Juan López Serrano
La raza latina
I
En estos supremos instantes en que el germanismo, en odio a nuestra raza, amenaza al Mundo Latino, aspirando, los conquistados por la antigua cultura romana a ejercer el ascendiente poderoso en la moderna civilización, intentando ser los árbitros de nuestra existencia política; hoy que, bajo el pretexto de relaciones diplomáticas entre los diversos Estados, se pretende transformar el mapa de la Europa, guiándose por la conveniencia de los vencedores más bien que por las exigencias de la etnografía; hoy que el principio de las nacionalidades ha adquirido rápidamente una influencia poderosísima en la situación política de Europa, hoy que el espíritu de conquista reproduce la oposición de razas, precisamente en los momentos en que la múltiple, fácil y progresiva comunicación de los pueblos desarrolla un sentimiento cosmopolita; hoy que cualquier conflicto se transforma instantáneamente en una terrible y sangrienta lucha, que finaliza por el aniquilamiento de uno de los beligerantes; hoy que todos hemos presenciado los horrores de la guerra franco-prusiana, que produjo la Alemania, no deteniéndose en su impetuosa y arrasadora marcha, sino después de haber arrancado a la Francia la Alsacia y la Lorena en nombre del principio de las nacionalidades; hoy que el germanismo pretende fortificarse, es necesario formar una alianza de los pueblos católicos y latinos que impida las invasiones de pueblos protestantes y germánicos: y para obtener el triunfo de esta moderna cruzada aparecemos en el estadio de la prensa, siendo el lema de nuestra bandera el glorioso título de La Raza Latina.
La Raza Latina viene a la prensa a cultivar todas las ideas que constituyen su gloriosa progenie, y a hacer de la ciencia, de ese gran instrumento de la civilización, de ese poderoso impulso que recibe el hombre para encaminarse a la perfección de su ser, el arma con que se propone demostrar la injusticia de la preponderancia germana: llamados por una vida política más amplia, a intervenir más o menos directamente en la sociedad; todos los que somos hijos de la Raza latina, debemos continuar la gran obra de nuestros padres, preparando el pan de la inteligencia a las generaciones futuras y perfeccionando nuestra libertad y nuestro derecho.
II
Raudales de luz alegran el firmamento durante el día, y millares de estrellas tachonan la bóveda celeste cuando la noche extiende su negro manto; corren por do quiera, en nuestro derredor, seres animados, unos vagan por los aires, otros se arrastran por los suelos, unos nadan en la inmensidad de las aguas, otros, por gracia especial de la naturaleza, cruzan los campos y las olas argentadas del profundo mar. Los céfiros, con el ligero y voluptuoso movimiento de sus alas, mecen las flores, cuyos aromas olorosos embalsaman la atmósfera: las piedras, adhiriéndose unas a otras, se convierten, con el trascurso de los siglos, en elevados peñascos; la tierra elabora en su seno los preciosos metales, despide una multitud de gases que, mediante combinaciones químicas todavía desconocidas, se solidifican y componen cuerpos nuevos; y finalmente, agitada por materias combustibles y el fuego que encierra en sus entrañas, cambia de vez en cuando algunos puntos de su vasta superficie.
¿Pero cuál ha sido la causa de tanta maravilla? ¿Las ha producido el azar o una fuerza ciega? ¿Trae su origen lo creado de un germen primitivo o lo ha sacado de la nada el Hacedor supremo, infinito, eterno, que lo puede todo? El sentido de la palabra Creación expresa el poder único y exclusivo de la Divinidad y nos pone de manifiesto que niegan o intentan destruir la obra más prodigiosa los que pretenden explicar el origen del universo como un efecto del desarrollo progresivo de una materia increada; la Biblia disipa las dudas, y con claridad admirable nos describe el Génesis el origen de todas las cosas; nos muestra un Dios eterno, infinito, todopoderoso, que manda y es obedecido, que con la fuerza solo de su palabra hace salir de la nada todo lo creado.
La idea de la creación presente siempre en el entendimiento divino es la más bella, la más grande de todas las ideas; la teoría de la estructura de la gran fábrica del universo es la más grandiosa de todas las teorías. Y, sin embargo, el Soberano Hacedor de todas las cosas, el divino arquitecto del Mundo puso los seis días genesiacos entre la fábrica del universo y la teoría de su divino arquitecto, entre las cosas creadas y la idea de la creación de su Hacedor Soberano. Sí, la obra de la creación fue sucesiva, fue continua al mismo tiempo. Sí, Dios no sacó instantáneamente todas las cosas de la nada, ni tampoco suspendió el trabajo de la creación hasta que la creación fue llevada a venturoso remate. Sí, entre el principio y el fin de la creación puso seis días, no puso ni un solo día ni una sola hora, ni un solo instante entre los seis días genesiacos. Hasta que los seis días de la creación fueron cumplidos, hasta que todas las cosas fueron hechas, no amaneció el séptimo día, que fue el día del reposo; con lo cual quiso Dios sin duda dar a entender a los hombres que la continuidad y la sucesión deben ir juntas y que entre ambas forman y constituyen la ley del progreso. Caminar despacio, pero sin reposarse jamás; caminar lenta, pero continuamente, esta es la ley a que se sujetó el humano linaje, desde que Dios puso en sus manos el bordón del peregrino y le ordenó que peregrinara siempre hasta llegar a las regiones de las eternas moradas. Solo en ellas luce terso, sereno, apacible e inmortal el séptimo de sus días, el día de su reposo.
Como una publicación de la índole de la que hacemos, debe asentarse sobre bases sólidas, hemos creído deber hacer las declaraciones que anteceden, para afirmar que somos de los que, a pesar de los llamados adelantos de la ciencia, creemos en la Creación Mosaica.
III
El estudio sobre las razas ocupará en las páginas de nuestra Revista un lugar preferente, porque la etnología general ha llegado a ser una parte importante de las ciencias filosófico-histórico-políticas. Antes, la cuestión de razas apenas merecía la atención de los hombres consagrados al estudio de las ciencias políticas, porque no se había creído que una cuestión de antropología y de historia natural, pudiera ofrecer un gran interés al historiador, al político y al moralista como al fisiólogo y al naturalista. Para ocasión oportuna nos reservamos demostrar la sinceridad de la narración de Moisés, corroborada por los adelantos de las ciencias; en las páginas de la Revista aparecerá demostrada la unidad de la especie humana; y al combatir las teorías de algunos escritores, al estudiar las opiniones de J. B. Lamark, Camper, Wiseman, Gall, Spurzheim, Vimont, Broussais y Fossati, veremos que el tipo único de la humanidad ha existido de la descreación hasta hoy a pesar de la diversidad de color.
Si la Revelación divina y los principios de las ciencias naturales nos prestan un hilo precioso para introducirnos en el gran laberinto que nos rodea y penetrar los fenómenos misteriosos de la naturaleza ¿por qué acogernos al pendón del sofisma y del error? ¿por qué formular hipótesis basándolas en la arena? ¿por qué admirar con estupor las doctrinas sofísticas y la erudición seductora de Virey, de Bory, de Saint-Vincent y de Lamark, prefiriéndolas a las teorías sólidas de Blumenbach, del doctor Prichard y del eminente Humbold, que se nos presentan como gigantes que estrechan en sus brazos todo lo creado{1}?
Cualquiera que sea la solución que se adopte acerca de la dificilísima y misteriosa cuestión de los orígenes de la especie humana; ya que se consideren las razas como la descendencia de Noé; ya que se las mire como autóctonas de diferentes comarcas, es necesario reconocer que cada región del globo imprime un carácter particular a la especie humana. Cinco grandes familias ocupan nuestro continente; la familia Aryana, la Ouraliana, la Turco-Tártara, la Mongola, la Romnichal. Variedades de la especie humana, estas familias son grandes ramas que, a través de las edades y de las diferentes regiones de Europa, han formado razas secundarias. Pero los lingüistas, los naturalistas y los historiadores están conformes en que la raza por excelencia, la que representa la concentración de las fuerzas de la humanidad, es la familia o grande raza Aryana, a la cual desde el principio se le ha denominado Caucasiana, después, según los alemanes, Indo-Germánica, y que hoy se intitula Indo-Europea. El fondo común de las religiones de todos los pueblos caucasianos, las tendencias generales de su espíritu, su aptitud a la civilización y los idiomas que hablan no dejan la menor duda sobre su comunidad de origen. A la gran raza Aryana corresponden las razas Germánica, Scandinava, Céltica, Italiana, Pelásgica, Helénica Albanesa; la raza Daco, Rumana; la raza Slava; los Celtos-Bascos, los grupos Slavo-Oureliano abarcan el grupo Moscovita y el grupo Búlgaro: por último, la raza Semítica Aryana (los Judíos). Estas diferentes razas se esparcieron por el mundo con sus idénticas aptitudes, y su tendencia en proseguir el mismo ideal de civilización. «El que anhelara conocer donde nace el Nilo, necesitaría remontar su curso, preguntar de país en país de qué lado trae allí sus aguas, y acercarse a sus fuentes siguiendo de continuo sus tortuosos giros a través de bosques, arenas, desapariciones y cataratas{2}.» Conviene proceder de la misma manera respecto del raudal de las naciones.
En el drama eterno de la humanidad, en este gran teatro rodeado de tumbas, cuyo polvo es la misma ceniza del hombre que ha existido antes que nosotros, examinando en una palabra la historia de la humanidad, es indudable que si los bosques y las cavernas y la vida salvaje constituyen el estado natural del hombre, es preciso considerar como un mal ese rodeo o extravío al que se le da el nombre de sociedad y de progreso: en vez de propender la ciencia y el arte a ennoblecer la existencia, y hacer más halagüeña la asociación civil, deberían aplicarse a restituir al hombre a su verdadero estado natural y a la libertad, consecuencia lógica en un todo, y que por lo absurda bastaría a desmentir el principio, como basta la historia para negar que el hombre haya inventado el lenguaje, la religión y la moral. Ya en el paraíso nuestro padre tuvo la tarea de guardarlo y cultivarlo: de modo que la lucha y el trabajo fueron su primer destino. Auméntase por vía de castigo, luego que se introduce el pecado, castigo paternal, porque el trabajo contribuye a la salud y al bienestar, perfecciona al hombre, le da la conciencia de su ser, y de sus fuerzas, reconcentrándolas para procurarse mejor estado para gozar de esa felicidad que estriba en un sentimiento tranquilo, más bien que en ruidosas conquistas. Este supuesto tránsito de la vida pastoral a la agricultura, y de aquí a la industria, al comercio, no se aviene tampoco con la historia que nos representa el hombre pastor y agricultor apenas acaba de ser sentenciado a vivir con el sudor de su frente. El fratricida arrastró consigo a los Cainitas, lejos de las tiendas patriarcales se multiplicaron y construyeron ciudades donde se fomentó la industria hasta el punto de cultivarse las artes y de conocerse los instrumentos de música, a la sexta generación después del asesino. Reducido posteriormente el género humano por consecuencia del diluvio a una sola familia se conservaron en ella las primeras artes. Noé fue cultivador y artesano, pero como sus descendientes se dispersaron por la superficie de la tierra varió su industria según los lugares, sufriendo la ley de la necesidad y descuidando lo que carecía de una utilidad inmediata.
De este modo nacieron y se aumentaron las diversas industrias en razón de los lugares; pero la agricultura fue la que introdujo en la constitución moral mayores alteraciones. Queriendo el hombre, después de haber cultivado un campo, seguir con la vista sus esperanzas, se fabricó una habitación allí cerca; entonces se abre paso ese sentimiento a que damos el nombre de amor de la patria, y la estabilidad del hogar da origen a la asociación civil. Sencillos fueron los principios políticos por los cuales se gobernaba la sociedad humana reunida en las llanuras de Senaar. Habiéndose multiplicado prodigiosamente, pensaron construir una centralidad social que juntase en un objeto común los esfuerzos de las tribus; pero hubo de prevalecer el egoísmo; la torre de la unión vino a ser de confusión, se dividieron los pueblos y Dios puso entre ellos una nueva distinción con la diversidad de las lenguas.
Los industriosos descendientes de Cham poblaron la Siria, la Arabia, algunas comarcas entre el Éufrates y el Tigris, y penetraron en África por el istmo de Suez. Poseían la ciencia y la cultura más elevada; pero les hizo decaer su inmensa depravación moral e intelectual.
La raza de Sem permaneció en África entre el Éufrates y el Océano Índico, desde donde se extendió por una parte de la Asiria y de la Arabia al Occidente de este río; más tarde penetró en la América por la propia vía que toman todos los años los kionskis para suscitar guerras a los americanos de las costas del Noroeste{3}. Desde los tiempos más remotos demostraron los Semitas ser más ilustrados, y conservaron las tradiciones de los patriarcas, tanto con relación a la ciencia humana como a los dogmas religiosos.
Más tosca, si menos corrompida la descendencia de Japhet, que pudo participar de las ventajas de los pueblos elevados a una civilización rápida se dirigió hacia el Norte ocupando las islas del Mediterráneo y después la Europa.
IV
Si la estructura de este compuesto sistemático de territorios que nombramos Europa revela el grandioso plan del Criador para la gran ley de la unidad en la variedad; si esas divisiones geográficas parecen hechas y concertadas para que dentro de cada una de ellas pueda encontrar cada sociedad las condiciones necesarias para su existencia propia; si aun suponiendo la Europa ocupada por un solo pueblo habríamos de ver tendencias irresistibles a la partición de esta gran república en grupos distintos que aspiraran a formar cada cual una nacionalidad aparte; ¿quién no descubre en la situación geográfica de Italia, Francia, España y Portugal, pueblos latinos, la misión que están llamados a cumplir en el desarrollo del magnífico programa de la vida del mundo?
Heredera la raza latina por una parte del saber, de las luces, de la civilización de los antiguos, y por otra dueña de ese vigor, de esa poderosa energía de las razas nuevas, le correspondió a su vez conquistar e ilustrar el mundo, de cuyo privilegio puede decirse en verdad que han disfrutado en mayor o menor parte casi todas las naciones en que se halla dividida. Nosotros recordaremos sus gloriosas conquistas y al defender los fueros de nuestra raza, tendremos muchas ocasiones de observar cómo la civilización célebre y extraordinaria de la Grecia pasó a Roma, nuestra madre, y si pierde tal vez algo de su filosofía y de su encanto, llega a ganar de seguro en positivismo y en virilidad, y cómo aquella civilización ilustró y encadenó con lazos más fuertes que los de la espada del germano. ¡Qué espacio tan glorioso para Roma y tan dilatado al mismo tiempo, aquel que principia en el nacimiento de sus heroicas virtudes, de sus eternas leyes y de su envidiable libertad, y termina un momento antes de la corrupción, de los funestos placeres, de las ambiciones ilegítimas y de todas las perversidades, que la llevaron primero a los desórdenes más espantosos y después a la tiranía más ominosa!
En tan inmenso período, que empieza la gloria y cierra el envilecimiento, que inauguran las leyes más libres y justas y concluyen las constituciones más despóticas y sangrientas, que principia, en fin, aquella grande e incomparable serie de victorias, que han inmortalizado tantos hombres y finaliza la derrota más universal y deplorable que ha presenciado la humanidad en tan fecundo período, Roma fue el árbitro de los destinos humanos, el único dueño de cuántas coronas e imperios ostentaba el universo, la fuente exclusiva del saber, de los conocimientos, de la civilización de aquella época. Sus leyes que sobreviven, que no morirán nunca, que están formando los cimientos de todos los códigos vigentes, pueden probarnos la solidez, la sabiduría, la influencia, el poder de aquella Roma libre y feliz, cuyo origen, si hemos de dar crédito a las tradiciones, fue el memorable robo de las Sabinas, y cuya base de legislación encontramos en las doce tablas. ¡Cuán bella es la historia contemplada desde el Capitolio! Suprimidle, y es incomprensible la historia, dijo el ilustre Valdegamas. Permítasenos saludar de paso al coloso para rendir homenaje a su grandeza. Al mirar a esa gran ciudad, último esfuerzo del espíritu de la civilización antigua, remate de sus edades, quién no se maravilla y queda atónito ante esa pobre guarida de gente dispersa, sin patria y sin hogar, que de tan humilde cuna se levanta a ser dueña de Italia, reina del mundo, ciudad que en el fuego sagrado, cuya centellante llama arde siempre al pie de sus altares, va arroyando todas las razas para que se limpien de las manchas de las antiguas civilizaciones; ciudad que iluminada por intuición clarísima, subyuga a todos aquellos pueblos que no tienen una idea más alta y progresiva que la suya; y así vence a la raza semítica que anhelaba arrancarle el dominio del mundo y torcer el majestuoso curso de los tiempos; vence en Corinto, que poseyendo una idea hermosísima se había quedado contemplándola en su santuario, o había querido llevarla hacia el Asia cuando el Eterno quería que la idea civilizadora bajara como el sol hacía el Occidente: vence en mil batallas a los reyes orientales que no comprendían que el espíritu del mundo había huido de sus selvas, que el fuego de la vida se había apagado en sus altares, que el genio de la historia se había hecho hombre y no necesitaba dormir ya en el seno de la naturaleza; y en todas estas victorias, lejos de exterminar a los pueblos caídos de rodillas ante su carro triunfal, los levanta, recoge su espíritu y lo enciende como un faro en el Capitolio, cautiva sus dioses y los erige en el Panteón un templo, reúne sus leyes y se las va dando al Pretor, para que en sus interpretaciones las una al antiguo derecho romano; y se empapa en la vida de los vencidos y la recibe por todos sus poros; y la trasforma y engrandece en su vasta mente, en su profundo pensamiento y viene a ser así la encarnación de la humanidad, la síntesis maravillosa de toda la historia.
