Filosofía en español 
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[ Leopoldo Alas ]

La audacia en el arte
A D. Tomás Tuero en El País  ❦  I

Querido Tomás; A tí, al escritor más nervioso (pero nervioso de veras, no por moda), de cuantos ganan hoy en Madrid el pan con el sudor de su tinta, dirijo estas reflexiones, seguro de que las entenderás, por lo menos, mejor que aquellos artistas, especialmente poetas, a quienes importaría más comprenderlas hasta el fondo y meditar sobre su alcance. No me atrevería a interrumpir tus campañas políticas llamando tu atención a estas materias puramente estéticas, si no fuese porque, con mucho gusto, veo que espontáneamente buscas el solaz de las letras y firmas artículos de crítica dramática como quien descansa de más áridas tareas. Bien haces y Dios te lo premiará. No voy yo aquí, desde La Correspondencia de España, a juzgar la política que sigues y a lamentar disidencias y rectificar ideas que pueden parecerme equivocadas; pero sí puedo, olvidando que yo soy de Castelar y tú eres de Ruiz Zorrilla, alegrarme de ver en la brecha a tan buen correligionario en literatura. No soy de los que desprecian la política, ni siquiera de los que dicen que a ella van las medianías, les ratés y lo peor de cada casa. Creo que en todas partes, aun en Francia, pasó el prurito de despreciar demasiado a los burgueses, de aislar el arte de toda otra vida, y de maldecir de los intereses públicos. Hoy ya no se estilan aquellos parnasistas que se separaban del resto del mundo rodeándose del humo de su vanidad que tomaban por nube de dioses; y si he de decirte la verdad, lo que menos me gusta de Flaubert, a quien tanto admiramos ambos, es lo que dice en sus cartas a Jorge Sand y en otras partes, de la política liberal, del sufragio, de la enseñanza obligatoria, &c., &c.; en tales pasajes encuentro sus paradojas y salidas inferiores a su genio.

Por huir de Bouvard y de Pecuchet no se debe renegar del patriotismo; que no consiste sólo en indignarse con la proximidad de los prusianos, y en ser un mediano teniente de la milicia nacional (como lo fue el pintor de Hamilcar Barca) sino en tolerar y hasta educar y querer a los Pecuchet, nuestros conciudadanos.

Hoy la juventud literaria, en los países más adelantados, comprende mejor la solidaridad de las actividades; y así, vemos a un Barres, espiritual y artista como el primero, luchar en los comicios, llega a diputado y hasta pronuncia discursos; y vemos a un Frary, el crítico que se hizo famoso en ocho días con su Cuestión del latín, llevar a la Crónica política todo el interés, toda la discreción, la seguridad toda con que sabe tratar los asuntos literarios. Por lo cual (y aun por mucho más) yo no veo con malos ojos que en nuestra política empleen sus fuerzas intelectuales y hasta sentimentales, algunos hombres que llevan dentro de sí un artista, un literato. No creo que sobran los artistas en la política. Pero… no quiero que la política se los trague. Tú naciste, ante todo, para literato; y el olvido en que sueles tener las letras no puede ser conveniente para tu verdadera vocación.

Nada más ridículo que los políticos que, por haber medrado mucho, quieren erigirse en poetas, novelistas, críticos, historiadores… ¡Atrás, vulgacho! El literato puede y en cierto modo hasta debe entrar en la política; pero el mero político, el señorón académico de las morales y políticas que hasta puede mandar su grupito de disidentes en el Congreso, no tiene derecho a profanar las letras.

Muchos son, no obstante, los que las profanan, y algunos hasta llegan a engañar a la plebe literaria, que más los cree bajo su palabra cuanto más arraigados los ve en un distrito o en una poltrona.

En cambio, a los que, siendo por naturaleza artistas de la pluma, no se os vio desde el primer momento de vuestra aparición en público consagraros a cualquier género literario, ni en la política se os contempló encaramados en los más altos puestos, con dificultad se os conceden dotes de escritores verdaderos, de literatos genuinos, por más que en vuestros mismos trabajos del periodismo político, reconozca el discreto las cualidades que distinguen al estilista y al hombre de gusto y educación estética.

