Filosofía en español 
Filosofía en español


Julio Favre

Del interés político de Italia en unirse a las razas latinas

I

La conmoción profunda causada en Europa por la guerra de 1870 ha completado la destrucción del orden internacional establecido por los tratados de 1815. Ya la revolución de 1830, y principalmente la de 1848, le habían atacado directamente, la primera echando por tierra el principio de la legitimidad, la segunda inaugurando el de la soberanía popular. ¿Qué venían a ser las doctrinas de la Santa Alianza enfrente de estos dos grandes hechos? ¿Cómo mantener bajo el cayado y la espada a los pueblos que osaban proclamar sus derechos y declaraban no aceptar sino un poder por ellos consentido? Así, a pesar de las pretensiones oficiales de los monarcas, el monumento que ellos elevaran a su dominación común se derrumbaba por todas partes. La Francia liberal trabajaba con ardor en su transformación, y encontraba generosos imitadores fuera de sus fronteras. Subyugada por el golpe de estado del 2 de Diciembre, no desmayó en su obra; por el contrario, empleando en la política exterior la fuerza que no podía consagrar al desarrollo de sus libertades, atacó al mismo tiempo los dos baluartes del absolutismo, el Imperio de Austria y el Pontificado, y exigiendo del uno la independencia de Italia, y del otro la secularización del gobierno, sus armas victoriosas prepararon estas dos capitales transformaciones, y a la sombra de su bandera nació espontáneamente el derecho del libre sufragio, que permite a los ciudadanos escoger sus mandatarios y dirigir así los negocios públicos.

Libre con nuestra ayuda, y más aún por la sabiduría de sus hombres de Estado, por el patriotismo valeroso y desinteresado de su rey, por la heroica inspiración de un ilustre y glorioso soldado, la Italia llegó a ser a la vez campeón y garantía del nuevo sistema. Con la delicada misión de conservar y neutralizar el poder de la Santa Sede, colocada entre Francia y Alemania, a las que la unían lazos de reconocimiento y de interés, iba a encontrar en su marcha dificultades casi insolubles, que estaba condenada a no superar sino abandonándose al azar de los acontecimientos, aunque no perdiendo de vista jamás el fin hacia el cual la arrastraba una inexorable necesidad.

Era, no obstante, imposible que Italia no guardase en el fondo de su corazón un secreto germen de amargura para con nosotros; ella nos reprochaba el abandono de Villafranca, que había dejado incompleta la obra de su libertad tan ruidosamente anunciada, las desgraciadas tentativas de federación, y más que todo, nuestra perseverante ocupación de Roma. Un partido más inquieto que numeroso, pero cuyas excitaciones hubiera sido impolítico desatender, procuraba envenenar estas heridas, pudiéndose ya adivinar la mano de la Prusia. La crisis de 1866 descorrió el velo, cuando Mr. de Bismark, después de romper el convenio de Gastein, comprendiendo que le era indispensable el concurso de la Italia, lo solicitó sin ningún misterio. Este fue un momento decisivo para la Francia, y no se comprende cómo el soberano elegido por ella misma llevó su impericia hasta el punto de arrojar en los brazos de un rival terrible a un aliado que se le ofrecía con incuestionable sinceridad. En efecto, es hoy un hecho probado que, antes de aceptar las proposiciones del Gabinete de Berlín, el rey Víctor Manuel consultó al emperador y que, por tanto, éste pudo impedir el tratado y quedar arbitro del conflicto. Prometiendo su apoyo al Austria hubiera obtenido el Véneto y cerrado el paso a la Prusia. Esta política sencilla y patriótica, aconsejada por hombres eminentes, todo lo hubiera salvado; pero vaciló y no supo adoptar ninguna resolución, haciendo decir a Mr. Nigra, por medio del ministro de Negocios extranjeros, que él declinaba la responsabilidad de una decisión. Un despacho de 31 de Marzo de 1886, dirigido por Mr. Drouin de Lhouys a Mr. Benedetti y publicado por este último, no deja duda sobre este punto capital por el siguiente pasaje: «En cuanto a las negociaciones del Gabinete de Berlín con Italia, no puedo daros la seguridad de que no haya fundamento alguno en lo que so ha comunicado a Mr. de Bismark relativo a una intervención por nuestra parte cerca del Gabinete de Florencia. Nuestra posición con respecto a Italia, en estas circunstancias, está sometida a dos consideraciones importantes. Por una parte, nosotros hemos declarado a los italianos, en la época de las conferencias de Varsovia, como ya lo sabéis, que, si tomaban la ofensiva en el Véneto, harían la causa de sus enemigos. No podemos, por otra parte, animarlos a dar oídos a las proposiciones de la Prusia sin comprometer muy gravemente nuestra responsabilidad, ni hemos pensado que debiésemos encargarnos de suscitar ningún obstáculo al cumplimiento de los destinos de la Italia, separándola de combinaciones cuya apreciación con entera libertad a ella sola corresponde por completo. En este sentido me he expresado yo con Mr. Nigra. He aquí toda la verdad sobre nuestra manera de juzgar.»