Roma obedeció a la ley de los pueblos infantes y a la ley de los pueblos adultos. Dos civilizaciones diversas debían coexistir en el Capitolio, debían habitar dentro de sus muros, debían fecundarse sobre sus siete colinas. El pueblo romano llegó a ser fuerte para vencer; llegó a ser sabio para conservar: grande ejemplo nos legó para evitar que los hijos del Norte destruyan nuestro organismo político y las conquistas de nuestra civilización. No olvidemos el carácter distintivo de la personalidad del pueblo romano; tengamos muy presente en estos solemnes instantes que lo que distingue al pueblo romano de todos los pueblos infantes es que siendo siempre instintivas las guerras de los últimos, fueron siempre sistemáticas las del primero; recuerden los pueblos oriundos del Latio que el pueblo romano se diferenció de los demás pueblos legisladores, porque él solo poseía la ciencia de la legislación; se diferenció de los pueblos guerreros, porque él solo poseía la ciencia de la guerra. El pueblo romano venció a todos los pueblos porque era el más inteligente de todos los pueblos: Roma subyugó al mundo porque era la inteligencia del universo. Su dominación tiene el sello de legitimidad, porque el sello del poder legítimo existe en todo poder inteligente.
El mundo occidental estaba exclusivamente ocupado por tribus feroces y guerreras; el mundo oriental por pueblos decrépitos y por reyes imbéciles y fastuosos. Atenas estaba entregada a la corrupción y a los sofistas: Esparta a la barbarie y a la merced de las facciones: el Egipto y las sociedades asiáticas doblaban su cerviz con una indolencia estúpida ante los generales de Alejandro, que herederos de su ambición, pero no herederos de su gloria, se disputaban en una lucha innoble los despojos de su grandeza y el cadáver del Oriente. ¿En dónde hallaremos el porvenir? ¿Le buscaremos en la Grecia? El astro hermoso que presidió su destino, había ya traspuesto su cénit. ¿Le buscaremos en el Asia? La debilidad y la decrepitud no le tienen. ¿Le buscaremos en la Europa? La barbarie no tiene porvenir, si el germen de la inteligencia no viene a hacer fecundo su seno.
Ahora bien: entre el mundo de la barbarie y el mundo de la decrepitud, entre el Occidente que era un confuso embrión, y el Oriente que era un vastísimo sepulcro, se levanta el pueblo inspirado, el pueblo rey, el pueblo del porvenir. El trono del mundo está vacante, él le conquistará con su espada: la corona del mundo está en el lodo, él se la ceñirá, porque está hecha a la medida de su frente. Como tribu nómada, se postra ante el caudillo que la conduce al combate; como el pueblo de Dios se inclina ante su profeta, cuando se avanza hacia las crestas de Sinaí, así el mundo se postra ante el Capitolio.
Roma, en tiempo de Sila, se corrompe por medio del epicureísmo que el pueblo griego había inoculado en sus venas: Roma se debilita por medio de las facciones. Cuando fue corrompida y se debilitó, dejó escaparse de su sien la corona del universo, y la reina del mundo fue esclava de un señor. Cuando los Césares suben al Capitolio, Roma, débil y corrompida, se enerva, y como el mundo era Roma, el mundo se debilita, se corrompe y se enerva también. El impudor, las violencias y las maldades habían llegado a su colmo. Roma azotaba al universo, y era azotada a su vez por un hombre astuto, que después de extinguir la libertad vencida en Farsalia, gritaba paz para mayor insulto. Parecía no haber remedio, no haber esperanza. El Poniente estaba negro y el Oriente más negro todavía. Pues de esa misma oscuridad brotó la luz, como en el principio del mundo del caos surgió la creación. Un artesano de Judea, a quien por mofa llamaban el hijo del carpintero, predicó una doctrina nueva y sublime que debía redimir al mundo de la esclavitud, como aquel conquistador pacífico venía a redimirle del pecado.
El porvenir bajó del cielo y descendió del polo. Los bárbaros del Norte inocularon el germen de la fuerza en el antiguo mundo entregado a las lentas convulsiones de una prolongada agonía, y el Cristianismo depositó el germen de la inteligencia. La Providencia se revela al hombre en la historia, y delante del maravilloso espectáculo que nos ofrece el progreso de la humanidad, debemos postrarnos ante Dios, y alabarle por su misericordia y su justicia que resplandece maravillosamente en todas las páginas de la historia.
El cristianismo, vio la luz en la infancia del mundo. La civilización romana era demasiado imperfecta para llenar los altos fines de la creación. Era la civilización de la guerra, de la conquista, de la servidumbre y el mundo necesitaba ya otra civilización más pura, más suave y más humanitaria. La antigua Sociedad iba cumpliendo el plazo que le estaba marcado, porque su corazón estaba tan gangrenado como los ídolos, y tenía que morir. Era menester un grande acontecimiento que cambiara la faz del mundo y regenerara la gran familia humana; esta obra estaba prevista; sonó la hora del cumplimiento de las profecías y nació el cristianismo.
Entre Adán y Jesucristo, entre la cuna del mundo, colocada en la cumbre del Paraíso terrenal, y la cruz levantada en el Gólgota, hormiguean las naciones abismadas en la idolatría, degeneradas por la caducidad del padre de la familia. Entre estas naciones distínguese un reducido pueblo que perpetua la tradición sagrada, y deja oír de tiempo en tiempo palabras proféticas. Aparece el Mesías, la raza primera tiene fin, comienza la raza segunda: Pedro trae a Roma los poderes de Jesucristo y renuévase allí el universo.
«El cristianismo, cuyo origen divino, reconocemos todos, cuya eficacia inagotable todos confesamos y sentimos; primera luz que nos ha sonreído entre los ensueños de la inocencia, primera ley que ha refrenado las tempestades y los ímpetus de nuestra juventud, objeto de todas las oraciones, consuelo de todos los dolores: idea que en el seno del hogar doméstico hemos libado como la miel de la vida de los labios de nuestras madres, y que guardamos en el fondo del ser como el alma del alma; poesía invisible que resuena desde la cuna en nuestros oídos: símbolo que vemos en nuestros campos, saludado por el labrador, cuando la golondrina le anuncia la primavera, en nuestras playas adorado por el navegante, cuando la gaviota le señala el buen tiempo; ángel que nos acompaña en vida, que santifica nuestras acciones, y que después de muertos, se siente silencioso en la tierra donde dormimos, recoge el aroma de nuestra vida, el alma, y lo lleva en sus alas al través de los orbes a Dios;»{4} el cristianismo que es una religión, un arte, una gran filosofía, todo verdad, todo hermosura, todo bondad, como doctrina social, por más que pese a los que quieren ungir con él todas las tiranías; como doctrina social, dio dignidad al esclavo, igualó moralmente al pobre con el rico, hizo de todos los hombres una sola familia, y de todas las naciones antes enemigas la humanidad, y quiso que esta obra de libertad contara entre sus grandes holocaustos el sacrificio del Verbo, y por su primer mártir al hijo del Eterno, es el alma de la civilización moderna.
La sociedad es un deseo de Dios; por Jesucristo cumplió Dios este deseo, según Bossuet: pero el cristianismo no es un círculo determinado sino por el contrario, un círculo que se agranda a medida que la civilización se dilata; no comprime, no ahoga ciencia, ni libertad alguna.
El cristianismo divide la historia del género humano en dos partes distintas, desde la creación del mundo hasta el nacimiento de Jesucristo, la sociedad de los esclavos, con la desigualdad de los hombres entre sí y con la desigualdad social del hombre y la mujer, y desde el nacimiento de Jesucristo hasta nuestros días, la sociedad con la igualdad de los hombres entre sí, con la igualdad social del hombre y la mujer, la sociedad sin esclavos o al menos sin el principio de la esclavitud.
La historia de la sociedad moderna tiene verdaderamente su origen al pie de la cruz. Para conocerle bien, es necesario observar en qué difiere desde su nacimiento esta sociedad de la pagana; cómo aquella la descompuso; qué nuevos pueblos se mezclaron a los cristianos para precipitar el poder romano, para trastornar el orden religioso y político del mundo antiguo; puntos todos, que serán tratados en nuestra Revista con la profundidad que reclama su importancia y el objeto moral y político de nuestra publicación La Raza Latina.
«Humilde al nacer, el cristianismo, y pronto a propagarse, como todo lo que está destinado a una duración larga y segura, va poco a poco minando sordamente el viejo y carcomido edificio de la gentilidad, poco a poco va subiendo desde la choza hasta el trono, desde la red del pescador hasta la púrpura imperial»{5}. Pero todavía después de haber enarbolado Constantino sobre el trono de los Césares el lábaro de la fe, los cargos públicos se conservaban en manos paganas: el senado era pagano, y los decrépitos ídolos tenían la jactancia de estar en mayoría y de creerse inmortales. «Todavía en las márgenes del Duero recibían Diana y Pasiphae la ofrenda de una vaca blanca inmolada en celebridad de la superstición cristiana extinguida»{6}. Hombres y dioses se pagaban de estas ceremonias pueriles, mientras el cristianismo, que se daba por extinguido, se iba infiltrando suavemente en los corazones, y ganándolos al nuevo culto.
La nueva religión encomendó su triunfo a la tolerancia y a la caridad, la vieja religión apeló para sostenerse a las fieras y a los patíbulos. El martirio no podía retraer de hacer cristianos a los pueblos latinos, siendo los españoles los descendientes de aquellos antiguos celtíberos tan despreciadores de la vida. Así fue, que además de los campeones de la nueva fe que de cada ciudad fueron brotando aisladamente en esta lucha generosa, solo Zaragoza, bajo la frenética tiranía de Daciano, añadió tantos héroes al catálogo de los mártires que por no poderse contar los llamaron los innumerables. Esta ciudad que dio innumerables mártires a la religión, había de dar, siglos andando, innumerables mártires a la patria.
Acude luego a la filosofía en apoyo del nuevo dogma, y la voz de los Ciprianos y los Tertulianos disipa las más brillantes utopías de los agudos ingenios del paganismo, los Sócrates y los Platones, y derraman la verdadera luz sobre el enigma de la vida, hasta entonces ni descifrado ni comprendido. El politeísmo recibe con esto un golpe mortal, de que ya no alcanzarán a levantarle las doctrinas de la vieja escuela. Juliano emperador filósofo y apóstata astuto, se propuso eclipsar las glorias de Constantino y tuvo que resignarse a ser ejemplo y testimonio de que la idolatría había acabado virtualmente.
Pero el politeísmo, minado ya por la doctrina de la unidad, no había de acabar hasta que fuese derribado por la fuerza. El paganismo y el imperio, los desacreditados Dioses y los corrompidos señores debían caer con estrépito y simultáneamente; engrandecidos por la fuerza, a la fuerza habían de sucumbir. ¿Mas dónde está, de dónde ha de venir esa fuerza que ha de derrocar el coloso? La Providencia, cuando suena la hora de la oportunidad, dispone los hechos para el triunfo de las ideas. El cristianismo es el alma de la civilización presente. Ocasión tendremos de ver en las páginas de La Raza Latina cómo se desarrolló en los primeros tiempos, cómo luchó con el paganismo y cómo alcanzó el glorioso triunfo. Desde que apareció el cristianismo le han atacado tres especies de enemigos: los heresiarcas, los sofistas, y aquellos hombres frívolos que lo destruyen todo con la risa. Un crecido número de apologistas han contestado con buen éxito a sus sutilezas. San Ignacio de Antioquía{7}, San Frenco, obispo de León{8} y Tertuliano en su tratado de prescripciones; a que Bossuet da el nombre de divino, combatieron a los novadores, cuyas soberbias interpretaciones corrompían la sencillez de la fe. La calumnia fue rechazada al momento por Cuadrato y Arístides, filósofos atenienses; pero no hay noticia alguna de sus apologías, si se exceptúa un fragmento de la primera, conservado por Eusebio. San Jerónimo hace mención de la segunda como de una obra magistral{9}. Arnobo, el rector, Lactancio, Eusebio y San Cipriano han defendido también el cristianismo; pero no se han dedicado a alzar su hermosura y contestar a los ataques de la idolatría. Orígenes fue uno de los primeros que combatieron a los sofistas. Estos rodearon a Juliano y hasta este mismo Emperador no se desdeñó en igualarse a los mismos Galileos.
Justo es de que se sepa a qué se reducen todos los ataques que se dirigen al cristianismo; ya es hora de manifestar que lejos de aminorar el pensamiento, se acomoda maravillosamente a las cosas del alma y que encanta el espíritu y cautiva el ánimo más que todos los dioses de Virgilio y Homero.
Con razón dice Chateaubriand que es sublime por la antigüedad de sus recuerdos, que alcanzan hasta la cuna del mundo; inefable en sus misterios, adorable en sus sacramentos, interesante en su historia, celestial en su moral, rico y encantador en sus adornos y, en fin, que llama en su favor toda especie de pinturas. ¿Queréis seguirle en la poesía? Tasso, Milton, Corneille y Racine os dibujan sus milagros. ¿En las bellas letras, en la elocuencia, en la historia y en la filosofía? Él os presenta a los Luises de León y Granada, Bossuet, Fenelon, Masillon, Quintana, Balmes, Pascal, Oluller, Rossi, Lerminier, Newton, Leibnitz y Valdegamas. ¿En las artes? ¡Qué obras tan bien acabadas! Si se le examina en su culto, ¡qué os dicen sus antiguas iglesias góticas, sus admirables oraciones y sus majestuosas ceremonias! Entre su clerecía, mirad todos esos hombres que os han trasmitido el idioma y las obras de Roma y de la Grecia; todos los solitarios de la Tebaida, todos los lugares de refugio para los desgraciados, todos los misioneros de la China, del Canadá y del Paraguay, del recuerdo las costumbres de nuestros antepasados, las pinturas de nuestros antiguos días, la poesía y hasta los mismos romances y las cosas secretas de la vida, en todo se refleja el espíritu del cristianismo, alma de la civilización presente. Y como el espíritu es inmensamente activo, el reinado del cristianismo es también el reinado del progreso. Jesús divinizó esa virtud progresiva que se llama esperanza; Jesús prometió que los hombres, hijos de un mismo padre, hermanos, llegarían a tener un solo altar y un solo Dios. Este sentido de progreso debió seguir influyendo en las obras de los Santos Padres de la Iglesia. San Pablo enseña esta misma idea cuando dice que el hombre tenía nociones oscuras de Dios; porque era niño, y como niño su razón era débil, pero que cumplidos ya los tiempos proféticos, debía Dios mandarnos su Verbo, para adoptarnos por sus hijos.
En las páginas de la historia universal vemos el cristianismo en su movimiento interno, en su progreso propio, en sus dogmas: le vemos nacer con el Salvador, triunfar desde la cruz, extenderse por Oriente con San Pedro, por Roma con San Pablo, por Grecia con San Juan. Cómo en su aparición trastornó completamente el espíritu del Oriente y de la Grecia, realizando en la conciencia una idea semejante a la idea que Roma realizara en el espacio. Cómo Roma trajo la unidad del hombre y el cristianismo la unidad de Dios; cómo Roma dio a la humanidad un cuerpo y el cristiano un espíritu, y cómo la conciencia por el estoicismo se fue acercando a la moral cristiana: el mundo, por el trabajo de Roma, se fue acercando a la unidad espiritual del cristianismo.
V
Dos grandes razas se habían dividido el mundo antiguo; la raza Semítica, y la raza Indo-Europea. La oposición de estas dos razas ensangrienta toda la historia antigua desde la primera hasta la última de sus páginas. Babilonia y Persia, Tiro y Grecia, Cartago y Roma representan la lucha, la oposición sangrienta de todas estas razas. La raza Semítica representaba la idea divina, la idea teológica, y la raza Indo-Europea representaba la idea humana, la idea filosófica. ¿Qué genio superior tocó en el corazón de estas razas, obligándolas a caminar a la fusión y la unidad de todas ellas? ¿Quién las trasformó? El cristianismo. Sobre el mundo clásico de los cinco primeros siglos del cristianismo, se extendió una espada de fuego. Era la espada de los bárbaros. Venidos del fondo del Oriente, origen de todas las grandes emigraciones, habían acampado en los hielos del Norte, y el alma panteísta que recibieron en su origen se individualizó en cada uno de aquellos bárbaros en el fondo de su oscura cabaña. Todos, unos venían del Rhin, otros del Danubio, otros de la Scitia, otros de la Scandinavia, como huracanes nacidos de diversos puntos del horizonte, unieron sus ráfagas sobre la cabeza del gran coloso del imperio romano, y arrancaron uno a uno los diamantes de su triunfal corona; diamantes que al estrellarse en el suelo, formaron con sus fragmentos las sociedades modernas.
Hallábase dividido el mundo en tres grandes imperios: Romano, Persa y Chino; separado el último por un espacio inmenso y por una multitud de pueblos bárbaros, ejercía su influjo a la extremidad del Asia, sin conocer los otros dos, mas que por algunas incursiones de los Partos y por las relaciones de su comercio que sustentaba el lujo de Roma. Habíase desarrollado el lujo de los Persas, llegando quizá a ser tan formidable como lo es actualmente el poderío de los Rusos, y pareciendo el único que se hallaba en estado de rivalizar con el del Capitolio. El despotismo Oriental que reinaba en aquellas comarcas se oponía a que pudieran ser contados sus moradores entre el número de los pueblos civilizados, aun cuando les separasen de los bárbaros las artes de la paz y el refinamiento del lujo. Allí las leyes mantenían el orden, pero sin prosperidad pública ni justicia; la cultura intelectual tenía por objeto, no la ilustración, sino la lisonja; alejábase la religión de la idolatría lo bastante para tranquilizar la razón, muy poco para purificar los afectos.
