A continuación tenemos el gusto de principiar a publicar en nuestra parte editorial un importantísimo trabajo de nuestro respetable y querido amigo el Excmo. Sr. D. Juan Martin Carramolino. Por más que su proverbial modestia se hiera de nuestros elogios y su docta pluma no haya menester de nuestras alabanzas, no podemos dispensarnos de manifestar el respeto y la admiración que nos merece el ilustre hombre de Estado y el respetabilísimo anciano que, modelo de honradez, consecuencia y dignidad, después de haber ocupado las primeras posiciones del país, dedica el último tercio de su vida al estudio, al trabajo y al acrecentamiento de la patria literatura en tan importante obra como la que hoy empezamos a publicar.
Alternativamente en español y en francés tendremos el gusto de darla a nuestros lectores, seguros de que su moral pura y elegante doctrina han de ser de su agrado.
Enunciación de un Trilingüe Diccionario de nombres del Papa y de la Santa Sede, testimonios infalibles de la divinidad del Primado de la Iglesia Católica, por el Excmo. Sr. D. Juan Martín Carramolino, de la Academia de Ciencias Morales y Políticas
Cuentan los pueblos que se ufanan con el glorioso título de raza latina, así en la civilizada Europa como en las apartadas regiones de Asia y América, sin que nos olvidemos de los no pocos habitantes de las costas africanas y del inmenso archipiélago de la naciente Oceanía, entre otros menos notables, cinco importantes y poderosos vínculos, que constituyen una íntima y notoria fraternidad. Estos vínculos, sin enumerar los grandes resortes y fuentes de su comercio, de su industria, de su navegación y de toda su riqueza, son su consanguínea filiación, las raíces, giros y genio de sus idiomas, los eternos principios de justicia consignados en su legislación, y lo culto y bello y esencialmente sabio de su literatura. Pero sobre todas esas grandes prendas y brillantes cualidades, la que sobresale y la que sobre todas las naciones y sociedades latinas que hacen alarde de su civilización se enseñorea y domina sin rival, es la santidad de su culto, único verdadero, la Religión Católica.
A su vez se distingue el Catolicismo entre las innumerables sociedades cristianas conocidas en el mundo bajo distintos nombres, ritos, símbolos y ceremonias, y se engrandece y ostenta por tener su asiento fijo y su constante o inalterable unidad en los pueblos de la raza latina, ora en los que podemos llamar primogénitos, como generaciones inmediatas sucesoras de la dominación romana, cuales son la Italia, Francia, Portugal y nuestra España, ora los que apellidaremos de segunda genitura, filiaciones directas de estas naciones, que constituyen gran parte de las modernas sociedades establecidas en los espacios de todo el Orbe, que nacieron y crecieron en su origen, y que en su emancipación se han ido constituyendo y se van desarrollando bajo el divino estandarte de la Cruz.
Numerosos son los errores que han mancillado el Cristianismo, tan puro y santo por su divino origen, y la historia nos recuerda desde los primeros herejes Simón el Mago y Cerinto, y siguiendo, entre otros mucho menos conocidos, Manes y Eutiques hasta el funesto Martín Lutero en Alemania y el rencoroso Enrique VIII de Inglaterra, que llenaron de falsas creencias el mundo, que había venido a salvar con la predicación de su doctrina, con su pasión y su muerte Jesucristo Hijo de Dios vivo. Y de esta suerte han ido apartándose de la verdadera fe católica muchas gentes antes y después del memorable siglo XVI, asociándose a diversas fracciones y subdivisiones, a diferentes escuelas y confesiones, y desgarrando siempre el maternal y amoroso seno de la Iglesia de Cristo. Pero estaba preservado a nuestros mismos días el invasor y presuntuoso hijo, no de los espesos bosques, sino de las ilustradas ciudades de Alemania, mucho más temible que todas las herejías conocidas hasta hoy, el satánico racionalismo, que para ser el único enemigo del hombre se burla, no ya de la verdadera fe católica, sino hasta de cuantas herejías ha vomitado en sus incesantes bramidos y furores el Averno.
