Álvaro Valero de Tornos
Educación de la clase obrera
Una de las más importantes empresas que hay que abordar en la época presente, en la cual se repiten con frecuencia las huelgas de obreros de todas clases que dificultan la producción, la entorpecen, causan pérdidas de consideración a los mismos huelguistas, y van sirviendo de mal ejemplo para el porvenir; una de las más importantes empresas, repetimos, es la de armonizar los intereses del capital y del trabajo, de modo que se eviten reclamaciones, muchas veces infundadas, o negativas tal vez no bien meditadas, que vayan haciendo el mal cada día mayor.
Y esto puede conseguirse por varios caminos, pero muy principalmente por la educación de los obreros. Llegados un gran número de ellos a la edad adulta, sin conocimientos bastantes para juzgar imparcialmente del estado social, abrazado en conjunto; faltos de ideas morales y religiosas; no teniendo en cuenta sino su situación personal sujeta al trabajo, y la situación desahogada de sus patronos, que no juzgan equitativamente, se extravían con facilidad, mucho más con las predicaciones utópicas que escuchan o leen, y que otros, más hábiles que ellos explotan, abusando de su credulidad, para encumbrarse y para encumbrar con ellos sistemas que falsean cuando han alcanzado el poder y ya no necesitan a los que les ayudaron.
Este mal se ha extendido por toda Europa, y sus efectos se notan en muchas naciones donde antes imperaba el orden y las costumbres de templanza y disciplina social, que van perdiéndose.
En nuestro país, donde frecuentemente se suceden los movimientos revolucionarios que tanto desmoralizan, no es todavía el mal tan intenso como en otros. Pero ha llamado la atención de los hombres pensadores que forman parte de Asociaciones científicas, y se han ocupado en procurar la educación del pueblo, explicando públicamente principios sociales que a todos convienen, y difundiendo buenas doctrinas entre la clase obrera.
Una de estas respetables corporaciones, la Sociedad Económica Matritense, que el año próximo pasado ha sostenido esas útiles enseñanzas, y que en el presente las reanudará, ha cumplido con ese deber que se impuso. Por más que sean lentos los progresos de esta enseñanza, porque nuestras costumbres no son todavía bastante eficaces para que acudan a recibir la instrucción, que tanta falta les hace, los adultos poco ilustrados, se han visto las cátedras medianamente concurridas, y es de esperar que este año lo sean más aún.
Como muestra de la noble intención de esos trabajos, insertamos a continuación la conferencia con que se cerraron las de la pasada temporada, y que estuvo a cargo de D. Álvaro Valero de Tornos, uno de nuestros apreciables colaboradores:
I.
Señores: Uno de los hombres más eminentes de esta época, ha dicho, con razón sobrada, que “el siglo XIX es el siglo de los obreros”.
El obrero es digno, en primer término, de toda nuestra atención. A él se dirigen principalmente nuestras conferencias.
Autónomo, inteligente, laborioso, debe buscar por sí mismo la resolución del problema social. Con este objeto debemos aconsejarle, iniciándole en el camino de la verdad, pero con leal y sincero propósito, mostrando ese camino ancho, derecho, sin obstáculos y con luz.
Pretender enseñar al obrero a fuerza de rebuscar teorías elevadas, filosóficas, profundas, es un sistema en mi opinión, confuso.
Estudiar la cuestión en las alturas para venir a resolverla a flor de tierra, puede ser un ideal dentro de la ciencia; pero, como ahora nos dirigimos a las clases obreras inmediatamente, es preciso exponer la doctrina con claridad, con sencillez, con pruebas evidentes.
Solo bajo este punto de vista puedo tratar estas cuestiones, yo, el último de todos.
Conste, pues, que no he de escarbar en la ciencia propiamente dicha para convenceros, sino en la práctica, en ese libro abierto de la vida que tiene por autor al mundo, y en el cual los que sabemos poco, solemos leer de cuando en cuando.
II.
Todos somos obreros en el mundo. ¡Dichoso el que puede estar orgulloso de su obra!
El que piensa, obrero de la ciencia, necesita del que trabaja para llevar a cabo su idea.