Hermanos de aquellos pueblos orientales los del Norte debían ser más funestos a Roma que los cuarenta millones de hombres que prestaban obediencia al rey de los reyes. Vírgenes todavía y vigorosos, aguardaban la señal de Dios para arrojarse sobre Roma y vengar al Universo.
Desde el origen de las sociedades políticas la raza denominada Indo-Germana se extendió sobre la haz de la tierra en diferentes direcciones. Encaminándose hacia la Persia, la India, el Tlisbet, crearon allí o conservaron una civilización cuyos vestigios consultan ahora los sabios en los Vedas, en los poetas inmensos del Ramayana y del Mahabarata, en el Zend-Avesta, así como en los templos-grutas y en las pagodas, o en las minas del Techil-Minar y de Babilonia.
Otros, costeando el mar Negro y el mar Caspio se diseminaron desde la Siberia hasta el Ponto-Euxino e inundaron la Europa por tres puntos. Cruzando parte de ellos las montañas de la Tracia, la Macedonia y la Iliria, llegaron a fijar su asiento en medio de los olivares y de los laureles de la Grecia. Bajo la influencia de aquel suave sol, aspirando aquel límpido ambiente, templada su imaginación, fogosa por el sentimiento armónico, rayó allí en el más perfecto tipo de lo bello. Pero en la época a que llegamos, ha terminado su misión la raza griega, y no se envanece ya más que con sus recuerdos, mientras que en el teatro político aparecían las razas de los Godos y de los Teutones, que una larga separación ha hecho del todo diferentes, aun cuando el lenguaje atestigüe todavía un común origen.
Cuando los Germanos llegaron a Europa la encontraron ocupada por tres emigraciones anteriores; la de los Iberos, la de los Fenicios y la de los Galos, que vencidos tal vez por los Germanos, se lanzaron hasta Italia.
Pudieron efectuar los Germanos este tránsito hacia el año correspondiente a catorce siglos antes de Jesucristo y en el espacio de ocho a nueve siglos y se derramaron desde el Dniéster hasta el Prutk,; por todo el país entre los montes Cúrales y Krapaks. Inclinándose de continuo a Occidente y arrollando a los Cimbros, empujados ellos mismos por los Slavos encontraron en tiempo de Augusto la barrera del Imperio romano: tornáronse, pues, contra los Slavos, y después de haberles repelido, les fue dado fijar su residencia de una manera estable.
A la sazón ocupaba la raza gótica las selvas de la Scandinavia: ejercitaba la raza teutónica su natural vigor a las orillas del Rhin y del Elba y confiando en su indómita bravura, conservaban cuidadosamente su independencia. Permítenos distinguir a estas dos razas la lengua hablada entre ellas. Con efecto la de la primera se halla divulgada en las islas y en las penínsulas septentrionales: llevada desde allí a Islandia por los Normandos conservó su originalidad hasta el punto de ser llamada en lo sucesivo islandesa, a la par que se alteró en los tres reinos del Norte dando cuna a muchos dialectos: aproximándose más a su origen en las islas Feroes, alejándose poco a poco en la Suecia, en la Noruega, hasta que se mezcló completamente en Dinamarca, en una proporción igual con el idioma teutónico.
Bajo la denominación de Germania, designábase antiguamente el país poco conocido, situado entre el Rhin, el Danubio, el Teist, el Vístula, el Báltico y el mar del Norte, comprendiendo también la Escandinavia y el Quersoneso Címbrico. Habían reconocido los ejércitos romanos el verdadero curso del Danubio en Germania y en Pannonia: así no se le hacía resbalar, como en tiempo de Aristóteles, desde Istria, en línea recta. Noticias exactas se tenían de este país al Norte de este río hasta el Vístula y el Báltico. Creíase que este mar llamado Sinus Sarmaticus era un golfo del Océano, que en medio de aquel golfo estaban situadas las islas de Escandinavia, como también el Tule de Piteas, y que se juntaba a los mares Escítico y Sérico, con los que se suponía comunicarse con el Mar Caspio.
No estamos ciertos de que hayan existido realmente las federaciones mencionadas por algunos autores, como la de los Istevones, a la cual pertenecían los Cheruscas, y fue denominada enseguida de los Francos: la de los Ingevones, comprendiendo a los Frisones y a los Chancios, y llamada posteriormente de los Sajones: la de los Hermiones, de que formaban parte los Suevos, los Marcomanos, después los Alemanes: y la de los Germanos orientales, subdivididos en Burgundos, Gépidos, Vándalos y Godos. Estas federaciones, análogas a las de los antiguos Etruscos y a las de los modernos Suizos, hubieron de formarse, según su aserto, para resistir al poder romano, y más tarde para destruirlo. Verdaderamente no encontramos en aquellas comarcas más que una multitud de naciones alternativamente enemigas o aliadas, según la necesidad del momento cuyas vicisitudes sería tan imposible seguir como las mudanzas que hace sufrir el soplo de los vientos a la abrasada superficie del Desierto.
Sin embargo, parece que hacia el segundo siglo predominaron algunas de estas poblaciones sobre las otras, de manera que constituyeron ocho naciones, que hubieron de ser las de los Vándalos, Burgundos, Longobardos, Godos, Suevos, Alemanes, Sajones y Francos.
No menciona Tácito a los Sajones{10} que más tarde disputaron a Carlomagno el imperio del Norte, y apenas indican los mapas de Ptolomeo la península Címbrica y las tres pequeñas islas hacía la embocadura del Elba, de donde salió este pueblo. Empezó por aventurarse al mar en barquillas chatas y ligeras, a propósito para remontar hasta cien millas y más la corriente de los ríos, y para ser trasladado de uno a otro. Antes de abandonar la ribera enemiga inmolaban con tormentos atroces la décima parte de los prisioneros, que sacaban a la suerte. Dedicándose en seguida a hacer el corso, se lanzaron a alta mar y amenazaron la Galia y la Bretaña. Vióseles remontar el Sena y el Rhin, trasladar sus barcas hasta el Ródano, descender al Mediterráneo y tornar a ganar por las columnas de Hércules sus helados países.
VI
Cuando se derriba y desmorona un viejo edificio para reconstruirle sobre nuevos cimientos y darle nueva planta y forma sin dejar de aprovechar los materiales útiles que quedan, mézclanse al principio y se revuelven los antiguos y nuevos elementos hasta que la mano hábil del artífice va dando a cada uno la conveniente colocación y asentándolos en el lugar que a cada cual corresponde, según el plan que lleva indicado en su mente. Así, al irse desmoronando el antiguo imperio romano, mézclanse y se revuelven confundidos sus fragmentos con los nuevos materiales que han de entrar en la reconstrucción del edificio social. La historia nos enseña cómo un solo hombre había estado deteniendo la caída del imperio. Muerto este hombre, el viejo y minado edificio iba a venir a tierra, parte desmoronándose, parte desplomándose con estrépito.
Parece que la Providencia no quería dar a cada familia imperial sino un hombre ilustre para que los grandes de la tierra no se envanecieran. Marco Aurelio, modelo de príncipes, dio al mundo un hijo, tipo de corrupción y de perversidad. Los lujos de Constantino estuvieron lejos de heredar la grandeza de su padre, y al gran Teodosio le suceden sus dos hijos Arcadio y Honorio, el primero pequeño, miserable y estúpido, el segundo desidioso, ligero y desatentado: Arcadio dominado por una mujer y por un eunuco, y Honorio entregado a un tutor de la raza Atana y contento con casarse sucesivamente con las dos hijas de Estilicón, que supo aprovecharse bien de la inercia y de la imbecilidad de su imperial yerno. Tales eran los dos soberanos del imperio en la ocasión en que más hubiera necesidad éste de manos robustas y vigorosas.
Entre las razas salvajes que en la grande irrupción del año 406 habían inundado el imperio romano, contábanse los Vándalos, los Alanos y los Suevos, que, precipitándose sobre las Galias las devastaron por espacio de tres años. Habían hecho estas tribus su principal asiento, si asiento hacían en alguna parte estos guerreros normandos, en la Aquitania y la Narbonense. Viéndose casi al pie de los Pirineos, el deseo de ver lo que se ocultaba detrás de aquella formidable barrera de elevados montes, les hizo franquearlos (409) desgajándose como torrentes por las comarcas españolas en ocasión que en la España andaban revueltos en guerras los Máximos, los Constantes y los Geroncios, disputándose entre sí un retazo de la desgarrada púrpura romana. Coincidía este gran suceso con la entrada de Alarico en la capital del antiguo mundo romano. Cada uno de estos pueblos trashumantes traía su rey o más bien su jefe militar. Gunderico se llamaba el de los Vándalos, los más poderosos y fieros, a quienes acompañaban los Silingos, tribu particular de su misma raza. Atacio era el de los Alanos, y Hermarico o Hermenerico el de los Suevos.
Vamos viendo como la historia confirma la verdad de nuestra fórmula expresada en el artículo anterior, cuando después de la caída del imperio romano nos interrogábamos dónde encontraríamos el porvenir. «El porvenir bajó del cielo y descendió del Polo, nos respondimos.» Y efectivamente; vino el cristianismo, alma de nuestra civilización, y el cristianismo, en los mismos días en que todo cae hecho pedazos a los rudos golpes del hacha de los Godos, en los momentos de universal_devastación aparece triunfante desde el monte Quirinal hasta el Vaticano… Alarico manda respetar y custodiar los templos cristianos y no se derrame la sangre de los que se han refugiado en ellos. Así los perseguidores del cristianismo deben su salvación a aquellos mismos lugares que intentaban derribar, a aquella misma religión que tan cruelmente perseguían. Entonces vemos que el porvenir descendido del cielo, el cristianismo, vino a anunciar al mundo que había concluido la idolatría y que el culto de los dioses paganos había terminado con el imperio de los Césares. En la destrucción del antiguo imperio romano observamos ya cómo la Providencia da el triunfo del principio civilizador, que la espada de un bárbaro hijo del Polo ayuda a triunfar sin que él mismo lo conozca, de la resistencia que aún oponía a las doctrinas de los Apóstoles y de las escuelas. Entonces vemos cómo la fuerza, procedente del Polo, viene a completar la obra de la idea; cómo habiendo sonado la hora de la oportunidad, Dios colocó la fuerza a la orden del derecho, y dispuso los hechos para el triunfo de las ideas.
(Se continuará)
Madrid, 30 de enero de 1874
VII
La imaginación del hombre de los bosques de la Germania, esa facultad activa, eco y espejo a un mismo tiempo de la naturaleza que le rodea, se llenó de preocupaciones, de fantasmas y de grandeza; a medida que los Bárbaros emigraban hacia el Sud, abandonando las regiones sombrías y tempestuosas del Septentrión, perdían la idea del culto paterno, inherente al clima que habitaban; el cielo despejado no les mostraba ya en las nubes las almas de los héroes que habían muerto, no atravesaban a la pálida luz de la luna, los desiertos, los valles solitarios, y no percibían a su espalda los pasos ligeros de los fantasmas, las sombras irritadas no se apoderaban al pasar de la copa de los sauces, el meteoro luminoso no se detenía ya en la orilla del azulado torrente, la niebla de la tarde no encubría ya las torres, ni el viento de la noche silbaba en las salas abandonadas por los guerreros, ni el vendaval del desierto agitaba la marchita yerba, ni suspiraba alrededor de las cuatro piedras musgosas; la religión de estos pueblos habíase desvanecido con las tempestades, las nubes y los vapores del Norte{11}.
El Godo, el Franco, el Vándalo sorprendieron al Romano embelesado con las delicias de la vida, embriagado de placer, y risueño por el dulce recuerdo de lo pasado. ¡Triste y único patrimonio que nos lega el tiempo! Así es que la soberanía imperial se escapa como una ilusión, y el látigo y la framea del salvaje reemplazan a las fasces del Pretor y a la espada del Legionario, el imperio romano desapareció por sus propios excesos.
De aquellos pueblos, mientras los Godos al mando de Alarico saqueaban la capital del antiguo mundo, vinieron a España después de haber devastado las Galias, los Suevos, los Vándalos y los Alanos.
Los Alanos, pueblos de raza escítica, habían habitado al principio entre el Ponto Euxino y el mar Caspio; luego extendieron sus conquistas desde el Volga hasta el Tanais, y penetraron por un lado hasta la Siberia, y por otro hasta la Persia y la India. Invadido su país por los Hunos, procedentes de las fronteras de la China, una parte de ellos se refugió a las montañas del Cáucaso, donde conservó su independencia y su nombre; otra parte avanzó hasta el Báltico, donde se asoció a las tribus septentrionales de Alemania con los Suevos, los Vándalos y los Borgoñeses contra los Godos.
Los Vándalos, que se cree pertenecen a las razas puramente germánicas, habían habitado todo lo largo de la costa septentrional, desde la embocadura del Vístula hasta el Elba. Habían hecho ya algunas invasiones en el imperio y también habían peleado contra los Godos. Los Suevos habitaron cien cantones del interior de la Germania desde el Oder hasta el Danubio. Los Godos, a quienes más nos importa conocer, eran como los Alanos, originarios de Asia, comprendidos bajo el nombre genérico de Sepias o Getas. En sus trasmigraciones habían pasado a la Escandinavia, que Jornandes supuso equivocadamente haber sido el país natal de los Godos. Sin que se haya podido fijar todavía la época cierta de cada emigración antigua de las tribus góticas, hallábanse ya en los primeros siglos de la Era Cristiana, dos pueblos de Godos, el uno en las costas del Báltico, y el otro el Tanais y el Danubio en los confines de Asia y Europa. Raza asiática en las costumbres, como los Alanos y los Hunos; Germánica en la lengua como los Suevos, los Francos y los Sajones, dividíase la nación en dos grandes tribus, y denomináronse por la diferente posición que ocupaban, los unos Ostrogodos o Godos orientales, los otros Visigodos o Godos occidentales (Ost-Goths) y (West-Goths), separados por el Dniéper (Borysthenes){12}.
La conquista de España por los Godos es un gravísimo suceso digno del prolijo estudio que haremos en las páginas de nuestra Revista porque sus leyes son aún nuestras leyes, sus monarcas el tronco de la monarquía que imperó hasta la Revolución de Setiembre de 1868, su religión, la que profesa la mayoría de España y demás pueblos de la raza latina, y en suma todos los principios esenciales de aquella constitución se conservan vivos en la edad moderna, salvos los cambios introducidos como una necesidad en el orden de los tiempos. Mas para determinar con alguna precisión la índole del pueblo conquistador, a falta de documentos explícitos relativos a su carácter, leyes y gobierno, acudiremos a las fuentes más altas de la historia común a todas las naciones germánicas, sin cuyo auxilio nos sería imposible ilustrar el asunto.
Si fijamos nuestra atención en los elementos de civilización de la raza europea, observamos que la raza latina puede ostentar orgullosa los títulos originarios de su conquista, revueltos y confundidos en medio de las ruinas y escombros del imperio romano. En las páginas de la historia de la civilización europea, aparece demostrada la diferencia, la lucha constante, el carácter peculiar y distintivo de esa misma civilización. Tan luego como se dirige una mirada sobre la época primitiva de nuestra historia, se descubre un hecho que nos sorprende por hallarse al parecer en contradicción con lo que acabamos de decir. Respecto de este punto, observa muy acertadamente Mr. Guizot, que si tratamos de investigar las ideas que se han formado el común de los hombres sobre las antigüedades de la Europa moderna, observaremos que los diversos elementos de nuestra civilización, los principios monárquicos, teocráticos, aristocráticos, democráticos, todos pretenden haberles pertenecido originariamente la sociedad europea. Ya revolveremos todo cuanto se ha escrito, examinaremos cuanto se ha dicho sobre ese punto, y veremos que todos los asuntos por medio de los cuales se han querido explicar el origen, las causas primordiales, los primeros pasos de la Europa moderna en la carrera de la civilización, todos sostienen el predominio exclusivo de uno u otro de los elementos. Estudiaremos las diferentes escuelas que se disputan la preeminencia respecto al fundamento de la idea civilizadora, examinaremos las ideas fundamentales en que Mr. Brulainvilliers, que se halla al frente de los publicistas partidarios de la organización feudal, quien pretende con todo ahínco que después de la caída del imperio romano fue la nación conquistadora, convertida en cuerpo de nobleza, la que se apoderó de todos los derechos, la que reunió todos los poderes, y que la organización aristocrática es la forma primitiva, la única verdadera y efectiva de la Europa antigua; veremos también lo que nos dicen los publicistas monárquicos, y si efectivamente los monarcas germanos fueron herederos de todos los derechos de los emperadores de Roma: examinaremos las opiniones de la escuela de los publicistas liberales, consultando al efecto al Abate Mably, y oiremos las razones y títulos que por cima de todas las pretensiones monárquicas, aristocráticas y populares alega la escuela teocrática. Por el momento solo podemos indicar que, en medio de la simultaneidad de tan opuestas pretensiones, descúbrense dos hechos de la más alta consideración; el primero es el principio, la idea de la legitimidad política, idea que ha representado un papel importante en la carrera de la civilización europea; el segundo es el carácter peculiar y verdadero del estado de la Europa bárbara, de esa época que nos ocupa en estos instantes.