Mas no es el objeto de este artículo hablar de ellas dándolas a conocer por sus diversas doctrinas, groseras, torpes e inmundas las unas, falsas, filosóficas y soberbias las otras. Tampoco lo es el enumerar los puntos esenciales contrarios al Catolicismo, siempre incólume en la inmensa mayoría de las regiones de la raza latina, que sostienen los dos grandes cismas, el del embrutecido Oriente y el del pujante imperio de los Czares. No. Bástanos consignar un solo hecho, pero importante y común a todas las fracciones heterodoxas que se ufanan con el título de cristianas, aunque hijas de distintas reformas transitorias y caducas, apartándose todas del verdadero símbolo y doctrina de la Iglesia Católica. Ese hecho consiste en que todas desconocen más o menos alguna de las cuatro Notas celestiales con que dotó Jesucristo a su Iglesia, que es Una, Santa, Católica y Apostólica; o lo que es lo mismo, que todas reniegan del sagrado dogma que nos enseña la fe, a saber: que es divino, eterno e imperecedero el Primado de la Iglesia de Cristo; Primado que reside en la Santa Sede y que ejerce en todo el Orbe católico el sucesor de San Pedro, Príncipe de los Apóstoles, primer Vicario de Cristo en la tierra, Centro de la unidad, Obispo de Roma; en fin, el Sumo Pontífice, autoridad suprema que para bien de la verdadera Iglesia reconocemos y acatamos en el magnánimo nuestro Santísimo Padre, de eterna memoria, el gran Papa Pío IX.
Indicar, pues, a la descreída generación del siglo XIX tan importante y fundamental verdad ha parecido al autor de este artículo asunto profundamente propio de la gran empresa literaria católica y política La Raza Latina, y por eso ha aceptado de buena voluntad el inmerecido honor de colaborador en ella. Mas para demostrar tal verdad concienzuda y cumplidamente, se necesita, a su juicio, un extenso libro, limitado, sin contener otros pensamientos, a presentar las robustas, infalibles y numerosas pruebas de tan capital proposición. Y ese libro está escrito hace algún tiempo; libro polígloto, compuesto en español, en latín y en francés, cuyo título es Trilingüe Diccionario de Nombres del Papa y de la Santa Sede, siendo todos y cada uno de los nombres plenamente comprobados, que contiene otros tantos constantes testimonios de la divina institución del Primado de la Iglesia Católica. Pero, aunque ya está concluido, no habrá de ver la luz pública hasta que su autor, que es el que suscribirá este artículo, pueda prosternarse respetuoso ante Su Santidad, quiéralo pronto el cielo, para ofrecerle a su suprema aprobación, y para merecer por medio de su sagrada intercesión y autoridad las bendiciones del Eterno a fin de que pueda ser leído con fruto, no solo por los fieles, sino también por los enemigos de la fe de Jesucristo.
Y como tan santa a la par que delicada empresa requiera, cuando no la explícita y espontánea aceptación de escritores católicos, con la que tanto se enaltecería la obra, al menos el asentimiento tácito y sin contradicción y la buena acogida de los ilustrados colaboradores de La Raza Latina, para confortar en su propósito al que suscribe, se ha determinado a insertar en tan notable periódico el discurso que sirve a la obra de preliminar. Por su contexto, podrá comprenderse fácilmente y casi con pleno conocimiento el objeto sagrado, y juzgarse aproximadamente del literario merecimiento de tan penoso trabajo.
Y como complemento de este artículo y en muestra a la vez de la ejecución y desempeño de tan importante Diccionario, se insertarán a su final cuatro de los sagrados nombres que contiene. El discurso es como sigue:
Este libro no trata de política general ni de la particular de España: por consiguiente, en nada se roza con el estudio de las distintas clases de gobierno por que son regidas las sociedades humanas que constituyen los diversos pueblos o naciones del mundo. Es un libro de moral y religión y señaladamente del régimen y gobierno de la Iglesia Católica, como que sus principios y fundamentos son puramente teológicos y canónicos. Es un tratado que, en cada uno de los 570 y más artículos que contiene en forma de diccionario, presenta una prueba suficiente, aunque aislada, pero que de la doctrina y explicación de todos ellos aparece plenísima, rotunda, acabada y clara como la luz del día, de la verdad divina de la institución y perenne existencia del Primado de Honor y Jurisdicción por que está regida la Iglesia Católica Apostólica Romana, que reside en la Santa Sede; Primado ejercido por el Sumo Pontífice, sucesor de San Pedro.