En presencia de este triste testimonio de ceguedad o impotencia, el ánimo se confunde: desentenderse completamente en una cuestión vital: decir a Italia, que nos pide dirección, –haz lo que quieras,– entonces que su determinación puede sernos mortal, es una falta de tal magnitud, que es preciso, para admitir su existencia, tener la prueba en la mano.

Por eso la hemos presentado; ella explica la conducta del Gabinete de Florencia y todos los acontecimientos ulteriores, y pone de relieve sobre todo la criminal locura de una declaración de guerra que iba a lanzar a la Alemania entera sobre nuestro suelo, cuando no contábamos con ninguna alianza, ni aun la del país por cuya salvación habíamos derramado diez años antes nuestros tesoros y nuestra sangre, y que rechazábamos un poco más tarde con nuestras propias manos bajo la bandera de nuestro enemigo.

La Italia estaba, pues, paralizada de antemano; y por más que deploremos su exceso de prudencia, no podemos seriamente sorprendernos de que accediese a la neutralidad, emanada realmente de un espíritu hostil a la Francia: nosotros recogíamos asilos amargos frutos de nuestra debilidad y temeridad igualmente inexcusables. Pero, por merecidas que pudieran ser nuestras desgracias, no absolvían a la Europa de su abandono; su interés solo exigía una: política más previsora; que, después de los desastres de Sedán, contra ella continuaba la guerra. Yo comprendo la embriaguez de la Alemania: el brillo y la rapidez de sus victorias no la permitían reflexionar, y, subyugada por la pasión, rehusaba escuchar los consejos de aquellos de sus hombres de Estado que conservaban su sangre fría, entregándose completamente a su rencor, a su orgullo y a su entusiasmo. Los jefes de las grandes potencias no experimentaban la misma seducción: ellos podían ver claramente que, mutilar la Francia, era decretar a corto plazo una nueva y más terrible lucha. ¿Cómo serán juzgados por la historia, si es verdad que, a sabiendas, y por indecisión y abandono, han legado a la generación venidera el azote de una guerra de exterminio que les era posible ahogar en su origen?

II

Por lo demás, justo es reconocer que la parte más grave de esta responsabilidad no recae sobre Italia. Relegada al rango de potencia de segundo orden por la insuficiencia de sus recursos militares, no podía ser la iniciadora de un movimiento decisivo; pero se declaró siempre pronta a seguir a la potencia que diera la señal, no se opuso a la intervención de Garibaldi, cuya aparición en nuestras filas, muy poco agradable para el Gobierno de la Defensa nacional, que veía en ella más inconvenientes que ventajas, causó a la Prusia una viva irritación; acogió con una respetuosa simpatía al ilustre hombre de Estado que había sido el defensor de nuestra causa en Londres, San Petersburgo y Viena, y que por un instante aun creyó que, conmovida a sus acentos, se decidiera a hacer por nosotros lo que nosotros habíamos hecho por ella diez años antes; reprimió lealmente los amaños de los agitadores que trataron de sublevar la Saboya y el antiguo condado de Niza; y por último, cuando el vencedor dio a conocer sus exorbitantes condiciones de paz, no temió asociar su doloroso descontento a las valerosas indicaciones de Inglaterra. Conozco que estos testimonios de interés han sido de mediana utilidad para nosotros: Francia, sin embargo, no podrá ser insensible: ella debe conservar su recuerdo, y ver en ellos la prueba de los verdaderos sentimientos de Italia durante tan triste período, y el testimonio de los que se hubieran declarado más abiertamente sin una reunión de circunstancias que vinieron, por desgracia, a detener su primer impulso, y aun a alterar su carácter quizá.

