.
Entre tanto, después de reiterar a Vd. la expresión de mi agradecimiento por su extraordinaria benevolencia para conmigo, me ofrezco a sus órdenes como sincero admirador y devotísimo compañero lego, q. b. s. m.,