Sin el obrero no hay posibilidad de progresar. Sin él, la civilización sería una quimera, y la civilización actual ha llegado a un desarrollo asombroso, gracias a ese elemento inteligente que obedece, fabrica, trabaja y progresa.
El hombre necesita del hombre. En efecto, señores, en todas partes encontramos al obrero: para todo lo necesitamos: el soberbio panorama de nuestra civilización, está dibujado, por su honrada mano.
Él es nuestro amigo, nuestro compañero, casi nuestro protector.
Fijaos un instante en la múltiple magnificencia de cultura contemporánea, y acompañadme a visitarla.
Si en cualquiera de sus manifestaciones podéis prescindir del trabajo material, rechazad mi entusiasmo por esa clase laboriosa, pero no temo la derrota; el obrero está al lado de todos nuestros adelantos.
Y ¡cuan portentosos son estos!
Une los polos con la idea. Se burla de la distancia, desafiando audaz el abismo sobre un pedazo de madera, o lanzándose vertiginosamente sobre una cinta de hierro. Multiplica el pensamiento, legándole a la posteridad con la ayuda de la imprenta, y hoy conserva ya el timbre natural de la voz.
Resuelve los cálculos más arduos con la exactitud de las matemáticas. Persigue a la elocuencia con la taquigrafía. Descifra la ciencia con el alfabeto. Combina los sonidos. Crea el arte. Roba a la naturaleza sus colores. Da vida al lienzo y borda la piedra. Domina a la materia. Osado, se entrega al espacio, pretendiendo romper el nácar de la nube, dominar al viento, atravesar el huracán, y llegar al Sol. Intrépido, desciende a las entrañas de la tierra, disputando el oro a la mina.
Talla el diamante, ensarta el coral y afiligrana el hierro.
Eleva la columna de mármol, funde el bronce, trabaja la cera.
Ha subordinado la marcha del tiempo a dos manecillas de metal. Fascina al Norte con una aguja. Hace oscilar al rayo sobre la punta de una lanza. Vende los secretos de la atmósfera con una flecha, y los compra con un poco de mercurio. Descompone la luz, y analiza el iris. Examina los astros, y detalla los insectos. Anuncia el eclipse y cuenta las estrellas. Ordena la profesión. Resuelve el problema. Mide el mundo, trasladándole a una hoja de papel. Decreta el peso, y evalúa la medida.
Edifica el palacio y la cabaña. Planta y fecunda la tierra. Legisla, falla, premia, absuelve o castiga.
Destruye al antojo de su artillería. Pulveriza la torre blindada y confunde al navío.
La Química analiza, compone, revela. La Física investiga y encuentra. Las Ciencias exactas resuelven. La Geografía explora. La Historia conserva. Las Bellas Artes encantan. La Filosofía sostiene, anima, convence.
El poeta crea, el sabio estudia, y el obrero, señores, trabaja en todas partes, para todos los ramos, en todas las escalas sociales, siempre, en fin.
Si él es quien nos lleva materialmente a la satisfacción de todos estos adelantos y tan poderosamente nos ayuda, ¿no es justo que nosotros correspondamos a su cooperación inapreciable? ¿Hemos solo de enseñarle aquello que nos conviene, reduciendo nuestra recompensa al justo pago de su salario? No. Si le enseñamos a trabajar, es de equidad enseñarle también a pensar; pero a pensar con método, llevándole cariñosamente a ese camino sincero, verdadero, salvador, al que antes me he referido. Es deber nuestro aconsejarle con leal intención el modo de progresar, sin ambages, subterfugios ni reservas. En una palabra; sin recelo, sin preocupaciones, sin miedo, puesto que miedo es a veces el temor de que sabiendo demasiado llegue un día a enseñar el discípulo al maestro.
Las crisis violentas, las convulsiones políticas, la epilepsia social, son fantasmas que se levantan con frecuencia delante de muchos de los que han tratado la cuestión del obrero en su acepción genérica.
Esa lucha tan temida entre el que tiene más y el que posee menos, se atenúa desde el momento en que aquél, en lugar de servir de rémora, sirva de ejemplo a éste. En lugar de confundir a las clases populares con sofismas vagos, debe procurarse el convencerlas con argumentos prácticos. Decirles con claridad la causa de la fortuna de los más. Tienen esto porque trabajaron y supieron guardar el fruto de su trabajo. A tu vez trabaja, guarda y tendrás.
