Filosofía en español 
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Rodolfo Gil

El día de los difuntos


«Pulvis es et in pulverem reverteris.»

Desde el año 998 se ha venido celebrando en la Iglesia católica la fiesta de la Conmemoración de los fieles difuntos, que Odón, abad de Cluny, añadió a la de Todos los Santos, instituida por el Romano Pontífice Bonifacio IV.

El entusiasmo, el respeto y la veneración con que fue recibida aquella fiesta, es indescriptible, toda vez que la consideraban los cristianos como la expresión fiel y exacta del dogma católico del purgatorio y el lazo de unión intima de los fieles vivos y difuntos.

A través de las mayores contrariedades porque ha atravesado la Iglesia, y con ella la revelación de que es única depositaria, se ha conservado intacta, indeleble, esta fiesta, que todo el orbe celebra con admiración.

Desde las primeras horas de la mañana se escucha el ronco y lúgubre tañido de las campanas de la Basílica, así como las de todas las parroquias e iglesias de la capital, que, despertando al hombre del sueño más o menos prolongado, pero siempre temporal, que cerrara sus párpados, le presenta ante su vista, evoca en su mente el recuerdo de ese sueño eterno, interminable, del que no ha de despertar. Todo se halla este día cubierto de luto. Entramos en el templo, y aquél silencio sepulcral que reina en todo él; los túmulos levantados en honor de algún personaje ilustre; el color de la casulla del sacerdote; el canto Dies iræ, y el semblante, en fin, de los fieles, nos inspira miedo, pavor y amargura. La memoria de un ser que amábamos tortura nuestra alma y hace que broten raudales de lágrimas de nuestros ojos.

¡Con cuánta fe se oye el santo sacrificio de la Misa este día, tan memorable para todo el mundo, porque todos tienen hecho cenizas algún ser querido, que era su esperanza y su alegría!

Es un punto por donde tenemos que pasar necesariamente todos cuantos tenemos en nuestra constitución la materia, sin que el potentado pueda evadirse de caer en manos de la Parca, tenga mejor suerte que el pobre, pues perfectamente lo describe el célebre poeta latino Q. Horacio Flacco, cuando dice:

«Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas,
Regumque turres…»

No importa, no, que dentro de ricos mausoleos de pórfido y jaspe encierren en áurea caja el cuerpo embalsamado de señor feudal, porque aquél pedazo de materia, inerte, inanimado, tendrá el mismo fin que el de un mendigo, o sea la podredumbre, el polvo, la nada. Pero, ¿acaso todo nuestro ser, las dos sustancias incompletas que le constituyen se reducen a cenizas? ¿Perece el alma? No: el alma no es sustancia compuesta y material, sino simple, superior a la materia, espiritual, y todo lo que es espiritual es eterno. El alma no es materia, porque está dotada de ciertas potencias, facultades y dotes de que carece ésta, porque vemos que el alma siente, que anima el cuerpo, y la materia es inerte, y por consiguiente, incapaz por sí de producir estos movimientos: vemos que el alma entiende, piensa y quiere, y la razón misma, además de la experiencia, nos convence que nunca se pueden concebir tales atributos o facultades en la materia. No siendo, como hemos visto, el alma nada material; como quiera que no existe término medio entre lo material y espiritual, al no ser aquello tiene que ser esto, y por consiguiente, fuera de corrupción, es eterna. Como eterna tiene que pasar, al separarse del cuerpo, a un lugar donde goce de la visión beatífica, si se encuentra completamente purificada, o a un lugar donde purgue sus faltas leves, si salió de este mundo con pena o reato de pena.