Difícil me sería mencionar todas estas circunstancias; porque, a pesar de nuestro deseo de evitar escrupulosamente las ocasiones de lastimar a una potencia a la que nos unían tantos lazos, no hemos conseguido siempre tener satisfecha su susceptibilidad. Así, la reserva que creímos deber adoptar cuando el Gabinete de Florencia nos anunció su intención de entrar en Roma, fue interpretada como un acto de desconfianza que encubría ulteriores pensamientos. Nada más inexacto: nuestra impotencia primero, y después la necesidad de reunir a los hombres de todos los partidos alrededor del Gobierno que se consagraba a la defensa de la patria, nos imponían esta actitud. El Ministerio italiano no pudo engañarse: por numerosas y cordiales comunicaciones vio la franqueza de nuestro lenguaje con respecto al Santo Padre. Yo no puedo citar mejores pruebas que el despacho de nuestro ministro de Negocios extranjeros que indicaba a nuestro representante cerca de la Santa Sede la línea de conducta que debía observar desde el 10 de Setiembre de 1870:

«El Gobierno de la Defensa nacional tiene opiniones perfectamente conocidas sobre la cuestión romana, y no puede aprobar ni reconocer el poder temporal del Papa. Pero siendo su misión rechazar al extranjero, reservará todas las cuestiones que no sea necesario resolver inmediatamente. Respetando la voluntad de la nación, deja a ésta la facultad de decidirse libremente, y en este sentido explicareis al cardenal Antonelli nuestra situación, que es el statu quo bajo la reserva expresa de una política nueva conforme a nuestros principios.»

No había que llamarse a engaño: el Gabinete de Florencia estaba instruido por nosotros de nuestras reiteradas declaraciones para poner en guardia al Santo Padre contra toda esperanza de intervención en su favor. En un despacho dirigido a nuestro encargado de negocios y destinado a ser comunicado, en su esencia al menos, al cardenal Antonelli, se leen estas significativas palabras: «El Papado considera la pérdida de su poder temporal como un accidente momentáneo, como una crisis pasajera a la que seguirá una completa restitución, y nosotros no debemos alentarle a que persevere en esta idea.»

No son menos precisas las instrucciones dadas al señor conde de Harcourt al partir para Roma, donde debía ocupar el puesto de embajador cerca de la Santa Sede.

«Ya sabéis, le decía el ministro, que, desde los primeros días de mi advenimiento al poder, yo he empleado con el Santo Padre y con la Italia un lenguaje completamente claro y sin reticencias. Yo he creído que debía permanecer neutral, reservando para más adelante la opinión de la Asamblea, que es la que únicamente puede resolver la cuestión del apoyo que deba darse al poder temporal; pero no he ocultado que, mientras esta Asamblea no se haya decidido, yo dejaré a un lado todo lo referente a esta cuestión y permaneceré siendo el defensor firme y deferente de la persona y de la independencia religiosa del Santo Padre. Vos seréis el intérprete de esta política; y si el Santo Padre os provoca a una conversación sobre este punto, yo deseo que enmudezcáis respetuosamente. Con el cardenal Antonelli podéis ser más explícito; ya, en diferentes ocasiones, le he dado a conocer mis pensamientos; y aunque la Francia en gran mayoría es favorable a la institución del poder temporal, no hará nada para restablecerlo, y el que se lo aconsejara cometería un acto culpable. El cardenal es un espíritu muy superior para no comprenderlo, y menos aún para querernos mal, y os ayudará a manteneros en la senda que os he trazado como la única prudente y posible.»

Todas las notas cambiadas en esta época entre los Gabinetes de París y de Florencia confirman esta política y renuevan las mismas seguridades; y en comprobación no citaré más que un ejemplo tomado de un despacho dirigido el 18 de Mayo de 1871 al Sr. Conde de Choiseul, nuestro ministro cerca de Víctor Manuel.

«Nosotros, se dice en él, tenemos el derecho de pedir al Gabinete italiano la reciprocidad en nuestra conducta favorable a los intereses de los dos países; tenéis razón para decírselo, y no se nos podrá acusar de haber ofendido la susceptibilidad italiana recordando indiscretamente servicios que sin embargo, en justicia, debemos desear no haber olvidado. Después de la caída del Imperio, yo he continuado en la actitud que adoptó como miembro de la oposición; he sido el amigo, no el adulador de la Italia; he solicitado su intervención, y la tristeza que me ha causado su repulsa no me ha inspirado jamás un sentimiento de hostilidad: yo lo he hablado con el corazón en la mano, sin encubrirle la amargura de mis decepciones, y no he cesado de mostrarle las razones, graves en mi sentir, que, a pesar de los incidentes de detalle, imponen a los jefes de las dos naciones el deber de unirse frente a la Europa entera. Una cuestión podría dividir nuestras relaciones recíprocas con la Santa Sede: yo he abordado la discusión y la solución con entera sinceridad.»