Esta es la explicación más sencilla, y que puede satisfacer y estimular más al obrero el día que compara su situación modesta con la próspera de que gozan las clases acomodadas. Una vez penetrado de esta verdad, comprendiendo que sin la fortuna de los ricos no tendrían tantos medios de ganar los pobres, y cuando el obrero ve que puede llegar al término de sus aspiraciones sin otra protección que su inteligencia, su laboriosidad y su conducta, ¿cómo no ha de hacer por sí aquello que más le conviene, aquello que le regenera, aquello que le produce su dicha de mañana? Distraerlo de estas doctrinas, no es más que buscar en él una arma para herir con mano ajena, y un baluarte para esconderse después.
III.
Es muy fácil de convencer la masa en todos los países, sobre todo en el nuestro, donde generalmente es entusiasta por naturaleza: el carácter meridional es vehemente en demasía. Por eso el que abusa de esta condición para crear adeptos con intenciones determinadas, merece el castigo más horrible que puede concebir un hombre honrado: el remordimiento eterno.
Decir al obrero que hoy está humillado, es un sistema por desgracia admitido dentro de ciertas escuelas, poco escrupulosas del bien general. No puede concebirse una idea más artificiosamente equivocada que esa, puesto que, por el contrario, los tiempos presentes constituyen el periodo más brillante de la regeneración de la clase obrera, regeneración que puede desarrollarse dentro de cualquier sistema honrado.
Dudar esto es negar la verdad de la historia. Y si no, registrad en sus páginas todas las vicisitudes porque ha atravesado la clase trabajadora, y os convenceréis de mi aserto.
Remontándonos al principio de las sociedades veis en Oriente la conformidad más absoluta delante del destino, y la negación del obrero en medio de una época dende la actividad es casi nula.
En Grecia el obrero es despreciado. Atenas, la cuna de la democracia antigua, acepta con júbilo la idea de declarar esclavos públicos a los que trabajan, siendo artesanos, y en Tebas no dan el derecho de ciudadanía al obrero, sino diez años después de haber abandonado su oficio, lo que hace exclamar con razón a un distinguido catedrático de nuestros días. ¡Diez años para purificarse de la mancha del trabajo!
Volved los ojos al pueblo que dominó al mundo, y le oiréis gritar desde su trono levantado sobre ruinas y sangre: Yo he vencido: venid los humillados a servirme como esclavos, porque sabéis trabajar. Yo soy fuerte: vosotros débiles, ¡sufrid!
Y todas las inteligencias privilegiadas de remotos tiempos, todas acuden sin piedad a maltratar al obrero.
El filósofo de Eugina, el maestro de Aristóteles, califica de miserables sin nombre y abyectos mercenarios a los que se dedican a trabajos manuales. Su discípulo, el sabio a quien la posteridad titula Príncipe de los filósofos, declara que el obrero no es honrado.
Un corazón leal no puede palpitar en el pecho de un vil artesano, dice el soldado de Farsalia, coloso que fue de la elocuencia.
Y cual estos pudiera citaros mil ejemplos, que numerosa es la galería de hombres ilustres que en su vanidad o en su error han despreciado al obrero en medio de aquella aureola de gloria, empañando su brillo con ideas tan equivocadas que son manchas de lodo en la superficie de ese inmenso espejo, donde se mira la inteligencia desde que rueda el mundo.
Pero en medio de aquella confusión de doctrinas, y cuando su falta de armonía empezaba ya a conmover el universo, aparece el cristianismo como el iris de paz y de adelanto. Este dogma es positivo. Su fuerza es invencible. Sus principios sólidos. Está basado en la conciencia, que es el principio de equidad en todas las edades. Vive dentro de la igualdad que Jesús reclama para los hombres delante de la moral, y en lugar de hacer siervo al obrero, le llama por la primera vez hermano. Es decir, le quita la cadena y le estrecha entre sus brazos.
Inútil es negar esta verdad que está sobre toda preocupación humana, puesto que viene de arriba. Desciende del cielo, cobija al hombre, le trasforma, le consuela y le recompensa.