No teman nuestros lectores que, al aparecer hoy en el estadio de la prensa, alentados por el propósito firmísimo de defender los fueros de la raza latina, vayamos a permitir que se deslicen de nuestra pluma los gemidos comúnmente destinados a deplorar la caída de la grandeza latina. Defensores de la raza latina en todas sus manifestaciones, nos reservamos sostener todas sus conquistas y derechos al preeminente lugar que le corresponde hoy en la civilización moderna, pero sin faltar a la verdad histórica. La historia en la catástrofe de la caída del imperio romano ofrece una lección severa, lo mismo a los pueblos de origen germano que de origen latino; aquel acontecimiento es la agonía en que languidece por espacio de diez siglos el imperio de Oriente, y nos da la clave de lo que hubiera acontecido al imperio de Occidente a haber seguido subsistiendo.
Tampoco atribuimos únicamente a los ataques de los Bárbaros su caída. Después de haber comenzado desde el tiempo de César y de Augusto, le amenazaron durante cinco siglos sin encentarlo en tanto que las causas interiores no hicieron inevitable una catástrofe, de que la invasión bárbara fue ocasión solamente. Roma pereció por sus propios excesos. ¡Qué cúmulo de consideraciones no ofrece su caída! ¡Qué recuerdo, qué lección tan profunda no envuelve para todos los pueblos de la moderna Europa, y muy particularmente para los de origen latino la caída del imperio romano! ¡Ojalá que las profundas lecciones de la historia no pasen desapercibidas en estos solemnes momentos en que los descendientes de los antiguos germanos pretenden una nueva invasión en los estados de la raza latina, entrando, si es necesario, por la Alsacia y la Lorena, arrancadas a Francia, y que bien pudiéramos considerar como las modernas Termópilas!
¿Qué vemos en Roma durante los últimos tiempos? Un Fausto afeminado sobre el trono; usurpadores disputándose de continuo las provincias sin saber proveer a su defensa; los negocios públicos en manos de esclavos, de extranjeros, de favoritos y de eunucos: cortesanos, ocupándose únicamente de intrigas; obispos en pugna, y autores de cismas; generales Bárbaros a la cabeza de ejércitos compuestos de Bárbaros; magistrados buscando solícitos como en un refugio algunos vestigios de poder y de riqueza; una plebe ignorante, sin costumbres, de todo punto inhábil en el ejercicio de las armas, que agobiada por el infortunio, no es ya exigente, y aguarda siempre del porvenir lo que no le es dado proporcionarla, que derroca en un arrebato de odio, frecuentemente injusto, a aquellos a quienes ha encumbrado al trono en un instante de entusiasmo inconsiderado é indiscreto; una plebe, en fin, caída en aquella postración de alma, que nace de la servidumbre y de la persistencia de los males, que contempla impasible la organización para sustraerse a los padecimientos que la asedian por todas partes, mira con júbilo los peligros transitorios de la guerra{13}.
Tal era el estado moral de la nación que tuvo frente a frente a los Bárbaros, muchedumbre inmensa, dotada de singular denuedo, animada exclusivamente del espíritu belicoso, rica de virtudes domésticas mezcladas con los indispensables vicios engendrados por la fuerza. Si consultamos el paralelo que César Cantú y otros historiadores hacen entre el Romano y el Bárbaro, no nos admirará el contraste que se advierte entre caudillos en la flor de sus años, elegidos únicamente por el mérito de sus personas, y Augustos inactivos y holgazanes; entre las asambleas celebradas a cielo raso, y las tenebrosas intrigas de los consejos romanos; entre ejércitos compuestos de soldados desnudos, intrépidos, y tropas venales que abandonaban las fatigas y tenían horror a los peligros. Recuerden hoy España, Francia, Portugal, Italia y Bélgica, recuerden sus gobiernos las verdaderas causas que produjeron la caída del imperio romano, no olviden para el porvenir que se vislumbra, dada la actual política de Alemania, cuál era el anhelo de adquirir una patria que aguijaba a los Germanos, así como en los últimos tiempos los Romanos se cuidaban ya muy poco de esforzarse en defensa de la suya. Para infundirles aliento tenían los unos las promesas de una religión sanguinaria que recompensaba la cruel matanza con una eternidad de delicias; dividíanse los otros entre un culto anticuado y voluptuoso que perecía por instantes, y una fe nueva, cuyo reino no era de este mundo y que enseñaba a presentar una mejilla después de haber recibido una bofetada en la otra. Vivían los Germanos bajo una vigorosa organización de tribus, habiendo perdido los Romanos el patriotismo, ya no poseían ningún manantial de energía. Sencillo y rápido era el gobierno de los primeros, el de los otros se hallaba depositado en manos de los agentes del fisco y de los legistas, que semejantes a los vampiros solo tenían fuerza para chupar la sangre del pueblo. Entre los Bárbaros, las mujeres excitaban la bravura y empujaban a belicosas proezas; en las naciones cultas segregaban ellas de los negocios públicos a los hombres; a veces hasta hacían traición a su país, como aconteció con la mujer de Estilicón que llamó en su ayuda a Alarico, con Honoria que quiso entregarse a Atila y con Eudoxia que trajo a Roma a Genterico.
De las ruinas y escombros del imperio Romano debía nacer la Europa moderna, y cuando se medita sobre su grandeza, se siente el pensamiento arrebatado a lo infinito, que es el secreto de las grandes y profundas melancolías.
Al apartarnos de Roma, séanos lícito saludarla respetuosamente y tributar a la ciudad eterna un recuerdo cariñoso, porque desde la infancia nos hemos educado. Nos dan a estudiar su literatura majestuosa llena de grandezas, e historiadores que, idólatras de tantos prodigios sin tener en cuenta lo que es o no justo, exageran las virtudes y justifican los desafueros, emiten ideas falsas e inhumanas sobre la libertad, la gloria y el derecho de conquista, se nos induce, acto continuo, a meditar sobre aquella legislación que causa todavía asombro después de tantos adelantos en la ciencia del derecho y de la jurisprudencia, estamos rodeados de admirables vestigios de aquella civilización todos, especialmente los pueblos de la raza latina, quienes consideramos como una gloria nacional la magnificencia y los triunfos de aquellos que tienen costumbre de llamarnos antepasados.
No es, pues, extraño que nos cueste trabajo desprendernos de juicios aceptados sin discusión y convertidos en sentimientos, apartarnos de aquellas ilusiones; y sustituir a bellas frases los hechos en toda su desnudez, al brillo la justicia, a la gloria la humanidad.
Nosotros, hijos de la raza latina, llenos de fe y de esperanza en los progresos que hace el género humano aprendiendo y mejorándose siempre, tenemos el sagrado deber de propagar y reconocer públicamente la inmensa parte que cupo a Roma en los progresos realizados por nuestra especie. Al hacinamiento de los concejos sustituyó la idea de nación, a las dinastías de reyes la de un pueblo, rey; derribó mil barreras que aislaban las poblaciones; aproximó civilizaciones muy diferentes, a fin de que la una se aprovechara de la otra; preparó el tiempo en que debía sucederla una dinastía de naciones, reinando no ya por la fuerza sino por la inteligencia.
No estaba predicha por las Sibilas, la necesidad de este cambio, ni lo columbraban los filósofos ni los hombres de Estado; lejos de eso se irritaban contra los cristianos que la predicaban, y Roma moría persuadida de su inmortalidad; moría por la fuerza, ella que por la fuerza había vivido.
Moría, sí bien dejando al porvenir un legado inmenso. En todas las comarcas de Europa, a donde había podido llegar, quedaron convertidas en focos de civilización las ciudades que había fundado. Estas fijaron primeramente en el terreno la oleada de los Bárbaros: más tarde se hallaron con los obispos y los comunes en aptitud de resistir a la feudal tiranía. ¡Véase de cuán distinto modo acaecieron las cosas en Polonia y en Escocia, donde no hubo ciudades romanas! Su literatura quedó como objeto de estudio al lado de la literatura nacional y sirvió para formar la educación de los nuevos pueblos europeos; todos ellos experimentaron su influjo, y muy especialmente aquellos que quisieron reconocerlo menos. El Homero de la Edad Media se hizo guiar por Virgilio en su maravilloso viaje. Su idioma sobrevivió y sobrevivirá; sus leyes subsistirán siempre.
Roma encontró al mundo dividido en municipios sin unidad ninguna; sofocó su individualidad agregándoselos a ella; pero los organizó por medio de la administración. Cuando vino a disolverse, continuaron viviendo aquellas instituciones, aunque reducidas a la simple administración ciertamente; pero mezcladas más tarde a los elementos septentrionales y modificadas por las inmunidades eclesiásticas, produjeron los concejos de la Edad Media y la época más gloriosa de Italia. Hasta la misma Roma conservó como herencia la idea de un poder central, poniéndolo todo en movimiento; se perpetuó parte en la administración que no tuvo mudanza, parte en los recuerdos. Aspiraron a imitarla los pueblos admiradores suyos, sin poderla igualar nunca; por ella renació en tiempo de Carlomagno un imperio cristiano, y a ella fue debido que los legistas del estado llano pudieran oponer la fuerza de un poder supremo a las usurpaciones sin freno de las jurisdicciones feudales.
Viene la larga lucha del mundo oriental, el mundo cristiano y el mundo septentrional, el cristianismo, el helenismo, la filosofía, la barbarie. Pero herido en el corazón el helenismo, se esfuerza vanamente para regenerarse, admitiendo lo mejor que encuentra en su adversario; tronco carcomido que no refrigera el rocío del cielo y que semejante al upas derramaba una mortífera sombra sobre todo sentimiento de amor y generosidad, no podía recibir el injerto del olivo, destinado a vivificar el mundo.
Ya el imperio de Occidente ha sido invadido por los Bárbaros y el arrianismo: la Italia en poder de los Herulos Arrianos; la España en el de los Suevos y Visigodos Arrianos; la Galia, ocupada en parte por los mismos Visigodos y los Borgoñoses, también arrianos, y, por último, las fértiles provincias del África en el de los devastadores Vándalos. El Imperio estaba desmembrado; tocaba a su fin la civilización romana, y las nuevas naciones establecidas sobre sus ruinas habían abandonado el solo principio que podía salvar el mundo. Después, cuando el polvo que se levantaba de los pies de tantos ejércitos y de las ruinas de tantos monumentos, cayó; cuando se desvanecieron los torbellinos de humo que despedían tantas ciudades abrasadas; cuando apagó la muerte los gemidos de tantas víctimas; cuando el estruendo de la caída del coloso romano cesó, entonces se descubrió una cruz, y al pie de ella un mundo nuevo. Algunos sacerdotes con el Evangelio en la mano, sentados sobre ruinas, resucitaron la sociedad en medio de las tumbas, así como Jesucristo volvió la vida a los hijos de aquellos que habían dado fe a sus palabras.
En los primeros siglos, después de la destrucción del Imperio, los Bárbaros estaban agitados de la fiebre de establecimientos y conquistas. Europa no tenía una existencia sólida, los conquistadores un asiento seguro, ni los vencidos se resignaban todavía, sin murmurar, a su dura esclavitud.
Los Visigodos, los Hunos, los Vándalos, los Herulos, los Ostrogodos, unos después de otros se apoderaron de la Italia, que a su vez fue reconquistada por Belisario Narsé, hasta que este llamó a su seno a los Lombardos que la conquistaron toda, dejando a los Emperadores de Oriente Rávena, Roma y algunos puertos de mar.
Reunidas estas ciudades, compusieron el Exarcado a últimos del siglo VI; a principios del VII esta sed de conquistas pasó de Europa al Oriente, en donde la espada de Mahoma lo sujetaba todo a su poder. A principios del VIII principia una nueva era, porque los Pontífices son reconocidos como soberanos de Italia, y la corona imperial brilla en las sienes augustas de Carlomagno, es decir, que apenas se constituye la sociedad cuando la inteligencia sube al trono en medio de las aclamaciones de dos pueblos.
Carlomagno es el coloso de la Edad Medía; jamás existió hombre ninguno tan completamente grande como él; apareció en el mundo y sobre el trono, cuando el trono era un nombre y cuando el mundo era un caos. Él convirtió aquel nombre en un poder, y abarcando al mundo con su vasta inteligencia, arrojó en su seno el germen de la reorganización social. El Cristianismo para imprimir en las sociedades el sello de su acción civilizadora, necesitaba de una espada; Carlomagno para constituir una sociedad necesitaba de una idea. Cuando el genio del Cristianismo y el genio de Carlomagno se avistaron en el Capitolio, Carlomagno se encontró en posesión de su idea y el Cristianismo en posesión de su espada.
VIII
Parecía que Carlomagno había fijado un término a la vida errante de los europeos apegados desde entonces al territorio y acumulados en la unidad de un vasto imperio, fundado con tanta habilidad y esmero. Sin embargo, ocasión tendremos de demostrar en las páginas de nuestra Revista La Raza Latina, cómo se desmoronó su obra y no se modificó el edificio por una fuerza exterior; porque si se precipitan sobre el imperio los Eslavos, los Húngaros, los Sarracenos, son atajados en todas partes; se repele a los Normandos y se establecen en un rincón de la Francia; su actividad inquieta cesa allí de ser amenazadora para amoldarse a la vida social.
No se puede decir que lo minarán disensiones intestinas, porque nunca fueron tan encarnizadas como las de los Merovingios. El uso de repartir los estados entre los herederos, contribuyó sin duda a su ruina; pero era inherente al sistema germánico, porque no se descubre vestigio de este entre las naciones góticas, cuyas costumbres se habían modificado en sus largas emigraciones; y algunos de los sucesores de Carlos fueron príncipes valientes y dignos de ocupar el trono. De consiguiente, la caída del imperio debe atribuirse más bien a que Carlomagno había extendido demasiado sus conquistas, para formar con naciones de origen y de civilización diferentes, una unidad violenta, que nunca puede redundar en provecho de los pueblos, amontonados y no mezclados. En efecto, apenas la Germania fue convertida y constituida en un solo cuerpo, halló que era superior a las demás partes del imperio, y no pudo permanecer sumisa a un rey lejano. Emancipada Italia de los Bárbaros, conoció que era una nación, y aspiró a serlo realmente, aunque su poder no correspondió a su voluntad. Francia estaba cansada de obedecer a una familia que nunca olvidó su origen alemán. Las guerras y el desmembramiento del imperio resultan, pues, de la necesidad que experimentan los pueblos de recuperar su nacionalidad.
Sin embargo, se desarrollaron las semillas echadas por Carlomagno en un sentido diferente del que había previsto. Quiso la unidad imperial, y esta se rompe; quiso la armonía de los poderes espirituales y temporales y están en lucha; por último, otorgó por privilegio inmunidades a ciertos beneficiados legos y eclesiásticos, y se hacen generales. De modo que el reinado de Carlomagno constituye una transición entre la barbarie y el feudalismo. Aspiró a reprimir la tendencia aristocrática, a reconstruir en Europa un gran poder tan vigoroso como era preciso para moderar todas las ambiciones y sujetarlas a una dominación común: sin duda lo hubiera conseguido, si no hubiera pretendido reunir pueblos diferentes en origen, intereses e idioma. Pero no vio más que eclesiásticos o soldados, y de aquí resultó que se consolidó el poder de los primeros, y que la trasmisión de los feudos, de que eran poseedores los otros, produjo el feudalismo{14}.
En medio de tal fermentación, ¿era posible evitar los disturbios, la inmoralidad, las usurpaciones y los actos vergonzosos? Pero cuando después del año 1000 la revolución es consumada, se ve al fin aparecer triunfantes los obstáculos, a los efectos de las causas lejanas. Esta soberanía del mundo, ejercida por Carlos, y que debía, no al mérito de sus abuelos, sino a sus propias hazañas, no podía trasmitirse hereditariamente. Tan pronto como desapareció, una rápida corrupción quitó a la Francia su supremacía entre las demás naciones.
La Alemania, en la lozanía de una civilización reciente, obedece a reyes que le da la casualidad; elige por soberanos a los más valientes, y alterna la corona entre las diferentes razas Bárbaras, Sajona, Sueca acostumbrándolas a considerarse como hermanas y a constituir la nacionalidad de todos los pueblos alemanes.
Teníamos, pues, en la época que nos ocupa un vasto imperio que reunía en un solo cuerpo distinto veinte naciones distintas, Francos, Vascos, multitud de Visigodos, Bretones, Continentales, Sajones, Turingios, Triones, Bávaros, Rhetios, Alemanes, Borgoñones, Longobardos y Árabes en muchas comarcas. Veinte años después de la muerte de Carlomagno se dividió su imperio en los reinos de Francia, de Germania, de Italia; quince años más tarde se fracciona en siete Estados: Francia, Navarra, Provenza, Borgoña, Lorena, Germania, Italia. Al principio del siglo X Italia es agregada a la Germania, y el reino de Arles se forma de la Provenza, reunida a la Borgoña. Fundiéronse en parte los demás pueblos, o se separaron y tuvieron una historia propia, de manera que Europa se halló dividida en veinte Estados: al Norte la Irlanda, la Inglaterra, la Escocia, la Dinamarca, la Noruega, la Suecia, la Rusia, la Islandia; en el centro la Francia, la Borgoña, la Hungría, la Germania predominante sobre todas las demás, y los pueblos entre el Don y el Danubio; al Mediodía el reino de León, de Castilla, de Navarra, de Córdoba, los Principados musulmanes, la Italia, la Croacia.