Así marchaba la Francia lealmente al encuentro de las dificultades para separarlas o vencerlas, y no fue menos explícita cuando se trató de arreglar un punto más delicado, y respecto al cual no es extraño que Italia haya manifestado algunas preocupaciones. Me refiero al nombramiento de un embajador cerca del Santo Padre, medida que fue vivamente criticada por los órganos del partido radical, y aun, preciso es reconocerlo, juzgada desfavorablemente por los hombres de ideas más templadas. No nos costó, sin embargo, trabajo que la aceptase el Gabinete italiano, con el cual quisimos entendernos amistosamente. Las razones que justifican nuestra conducta se encuentran reasumidas en las líneas siguientes, extractadas de un despacho de 1.° de Junio de 1871, dirigido por el ministro de Negocios extranjeros a Mr. de Banneville, nuestro embajador en Viena:

«Los espíritus suspicaces, de que hay gran número, se han alarmado por el nombramiento del conde de Harcourt para el cargo de embajador cerca de la Santa Sede, queriendo interpretar este acto como el principio de una política hostil a la unidad italiana y favorable a la restauración del poder temporal. Esta es una inducción absolutamente falsa: el Gobierno no ha pensado por un solo momento ni en amenazar la unidad italiana, ni en restablecer la autoridad temporal del Santo Padre. Hubiéramos podido dejar en Roma un simple encargado de negocios, y el carácter y capacidad de Mr. Lefebvre de Behaine le hacían perfectamente a propósito para representarnos con distinción; pero nosotros hemos creído que las desgracias del Papa, y acaso las nuestras, nos ordenaban una política más acentuada. Disminuir los signos exteriores de nuestras relaciones con un anciano agobiado por la adversa fortuna, hubiera sido duro en una nación llena de prosperidades; por parte de una potencia tan rudamente herida hubiera sido una debilidad sensible.

»Así, pues, ni el presidente ni yo hemos dudado, y el conde de Harcourt ha partido con el título de embajador; a su salida de Versalles yo le he dado las instrucciones más positivas, de las que tengo la convicción que no se ha separado.»

Estas explicaciones eran suficientes a satisfacer las exigencias más fuertes, y la Italia, al recibirlas, no pudo poner en duda nuestra firme intención de respetar las alteraciones realizadas en su territorio. Ella concluyó su obra trasladando a Roma la residencia de su Gobierno; y si en estas circunstancias todavía pensamos que nuestros deberes hacia el Santo Padre nos imponían algunas reservas de pura forma, no hicimos esta concesión a la edad y a la desgracia sino después de haber obtenido del Sr. Visconti-Venosta la seguridad de que ellas no alterarían en nada la cordialidad de nuestras relaciones recíprocas.

III

Habíamos salvado sin tropiezo escollos bastante peligrosos, y podíamos esperar no encontrar otros en nuestro camino. Desgraciadamente se iban a suscitar por el ardor de la Asamblea nacional, en cuyo seno algunos hombres, muy dignos, pero nada cuidadosos de los resultados que su demostración debía producir, querían a todo trance obtener el fácil lauro de protestar en la tribuna contra los acontecimientos bajo cuyo peso se había derrumbado el poder temporal. Muchos prelados franceses habían dirigido a la Cámara peticiones solicitando del Gobierno un tratado con las potencias extranjeras «a fin de restablecer al Soberano Pontífice con las condiciones necesarias para gobernar libremente la Iglesia Católica.» El partido ultramontano apoyaba calorosamente este llamamiento a las pasiones religiosas, censurando con violencia la debilidad de la mayoría, que había creído prudente aplazar esta irritante discusión, y a pesar de los esfuerzos de Mr. Thiers hubo que ceder a los exaltados, y se dio cuenta de las peticiones en la sesión del 22 de Julio de 1871.

Los dos diputados que tomaron la palabra pidieron su remisión al ministro de Negocios extranjeros, y después de un tempestuoso debate, en el cual los oradores de la derecha atacaron al Gobierno italiano con una vehemencia extrema, la Asamblea rechazó la orden del día y votó la remisión al ministro, acompañándola de un voto de confianza en el patriotismo del jefe del Poder ejecutivo.