La impiedad, la alevosía, en vano conspiran para derribar la obra de Dios. De la sepultura del mártir brotan mil creyentes, como si la muerte diera vida a los defensores de la religión que hace de la humanidad una sola familia, y en todas partes se predica la fraternidad universal, y el trabajador oye por primera vez la voz del amigo que en lugar de volverle la espalda o levantar el látigo, le da la mano, le anima, le premia.
Y pasan los tiempos, y cambian las sociedades con sus momentos de paz, y un paréntesis de discordia, pero el principio existe: ya no puede desaparecer de la superficie de la tierra, la semilla no se ha perdido, es semilla santa, y hasta en los instantes de más angustia social, cuando el feudalismo quiere arrebatar la libertad del hombre, no puede borrar del horizonte esa ráfaga salvadora que debía más tarde iluminarlo todo.
Cada época está caracterizada por el principio que en ella se desarrolla, y la Edad media tiene el suyo obedeciendo a la ley general. En este período asistimos al pugilato tenaz entre los nobles que quieren ensanchar sus dominios a viva fuerza, pretendiendo ser señores absolutos de todo aquello que pueden dominar desde las almenas de sus castillos. En tales circunstancias no es fácil encontrar al obrero como debe ser, pues su condición consistía en estar sujetos a la tierra y se trasladaba la propiedad con ellos, o a servir de defensa a aquel a quien pertenecían casi como esclavos.
Pero la religión velaba por su suerte y hubo Pontífices y Concilios que dictaron anatemas (que es la mayor pena que la Iglesia tiene), hasta contra los mismos obispos que disfrutando también del fuero abadengo se ocupaban más de los asuntos terrenales que de la felicidad eterna de las ovejas a ellos encomendadas.
El obrero, ya protegido, comienza a mejorar su situación, pero muy lentamente.
IV.
Al abandonar el señor feudal el derecho de conquista convierte al siervo en vasallo. La enfiteusis regenera, hasta cierto punto al trabajador, que con la esperanza de su emancipación completa empieza a producir con el solo deseo de ahorrar para ser libre un día. Esta esperanza le anima, y voluntariamente se hace asiduo en la faena.
Ya no es una máquina: empieza a ser un hombre.
La gleba ha desaparecido: la industria ha comenzado.
El siglo XI cambia la suerte del obrero. Es ya soldado, pero soldado de la fe, soldado de la verdad. Este milagro se debe a las exhortaciones de un héroe, casi un santo. Para levantar al Occidente trocó las armas por el modesto sayal del monje, y la sinceridad de su palabra convence en todas partes.
¡Hazaña sorprendente! Homero cantó el brío de un pueblo que se indignó delante del ultraje de un hombre. ¡Cien Homeros hacen falta para ensalzar el valor de esos fieles que atravesaron el mundo en pos del ermitaño de Amiens para rescatar el sepulcro del que redimió a la humanidad con su preciosa sangre!
Llega otra época para el obrero en que, dueño de sus movimientos, el afán de progresar, le lleva a la asociación. Deseando apoyarse en el compañero de trabajo busca al obrero vecino, pacta con él, y mutuamente se comprometen a seguir una ley a la que juran obediencia.
En medio de esta organización, y fuerza de querer ser escrupulosos en el cumplimiento de su contrato, éste degenera en un sistema tiránico que hace del obrero el esclavo de sí mismo, limitando tanto su actividad dentro del gremio, que más parece ha discurrido el modo de suprimir su albedrio, que el de establecer su libertad de acción.
Estaba reservado a la edad moderna fijar definitivamente la verdadera situación del obrero.
En la extensa cadena de siglos que le separan desde los tiempos de la antigua Grecia hasta los días de Mariano Turgot en Francia, siempre lucha con escasa fortuna contra los terribles caprichos de la suerte. No adelanta un paso con franqueza. Es juguete constante de la adversidad.
Más tarde, lo que no pudo conseguir por la victoria de la idea, lo busca en la fuerza desordenada, y de un modo inconsciente pasa de la reforma a la licencia, de la ciencia a la ruina.
No me detendré en recordar aquellos momentos críticos, en que la sociedad que empezó a regenerarse, concluyó por atropellarlo todo devorando como Saturno a sus propios hijos.
La máquina infernal del doctor Antonio Luis quita la vida al héroe de la víspera, ¡y el día siguiente de la popularidad concluye siempre en el cadalso!