No sea pues mirado de mal ojo este trabajo literario por quien solo presume de hombre político, seguro de que no ha de encontrar en él pensamiento alguno contrario a sus principios humanos, civiles o sociales, cualquiera que sea el sistema de gobierno que prefiera; que si en su detenido estudio hallare algunos elementos fundamentales, bases de perpetua e imperecedera política, no los invento yo, ni son concepciones del hombre; es que, como prodigiosas estalactitas, han llegado casi en punta a gravitar en la tierra, porque los anchos y robustos orígenes de que parten proceden de mucho más alto: sus arranques están en el cielo.
Por el contrario, toda persona, por extraña que sea al conocimiento de las ciencias sagradas y eclesiásticas, hallará en mi libro una obra que, formando o fortificando, y tal vez rectificando sus creencias religiosas, le suministre pruebas seguras y fundamentos inequívocos de la necesaria creación divina de una Supremacía espiritual en todo el Orbe católico, característica de la Cabeza de la Iglesia de Jesucristo; Cabeza que no es, que no puede ser otra que la sagrada persona del Papa, sucesor de San Pedro Apóstol, Obispo de Roma y Vicario del Hijo de Dios en la tierra, para la conservación indefectible de la Fe Católica hasta la consumación de los siglos.
Por último, mi libro se dirige con especial afecto, lleno de sinceridad y buen deseo, a los enemigos del Catolicismo más o menos instruidos y autorizados en la República de las Letras: íntegro le pongo en sus manos, para que le estudien, le califiquen, le censuren. A gran honra tendría yo verme refutado, si la refutación se hiciese en el tono, espíritu y formas que yo empleo en su redacción; que así el mundo literario juzgaría del valor comparativo de unas y otras doctrinas; que así resplandecería la verdad religiosa que sustento. Pero al que, burlándose de él, desprecie o ridiculice su texto con sarcasmos, blasfemias o lamentable ignorancia, a ese desgraciado le compadezco con toda mi alma, y para él pido al cielo oportuno desengaño.
Y hechas estas tres indicaciones, preciso es dar una ligera noticia de mi obra, así respecto de los motivos que me han puesto en el caso de escribirla y de su material estructura, como de su fondo, esto es, de la doctrina que defender en ella me he propuesto.
Corrían las horas del 29 de Setiembre de 1868; y mientras que la revolución se ostentaba triunfante por las calles de Madrid derrocando un trono que contaba quince siglos de existencia, proscribiendo la dinastía de la excelsa casa de Borbón, que hacía más de ciento cincuenta años ocupaba el solio, y proclamando entre otras exigencias la libertad de cultos, de la que, desde la expulsión de los judíos y moriscos, hacía más de tres centurias que en España estaba prohibido su público ejercicio; yo, que veía mi absoluta imposibilidad personal para contener tan extraordinarios y sorprendentes conatos, creí que era el momento oportuno de emplear mi estéril aislamiento y forzada soledad en dar principio a una obra literaria, por mis muchos años meditada, pero jamás acometida, y que hoy presento al público acabada con el título de Nombres del Papa y de la Santa Sede.
