[ Leopoldo Alas ]
La audacia en el arte
A D. Tomás Tuero en El País ❦ II
Querido Tomás: Esto de la sustantividad de lo bello parece frase pedantesca y de más consonantes que sentido; y en efecto, así es cuando tales palabras se usan por aparentar conocimientos que no se tienen, reflexión que no ha existido. Pero en el mismo caso están todos los términos del lenguaje filosófico, que en realidad no significan nada cuando se emplean de oídas, sin haber examinado todo el contenido de ideas y relaciones de ideas de que cada uno de esos vocablos vienen a ser como cifra y resumen, y hasta si se quiere símbolo. Hablar de estos casos sin que haya precedido análisis concienzudo de cada uno de ellos, es hablar por hablar. ¿Dónde hay palabrotas que se hayan manoseado más que “lo objetivo y lo subjetivo?” Pues la mayor parte de las personas las emplean sin saber lo que propiamente significan; y así, lo objetivo para casi todo el mundo viene a representar lo exterior, lo que no somos nosotros mismos, y lo subjetivo lo que somos por dentro, esto que llena más, bien o mal, nuestro espíritu. Y esta manera de entender tales palabras es un puro disparate. Ese escepticismo que muchos creen que es la última moda, la más elegante en materia de estética, nace, como en otros tantos ramos de la filosofía, de la pereza intelectual y de la precipitación con que se vive.
Todos se atreven a tratar ligeramente, con motivo de aplicarla a los casos concretos que ofrece la experiencia diaria, la materia filosófica, ya sea en religión, en política, en arte, en economía, &c., &c.; pero cada cual parte de un dogmatismo (el escepticismo puede serlo también) disimulado por las hipocresías del lenguaje, y se admite discusión por quimeras sin idealidades, metafísica anticuada. Esto lo dicen los positivistas, que se creen entre nosotros a la dernière; esto lo dicen los ultramontanos, y esto lo dicen los escritores hombres de mundo que creen de buena fe, que, en efecto, la filosofía está desacreditada. Lo cual no impide que unos y otros sigan filosofando, sin saberlo, a capricho y desordenadamente.
Cuando se asegura, v. g., que no se puede afirmar nada en estética, que corren malos vientos para toda doctrina fija, se cree ser muy prudente, y en rigor no se hace más que sentar un dogma como otro cualquiera; el del agnosticismo, que no por tener forma negativa deja de ser dogma; pues, como dijo Fichte de una vez para siempre –y conviene repetirlo a menudo– no habría -A si no hubiese A.
No hay manera, en cuanto se formula un juicio, de darle por cierto sin probarlo, por más que se procure robar sustancia a su contenido para que se admita. Fíjate en lo que quiero decir: las gentes creen huir de la necesidad del problema de la certidumbre afirmando fuera de la filosofía; de otro modo, quieren que se les crea lo que dicen sin fundarlo, porque lo dicen sin pretensiones científicas. No ven que por eso mismo hay razón para hacerles menos caso. Y sin embargo, repara cómo en esos libros, en esos artículos que se escriben renunciando a tratar las respectivas materias desde el principio y bajo un fundamento (aquí se puede decir bajo el fundamento, que en estas cosas puede imaginarse no debajo, sino encima), bien pronto el autor comienza a sentar doctrina… porque sí.
Voy a ponerte un ejemplo refiriéndome a quien ya queda aludido en mi anterior epístola.– Es claro que para tratar de estos casos no hemos de referirnos a los tontos y a los ignorantes. Cuanto más valga el escritor o pensador a que recurramos, más concreto será el caso, pues no cabe achacar las deficiencias que notemos a circunstancias extrañas a nuestro asunto, como el poco meollo, la torpeza de pluma, &c., &c.
El Sr. Balart, que es uno de los escritores españoles a quien yo atiendo más, cuyas palabras medito más, porque es de los más concienzudos, más formales, más instruidos, más sinceros y más originales; el Sr. Balart comenzaba no ha mucho un trabajo crítico diciendo, sobre poco más o menos, que Dios le librase de explicar lo que era la belleza, ni cuál el fin del arte, porque tales cuestiones no estaban claras, no las tenía la ciencia depuradas, y sobre ellas no había más que conjeturas. Perfectamente: esta es una opinión como otra cualquiera; pero conste, por lo pronto, que supone toda una ciencia de afirmaciones rotundas. Es muy fácil probarlo. Hasta hoy se ha dicho y se ha escrito muchísimo acerca de lo que es lo bello, y lo que es el arte y su fin: unos sostienen unas teorías; otros, otras; y para poder afirmar que ni éstos ni aquéllos han acertado, que no se ha encontrado por nadie la verdad, hace falta, sencillamente, saber cuál es la verdad acerca de lo bello, el arte, &c., y poder comparar en esa verdad las teorías que no conforman con ella, y que por eso se reputan insuficientes. Porque si suponemos que nosotros no tenemos la verdad, ¿con qué derecho afirmamos que tampoco está en las teorías históricas, en ninguna de ellas? No sabemos lo que es la verdad; pues acaso sea algo de lo que ya se ha dicho. Pero no es esto sólo, y voy a mi ejemplo.