Por eso tú, si te decides, como yo creo que debes hacer, y parecen indicar ciertos ensayos, por las letras y a ellas atiendes en adelante con preferencia (sin dejar por eso tus políticas), necesitas trabajar con gran ahínco y sin intermitencias; y para animarte en tal propósito, te dirijo estas cartas, a las que desde tu País, o desde donde quieras, espero que contestes, si crees que tienen respuesta.

Y es el primer punto que quiero que consideremos al que sirve de título a estos renglones: La audacia en el arte.– ¿Y qué es eso? ¿A qué me quiero referir? ¡El epígrafe se parece un poco a los que usaban antaño ciertos tratadistas paqueteros de literatura, como v. gr., Mad. Stael, el mismo Chateaubriand y hasta el Lamartine! Ríete si quieres del rótulo y atiende a la cosa.

En una revista de teatros en que examinabas someramente un drama poco ha estrenado en el Español con el nombre de Los irresponsables, parecías simpatizar con el autor por lo mismo, porque otros críticos le censuraban, por su audacia. Pues bien, la audacia es tan perniciosa en el arte como cualquier otro cuerpo extraño, v. gr., la política. Hablaba yo hace poco, renglones más arriba, de las ridículas pretensiones de esos prohombres que porque influyen en la vida pública desde el Congreso, desde los ministerios, &c., ya se creen autorizados para saber escribir. ¿Por qué se equivocan? ¿Por qué debemos rechazar estas profanaciones? Porque con ellas se supone que puede haber algo que tuerza el juicio estético, algo que soborne el buen gusto. Se atiende cuando se alaba una obra, por ser quien es el que la produce, a un elemento ajeno al criterio de lo bello; y lo mismo puede decirse de cualquiera otra consideración utilitaria distinta de la peor finalidad artística, por alto que sea el propósito que se persigue, por grande y hasta santo que sea el fin no estético que se invoca.

De modo que se puede muy bien decir: me gusta ese muchacho por audaz, necesitamos en nuestra literatura hombres que se atrevan a renovar, a combatir preocupaciones, a remover las aguas dormidas… pero aun en tal caso, aun suponiendo que la audacia sea recomendable per se, esto no añade ni un adarme al resultado artístico; ¿por qué? porque la audacia es una cualidad moral, buena o mala, oportuna o inoportuna, pero no es ingrediente del arte: es algo de la intención, del propósito, pero no del éxito; es una virtualidad, y la virtualidad en el arte no es nada, porque la obra artística es un hecho. Audacia y habilidad son ideas incongruentes, heterogéneas; y el arte vive de la habilidad exclusivamente.

Pocas semanas hace escribía algo muy contrario a esto que digo el ilustre crítico y muy verdadero poeta don Federico Balart, según el cual corrían malos vientos, aun tratándose de la moda, para la teoría del arte por el arte. No diré yo que la fórmula de Cousin, entendida como él la entendía y defendida como él la defendía, no sea hoy objeto de muy fundados reparos; ni siquiera me atrevería a sostenerla en el sentido genuino e inmediatamente hegeliano; pero lo que es en lo que significa como expresión gráfica, plástica y popular de la sustantividad del arte, ni la creo sujeta a vaivenes de la moda, ni de difícil defensa, aunque se tratara de encomendar esta a tan débil paladín como yo puedo ser, y aunque fuera contra los ataques de un maestro tan experto y sabio como don Federico.

Y si acaso se te ocurriese preguntar qué tiene que ver nuestra cuestión de la audacia en el arte, y del mérito que la audacia puede dar a las obras, con la sustantividad artística y la teoría de lo bello por lo bello, te remitiré a mi próxima epístola, donde latamente me explico, y antes de la cual, y aun de otras que la sigan, deseo que no me contestes.

Siempre tuyo

Clarín