He aquí el fundamento de la fiesta de la Conmemoración de los difuntos, y la base para que en este día se adornen los sepulcros con luces, coronas, cintas y flores, demostraciones todas del más profundo sentimiento o de la más cruel pena. Unos deploran la pérdida de ese ser que más se quiere en la vida, que es como el ángel tutelar de nuestra existencia, que nos aparta de la senda errada y nos señala el verdadero camino que nos ha de conducir al puerto de nuestra felicidad: la pérdida de una madre. Ya no pueden pronunciar sin dolor ese puro nombre que encierra en sí los más sublimes conceptos y que vierte en nuestras almas el bálsamo dulce y suave del consuelo: una losa cubre sus mortales restos, y allí acude triste, angustiado, el huérfano, a poner sobre aquella tumba helada una lágrima que brota del pesar que aflige su corazón, pura como la cristalina y bella gota de rocío, que vacila en el cáliz de las flores, al despuntar el alba. Otros gimen la muerte de un padre, de un hermano, hijo, pariente o amigo, que, tras cortos años de soñar, despertaron a la eternidad; y allí acuden todos con el llanto en los ojos y el luto en el corazón a elevar hasta el trono del Altísimo una fervorosa plegaria por sus difuntos, y a fin de que estos también intercedan cerca de Dios por su prosperidad y salvación. ¡Hermoso cuadro! ¡Sublime perspectiva! Solo el Cristianismo sabe inspirar en los corazones esos sentimientos nobles que guardan el más alto heroísmo y la más bella poesía que cabe en todo pecho español; solo el Cristianismo sabe instituir esas fiestas en las que se hallan tan íntimamente unidas la majestad y la humildad, la alegría y el pesar, lo sublime y lo patético: solo, en fin, la religión católica pone ante la vista del sabio y del idiota, del rico y del menesteroso, del altivo y del modesto, que no estamos dotados de la inmortalidad, que no somos dueños de la vida, porque, como criaturas, hemos de ser reducidos cuando llegue la hora en los inescrutables designios del Omnipotente, a corrupción, ceniza, polvo, nada.

Rodolfo Gil.

Córdoba 31 Octubre 1889.




Manuel Burillo de Santiago

Día de difuntos de 1889

Es la existencia una vía
que recorremos ligeros,
somos del mundo viajeros
pero viajeros de un día;
incesantemente guía
nuestros pasos, con su son,
la esquila, que en conmoción
hoy tan triste nos despierta,
para darnos el alerta
de la postrera mansión.

Se agolpan a la memoria
recuerdos que el mundo ahuyenta,
todo triste se presenta
al recordar nuestra historia,
obra ha de ser meritoria
para este día, contrito,
de la conciencia oír el grito,
que cual mágica palanca,
en mil suspiros arranca
la idea del infinito.

Vosotros, los que yacéis
de calma y silencio en pos,
y en el mundo solo a Dios
de cuanto existe queréis,
la muerte que conocéis
no amedrantó vuestra vida,
ni en crueles dudas perdida
se agitó jamás el alma;
gozad, vosotros, la calma
que en vuestras tumbas anida.

Preocupa nuestra atención,
hoy del alma en mil tormentos,
dos terribles pensamientos,
el de nuestra salvación
y el de la triste mansión
que encierra constante duelo…

no tenemos más consuelo,
en el mundo de pesares,
que mirar los patrios lares
dirigiéndonos al Cielo.

Para alcanzar tal ventura
ser, lo primero, creyentes,
y elevar preces fervientes
desde cada sepultura;
la luz de la fé, fulgura
con magnífico destello,
la sepultura es el sello
que limita cruel tormento,
la que dará nacimiento
a otro porvenir más bello.

Hoy, por fin, al despertar
de ese sueño tan profundo,
que al hombre inspira del mundo
su constante batallar,
debemos de despreciar
la pobre gloria mundana,
la riqueza del mañana,
el bien estar que avaricio,
el dinero, el juego, el vicio,
porque todo es sombra vana.

Sombra no más, eso advierte
el que observa estar ya juntos,
seres queridos, difuntos,
por los que lágrimas vierte:
esperar la aciaga muerte
debe el hombre con valor,
no mostrar jamás temor
en las luchas de la tierra,
vencer con fé, en santa guerra
y a un mundo, nacer, mejor.

Ante esas tumbas sombrías
doblad, al menos, la frente,
ya que en lenguaje elocuente
con ellas contáis los días;
serán siempre nuestras guías
para el eternal concierto,
serán, nuestro triste puerto
tras la borrasca mundana,
cuando alcancemos mañana
un vivir más dulce y cierto.

Manuel Burillo de Santiago.