Este orden de cosas no trae al obrero un resultado práctico inmediato. Al contrario. Lejos de mejorar su condición, hay momentos en que la envilece, hasta el extremo de convertirse en simple medio de la codicia ajena, formando con sus espaldas desnudas la escalera por donde otros subían en medio de la orgía de sangre y libertinaje, ora a la guillotina, ora al poder, y a veces en el mismo día a las dos partes.
Pero en el fondo de ese tenebroso cuadro había un principio innegable de reforma, reforma que ha ido ilustrándose paulatinamente y al entrar en el siglo XIX vemos ya al obrero redimido, y hoy, no ya por el fruto de la licencia de otros días, sino por la consecuencia de su trabajo, de su mérito, está a nuestro lado en todas partes.
Puede llegar a serlo todo.
Las artes liberales, la industria, el comercio, el oficio, son otros tantos caminos para llegar no solo a la prosperidad, sino a la posición social más encumbrada.
Pues si hoy está en iguales condiciones que todas las clases para adelantar, ¿a qué viene trastornar su imaginación con ideas torcidas? ¿Puede pretender ser más que todos? ¿No le basta ser tanto como los demás? Sus derechos ¿no están ya declarados?
Mortificar su espíritu con ilusiones irrealizables es poco sincero.
El obrero de hoy es nuestro hermano. No está humillado. Al contrario. Su trabajo le eleva a nuestros ojos, y su laboriosidad le hace digno de la estimación de todos.
V.
Siendo esta verdad innegable, precisa, matemática, el obrero debe concretarse a utilizar sus elementos para llegar victorioso a su fin.
La cuestión social queda, pues, reducida a la falta de equilibrio que naturalmente existe entre las fortunas.
Buscar un remedio inmediato a esta desgraciada consecuencia del número, es imposible. En vano se pretende cuadrar el círculo: en vano se pretenderá concluir rápidamente con el mal de que me ocupo.
Pero, señores, ya que no pueda curarse la enfermedad, ¿por qué no hemos de procurar aliviarla?
¿A qué viene el depurar tanto la discusión y la controversia, siempre persiguiendo la idea del remedio, muy pocas veces aplicando el lenitivo?
¿Es por ventura que estorba a alguien aclarar la cuestión? ¿Es que lisonjea a alguno el confundirla?
Desde tiempo remoto viene estudiándose la cuestión social. Todo el mundo la discute. Todos la aprecian, y si bien es cierto que al comenzar su trabajo discurren de un modo distinto, pocas veces lo terminan de un modo original.
De mil pensadores que han meditado un remedio nuevo para resolverla, difícilmente se encuentran dos que estén conformes, al principiar su estudio, fuera de aquellos que se han limitado, y no son pocos, a repetir lo que otros han dicho.
Infinidad de obras se han publicado, y con frecuencia ha sucedido que el autor, deseoso de analizar la materia, va refutando inconscientemente sus argumentos, concluyendo por ser la última página del libro la absoluta negación de la primera.
Claro que en este estudio, como en todos, hay excepciones brillantísimas, cuyos notables trabajos son útiles y preciosos para la sociedad; pero en estos casos la cuestión se depura poco, y el problema se resuelve sencillamente.
No hagamos más que recordar, a guisa de simple cita, algunas de las escuelas filosóficas que han pretendido encontrar la verdad en medio de tanto error, basadas muchas de ellas en la doctrina de Platón.
En el siglo XVI aparece la utopía de Tomás-Morus, el magnate inglés. El siglo XVII nos ha legado La ciudad del sol, de Campanella. El Código de la naturaleza, de Morelly, se publica en el siglo XVIII.
Aparte de estas obras extrañas, tenemos en distintas épocas y en diversa forma extendidas las ideas de Mably, un hombre exagerado, pero de mucho ingenio.
En nuestros días Roberto Owen llama la atención en Inglaterra publicando su pomposo manifiesto socialista el año 1840, a la cabeza del que escribe con asombroso aplomo estas palabras: «No habrá pobres.»
Si fuese a enumerar todos los que sobre la cuestión social han disertado, sería mi tarea interminable.
¡Lástima es, señores, que entre tanto como se ha escrito, todavía no se haya encontrado la solución de ese problema!