Un observador superficial no sabe descubrir en estas divisiones más que el resultado del capricho de los reyes o de la inquieta turbulencia de los pueblos. Pero estos son en realidad los límites naturales; son las razas que se abren camino en medio de estas vicisitudes; así estas distribuciones que parecen producidas por el acaso o por la fuerza, determinan las fronteras de las naciones modernas; podrá la fuerza borrarlas por momentos, pero ellas sobrevivirán a todos los vaivenes, porque son naturales{15}.
Ya piensa cada nación en civilizarse a su manera: cada una adopta idioma diferente, y según se deriva del teutón o del latín, casi señala dos direcciones seguidas por el curso de la civilización, que, a pesar de todo, no tienen más que un punto de partida.
Ocupados en defenderse entre sí y en formar una existencia propia están ya constituidos los pueblos de modo que se hace imposible la renovación de las grandes invasiones. Son un torbellino pasajero las incursiones de algunas hordas; y así como las olas del Océano que baten las costas de la Carolina arrastran enormes troncos de árbol para arrojarlos a las opuestas playas de Groenlandia y de Islandia, del mismo modo las inundaciones de los Bárbaros se llevan consigo algunos gérmenes de civilización europea para fecundarlos en su patria.
Están constituidos los tres reinos de la Escandinavia; los Normandos se han fijado en el corazón de Europa; los Rusos piden ejemplos y maestros al imperio de Oriente; los Eslavos y los Húngaros se establecen en los límites de Europa como para formarla un baluarte contra el Asia, hecho que bastaría a interesar la relación oscura de sus empresas.
El reino anglo-sajón se desmorona en Inglaterra, si bien sobre sus restos se alza otro que brillará entre los más prepotentes y dará el ejemplo de una libertad respetada. Pudieran los Visigodos reconquistar un estado poderoso, si en el momento que el califato de Córdoba sucumbe, no se hallasen divididos entre sí e incapaces de aprovecharse de ocasión propicia.
Al ocuparnos en las páginas de nuestra Revista de la política seguida, veremos que en lo exterior se intenta asegurar las fronteras venciendo y convirtiendo a los Bárbaros; dentro estriba en luchar contra el espíritu de dominación de los feudatarios, de los obispos, de los Papas, de los concejos. En algunos puntos vencen los vasallos y adquieren la independencia: en otros consolidan los reyes la monarquía; sucumbe la dignidad real en Italia, y esta corona pasa a las sienes de los emperadores alemanes. La posición de Italia obligó a los Papas a tomar una parte activa en los movimientos políticos. Llamaron a los extranjeros en su ayuda, como hicieron los demás potentados del país, desde Juan Prócida hasta Luis el Moro, desde los Pisanos hasta los Romañoles, desde el Dante hasta nosotros; y, sin embargo, la experiencia que faltaba a los antiguos habrá instruido a los modernos.
Cuando se ve a Germania grande y organizada en tiempo de Othon asombra que no haya quedado como nación preponderante en Europa, y como centro de orden y civilización. Al revés en Francia, donde la monarquía parecía débil y sin fuerza, se engrandece poco a poco, se consolida a cada revolución, así como Catania se levanta sin cesar sobre lavas vomitadas por el volcán que ha amenazado tragársela setenta veces.
A fin de humillar a los señores que han atraído a sus familias hereditariamente la jurisdicción de los condes, los nuevos reyes elevan a los beneficiados legos y eclesiásticos al mismo tiempo que dispensan latamente las inmunidades. Pero de la elevación de los primeros nace el feudalismo, que fracciona el país en otros tantos señores como existen propiedades, poseyendo todos leyes particulares; una independencia real sujetos solamente a una subordinación nominal. De la elevación de los eclesiásticos a la categoría de señores temporales provienen la simonía, los desórdenes, y por consiguiente, la guerra entre el sacerdocio y el imperio. Los Germanos, para asegurar su tumultuosa independencia exterior, eligen jefes que se convierten en reyes y tiranos; y el feudalismo que fraccionaba la dominación como va fraccionándose actualmente la propiedad, no es más que la lucha que se encuentra siempre y en todas partes entre los hombres que quieren aprovecharse del sudor ajeno y los que quieren vivir de su propio trabajo. El clero extiende los tribunales permanentes; favorece el saber y la discusión de los derechos. Luego el saber y la discusión reducen a una proporción justa su autoridad exorbitante, cuando cesa de estar en armonía con las necesidades de la sociedad.
Pero ¡cuántos padecimientos hubo en la época a que nos venimos refiriendo! A los males de las incursiones, de la guerra civil, de las opresiones en detalle, se juntaron horribles plagas naturales. El hambre asoló la Europa; después vinieron epidemias terribles; fue devastada la España; quedó desierta la Meca, y la Kaaba estuvo cerrada por algún tiempo; el Egipto fue desolado por la carestía; se creía leer en el Evangelio el anuncio exacto de que el mundo iba a acabarse en el año 1000. Guillermo I de Normandía quería encerrarse en el monasterio de Juniegues, y rechazado por el abad, se apoderó allí de un cilicio y de una capucha que conservó siempre. Otros legaban a las iglesias cuanto poseían, a fin de proporcionarse tesoros de misericordia al precio de riquezas que iban a perecer.
Tan amargas circunstancias fueron una ocasión oportuna para que los hombres de bien inculcaran la piedad en las almas para apartar de las venganzas privadas, para recomendar la penitencia, el respeto a las iglesias y el de la inocencia. Pasó aquel año tan temido, y maravillados los cristianos de encontrarse vivos, recobraron la confianza, y por todas partes fueron restauradas las iglesias, se descubrieron preciosas reliquias y se multiplicaron los milagros.
Las iglesias, las reliquias, los milagros, los monjes, los obispos: he aquí todo lo que forma el asunto de las áridas relaciones que nos han trasmitido los historiadores de aquellos tiempos; sin embargo, sería imposible comprenderlos sin ocuparse mucho en estos únicos elementos. La unidad ficticia de la antigua Roma de Carlomagno nada había producido duradero y común para los pueblos avasallados, porque la verdadera unidad no puede proceder de la materia, sino del espíritu. Vémosla, pues, abrirse paso con la supremacía papal, única que enlaza la sociedad, fraccionada en feudos, hace posibles las empresas intentadas de concierto por la Europa entera, unificada, por decirlo así, en sentimientos, y divulga las máximas de libertad y de justicia.
La ley de perfección del Cristianismo influye y pasa de la Iglesia a la sociedad, y se hace oír una sola palabra: la del púlpito. Suprimidla, y verá la Europa lo que fueron los países donde la voz del sacerdote fue reducida al silencio o a un lenguaje oficial. Pero aquí el dolor piadoso, las amenazas proféticas, la remuneración anunciada, son protestas continuas contra la tiranía. Es lo que conserva la ley moral, a pesar de sus violaciones, lo que perpetúa las doctrinas que vendrán a servir de base al derecho público. Las páginas de la historia nos refieren cómo padeciendo y peleando la Iglesia propende sin levantar mano a asimilar lo que le rodea y a conquistar a los conquistadores; cómo solo ella tenía nociones bien determinadas sobre los gobiernos y sobre la moralidad; no consideraba las naciones, sino los hombres, proclamándolos iguales, porque todos son criaturas de Dios; libres, porque todos son servidores de un amo muy superior a todos los señores de la tierra: la Iglesia, si bien no pudo extirpar las guerras inhumanas de entre los cristianos, vio al menos a pueblos feroces y sin freno someter algunas veces sus cuestiones a su pacífico e imparcial fallo. Dio fin a las invasiones adhiriendo a los Bárbaros al terruño donde había elevado el altar y el episcopado. Enseñó a cultivar la tierra, a respetar la vida del hombre, a amar la catedral y el convento, que se convirtieron en patria, en focos de civilización, en modelos de poderes jerárquicos y en instituciones sociales: obra inmensa de la palabra que triunfa de la ignorancia y de la fuerza bruta, resiste a los reyes y hace hermanas a las naciones. No podemos ser de la opinión de los autores que califican aquella edad de hierro como el período más desgraciado de la raza humana, porque, sin perjuicio de reservarnos para en su día demostrar lo contrario de tan injusta afirmativa, los hechos atestiguan que desde Carlomagno, tanto la ciencia como la vida social progresaban. Entonces se verificó la fusión del mundo romano y del mundo germano para formar el mundo cristiano. El antiguo elemento del poder central ha perdido su energía, y no deja subsistir en adelante más que el nombre de emperador; da principio la sociedad moderna. Al mismo tiempo que todo se fracciona con diversas leyes y administraciones, la unidad de las naciones se consolida; gran prueba de que no consiste en la unidad de nombre y de gobierno, sino en la identidad de ideas, de costumbres, de sentimientos del lenguaje, de la cultura intelectual, formando la unidad moral, que no está sujeta a la unidad política, y que es la única que puede producirla y conservarla.
Séanos permitido, en cumplimiento de un deber de método, y en obsequio a la brevedad, reservar para en su día el estudio profundo de la legislación doble o de castas, desde la invasión del elemento germano, costumbres primitivas de los Godos, modificaciones que sufrieron después de su establecimiento en España, influencia de la conversión de Recaredo al Catolicismo, en la legislación, cual fue la política de los reyes Godos, Concilios Toledanos, su carácter y juicio crítico; sanción del Fuero Juzgo, espíritu y tendencias de este código, y qué suerte les cupo después de la invasión de los Árabes; orígenes del derecho en los nuevos estados germánicos; códigos principales de las razas conquistadoras, estudios sobre las leyes Sálica, Ripuaria, leyes de los Borgoñones, Lombardos, Capitulares de los reyes Merovingios y Carlovingios, Fórmulas de Marculfo, en una palabra, de todas las principales disposiciones de las diversas leyes germánicas que rigieron en las monarquías fundadas por los Bárbaros.
La Raza Latina, se ocupará con la mayor extensión de la legislación germana para poder determinar su influencia en el derecho moderno, y apreciar los verdaderos fundamentos y orígenes de los códigos que rigen en los pueblos de nuestra raza latina. Solo nos proponemos hoy bosquejar a grandes rasgos los períodos de lucha en que las razas latina y germana se disputan el imperio de la civilización, y examinando a vuelo de pluma el de la Edad Media, no podrán menos de reconocer nuestros lectores que la humanidad es deudora a la raza latina de grandes e importantes beneficios.
El Feudalismo había cumplido su destino, como también los comunes y ya aparece la aurora del Renacimiento, edad bien diferente de aquella en que la Europa fue sorprendida por los invasores septentrionales. La disolución de la sociedad romana había sido su obra, y por ellos las familias habían sido superiores al Estado. Entre estas familias, las de los vencedores estaban separadas de los vencidos a título de dominadores, formando las más poderosas una confederación imperfecta bajo la cual se escalonaban todas las demás clases, como subordinadas.
En su consecuencia, las leyes políticas, contrajeron algunos caracteres de leyes civiles, y estas adquirieron algunos del orden político en atención a que la soberanía fue una consecuencia inmediata de la posesión de las tierras. No pudo, pues, existir nacionalidad; las relaciones de cada uno permanecieron circunscritas a los límites de la propiedad, y las ciudades, centro de cultura intelectual, perdieron su importancia.
Solo las leyes religiosas, independientes del poder civil y que sobrevivieron a su extinción, se extendieron naturalmente, y ofrecieron un sistema racional, diferentes en esto del Feudalismo, que no se fundaba sino en la conservación de los vencedores con detrimento de los vencidos, y que medía el grado del castigo, no según las circunstancias y la intención, sino según la posición social del delincuente.
Los comunes agrandaron estas familias, haciendo también entrar en ellas el no poseedor y extendiéndolas a toda la ciudad a cuya obra ayudaron los gremios y cuerpos de oficios. De aquí se pasó fácilmente a la idea de un poder público, y primero se redactaron estatutos, después códigos, que se derivan no de un principio filosófico, sino de relaciones sociales.
La legislación canónica favorecía este resultado, realizando la centralización del mundo cristiano. Sustituyéndose los reyes a los feudatarios extendieron la familia hasta hacer que comprendiese a todos los habitantes de los territorios cuyos límites había determinado la naturaleza.
En adelante las naciones se encuentran clasificadas, compuestas, educadas, la individualidad de cada una es completa. Pueblos y gobiernos se apiñan en derredor de un centro común, suprimiendo lo que tenía de muy local y particular en la sociedad. Las antiguas instituciones de la Europa perecen, y cuando después de Carlomagno todo se fraccionaba, en lo sucesivo todo trata de unirse; los reinos son más extensos, las ideas más generales, los intereses más desarrollados, y hay más fuerza y estabilidad en los gobiernos. Las naciones toman un carácter diferente según la diversa forma adoptada por cada pueblo en la época de la grande emigración o de la conquista, forma modificada después por las Cruzadas, por la caballería y los comunes. Los Godos y Muzárabes se establecen en España, y la lucha sostenida durante tantos siglos en sus hogares, no para conquistar sino para defenderse, hace a los Españoles graves y orgullosos. Los elementos anglo-normandos y sajones engendran a la vez chocándose en Inglaterra, el gobierno, la lengua y el carácter que se desarrollan en la guerra caballeresca contra la Francia, y en las sangrientas querellas de las dos Rosas. En Francia la civilización romana, modifica las costumbres germánicas, hasta el punto de hacer considerar a los franceses en oposición a los alemanes. Por el contrario la Germania se descompone en soberanías sin fin, y negándose a toda tentativa en común, disminuyen y hacen descender el poder supremo del primer lugar que ocupaba en la Edad Media, y le hacen servir a las ambiciones de familia, a manejos de intrigantes, a la arrogante ambición de los Barones.
No se resiente el Norte de las Cruzadas, ni de la caballería, lo cual permite que se desarrolle conforme a su originaria naturaleza, a sus relaciones con el Asia y a la cultura intelectual que recibe tanto de Occidente como del Mediodía de Europa. La liga asiática prevalece hasta el punto de anonadar casi los tres poderes escandinavos que aún permanecen, se puede decir, extraños al sistema europeo. Sacudiendo la Rusia el yugo mongol da pruebas de sus fuerzas que manifestó después avasallando tantas naciones, e imprimiendo a tantas otras la civilización.
En Italia, las mil pequeñas repúblicas, tan a propósito para propagar la luz y el movimiento, se reducen poco a poco a un pequeño número que no piensan más que en equilibrarse entre sí, al paso que a sus puertas crece una potencia que amenaza anonadarlas todas.
En Francia el hecho es más notable, y la progresión continúa sin cesar, acerca al rey al poder absoluto que es lo más fácil por la posición de la capital. El último gran ducado se convierte en un nuevo florón de la corona francesa, y asegurada la unidad territorial, lleva tras sí la unidad de la lengua y de jurisdicción, como también la de la administración y de la Iglesia. Muéstrase la nación inglesa, durante las guerras con Francia, valiente en el arte de las armas, pero no tarda en volverlas contra sí misma en la cuestión de las dos Rosas; la aristocracia se sacrifica allí en favor del rey, y el desorden proporciona a Enrique VIII el medio de concentrar en sus manos los elementos propios para constituir bajo la apariencia de antiguas formas un poder sin límites. La misma Iglesia en el momento en que su autoridad universal se debilita, se ve obligada a procurarse un poder temporal, que después de haber sido para ella en su origen una cosa secundaria, se convierte entonces en la parte real de su poder político.
En España preponderó la influencia del elemento latino. Sabido es que bajo la dominación de los Bárbaros, no se hizo bárbara sino por el contrario, los Bárbaros se civilizaron en ella. Demasiado incultos los Godos para continuar la misión de Roma, pero los más aptos de todos los Septentrionales para recibir la cultura, van cediendo al ascendiente de la civilización romano-hispana, y los conquistadores naturales del suelo español acaban por ser moralmente conquistados por los Españoles.
Rige al principio una legislación para los Godos y otra para los Romano-hispanos; pero el convencimiento va haciendo desaparecer esta situación anómala. La fuerza de la unidad material va obligando a la legislación a marchar hacia la unidad política. El más severo de los monarcas Godos, Leovigildo, salta por encima de la prohibición legal y se une en matrimonio con una española. El ejemplo práctico del trono protesta ya contra lo absurdo y lo irrealizable del derecho; y Chindasvinto y Recesvinto acaban de uniformar la legislación para los dos pueblos, y autorizan solemnemente los matrimonios mixtos. Desaparecen las razas, y la nación es ya una ante la ley, en la familia y el foro.
Igual fusión se había obrado ya en el principio religioso. Porque la unidad ante la ley humana hubiera sido demasiado imperfecta sin la unidad ante la ley divina.
Legislación y fe, espíritu legislativo y espíritu religioso fueron las bases de la civilización española durante la dominación germana: después las costumbres fueron relajadas, y la molicie enervó los brazos que hubieran necesitado esgrimir con vigor las armas: los hijos del Dniéper y del Danubio habían perdido la energía y los instintos severos que los habían hecho conquistadores; porque el trono se hallaba desprestigiado por el elemento godo que no pudo resistir la invasión de otro pueblo vigoroso y fuerte, viniendo el Oriente a intimar al Norte que su dominación ha concluido, como antes el Norte había sido llamado a derrocar el imperio del Mediodía. Es la raza semítica que aspira a reemplazar a la raza jafética y a la raza indo-germana. El monarca y la monarquía goda quedan ahogados en las ensangrentadas aguas del Guadalete.