Los clericales miraron esta solución como una victoria, pero en realidad era difícil desconocer el equívoco, y la Italia tuvo el buen sentido de no ver en ella una derrota. Ella había oído de boca de Mr. Thiers declaraciones poco amistosas, pero estas declaraciones se aplicaban al pasado y no podían desde entonces inquietarle seriamente, puesto que el presidente de la República aceptaba el presente y garantizaba, por el sostenimiento del statu quo, el porvenir. Después de haber recordado en su elocuente discurso sus antiguas opiniones sobre el poder temporal y la unidad italiana, intimando a sus adversarios que dijeran claramente lo que se proponían, él había exclamado: «Señores: colocaos en el lugar del hombre que piensa lo que yo pienso, y a quien habéis dado vuestra confianza, y preguntaos: Cuando todas las potencias sostienen buenas relaciones con la Italia, ¿qué queréis que yo haga? Yo me dirijo a todos vosotros, yo os propongo esta cuestión: vosotros, católicos de los más fervientes, a quienes yo respeto profundamente y vosotros, puestos en mí lugar.... ¿qué haríais? ¡Me decís que no debe aceptarse la humillante doctrina de los hechos consumados! Como la vuestra, mi conciencia se revela ante esta doctrina; pero cuando toda la Europa, fija en el porvenir, cuenta con una de las grandes potencias que la desdichada ceguedad del Gobierno caído ha creado, ¿queréis que sólo yo prepare contra ella relaciones que podrían comprometer el porvenir? ¡Ah, señores! No, yo no puedo aceptar esa responsabilidad. No me pedís la guerra, ciertamente; pero me aconsejáis una política cuyo resultado sería tener alerta y en desconfianza a una nación que puede hacer un papel importante en el porvenir. ¡Oh! ¡no pidáis esto a mi prudencia, a mi patriotismo!... esto sería una política inhábil: no basta, para sostener la grandeza de un país, organizar su ejército; es preciso una política sensata que le proporcione, donde quiera que le sea necesario, un apoyo seguro siempre.»

Estas afirmaciones condenaban de una manera absoluta las pretensiones de los peticionarios, y el Gabinete de Florencia no podía exigir nada más concluyente; sin embargo, no quedó satisfecho del todo: le parecía que, cerrando la puerta tras sí, Mr. Thiers había entregado la llave a los que la querían volver a abrir, y así no se abandonó a una seguridad completa. Algo más tarde le pusieron en cuidado nuestras vacilaciones al tratar de reemplazar a Mr. de Choiseul, que había presentado su dimisión. Nombrado Mr. de Goulard, el partido ultramontano se agitaba para impedir su marcha, suspendida muy inoportunamente, pero por fortuna desapareció con un ministerio, y Mr. de Remusat tuvo el acierto de poner los ojos en un diplomático tan independiente como distinguido, Mr. Fournier, que adquirió bien pronto en el Quirinal la influencia que merecían su talento y carácter. Podía creerse que se iba a realizar una sincera reconciliación; todo parecía favorable, cuando nuevos y graves incidentes despertaron más violenta que nunca la desconfianza de los malos días.

IV

El golpe de Estado parlamentario del 24 de Mayo de 1873, que hizo caer a Mr. Thiers en algunas horas, causó profunda sensación en Europa, siendo juzgado con extremada severidad: una nación que puede ser acusada de ingratitud y de inconsecuencia está bien cerca del descrédito y del aislamiento, sus amigos se alejan, sus enemigos se unen, y por todas partes se repite que no sería prudente contar con ella, siendo así que tan poco segura está de sí misma. En vano trató de combatir estas enojosas impresiones el nuevo ministro de Negocios extranjeros, afirmando que nada cambiaría en la política exterior: nadie le creyó; continuó la misma desconfianza, y el Gabinete italiano, arrastrado por el movimiento irresistible de la opinión, volvió sus miradas hacia la Alemania, que acechaba largo tiempo hacía la ocasión de llevar a cabo una alianza necesaria para la ejecución de sus designios.