Y, sin embargo, ¿cuánto se ha cavilado? ¿cuánto se ha discutido? ¿y cuánto se discute todavía? y al fin de este trabajo cada vez es más débil el resultado práctico, y en algunas ocasiones llega a ser totalmente negativo.
Por eso yo me atrevería a decir a algunos de los que se ocupan en encontrar la resolución del problema, lo siguiente: —«Si pretendéis hallarla, si pensáis que en poco tiempo se va a trasformar la suerte del menesteroso, y una buena mañana todos vamos a amanecer ricos, felices e independientes, por Dios no comuniquéis vuestro sistema poco a poco. Guardad vuestro secreto, y avisad solo cuando estéis seguros del éxito, evitando así ese vértigo de ideas nuevas que trastornan al obrero en lugar de ilustrarlo.»
Pero esto es imposible. Todos quieren cooperar a la obra, y es preciso someter el proyecto a la sociedad que ha de aceptarlo.
VI.
En mi entender, señores, y una vez sentado que mi ignorancia no penetra en las esferas que resuelven o quieren resolver, creo que lo único que puede hacerse para preservar a las clases obreras del mal que es consecuencia de la desigualdad de fortunas, es convencerlas; no me cansaré de repetirlo, de que tienen en su mano y a su disposición los únicos elementos posibles para mejorar seguramente su posición.
Estos medios son la ciencia, el arte, la industria, el trabajo, en fin, que es la obligación del hombre en esta vida. Dedicándose a él con honradez, se llega a todas partes.
Moralizadas las clases obreras por la instrucción; haciéndolas comprender que sus esperanzas no están limitadas en las sociedades modernas, sino que, por el contrario, tiene la entrada libre en todas partes. Llevando al convencimiento de la masa esa verdad, el problema especial del obrero está casi resuelto. Con instrucción hay moralidad, con moralidad hay economía, con economía hay ahorro, con ahorro hay dinero, con dinero hay desahogo, con desahogo no hay conflicto.
Claro es, señores, que yo me refiero exclusivamente a esa clase obrera y trabajadora, honra de la nación, culto de la familia, no a esa muchedumbre ociosa, enemiga constante del honrado artesano, y cuyos movimientos no pueden preocupar a una sociedad bien constituida que tiene el deber de sofocarlos enérgicamente el día que bajo el falso nombre de obreros merodean en medio del tumulto, la ocasión de librarse al pillaje y al escándalo.
Esa muchedumbre no es nada; el obrero es todo: ocupémonos de éste, para que un día no llegue a ser víctima de aquella.
Y cuenta que existen los genios perturbadores en todas las gradas de la escala social: lo mismo disfrazados con la blusa honrada del jornalero que con la levita flamante del hombre acomodado. Por eso urge demarcar bien las fronteras, puesto que la influencia en este caso es más temible.
Hay en el corazón del pueblo un no sé qué de innato que conserva respecto a todo lo que le fascina, y a veces víctima de ese sentimiento toma por filántropo al ambicioso que le explota.
Es preciso, sí, huir de ese peligro. Ciertamente que el problema del obrero no consiste en hacer política para los demás.
Vuestro fin es prosperar. No desmayéis en la tarea. Felices de vosotros que tenéis vida propia con vuestro trabajo, puesto que todos os necesitan. No envidiéis la fortuna improvisada, ni la codiciéis. Esa fortuna se dilapida, y no aprovecha, en tanto que vuestro ahorro puede ser origen de una prosperidad sólida más tarde. No ambicionéis tampoco los timbres ajenos, que a veces muchos de los que los ostentan cambiarían con ansia sus adornos por la tranquilidad de vuestra conciencia.
Sigamos todos por el camino recto al logro de nuestros fines, la cabeza alta, honradamente, y paso a paso, sin pretender lanzarnos a la carrera en pos de una ilusión, y comprendamos de una vez que sin el trabajo no hay porvenir; ese es nuestro destino: esa la ley de Dios. Ese Dios que ha dado vida a tu madre, a tus hijos, a tí mismo, lo ha dicho, y es preciso obedecerle.
«Ganarás el sustento con el sudor de tu frente.»
Trabaja, pues, y serás recompensado.