Pereció el grande Imperio Gótico de Occidente bajo los golpes de la cimitarra de Tarik, siglo y medio después de haber muerto el de Italia al filo de la espada de Belisario. Ya no se vuelve a hablar del reino gótico; ya no hay godo-hispanos, ni hispano-romanos: la conquista ha borrado estas distinciones, que una fusión nunca completa había conservado por más de dos siglos.
Árabes y Moros se derraman por todas las comarcas de la Península y la inundan como un río sin cauce. La nación ha desaparecido; ella resucitará. No había sin duda uno entre los Sarracenos que supiera ni la geografía de lo presente, ni la historia de lo pasado. No hubo quien los dijera detrás de las escarpadas rocas ante las cuales os habéis detenido se esconde un pobre rincón; y detrás de esas breñas, dentro de las estrechas gargantas y hondos valles que a vuestros ojos encubren aquellas, se oculta un pequeño pueblo que desafió el poder de Roma cuando era la señora del mundo; mirad que ese pequeño pueblo de montañeses no ha cesado de protestar por cerca de tres siglos contra la dominación de unos extranjeros que vienen, profesan su misma fe, y que protestarán con más energía contra otros extranjeros que vienen a quitarles su patria, a imponerles una nueva fe y una nueva religión. «Dios había querido, dice la Crónica, conservar aquellos pocos fieles para que la antorcha del cristianismo no se apagara de todo punto en España.» Y así fue; en aquella cueva se encerraba una religión, un sacerdocio, un trono, un rey, un pueblo y una monarquía; ¿quién podía creer que el pueblo cobijado en aquella cueva como un niño desvalido, habría un día de abarcar dos mundos como un gigante fabuloso? ¿Ni que aquella monarquía que se albergaba tan humilde con Pelayo se había de levantar tan soberbia con Isabel en Granada?
En efecto, la fe es la que ha alentado a esos pocos españoles a emprender esa generosa cruzada contra los sectarios del Islam, que se inicia en Covadonga. Ella es la que va a enlazar la sociedad destruida con la sociedad que empieza a nacer. Así se enlazan las edades y los principios. La conversión de Constantino a la fe cristiana fue el eslabón que unió la vieja sociedad romana con las nuevas sociedades formadas de las razas septentrionales. La conversión de Recaredo al Catolicismo fue el lazo que había de unir la España gótica con la España independiente. El espíritu religioso será el que la guíe en la lucha tenaz y sangrienta que ha inaugurado. La religión y las leyes fueron las dos herencias que la dominación goda legó a la posteridad, y estos dos legados son los que van a sostener los españoles en esta nueva regeneración social. Tan pronto como tengan donde celebrar asambleas religiosas pedirán que se gobierne su iglesia justa Gothorum antiqua concilia; y tan luego como recobren un principio de patria, clamarán por regirse secundum legem Gothorum.
La historia nos refiere y detalla los hechos heroicos y magníficas bellezas del período titulado la Reconquista; cómo a la voz de Asturias respondió Navarra, y el pendón de la fe que se enarboló en las cumbres de los Pirineos occidentales, no tardó en tremolar en el Pirineo oriental; cómo a los Abderramán, a los Alhakén y a los Hixen opusieron los cristianos los Ramiros, los Ordoños, los Alfonsos; Almudhafar se encontró con Fernán-González, y si los Sarracenos contaron con su Almanzor el Victorioso, no les faltó a los cristianos un Cid Campeador.
Cae el imperio Omniada. Desplómase desde la cumbre del poder, casi sin declinación, casi sin gradación intermedia entre su mayor grandeza y su total ruina. ¿Cómo descendió desde la cúspide al abismo? El prodigio de su engrandecimiento explica el de su caída. Cuando derrocado el Imperio Omniada y conquistada Toledo, parecía no restar a las armas cristianas sino volar de triunfo en triunfo, viene otra irrupción de Bárbaros mahometanos, los africanos Almorávides, numerosos como las arenas del mar que han atravesado. Guiados por las páginas de la historia, recordamos en más de una ocasión los terribles ímpetus de la invasión morisca y por qué causas alejóse por indefinidos tiempos el triunfo de la independencia española y el de la unidad nacional. Como del mismo modo que en los campos de Chalons se había decidido la causa de la civilización latina contra la barbarie, del mismo modo en las Navas de Tolosa se decidió virtualmente la causa del Cristianismo contra el Corán. Desde la terrible derrota de las Navas quedó el imperio Almohade en el mismo desconcierto, en la misma anarquía y flaqueza que había quedado el imperio Omniada desde el revés de Calatañazor. Los cristianos avanzarán siempre y nunca retrocederán.
El clero recobra sus inmunidades con las Partidas, y Roma ve legalmente sancionado en un código de leyes el principio de una supremacía que por muchos siglos no había podido prevalecer en España.
Honra es de esta nación, que en una época en que la Europa gemía bajo el poder absoluto de los reyes, tuviera ella ya un sistema de gobierno con condiciones que hoy mismo agradecerían los pueblos de raza germana; no obstante lo muy avanzados que se creen en la carrera de la civilización. En aquel estado de fermentación social aparecen las Cortes Españolas; allí luchan los cuatro poderes, y desde que entra en ellas el elemento popular, fuerte con la independencia que le dan sus inmunidades, prepondera muchas veces en las asambleas nacionales de Castilla.
El Feudalismo que domina en Europa durante el período de la Edad Media, penetra en Cataluña y Aragón. El origen del primero de estos Estados es la proximidad y contacto con la Francia, feudalmente organizada, los hace partícipes de esa institución de los pueblos germánicos. En León y Castilla hay más señoríos y menos feudos, y a pesar de las behetrías, es la región de Europa en que arraiga menos esta planta septentrional.
Volviendo a la historia, después de indicar ligeramente la vida política de España en estos siglos, llega uno de esos períodos de abatimiento y anarquía que inspira melancólicos presagios sobre la suerte futura de una nación: encontrábase España en los últimos tiempos del reinado de Enrique IV: y cuando más inminente parecía su disolución, España resucita, nace a una nueva vida, se organiza y se eleva a tan grande altura, que deja pequeños a todos los pueblos del mundo. La Providencia permite que una tierna princesa llena de inspiración y talento, de inclinación o cálculo político, sea el genio salvador de una nación que durante el espacio de más de siete siglos de lucha y de esfuerzos heroicos por conquistar su independencia y defender su fe no sucumba. Aquella tierna princesa, aquel genio, es Isabel, que unida a Fernando, el infante de Aragón, con su concordia conyugal trae la concordia política, y su comercio produce la unión de monarquías, y aunque todavía sean Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, el que les suceda no será ya rey de Aragón ni rey de Castilla, sino rey de España. Asociados en la gobernación del Estado, sus firmas van entrelazadas como van unidas sus voluntades y el Tanto monta, es la empresa de sus banderas. Son dos planetas que iluminan aun el horizonte español, pero el mayor brillo del uno modera, sin eclipsarle, la luz del otro. El rey es grande, la reina eminente; tendrá España príncipes que igualen o excedan a Fernando; vendrá su nieto rodeado de gloria y asombrando al mundo; pasarán generaciones dinastías y siglos antes que aparezca otra Isabel.
Todo renace bajo el influjo tutelar de los Reyes Católicos; letras, artes comercio, virtud, religiosidad, gobierno; es el siglo de oro de España.
Fieles a la verdad histórica, no podemos menos de señalar la nube negra que aparece en el horizonte y que sombrea tan halagüeño cuadro. En el reinado de la piedad se levanta un tribunal de sangre. ¡Triste condición humana! Se establece la Inquisición y comienzan los horribles autos de fe. Apresurémonos a hacer la Inquisición obra del siglo, producto de las ideas que había dejado de ochocientos años.
Es imposible armonizar los sentimientos piadosos de la magnánima Isabel con las monstruosidades de Torquemada. Pero… apartemos la vista de tan sombrío cuadro y fijémosla en la pintoresca y magnífica vega de Granada; allí se despliegan los pendones, retumba el estampido del cañón, se levanta el campamento, y todo anuncia que ha llegado la última hora del pueblo infiel. Boabdil, último rey moro, el 2 de Enero de 1492 entrega las llaves de la Alhambra al victorioso Fernando, con arreglo a la capitulación; Pegó a su desenlace la Iliada de ocho siglos. Aun esperaba otra mayor{16}.
IX
Dios está oculto aun en las cosas más insignificantes de la humanidad y aparece en su conjunto. Ningún hombre sensato ha negado jamás que los grandes acontecimientos que componen la vida histórica de la humanidad están ligados y coordinados secretamente por un hilo invisible suspendido en la poderosa mano del ordenador de los mundos para hacerlos concurrir a un designio y a un plan. «¿Cómo el que ha dado luz a los ojos podría ser ciego? ¿Cómo el que ha dado pensamiento a la criatura podría carecer de pensamiento?{17}.» El agente oculto, pero divino, de la Providencia, cuando se digna servirse de los hombres para preparar o para cumplir una parte de sus planes, es la inspiración. La inspiración es verdaderamente un misterio humano y he aquí por qué se le da un nombre misterioso también, y por qué no se define bien en ninguna lengua, genio. La Providencia crea un hombre de genio, y a este genio envía una inspiración; la inspiración es al genio lo que el imán al acero; le atrae independientemente de toda conciencia y de toda voluntad hacia cierta cosa fatal y desconocida como el polo: el genio sigue esta inspiración que le seduce, y encuentra un mundo moral o un mundo físico. He aquí a Cristóbal Colón y al descubrimiento de América.
Colón, en su pensamiento aspiraba nada menos que a completar el globo. La necesidad de la unidad geográfica terrestre fue la que inspiró su trabajo, porque esta necesidad era igualmente una inspiración en su época. Existen ideas que flotan en los aires como miasmas intelectuales que millares de hombres parece que las respiran a un mismo tiempo. La tendencia a la unidad del globo en ciertas épocas es uno de los hechos providenciales más visibles.
La historia nos enseña la manera de hallarse preparado el espíritu del siglo XV por cierta extraña manifestación humana o divina, cuando nació Cristóbal Colón. Se esperaba alguna cosa, el espíritu humano tiene sus presentimientos… Son las vagas profecías de las realidades que se aproximan{18}.
Atónito quedó el mundo cuando supo que Colón, desde un puertecito de España, tuvo la audacia de lanzarse en una miserable flotilla a desconocidos mares en busca de continentes desconocidos también; que aquel visionario despreciado de las coronas, convertido ya en cosmógrafo universal é insigne, había regresado a España y ofrecido a los pies de Isabel I de Castilla, su augusta protectora, testimonios irrecusables de un Nuevo Mundo descubierto. Ya no quedó duda de que el Nuevo Mundo existía, la fama de Colón y el nombre de Isabel I volaron por el mundo antiguo que admiró y envidió la gloria de España a quien aquel mundo pertenecía, y admiró y envidió la gloria de Isabel a quien se debía la realización del maravilloso proyecto{19}.
Para apreciar la influencia que la raza latina, representada por España en el glorioso reinado de los Reyes Católicos, ejerció en la civilización universal, creemos son títulos poderosos para determinarla, apreciar debidamente el engrandecimiento del mundo, la extensión del comercio y la marina por la inmensidad de un Océano sin ribera, la revolución causada en la hacienda, en la propiedad, en las manufacturas, en el espíritu mercantil de las naciones.
El reinado de los Reyes Católicos, todo español y el más glorioso que ha tenido España, es la transición de la Edad Media que se disuelve a la Edad moderna que se inaugura{20}.
(Se continuará)
Madrid, 15 de febrero de 1874
X
El viajero de la Edad media parecía caminar por un interminable desierto, cuyo suelo movedizo se hundía a sus pisadas o retrocedía bajo sus pies. Y, sin embargo, este caminante iba haciendo insensiblemente sus jornadas. Covadonga, Calatañazor, Toledo, Zaragoza, las Navas, Valencia, Sevilla, Granada, son otras tantas columnas miliarias que señalan el itinerario de la Edad media española en su marcha simultánea hacia la unidad geográfica y hacia la unidad religiosa. Los Reyes Católicos, a quienes se debió una transformación general, no fundaron, sin embargo, una sociedad nueva; la Edad moderna tenía que ser una modificación de la Edad media, como la Edad media lo fue de la antigua: los tiempos se encadenan: el presente, hijo del pasado, engendra lo futuro, y los períodos de desarrollo de la vida social de los pueblos vienen a su tiempo como los de la vida de los individuos, y unos y otros padecen en los momentos de la crisis.
Una inmensa porción de la gran familia humana vivía separada de otra gran porción del género humano. Pues bien, el siglo XV fue el destinado por Dios, utilizando la raza latina española, para dar esta unidad a hombres que vivían en apartados hemisferios del globo, no imaginándose unos y otros que hubiera más mundo que el que cada porción habitaba espontáneamente. ¿Por qué estuvieron en esta ignorancia (interrogan varios publicistas) y en esta incomunicación tantos y tantos siglos? Misterio es este que se esconde a los humanos entendimientos; y no es extraño, porque menos difícil parecía averiguar cómo, teniendo todos los hombres un mismo origen, se hubieran segregado, y en qué época y de qué manera, las razas pobladoras de los dos mundos; y sin embargo, a pesar de tantas y tan exquisitas investigaciones geológicas, históricas y filosóficas, aun no se ha logrado sacar este punto de la esfera de las verdades desconocidas, aun no se cuenta en el número de los hechos incuestionables.
La raza latina, representada por España en tiempo de los Reyes Católicos, ejerció un influjo inconmensurable en la civilización: completó el universo, acabó la unidad física del globo: la América no lleva el nombre de Colón; pero el género humano, reunido por él, lo llevará a todo el globo. Carlos V sostuvo sobre sus hombros el peso de dos mundos, temblando ante su presencia los reyes; y al sepultarse en la humilde celda de un monasterio, le sucede en el gobierno del mundo Felipe II, que, incansable en el manejo de la pluma, aspiró a regir la Europa desde su rincón del monasterio del Escorial, de esa colosal maravilla que se levanta majestuosa y severa al pie de una cadena de cenicientas montañas que parece hundirse como los despojos de un mundo calcinado.
Recorriendo los grandes países de Europa, vemos a Francia continuar con encarnizamiento la grande guerra contra los ingleses, en que se trataba nada menos que de la independencia del territorio y del nombre francés contra la dominación extranjera.
Francia, nuestra hermana, se batió con la inspiración que infunde el patriotismo; Francia, la guerrera, empuñó el acero para no dejarse subyugar por una raza sajona, y, con el denuedo que la hemos visto pelear en 1870 para no supeditarse a la raza germana, luchó con heroísmo y entusiasmo. Bastaría por sí sola, si no tuviésemos otros documentos, la historia de Juana de Arco para probar el carácter verdaderamente popular de aquel acontecimiento. Juana de Arco salió del pueblo, y los sentimientos y las creencias del pueblo fueron los que le inspiraron. Cuando el heroísmo debe rayar en lo maravilloso, el milagro debe esperarse de una mujer. Todas las naciones tienen en sus anales algunos de estos milagros de patriotismo. Cuando ha llegado a perderse la esperanza en una causa nacional, no hay que desesperar del todo si aún queda un poco de resistencia en el corazón de una mujer, ora se llame ésta Judit, Clelia, Juana de Arco, La Cava, Victoria, Colonna, o Carlota Corday.
Juana de Arco salió del pueblo, y los sentimientos y las creencias del pueblo fueron los que la inspiraron, las pasiones del pueblo las únicas que la sostuvieron. Ningún acontecimiento hace resaltar tanto el carácter popular de aquella guerra, y ninguno como él demuestra el sentimiento general que lanzaba a ella el país entero.
De esta manera empezó a formarse la nacionalidad francesa. El Feudalismo había prevalecido en Francia hasta el reinado de los Valois, y nada había hasta entonces que pudiera llamarse con rigor nación francesa, nada que mereciese el título de espíritu de patriotismo francés; todo esto empezó a desarrollarse con el advenimiento de aquella casa al trono; en el curso de sus guerras, y al través de la suerte siempre varia de su destino, se vieron los nobles, los ciudadanos y los campesinos reunidos alrededor de una misma bandera.
Al mismo tiempo que se fue formando moralmente la Francia; al mismo tiempo que se creaba y desenvolvía el espíritu nacional, verificose también otro aumento y otro engrandecimiento material. En aquel tiempo tuvieron lugar la mayor parte de las incorporaciones que tanto ensancharon los límites de la Francia. En el reinado de Carlos VII, después de la expulsión de los ingleses, quedaron definitivamente francesas casi todas las provincias que ellos habían ocupado, y mientras estuvo en el trono Luis XI se reunieron aún a sus dominios otras diez.
Jamás se había visto tan desprovista de unidad y de fuerza como en el reinado de Carlos VI, y una buena parte del de Carlos VII. Mas después todo cambia de aspecto y no se ve ya más que un poder que se afirma, se engrandece y organiza. Se extendió y organizó la administración de justicia; se multiplicaron los parlamentos, y el de París adquirió la mayor importancia. La fuerza militar, los impuestos, los tribunales de justicia, es decir, cuanto constituye la esencia de todo gobierno dieron al de Francia en aquella época un carácter tal de unidad, le formaron con tal regularidad y consistencia, que desde entonces pudo declarar la guerra y desterrar del territorio todos los poderes feudales, es decir, todos los verdaderos elementos de origen germano.