Pero aún no era bastante: el partido que, por satisfacer su ambición y su odio, había arrojado del poder al ilustre hombre de Estado a quien la Francia aclamaba como su salvador y su jefe, debía terminar su obra antipatriótica. Las vacaciones de la Asamblea la parecieron ocasión propicia para el éxito de una conspiración monárquica, a que los príncipes de Orleans se prestaron, y su desaparición calculada dio a conocer al pretendiente que invocaba un derecho superior al de la nación. Esta extraña candidatura pareció desde luego un reto al buen sentido y a la dignidad de la nación; pero los realistas, lejos de retroceder ante esta dificultad, anunciaron con estrépito que, puestos de acuerdo todos los grupos conservadores, estaban decididos a elegir el rey sin el consentimiento del país y contra su voluntad. La empresa era atrevida, porque, de haberse realizado, habría hecho estallar la guerra civil y la guerra extranjera; y la Francia, que lo comprendió, dejó escapar de su corazón la expresión tranquila, pero resuelta, de una invariable aversión, pudiéndose juzgar por la conmoción que se sintió en toda ella que no se inclinaría ante el envejecido dogma del derecho divino. Probable es que esta solemne protesta no fuera extraña a la retractación que el pretendiente inculpaba a sus campeones; pero, sea como quiera, él prefirió romper las negociaciones, invocando su infalibilidad real, a correr el azar de una revolución de que habría sido la causa y la víctima. Sin embargo, esta culpable tentativa había bastado para vencer los últimos escrúpulos de la Italia entregándose a la Alemania, y el viaje de Víctor Manuel a Berlín fue saludado por todo su pueblo reconocido, que vio en él la represalia de imprudentes amenazas. Esta vez no se nos había pedido consejo, y nuestro antiguo aliado había dado la mano a nuestro implacable enemigo para estar pronto a combatirnos.

Tal es la situación actual, que no es preciso exagerar, y sería ridículo disminuir. En el caso de una nueva prueba, no podemos contar con el apoyo de la Italia, ni aun con su neutralidad; su espada no permanecerá ociosa, sino que se levantará contra nosotros. Que semejante estado de cosas nos sea perjudicial, nadie lo afirma; pero, al menos, ¿es favorable a Italia? ¿protege la paz del mundo? ¿reposa sobre sólidas bases? Esto es lo que voy a examinar brevemente para terminar este trabajo.

V

Parécenos superfluo volver a tratar de las graves razones que hicieron a Italia alejarse de nosotros para unirse a la Alemania; ellas aparecen claras y evidentes del encadenamiento de los hechos que acabo de recordar. Si es una verdad inconcusa que ninguna nación europea puede sin peligro vivir sin alianzas, es preciso reconocer que Italia sería la que perdería más en esta política de aislamiento. Su unidad data de ayer, puede decirse, y se ha constituido sobre las ruinas de un reino y seis principados que la dividían y hacían detestar la influencia germánica; su transformación rapidísima hace que sean más fuertes los elementos de reacción, a que una intervención extranjera poderosa volvería el vigor que parecen haber perdido.

La Italia tiene, pues, necesidad de apoyo, y el censurarle que lo acepte donde lo encuentre sería a la vez injusto e irrisorio. Su origen, su lengua, sus costumbres, su religión la hacen naturalmente inclinarse hacia nosotros, y la historia atestigua que en medio de todas nuestras mutuas vicisitudes, y a pesar de las guerras y de las intrigas que los han hecho tantas veces adversarios, los dos pueblos están unidos por estrechas simpatías y sólo desean poder contar el uno con el otro; además, desde la caída de la Restauración, que desconcertó el espíritu revolucionario de una parte de la Península, hasta los últimos tiempos, es decir, durante cerca de medio siglo, hemos permanecido ligados por una amistad sincera. Bien reciente está todavía el inmenso éxito que obtuvo entre nosotros el conmovedor relato de los infortunios de Silvio Pellico: todos los corazones latían con indignación a cada trágico incidente de la lucha sostenida con tan admirable valor por los patriotas italianos contra el despotismo de la Alemania. Tampoco puede haberse olvidado la popularidad que adquirió, aunque por breve tiempo. Pío IX, cuando se creyó que iba a ser el defensor de la independencia nacional, en el entusiasmo de la población de París, que, quitando los caballos, arrastró el carruaje del emperador el día en que éste marchó a unirse con el ejército que debía obligar al Austria a replegarse tras el Adige. Y es necesario añadir que la alianza francesa fue el alma de la política de Mr. de Cavour, que quiso cimentarla enviando soldados italianos a los campos de batalla de Crimea, y que, admitido en el Congreso de 1856, él encontró en la generosa firmeza de nuestros plenipotenciarios, además de la fuerza moral que le era tan estimable, la esperanza no menos valiosa de una sanción efectiva que tres años más tarde no le hemos escatimado.