El Sr. Balart sostiene que no hay doctrina cierta respecto del fin del arte… y a los pocos renglones (como hacen todos los que proceden del mismo modo) presenta afirmaciones, que suponen todo un criterio estético, con relación a la finalidad artística, a la naturaleza misma del arte. Porque el Sr. Balart concluye por sostener que el arte mejor, el que cumple con perfección su destino, es el que eleva nuestro espíritu, el que nos ofrece el consuelo edificante del bien, el que nos revela la unidad religiosa del mundo. No son estas sus palabras; pero estoy seguro de que su buena fe me concederá que ese es el pensamiento.
No hay que suponer que Balart se refiere a una acción moral directa, al arte docente, a las predicciones artísticas, &c., &c… no, no es eso; él habla de ese hermoso resultado que produce en el ánimo y en el corazón y en la inteligencia el gran arte que supone una realidad moral suprema, aquella unidad de la realidad de que nos habla Salmerón en una de sus lecciones copiadas recientemente por discípulos suyos.
Pues bien, aun así, se ve muy clara la afirmación dogmática del Sr. Balart. No quería decirnos lo que era el arte, pero ahora lo dice: según él, es producción de belleza por el ser racional… para un fin trascendental, principalmente para la utilidad moral del espectador, del público. ¿No piensa que es mejor arte el que nos fortifica en la fe y en la caridad? ¿El que nos eleva a la contemplación de Dios, hablando en plata? ¡Pues apenas es esto afirmar! Es afirmar que el arte genéricamente creado es todo el arte, el supremo, tiene un fin extraño a sí mismo, a su puro objeto: la belleza. Es nada menos que negar la sustantividad de lo bello en cuanto obra del arte; es, no solo decir que corren malos vientos para la teoría del arte por el arte, sino sentar que esa teoría es falsa, que el arte no es sustantivo.
Y mira como nuestro ejemplo nos vuelve a nuestra tesis.
No sé lo que hará el Sr. Balart, pero sí se de muchos que después de sostener lo mismo que él, se niegan a examinar despacio, con todo rigor analítico, si, en efecto, es sustantivo el arte. Para lo cual es claro que lo primero es ver qué significa eso de ser sustantivo.
«Fuera, fuerzas metafísicas desacreditadas, vociferan. Eso está mandado recoger, ya nadie discute así; es más, ya no se discute.»
«Pero, señores, se puede contestar, ¡si ustedes son los que traen las filosofías, afirmando que no es sustantivo el arte! No dirán ustedes la palabra, pero ese es el pensamiento. El pensamiento, v. gr., de todos los que aprecian las obras artísticas por criterio que trasciende de lo bello.
En general, cabe decir, que el sistema filosófico de los que no quieren filosofar, consiste en imponer sus opiniones sin demostrarlas.
Por todo lo cual, Tomás amigo, yo pretendo, para no incurrir en semejante defecto, que antes de abordar directa, inmediatamente nuestro asunto, la audacia en el arte, tratemos con la atención y el detenimiento necesarios, las cuestiones generales de que la nuestra no es más que un aspecto especial.
Te decía yo que la audacia de un escritor no quitaba ni ponía al mérito de su obra, por ser elemento extraño al arte en sí, a la obra artística como resultado. Pues bien, antes de ver especialmente por qué este elemento extraño, la audacia, no pesa nada por sí mismo en el arte, hay que estudiar por qué los elementos extraños al arte, en general, no influyen directamente en el mismo.
Y esta es, en suma, la cuestión de la sustantividad.
Nuestra palabra, aunque en sí misma tiene valor etimológico suficiente para expresar la idea que con ella aquí se quiere expresar, no suele ser entendida con todo este alcance, por culpa de un uso vulgar poco exacto, pero muy corriente.
Los alemanes, para referirse al concepto que rigurosamente se quiere aquí señalar, dicen Selbstständigkeit, que traducen los diccionarios por: naturaleza absoluta, independencia, espontaneidad, individualidad…
Insistamos en ver la naturaleza en cierto modo absoluta, independiente, espontánea, individual (?) del arte, y veremos con esto que ni cabe que la moda varíe el fin artístico, ni que por dar una tendencia ética y educadora al arte, condenemos, por ejemplo, a cierta inferioridad la poesía de un Leopardi, de un Baudelaire, y la prosa de un Flaubert, de un Rabelais, &c., &c. Así como tampoco se puede admitir se alabe un drama por el buen propósito, de su autor, que pretende acostumbrar al público a ciertos asuntos que tienen por escabrosos los timoratos.
No hay cuestión particular que pueda estar bien tratada si no se tiene clara conciencia de las cuestiones que la comprenden y fundan. Por eso no debes quejarte aunque tardemos en llegar al tema especial de estas cartas.
Hasta la tercera. Tuyo