A mediados del siglo XV la casa de Austria volvió a sentarse en el trono imperial, y con su advenimiento adquiere el poder una consistencia que jamás había tenido. La elección será siempre una ceremonia destinada a consagrar la sucesión, que a fines de aquel siglo logró Maximiliano vincular en la familia imperial de Alemania junto con el ejercicio regular de la autoridad central. Carlos VII fue el primero que para mantener el orden creó en Francia una milicia permanente; y Maximiliano fue igualmente el primero que en sus estados hereditarios consiguió el mismo objeto valiéndose de iguales medios. A aquél le debe la Francia el establecimiento de los correos, y a este debe el mismo beneficio la Alemania. Se ve que en todas partes contribuyen a la mayor solidez del poder central los mismos progresos de la civilización.
En Italia aún no existe la Monarquía con su propio nombre, aunque los resultados son los mismos. En el siglo XV mueren todas las repúblicas; algunas conservan aún el nombre de tales, mas el poder se concentra en manos de una o algunas familias; en una palabra, el régimen monárquico nace también allí.
Por la parte del Norte absorbe casi todas las repúblicas lombardas; en la Francia dominan exclusivamente los Médicis, y Génova queda en 1464 sujeta al Milanés. No tardarán mucho en declararse contra el Norte y el Mediodía, contra el Milanés y contra el reino de Nápoles las ambiciosas pretensiones de algunos soberanos extranjeros.
En todas partes vemos desmoronarse las antiguas instituciones sociales: entonces se formaron combinaciones y alianzas, ya para mantener la paz, ya para hacer la guerra, y de tales combinaciones emanaron la diplomacia y más tarde el sistema de equilibrio europeo. Grande es el esplendor y actividad de aquel siglo, grandor que no se presenta aún en toda su extensión, actividad cuyas resultas todas no han podido aún comprender los hombres. Ruge la tormenta, revoluciones terribles van a estallar… pero antes completemos a grandes rasgos el cuadro de ideas que nos ofrece el período que recorremos.
Colón escribió a Isabel; el mundo conocido es muy pequeño y parece que en todas partes se ha declarado otro tanto con respecto al mundo moral. Nunca en ningún otro período la esfera de las ideas relativas al mundo exterior se había extendido tanto, ni el hombre había experimentado tan vivo deseo de estudiar a la Naturaleza; nunca se había puesto en circulación tan grande abundancia y tal variedad de ideas nuevas como en tiempos de Colón y García, Duval y Rafael, Lutero y Galileo; en el intervalo de algunos otros, Copérnico, Galileo y Kepler asignan leyes al sistema del universo; Rubio y Harvey revelan las de la vida en la circulación de la sangre; Vietto y Harrioff perfeccionan el lenguaje del análisis matemático; Cesalpino y Gessner clasifican las conquistas hechas por la Naturaleza; Galileo y Stevino determinan el equilibrio de los cuerpos y el poder de la mecánica; el mismo Galileo con ayuda de instrumentos, y Napier con los logaritmos, permiten al hombre medir infaliblemente las órbitas de los astros: Marcilio Ficino, Miguel Ángel, Vesalio en Italia, como en otro tiempo en Grecia Platón, Aristóteles y Fidias, se dedican a descubrir la naturaleza del hombre bajo un triple aspecto intelectual, artístico y material.
Todas las facultades humanas representadas por insignes personajes. La tenaz voluntad de uno hace surgir de las olas un nuevo mundo; otro conmueve las creencias de quince siglos; aquél sacude la inmovilidad del globo; éste coordina su marcha con la de las demás esferas; un tercero arranca la ciencia al yugo de la autoridad y mina los ídolos reverenciados de los escolásticos.
El arte de la guerra se completa con los ejércitos permanentes, las fortificaciones y la artillería, formándose además una literatura militar. Con objeto de que los derechos de la imaginación no sucumban ante la fría razón, se ve crecer al Ariosto, a Cervantes y a Shakspeare, y casi al mismo tiempo florecen siete artistas cuyos iguales no han nacido aún; Leonardo de Vinci, Miguel Ángel, Rafael, Fray Bartolomeo, Correggio, el Ticiano, y Andrés del Sarto.
«En ninguna época se ha visto a tantos grandes príncipes dirigir a la vez los Estados: Carlos V, León X, Francisco I, Enrique VIII, Andrés Gritti, Andrés Doria, Solimán, Sigismundo I en Polonia, Gustavo Waca en Suecia, Basilio Jvanowicht, fundador de la grandeza rusa; Schah-Ismael, que estableció en Persia el gobierno de los Sofis; Schah-Akbar, el más grande en la India.
»¡Cuántos rasgos sorprendentes en aquellas fisonomías! Una vez conocidos, no diremos sólo de los reyes, sino de Miguel Ángel, Cellini, el Aretino, Savonarola, San Carlos, Fray Paolo, el Duque de Valentinois, el Medeghino, Strozzi, Catalina de Médicis, no se borran de la memoria ni se confunden con personas de otros siglos y otros países.»{21}
A la vista de esta magnífica ojeada exclamará el lector: ¿no es este el más feliz de los siglos?
Pero si considera el cuadro bajo otro punto de vista, se presentarán a su mirada guerras cuya atrocidad apenas ha sido igualada; guerras a las que se une a la sed brutal de sangre el arte de dañar sabiamente, y a las que se siguen espantosas matanzas. La licencia se ostenta descaradamente en el palacio de los Príncipes, de los Prelados, y hasta en los campos donde vivaquean las bandas del Duque de Borbón y de Waldstein; Maquiavelo justifica con el fin las más perversas acciones, y ya el puñal se afila para servir a las convicciones fanáticas de Jacobo Clemente, de Ravaillac, o a los odios frívolos de Lorencino y de Cellini. Paga España una considerable suma a Baltasar Gerardo, asesino de un príncipe protestante, y los reyes de Francia le conceden la nobleza{22}. Un pescador ve arrojar al Tíber el cadáver del duque de Gandía, declarando haber visto arrojar de este modo un centenar de ellos. María Stuardo ve asesinar entre sus brazos a Ricio; Enrique III, Enrique IV y tal vez Gustavo Adolfo sucumben a los golpes del asesino.
En este sensualismo, en el que parece que no existe ninguna ley moral, el oro es la necesidad suprema, y la alquimia le busca en el fondo del crisol; la España y el Portugal en las entrañas de las Indias; los reyes en los expedientes rentísticos; los literatos mendigando, los soldados saqueando, los sacerdotes vendiendo las cosas santas, los herejes usurpando los bienes de las iglesias. Cualquiera creerá que hemos retrocedido a la barbarie del año 1000. Agréguese a esto la superstición que confunde las ideas de religión, de justicia, de piedad, y se arma unas veces de caballetes y cuñas para arrancar confesiones absurdas, otras de puñales y cadalsos para exterminar a los que tienen otras creencias, y hace temblar al mundo con insensatas predicciones.
Este siglo se resintió de la mezcla del antiguo, cuyas ventajas había perdido, y del nuevo, del que no se aprovechaba todavía. Los incidentes de la Edad media se debieron también a una lucha extraña. Todas las fases de la República subsisten al lado de la Monarquía; las unas declinan al paso que las otras ganan terreno. Los condottieri rompen aún las filas de la infantería permanente, y pretenden oponer las armaduras de la época pasada a los proyectiles de las bocas de fuego; las maquinaciones secretas de los gabinetes se encuentran en presencia de los arranques de una generosidad caballeresca; en medio de la exuberancia de genio, de virtud y crímenes acaeció la Reforma. Ocasión tendremos de examinarla con el mayor detenimiento, ya por la importancia que encierra en sí propia, ya también porque, llamándonos a investigar el origen de semejante plaga, nos guía al lugar más a propósito para que podamos formarnos una idea de ese fenómeno, tan observado como más definido: de todos modos nos permitiremos consignar en este momento que es necesario haber reparado bien poco en la extrema inconstancia y movilidad del espíritu humano, y haber estudiado muy poco su historia, para desconocer las causas origen de la Reforma, y juzgarla como una de aquellas calamidades que sólo Dios por providencia especial puede evitarlas.
Sostenida la Reforma por los caprichos de los Príncipes en Alemania, por las antipatías feudales en Francia, por los furores reales en Inglaterra, en contradicción consigo misma, y sirviendo tanto a las pasiones de los poderosos como a las de los pueblos, invoca unas veces la libertad anárquica, y otras la desenfrenada tiranía. El único punto capital en el cual hubo acuerdo entre la gran variedad de acontecimientos, fue en abolir el centralismo papal y subordinar el poder eclesiástico a la autoridad civil; perturbación que produce todas las demás.
En materias de fe, una vez negada la autoridad superior, y proclamada la autoridad individual, las opiniones debían surgir en tropel, debían producirse una en cada cabeza que quisiera pensar. Después de haber principiado por atacar la infalibilidad del Papa y la venta de las indulgencias, se llegó a negar la divinidad de Jesucristo, a sostener que el Evangelio no había revelado ningún dogma, que no había hecho más que confirmar el de la existencia de Dios y el de la inmortalidad de las almas.
La Reforma fue un acaecimiento trascendental que las revoluciones políticas y sus funestas consecuencias llegan hasta nosotros, tristes espectadores de la política absorbente y revolucionaria de los germanos, partidarios de la protesta del fraile de Witemberg.
Es indudable que la Reforma imprimió una nueva fisonomía a la sociedad moderna que se creaba. Los protestantes la han mirado como una feliz insurrección de la inteligencia contra el poder absoluto en el orden espiritual, como una poderosa tentativa de emancipación del espíritu humano, y la hacen como la madre de las libertades políticas. Los católicos negamos, fundados en la ciencia, que el Protestantismo haya emancipado los pueblos; por el contrario, creemos que ha dividido los hombres sin mejorar la sociedad, y esperamos que la doctrina de Lutero, con todas las variaciones que descubrió Bossuet y que posteriormente se le han añadido, sucumbirá como el error de Arrio y el catecismo de Mahoma. Si no nos equivocamos, en nuestra misma edad se observan síntomas de ir marchando este problema hacía su resolución. El Catolicismo gana prosélitos: los protestantes de hoy no son lo que antes fueron, y creemos que la unidad católica se realizará.
Conocida es la política del Protestantismo: la tendencia orgullosa a desterrar lo que cree antiguo, a declarar preocupación lo que se opone a las preocupaciones particulares; el sentimiento que se observa desde su aparición de la importancia personal, que hace que los más ignorantes quieran abandonarse a su propio juicio; la confianza en la mejora del mundo; la presunción que hace dirigirse a un objeto elevado sin calcular los medios de conseguirlo: pueden encontrarse comparaciones que establecer con épocas, no solamente poco lejanas, sino también con la presente. Efectivamente, la revolución comenzada en el siglo XVI se suspendió un momento, en el XVII, con respecto al orden y a la administración, en el reinado del gran rey; volvió a emprender su curso en el XVIII, pero con pocas asociaciones nuevas, y hoy el elemento germano aspira a consumar aquella en todas sus manifestaciones, aunque para conseguirlo sea necesario aniquilar por completo la raza latina y rasgar la historia de los pueblos que se honran de haber influido tan directamente en la civilización, no solo de Europa, sino del mundo entero.
XI
Nuestros lectores observarán que, en el curso del siglo XVI, todos los elementos de la sociedad europea vinieron a parar a dos puntos esenciales: el libre examen y la centralización del poder; es decir, triunfaban a un mismo tiempo en Europa la emancipación del espíritu humano y la Monarquía pura. Difícil era, dice oportunamente Mr. Guizot, que dejase de empeñarse un día la lucha entre estos dos hechos, pues había entre ellos una cosa contradictoria; el uno era la derrota del pueblo absoluto en el orden eclesiástico, el otro su victoria en el orden temporal; aquél preparaba la decadencia de la antigua Monarquía eclesiástica, éste consumaba la ruina de las antiguas libertades feudales y comunales{23}. El inevitable encuentro de estos dos hechos se efectuó primero en Inglaterra. El ataque del libre examen, efecto de la Reforma contra la Monarquía, formada de los escombros y ruinas de las antiguas libertades de los señores y de las ciudades; la tentativa de abolir el poder absoluto, así en la sociedad civil como en el orden eclesiástico; he aquí el carácter distintivo de la Revolución de Inglaterra, he aquí su verdadera fisonomía{24}.
¿Por qué esa lucha se empeñó primero en Inglaterra que en las otras naciones? ¿Por qué las revoluciones del orden político han coincidido, más en ese país que en el continente, con las revoluciones del orden moral? Creció con una rapidez extremada durante el curso del siglo XVI la prosperidad mercantil de Inglaterra, y pasó a nuevas manos la riqueza territorial; es un hecho en el que no se ha fijado bastante la atención el progreso causado en Inglaterra por la división de las tierras en el siglo XVI a consecuencia de la ruina de la aristocracia feudal y de otras muchas causas que en su día nos permitiremos recordar a la ilustración de nuestros lectores.
El trono de Inglaterra sufrió las mismas vicisitudes que los demás tronos del continente; pero en aquella época el gobierno de la Monarquía absoluta era más rudo y arbitrario en el continente que en la Inglaterra; lo que hicieron los Tudors de nuevo fue sistematizar el poder, intentar que existiese independiente la Monarquía, y así es que hablaron entonces los soberanos un lenguaje nuevo y desconocido. Las pretensiones teóricas de Enrique VIII, de Isabel, de Jacobo I, de Carlos I, son diferentes de las de Eduardo I, o de Eduardo III, aunque de hecho no fue menos arbitrario ni menos extenso el poder de estos dos últimos reyes. Por otra parte, la Revolución religiosa no se verificó en el continente como en Inglaterra; allí fue la obra de los reyes. No queremos decir que no existiera mucho tiempo ha en Inglaterra el germen y hasta algunos ensayos de reforma popular, y que probablemente no habrían tardado en dejarse sentir{25}.
Cuando Carlos I fue proclamado rey (25 de Marzo de 1625), el puritanismo, que había tomado unas proporciones gigantescas, abría ya sus brazos para ahogar la Monarquía. Al principio la Inglaterra, a pesar de ser calvinista y republicana, se formó ilusiones acerca de sus propias tendencias políticas. Feliz con ver en el trono a un joven grave y austero, humano y justo, creyó poder adquirir su libertad sin cometer el menor atentado a la autoridad real.
Habiéndose convocado un Parlamento, los diputados de los Comunes exclamaron con entusiasmo: «Todo lo podemos esperar del príncipe que nos gobierna para felicidad de nuestro país y para sus libertades{26}.» Sin embargo, no aguardando la Cámara del rey solo la satisfacción de los agravios, quiso examinarlo todo. Obligado Carlos I a convocar nuevo Parlamento por el fracaso de la expedición que Buckingan dirigió contra Cádiz, no faltó quien pidió la acusación del favorito, aunque a éste no se le pudiera reprochar crimen alguno. Interviene el rey en favor de su ministro, y la Cámara contestó con energía, pero uniendo a sus representaciones el respeto al soberano con el afecto a las leyes constitucionales.
Imaginando, por el contrario, Carlos I que se atacan sus derechos, no quiere sujetarse a una situación que cree humillante para la majestad real; castiga al Parlamento sacrificándolo al amor propio del ministro. Convócase el tercer Parlamento, obteniendo Carlos I la votación provisional de cinco subsidios, y la Cámara Baja empezó sus conferencias con la Alta para determinar de común acuerdo los derechos del pueblo inglés, y por consiguiente los deberes del rey de Inglaterra.
Redáctase el bill de petición de derechos, planteándose la oposición a la plena y completa realización del derecho divino, porque el rey se oponía a la plena realización del derecho humano. Buckingan cae en Portmouth bajo el puñal de Felton; los Comunes continuaron con inusitada violencia la enmienda de los antiguos agravios. La historia nos refiere las tentativas empleadas para restaurar la Monarquía constitucional, esto es, para establecer la distinción decisiva del derecho divino y del derecho humano. John Pyne, jefe del partido que aspiraba a la soberanía del pueblo, deseando herir con su golpe decisivo, conspiró por conseguir la perdición de Strafford, grande apóstata de la causa popular, denunciando ante la Cámara de los Lores como culpable de alta traición al ministro, que solo lo fue de haber servido demasiado bien a su príncipe{27}. Admitido por Carlos I el holocausto que se ofrecía para salvar la Monarquía, y ratificando la sentencia de muerte pronunciada contra su ministro, preparó la suya.
El asesinato jurídico de Strafford tuvo en el pensamiento del partido revolucionario un triple objeto: desarmar al rey, dejar asombrado al partido conservador y aturdir la sociedad, a la cual quería dominar. La animosidad de los partidos se desarrolló, siendo cada vez mayor, tanto más cuanto que los unos emanaban de los otros, pues los episcopales habían dado el ser a los presbiterianos, y éstos a los independientes, de cuyo seno salieron los niveladores. Nadie creía que podría en un momento dado una minoría audaz y violenta dictar la ley a las grandes mayorías. Con todo, para prever el triunfo de los independientes, bastaba ver entre ellos a Oliverio Cromwell.
Ese hombre, el Robespierre y el Napoleón de la Gran-Bretaña, fue el tipo del revolucionario antes de serlo del usurpador. Tenía algo de Mahoma; todos sus partidarios fueron seides.