Estos hechos irrecusables son la elocuente demostración de la utilidad de nuestra alianza, nacida del carácter de las dos naciones, de su situación geográfica, de la identidad de sus intereses generales, de la comunidad del fin que deben realizar en el mundo. Ellas son, a decir verdad, dos ramas de un mismo tronco: dos siglos antes de Jesucristo, la espada de Julio César abría el seno de las Galias a la civilización romana, y los monumentos que cubren todavía nuestro suelo, dos mil años después, son una prueba incontestable de la grandeza y del poder de la sociedad que esta ruda iniciativa hizo aparecer.

Después del cataclismo producido por la invasión del Norte, después del oscuro y doloroso nacimiento de la Edad media, todavía la Italia, extendiendo por todas partes la benéfica influencia de una nueva era, devuelve a las ciencias, las artes y el comercio su noble y benéfico imperio, y superiores a la ambición de los príncipes, a las hazañas de los guerreros, a las querellas del sacerdocio, ellos son la cadena indivisible que une estas dos naciones hermanas, confundiéndolas en iguales aspiraciones, impulsándolas a las mismas empresas, a las mismas glorias y a los mismos placeres. ¿Quién podrá romper o aflojar estos lazos? ¿Qué hombre de Estado tendrá la temeridad de dividir con mezquinas combinaciones estas dos fuerzas, que se completan y se fecundan por una acción común?

¡Ah! Por desgracia estos hombres de Estado no se han hecho esperar; su fatal extravío ha producido amargos frutos, y si se interroga el porvenir, no es posible dejar de alarmarse al considerar cuan grandes o irreparables desastres pueden sobrevenir a las dos naciones, si no se detienen en la pendiente en que las han colocado los sentimientos de mutua hostilidad que se ha procurado inspirarles.

Tiempo es ya de pensar seriamente y de abordar sin doblez el examen de los agravios que sirven de pretexto a injustas desconfianzas.

Yo admito que la Italia haya podido disgustarse; más aún, que, viendo crecer la influencia oficial del partido ultramontano en Francia, haya creído ver en esto un peligro para sí; pero no podré nunca concederle que este peligro haya estado tan próximo, que la obligara a contraer una nueva alianza, y quiero creer todavía que se ha limitado a un simple paso de prudencia, y que no ha enajenado su libertad. Si lo hubiese hecho, ¿no debería sentirlo hoy amargamente? Los acontecimientos tan rápidamente ocurridos en Francia, ¿no le han abierto los ojos? ¿No ha visto claramente demostrado que, a pesar de cierto ascendiente que sería ocioso negar, el partido ultramontano no puede hacer prevalecer sus ideas entre los hombres políticos que gobiernan el país, sean las que quieran sus opiniones? Yo temo que la intervención de Francia para el restablecimiento del poder temporal haya sido solo un fantasma, que el Gabinete de Berlín ha presentado hábilmente, y que con facilidad ha asustado a la Italia. A pesar de esto, ella ha debido considerar que Mr. Thiers ha sido uno de los más ardientes defensores del poder temporal, que en una sesión memorable del Cuerpo legislativo, después de haber dado una prueba más de su brillante elocuencia, elevó su celo pontifical hasta el punto de abrazar a Mr. Rouher y conducirle a la tribuna, ayudado de su ilustre colega Mr. Berryer, donde aquél pronunció el famoso Jamás que la tempestad de 1870 debía borrar para siempre: náufrago sobre la orilla, y rehaciendo sus doctrinas, ¿qué ha hecho el incomparable orador? Ha comenzado por arrojar en alta mar su viejo ídolo, despojo inútil de un pasado cuya vuelta es imposible. ¿Se creen más fuertes sus sucesores? Ellos sufrirán, como él, la ley de una inexorable necesidad. Se podrá tal vez protestar en la tribuna; no es difícil que oigamos los fogosos anatemas de un venerable prelado, ni aun es imposible que una mayoría vote una orden del día ya esperada. Pero, ¿y después? Si hay gran distancia de las palabras a las acciones, todavía es mayor la distancia cuando la acción es una locura y se le propone a una nación que está sufriendo la expiación de sus errores. Yo lo aseguro con la más profunda convicción; en ningún caso Francia combatirá para restablecer al Papa en su trono. En tanto que dure el gobierno que la rige, podrá adoptar una actitud equívoca; pero tan luego como se consulte la opinión del país, la política exterior se inspirará en los verdaderos principios liberales; nos uniremos a los gabinetes de Europa, que todos sin excepción han reconocido los derechos de Italia.