Así me persuadí que podría sustraerme, en cuanto era dable, al temeroso bullicio que en la población dominaba; así comprendí que pasaría para mí más rápido e inadvertido el tiempo de aquella perturbación política; así entendí que cumpliría con el religioso deber de que, mientras muchos hombres ilusos, engañados, desgraciadamente muy ignorantes y destituidos de toda instrucción, clamaban inocentes, como sucede en todos los levantamientos populares, por lo que no entendían ni conocían, yo debía de consagrar mis ocios a enseñar la verdad, la pureza, la infalibilidad de la doctrina del Catolicismo. Del Catolicismo, repito, porque probado el origen divino del Primado de la Santa Sede ejercido por el Obispo de Roma, sucesor de San Pedro, Vicario de Cristo en la tierra, y como tal, Fundamento secundario de la Iglesia, Centro de la Unidad de su doctrina y gobierno, Padre de los Padres, Obispo de los Obispos, probada quedaría la verdad, la pureza, la infalibilidad de la Iglesia Docente si acertaba a copiar y a trasmitir a mis lectores cuanto la Sagrada Escritura y la Tradición divina, cuanto los Sumos Pontífices, los Concilios generales y particulares, los Santos Padres, los Escritores teólogos y canonistas, las Cancillerías de imperios y reinos cristianos, los Historiadores eclesiásticos y políticos, el asentimiento universal católico, cuyo origen se esconde en la oscuridad de los tiempos, y por fin hasta el sentido común imparcial y no viciado, nos han hecho aprender por espacio de diez y nueve siglos, en justificación de los Nombres que se dan al Papa y a la Santa Sede; Nombres cuya reunión alfabética y cuya explicación brevísima en cada uno, pero sólidamente en todos comprobada, forman el carácter de este Diccionario.
Cuatro meses de agitación e inquietud general para todo el reino, de sangrientas sublevaciones locales, de saqueos y desapropiaciones en ciudades y campos, de asedios, capitulaciones o indultos; cuatro meses habían pasado desde el 29 de Setiembre, y ni un solo día había dejado yo de ocuparme en mi acariciada tarea, cuando a fines de Enero de 1869 creí terminado mi trabajo, escrito en castellano, así en su texto como en las notas que le explican y confirman, si bien conservando originales en sus propias lenguas las citas de las autoridades teológicas y canónicas que los comprueban.
Pero ocurriome entonces el pensamiento, tan lamentable como cierto, de que España ha sido siempre, y hoy por desgracia es mucho más, un mal mercado de libros, porque son pocos los españoles que los leen, y poquísimos los que los estudian. Y ¿será vanidad u orgullo mío? –No por cierto.– Pero yo no me contentaba con ser solamente leído por algunos estudiosos compatricios míos: aspiraba a llevar mi obra por otros países, donde, aunque sin ser exclusivamente católicos, se leen más y se estudian mucho más los libros que explican e ilustran la Religión Católica, así por amigos como por enemigos de ella; y entonces concebí la idea de publicar mí trabajo en tres lenguas, la española, la latina y la francesa, apareciendo en cada una de ellas íntegro y unísono el lenguaje del texto y de las anotaciones. Y no es necesario explicar la preferida elección de esos tres idiomas; porque si el latino es el propio y peculiar de la Iglesia y de los verdaderos sabios en materias religiosas, y si el francés es el más generalizado y conocido por el mundo literario aunque sea poco teólogo, no me había de privar del dulce placer de poder ser leído en mi país natal y en la lengua de Cervantes y de Fr. Luis de Granada.
Y firme en esta resolución, después de aconsejado por muy eruditos o ilustrados amigos, hela llevado a cabo ocupándome por mí mismo de las versiones castellana y latina, encomendando la francesa, en que estoy muy lejos de considerarme maestro, a un acreditado profesor, pero siendo mía toda la responsabilidad en su parte doctrinal. En esta trilingüe versión aparece pues el libro que respetuoso presento al mundo amante de las letras. Salen impresas las tres versiones una en pos de otra con sus respectivos discursos preliminares e índices alfabéticos, que necesariamente habían de resultar muy diversos: por cuya razón y con el deseo de hacer más cómodo el manejo de la obra y menos enmarañada su lectura, he sacrificado el gusto de imprimirla a tres columnas, como fue mi primera intención.
No aparecerá Nombre alguno de los que constituyen este breve Diccionario polígloto que no vaya autorizadamente justificado, siquiera sea solamente con una o dos respetables citas. Muchos llevarán tres, cuatro, y más remisiones, todas con sus textos literales, pues ninguna hago que no haya sido antes evacuada fielmente y trascrita; mas para algunos artículos son tantas, tan convincentes e importantes las autoridades que las apoyan, que me he visto perplejo al elegir las que inserto y juzgo bastantes a mi objeto.
Hay además algunos textos sagrados, eclesiásticos o religioso-literarios, tan conocidos y que son aplicables a tan gran número de Nombres, que cada frase, cada palabra de ellos es la que conviene y basta a la justificación de algún título de los que llevan el Sumo Pontífice y la Santa Sede, y por esta razón es inevitable recordarlos en distintos pasajes del Diccionario. Pero, para evitar la monótona y cansada tarea de leerlos siempre íntegros, he creído que, una vez ya conocidos en el primer artículo alfabético oportuno, era suficiente después la completa indicación de la obra de que están tomados; así que en los sucesivos Nombres solo recuerdo los términos, frases o palabras absolutamente precisas a la comprobación del que entonces encierra mi propósito.
Chocará a primera vista que haya aumentado los artículos de mi Diccionario con otro gran número de Nombres, que en su esencial significación envuelven y representan una misma idea, causando con tal difusión un pleonasmo bien censurable en literatura. Pero dos razones he tenido para hacerlo: la una, que para buscarlos el lector puede tener presente una palabra enfática y no la otra al parecer sinónima, y no encontrándola bajo la autoridad o frase que le es conocida, juzgue más imperfecto y diminuto que lo que realmente sea mi trabajo, porque no logre satisfacer su deseo: la otra razón es, que cada texto o prueba justificante de los Nombres, que presentan esas variantes de palabras, pinta la impresión bajo la que sus autores escribían; y es una gran demostración del acierto con que se ha dado a conocer cada título pontificio y de la conformidad que resulta de todos ellos; argumento de importancia suma para el pensamiento dominante en este estudio exclusivamente consagrado a la defensa del Divino Primado de la Iglesia Católica. Un ejemplo lo patentizará. Muchos artículos llevan el nombre genérico de Pastor, cada uno con distintos predicados; pero cuatro le tienen tan semejante, como que dicen Pastor del aprisco de Jesucristo, Pastor de todos los rebaños, Pastor máximo de la grey, Pastor máximo del divino rebaño. Y sin embargo de que tanta identidad en el pensamiento que todos envuelven pudiera expresarse con un solo nombre, he creído que debieran ser diferentes y no omitir los demás; porque, cuando San Ambrosio habla del aprisco de Jesucristo, piensa en la unidad de todo el Catolicismo como en la de un solo cuerpo, mientras que San Bernardo, cuando emplea la locución de todos los rebaños, los considera divididos y entregados al inmediato celo de sus respectivos Pastores: asimismo, cuando el Papa Gregorio X llama al Vicario de Jesucristo Pastor de la grey del Señor, pensaría acaso en el sagrado texto: «heriré al Pastor y se dispersarán las ovejas de la grey;» al paso que San Francisco de Sales meditaría solamente sobre la plenitud del gobierno de la Iglesia otorgada a San Pedro cuando usó de la metáfora rebaño de Cristo. No he incurrido, no, sin advertirlo en el vicio literario que Boileau califica acertadamente de «estéril abundancia.»
Pero todavía no basta a mi intención cuanto queda expuesto, no por falta de grandeza en su objeto, sino por sobra de insuficiencia mía en desempeño de él, para dar toda la importancia que vivamente deseo a mi obra. Fáltale ser previa y benignamente acogida por la Beatitud de Nuestro Santísimo Padre de eterna memoria el Sumo Pontífice Pío Papa IX; y estimulado mucho más del deseo de hacer muy legible mi Diccionario, que de una censurable arrogancia, anhelo que llegue tan deseado momento, de que circunstancias personales mías me han hasta ahora privado bien a mi pesar. Si, pues, Su Santidad se digna algún día aceptar mi imperfecto trabajo con su paternal amor, con su bondadosa benignidad, mi libro llevará la garantía del acierto, como que aparecerá en el mundo protegido por el más valioso Patrono que yo pudiera desear, por el Santo, por el «Intérprete verdadero de la fe católica.»