VI

Esta solución se me presenta con tal evidencia, que me admiro de la facilidad con que los hombres de Estado a quienes la Italia ha confiado sus destinos se han dejado precipitar fuera de lo que yo llamo política nacional. Conocida su ciencia, su moderación, sus elevadas miras, no parece posible se hayan dejado ganar sino por nobles causas; acaso no se han mantenido lo bastante en guardia contra el impulso de las impresiones populares. Uno de los grandes méritos de los gobiernos modernos es obedecer a la opinión, pero no es preciso obedecer demasiado pronto; la opinión es irresponsable; puede sin peligro mostrarse irreflexiva, inconsecuente y apasionada; es con demasiada frecuencia el reflejo de las preocupaciones o ilusiones de la multitud, y tiene, por último, exageraciones que un ministro no se podría permitir. En Italia el partido prusiano es activo, poco escrupuloso, rápido en esparcir la alarma; y considerando que todo medio es bueno para conseguir sus fines, excita fácilmente la indignación y la cólera en un pueblo impresionable, móvil, celoso de su independencia, siempre pronto a correr tras una nueva influencia por odio a la que no quiere soportar. Las maniobras de este partido dieron origen e incremento a la agitación ante la cual el rey y su Gabinete adoptaron prontamente su decisión; sin embargo, nada es irreparable, y nosotros no tendremos que sufrir una mala inteligencia, que un poco de sangre fría y buena voluntad disipará sin trabajo.

Francia no puede ser hostil a Italia, Italia no puede separarse de Francia: ellas estaban estrechamente unidas en 1866, cuando la alianza prusiana contribuyó a la restitución del Véneto: ni una ni otra podían, sin labrar su ruina, ponerse a las órdenes de Alemania, prestándose a sus ambiciosos designios. ¿Ha reflexionado el Gabinete de Roma sobre las consecuencias de este vasallaje? ¿ve la pendiente en que se le ha colocado? Rodeado del prestigio de la victoria, embriagado por la adulación, no temiendo ningún obstáculo, el canciller del Imperio pretende doblegar bajo el peso de su poder toda voluntad independiente.

Él ha hecho nacer una guerra religiosa que está dispuesto a llevar al último extremo. Dónde le conducirá este despotismo extremado nadie lo sabe, pero las lecciones de la historia no son un dichoso presagio. ¿Quiere Italia darle su apoyo en esta obra de intolerancia y de tiranía? ¿Está dispuesta a renunciar, por agradarle, a su conducta tan serena, tan prudente, tan meditada?

Yo me detengo: si los límites de este trabajo no me obligaren a terminar, yo demostraría que bajo el punto de vista económico, lo mismo que bajo el punto de vista social, político y militar, el interés de Italia es unirse a las dos naciones que son como una transformación suya, y que formadas por las mismas tradiciones, animadas del mismo espíritu, están llamadas a favorecer su desarrollo y Su grandeza. Colocadas las tres en condiciones físicas análogas; dotadas de un suelo fértil, vivificado por un sol radiante; bañadas por las aguas de tres mares, Francia, Italia y España parecen haber sido creadas por Dios para dar a sus dichosos habitantes todas las nobles satisfacciones que procuran la riqueza, la inteligencia, el sentimiento de lo bello, la posesión de la libertad. Sin embargo, ellas han luchado, ellas han sufrido, ellas están todavía sujetas a las más crueles pruebas. ¿Cuándo llegará para ellas el día de la regeneración, de la paz y de la prosperidad? Yo no lo puedo dudar: la democracia les asegurará estos beneficios, y purificada por sus faltas mismas vendrá a ser su guía y moderador, enseñándoles la práctica de instituciones libres, el culto de la ciencia, el ejercicio de la tolerancia. A los hombres políticos que las dirigen corresponde apresurar esta feliz transformación, y para realizarla lo más pronta y eficazmente posible deben trabajar sin descanso en hacer desaparecer todas las causas de división. A la tempestad que se prepara en el Norte, y que amenaza el Centro y Mediodía de la Europa, es preciso oponer la política de conservación y defensa que se resume en estas palabras: «Unión de las razas latinas.»

Julio Favre.