La historia nos refiere detalladamente cuál fue el resultado de la lucha empeñada por Cromwell contra los presbiterianos; cómo éstos trataron de salvarse; las negociaciones del Parlamento con el rey, y cómo Cromwell, procurando evitar cualquier golpe de mano, aconsejó al rey, y apoderándose de su persona y del Parlamento, fue inútil toda tentativa empleada en contrario. «¡Pobre Carlos I, cuya figura, verdaderamente bella de resignación, grande de infortunio, se destaca en el cuadro empuñando la gloriosa palma del martirio!» Decapitado Carlos, murió la Monarquía; vino la República, y después el Parlamento reparador (25 de Abril de 1660), que, reunido sin convocación real, llamó a los Stuard, haciendo Carlos II su solemne entrada en Londres en 29 de Mayo de 1660.
Vemos determinado el verdadero carácter de la Revolución inglesa, es decir, la abolición del poder absoluto, tanto en el orden civil como en el eclesiástico: este hecho se encuentra marcado en todo el curso que tuvo aquel acontecimiento. Se descubre ya desde el primer período hasta la Restauración, desde el segundo hasta la crisis de 1688; siempre manifiesta aquel acontecimiento la misma fisonomía, tanto si se le considera en el interior del Estado como en sus relaciones e influjo con la Europa en general.
En la misma época en que la Revolución se sublevó contra Carlos I, la Corona en Francia completaba la conquista del poder absoluto. La Monarquía absoluta en Francia no tuvo en realidad más que medio siglo de esplendor y grandeza. A los triunfos de la primera mitad del reinado de Luis XIV sucedieron crueles reveses, y pronto empezaron a acumularse los apuros bajo cuyo peso debía acaso sucumbir un gobierno a quien el régimen mismo que consideraba indispensable a su propia conservación ponía en la impotencia de remediar aquellos males.
En la época más brillante de su reinado decía Luis XIV: «El Estado soy yo,» sin pensar que, al afirmarse a sí mismo sociedad o nación, negaba la personalidad política de Francia y destruía moralmente el poder sólo porque lo individualizaba, siendo así que sus antepasados lo habían generalizado para crearlo. Todos los actos del monarca no fueron más que el desarrollo de aquella frase.
La destrucción de una nación es un público asesinato para el cual la justicia eterna prescribe la pena del Talión. Luis XIV no lo conoció hasta fines de su reinado; razón tuvo en decir a su heredero: «Haz lo que yo he tenido la desgracia de no hacer.» Luis XV advirtió bien pronto que la nación francesa entraba en un camino fatal; sin embargo, Luis XV fue feliz en lo que el más virtuoso de los Estuardos había sido desgraciado. Los golpes de Luis XV triunfaron, a pesar de la inmoralidad de sus designios y de su vida; pero las nobles tentativas de Luis XVI, a pesar de la moralidad de sus miras, de sus principios, de sus actos, fueron ya tardías, porque el asesinato de un rey justo, víctima de las iniquidades temporales, era sin duda necesario en el orden de la justicia eterna para realizar la redención de todas las Monarquías.
En 1789, cuando la Revolución estalló, la Monarquía francesa estaba representada por un príncipe especial{28}, si bien no tenía superioridad alguna: virtuoso, serio, de costumbres sencillas comparado con Luis XIV, de costumbres puras comparado con Luis XV, modesto hasta la humildad, dudaba de su dignidad, de su causa, de su porvenir, de sí mismo, inclinábase casi en su pensamiento ante cualquier soberanía que no fuese la suya, y al mismo tiempo conservaba acerca del origen y de la naturaleza de su poder las nociones de los tiempos antiguos{29}. Toda la historia de la Revolución francesa se halla compilada en esta brillante página, junto con sus horrorosos resultados y sus esperanzas aún engañosas… Después continuó la revolución del mundo bajo la forma monárquica, cumpliendo Napoleón I la misteriosa misión que le confiara la Providencia para consolidar la sociedad al abrigo de su espada.
XII
Al terminar la exposición general de la misión que se propone realizar en la prensa la Revista Católica La Raza Latina, conocemos su gloriosa historia, hemos recordado a grandes rasgos sus actos, sus conquistas en pro de la cultura y de la civilización, permitiéndonos señalar algunas de las influencias ejercidas en la esfera de la administración del gobierno y de la política de los diversos estados: dirijamos una mirada al estado actual de Europa; detengámonos, siquiera sea por breves instantes, en el punto en donde nos ha colocado la Revolución y veamos cuál es el deber supremo de la Europa latina en los supremos y solemnes momentos en que aparecemos a defender los elementos fundamentales de nuestra civilización, nuestras conquistas en la esfera de la política y administración de los diversos Estados que, oriundos del Latio, forman la gran familia latina.
Sensible nos es reconocer que en el siglo XIX, tan enorgullecido de sus progresos, la Europa se encuentre sofisticada. En el Norte, en el Mediodía, los sofistas de toda especie van sembrando, ha ya largo tiempo, y a manos llenas, la cizaña de sus doctrinas. Sofistas son los que barbarizaron la Francia, cubriendo su frente de un velo fúnebre, y trasladando el cetro de oro que dirigiera los destinos de un pueblo ilustrado e inteligente a las masas de una plebe hedionda que, ebria de destrucción y sangre, roba, saquea, incendia y destruye a París, siendo los prusianos amigos al lado de aquellos energúmenos que a sí propios se intitulan comuneros, y los facinerosos hombres de bien; sofistas son los que proclaman los principios disolventes que aquellos sofistas proclamaron; sofistas los que, no concibiendo el poder sin el despotismo, ni la libertad sin la anarquía, no pueden mandar sin ser tiranos, ni saben obedecer sin ser conspiradores.
Al siglo de los sofistas sigue siempre el siglo de los bárbaros{30}; por consiguiente, la inexorable ley que hoy se va ejecutando tan duramente en Francia, y con más rigor en estos críticos momentos en España, se ejecutará infaliblemente en la Europa entera.
De todos los principios constitutivos del antiguo Paganismo, ¿cuál se echa de menos en la Europa actual? ¿Y adonde camina la Europa? La divina filosofía de la historia, los hechos contemporáneos y los presentimientos del genio responden, como dice Donoso Cortés: «La Europa camina a la barbarie.»
La filosofía de la historia nos enseña que a unos mismos delitos se siguen siempre unos mismos castigos; los hechos contemporáneos nos ofrecen la destrucción del equilibrio europeo, la preponderancia de los pueblos germanos sobre los latinos; los presentimientos del genio se revelan por el testimonio de Pedro I, Rousseau, Bonald, Napoleón, Rohrbacher, Donoso Cortés, Balmes, Doupanloup, Gaume y otros, cuyas opiniones y escritos ocuparán un lugar preferente en las páginas de nuestra Revista.
Todos sabemos que las mismas causas han de producir los mismos efectos, y por lo tanto es lógico prever que la Europa, haciéndose pagana, morirá como murió el mundo antiguo. ¿Qué fue de Roma cuando careció de fe y de buenas costumbres? Cuando el Imperio romano se dejó subyugar por el único pensamiento que le dominaba últimamente, es decir, el odio al Cristianismo, entonces ¿no pronunció su sentencia de muerte? Dios la ratificó; y ¿quién se encargó de ejecutoriarla? ¿quién puede responder que la vieja Europa no esté condenada a perecer hoy, o mañana por una nueva inundación de bárbaros, a los cuales los prusianos les habrán servido como de vanguardia? Por ventura, Guillermo de Prusia ¿no se proclama, como Atila, ejecutor de la justicia de Dios? Por ventura, sus triunfos en la última guerra franco-prusiana ¿no exceden verdaderamente a toda previsión política, a todo cálculo humano? Si miramos en las atrocidades que la deshonran, la guerra que la Prusia hizo a la Francia ¿no es verdaderamente una guerra de bárbaros? Y el fin que Prusia se propone ¿no es evidentemente el exterminio de la raza latina, el aniquilamiento del Mediodía en provecho del Norte? Por consiguiente, el elemento germano, partiendo de los mismos sitios de donde partieron los antiguos asoladores del antiguo mundo pagano; partirán los asoladores de la moderna Europa; hoy, como en otros tiempos, serán conducidos por el Dios de los ejércitos; nadie podrá resistirles, y a despecho de todos los medios de defensa, la civilización corrompida y corruptora de la antigua Europa desaparecerá ante los invasores{31}.
Considerada Europa bajo su aspecto político, podemos afirmar con monseñor Gaume y otros distinguidos publicistas, y ante el cuadro que nos ofrece el atlas moderno, que la antigua Europa ha desaparecido, porque toda descansaba sobre un fundamento que se llamó el equilibrio europeo; la guerra de Prusia ha roto aquel equilibrio. En el sistema del equilibrio europeo, Francia era el baluarte de la raza latina contra las razas germanas y eslavonas. Siendo el resultado de la guerra franco-prusiana empequeñecer a Francia, anularla por completo, si posible fuera, y teniendo presente que si Bélgica, Italia, España y Portugal alcanzan hoy la importancia que como potencia tenía Francia, será preciso reconocer que Prusia y Rusia serán las dos únicas que en el continente europeo preponderarán dando la ley a las demás.
Unidas Prusia y Rusia por el odio al Catolicismo; hijos los prusianos y los rusos de Lutero; habiéndose engrandecido juntos con inopinada rapidez; habiendo robado a derecha e izquierda, despedazando a la Polonia; habiendo combatido juntas al primer imperio da Francia, Rusia permite a Prusia que en el segundo se destruya el equilibrio europeo: ¿no es evidente que ambas potencias caminan de acuerdo a destruir la raza latina? ¿Quién sabe si (como ya es innegable nuestra creencia) la inmovilidad del Czar de Rusia ante los desastres de Sadowa, de Metz y de Sedán, así como de las anexiones de la Prusia, no es resultado de un compromiso real entre Guillermo y Alejandro, compromiso cuyas consecuencias serán muy pronto asombro del mundo y castigo de la egoísta Inglaterra? Hoy día Bismarck ¿no juzga a la Europa meridional como pudiera verificarlo Pedro I, allá por los años 1732 (fundador del Imperio de Rusia cuando escribió su célebre testamento), es decir, hace ciento cincuenta años? Bismarck ha dicho: Ya lo veis, la raza latina está gastada. Ha hecho grandes cosas, pero se ha concluido su encargo y está destinada a debilitarse poco a poco hasta que desaparezca como colectividad. La raza germánica es firme, vigorosa y llena de iniciativa y de virtud, como lo fuisteis vosotros en otro tiempo. A los pueblos del Norte pertenece el porvenir, y ahora es cuando conseguiremos que cumplan el glorioso encargo que les está encomendado para bien de la humanidad{32}.
La raza latina sería criminal si no tratara de resistir la invasión germana; y hoy, al aparecer con la publicación de la Revista Católica que lleva aquel glorioso título, y en la cual vienen a defender sus fueros los escritores y publicistas más notables de todos los partidos políticos de Francia, Bélgica, Italia, España y Portugal, forma una alianza de naciones latinas, con la noble y levantada aspiración de oponer un dique formal al torrente que se precipita de las heladas regiones del Norte; esta coalición en la Edad media rechazó la barbarie musulmana. ¡Quién sabe si la Europa Católica vencerá a la Europa Protestante! El porvenir nos lo dirá: empleando mientras tanto todos los elementos que aún poseemos, ya veremos si la raza latina, despertando del sueño que la aletarga, logra hacer suyo el porvenir político y la preponderancia que debe ejercer en el gobierno de los pueblos, y que no desaparezca como colectividad.
La raza latina no solo tiene que combatir la barbarie culta, sino la revolución con sus turbas democráticas, para lo cual hay formada una Cruzada bajo una quíntuple alianza que en la prensa viene a combatirla frente a frente. Francia, Bélgica, Italia, España y Portugal, unidas por el lazo santo del Catolicismo, por los vínculos de Raza, por el amor a la patria, al aparecer publicando un diario internacional escrito en francés, en italiano, español y portugués, se proponen, no solo combatir las tendencias del Pangermanismo, del Panslavismo, y de la política que representen estas ideas, sino que, a fuer de hombres honrados, cualquiera que sea el partido político a que pertenezcan los redactores de La Raza Latina, interesados todos por el sostén de la sociedad, vienen a defender la Religión Católica, la propiedad, la familia, la independencia de cada una de las naciones latinas, los pactos y preceptos del derecho de gentes, la autonomía propia de todos y cada uno de los pueblos latinos. Sí diremos, con un escritor conocido, y que viene a formar parte de la Redacción de nuestro periódico internacional: «Todos debemos aunarnos y desilusionar las masas a quienes pretende engañárseles mostrándoles ese gran libro, que no está escrito ni en papiro, ni en papel, ni en pergamino, ni en piedra, ni en bronce, sino en la Naturaleza, y hacerles ver cómo el hombre de las selvas es dueño del fruto del árbol bajo el cual ha fabricado su choza, del pájaro que ha derribado con su flecha y de los peces que ha recogido con sus redes. Por medio del periódico, del libro, del folleto, en la tribuna, en la cátedra, propagar el verdadero origen de la propiedad… Unámonos todos los que formamos parte del pueblo, pues la unión es el remedio de todos los males: únanse todas las clases conservadoras para realizar el bien del pueblo mismo y poder contrarrestar los efectos terribles de la incansable propaganda socialista revolucionaria, de esa secta que en su día proclamó la propriété c'est le vol; le mariage ou la famille c'est la prostitution; Dieu c'est le mal.»{33}
Es decir, que amenazada la raza latina, no sólo por el pangermanismo y el panslavismo, sino también por la revolución social; conociendo qué sea la revolución en sí, cuál su origen, cuál su fin, cuáles sus medios, cuál su actual poder, si cabe vencerla, ¿por qué no combatirla? En el lenguaje de la Europa moderna la revolución es el trastorno universal que nos destroza, el aniquilamiento del orden sobrenatural por la negación de Dios, de Jesucristo, de la Iglesia, del alma, de la inmortalidad, del cielo; el trastorno real y absoluto del orden religioso y social establecido por el Cristianismo; el encarcelamiento del augusto y venerable Pontífice Pío IX; la persecución de los sacerdotes y fieles católicos; la destrucción de los templos, con los incendios, robos y violencias, consecuencia necesaria de aquel trastorno; la suspensión y desprecio de todas las garantías que protegen la libertad, la propiedad, el orden público, la familia: colocar Dios abajo y el hombre arriba; es decir, hacerle Dios, y no reconocer ni para pensar ni para obrar más ley que su concupiscencia; tal es el enemigo que hemos de combatir sin tregua ni descanso.
Conocemos el mal, y debemos aprestarnos al combate; conocemos la política germana, y desde hoy mismo nos hallamos prontos a rechazarla combatiéndola dura y enérgicamente en todos los terrenos; sabemos lo que fue la Iglesia durante el Gentilismo, en la Edad media, y cómo se encuentra ante el mundo actual; vemos al Príncipe más excelso, más venerable, más sagrado que hay en el mundo, al Vicario del Verbo Encarnado, al Representante de Dios en la tierra, al Papa Pío IX, encarcelado; al Soberano más legítimo de los soberanos encarcelado; y al efectuarse tan enorme crimen de lesa-majestad, bajo el aspecto político se ha consumado por Víctor Manuel el mayor de los crímenes de lesa-majestad divina que se puede cometer, atentando contra la libertad del Supremo Jefe en la tierra de la Cristiandad. ¡Preso el Papa! ¡qué crimen, qué oprobio, qué escándalo!
El encarcelamiento de Pío IX es la ejecución de un plan urdido fríamente en nombre del progreso, de las luces, de la libertad; un plan meditado ha largo tiempo, anunciado públicamente, y constantemente favorecido por la hostilidad de los unos y por la indiferencia de casi todos. Sobre el emperador Napoleón III, sobre Víctor Manuel, sobre Mazzini sobre Garibaldi, y sus cómplices, la vindicta pública ha hecho caer, junto con sus anatemas, la responsabilidad del odioso atentado llevado a efecto contra el Padre de la Cristiandad. ¿Pero son ellos solos los culpables? Ellos no son sino los ejecutores de suplicios decretados por culpables mucho más numerosos y más antiguos. Las revoluciones no pasan al terreno de los hechos sino después de haberse consumado en el de las ideas: Luis XVI estaba destronado antes de ser rey; Pío IX estaba ya preso y Roma estaba ya invadida antes del 20 de Setiembre: declaramos y afirmamos ante Dios y ante el Universo Católico que nos hallamos en un cautiverio tal, que nos priva absolutamente de ejercer con seguridad, con facilidad, con libertad, nuestra suprema actividad pastoral{34}.
¿Quién tiene la culpa? Preguntádselo a la Revolución y a los Gobiernos de Prusia, Rusia y demás pueblos heréticos y cismáticos.
Conocemos el estado en que se halla el mundo, la destrucción completa del orden social, los medios empleados por la Revolución; la decadencia de la fe pública o nacional, de la fe privada: el desenfreno de la vida material; el cuadro que nos presenta la filosofía alemana; su política, su ilimitada ambición por crear sin duda una Monarquía universal; por consiguiente, fácil es deducir la misión que la Revista Internacional La Raza Latina viene a cumplir desde el momento de su aparición en el estadio de la prensa política.
Dado el estado actual del mundo, y especialmente del mundo latino; conocidas por todos las causas actuales de la guerra en general, y las de Francia, Alemania, Rusia, Polonia, Austria, Turquía, Rumania, Italia, España, Portugal, Estados Escandinavos, Bélgica, Holanda, Inglaterra y Estados-Unidos: en los presentes momentos, teniendo en cuenta los fines de la política que hoy prepondera; las influencias que conducen a la paz, las prescripciones de un código de derecho internacional, la política rusa, el tratado de París de 1856, y las reglas enunciadas en el artículo 6.° del tratado de Washington; apreciando la enseñanza que nos ofrece la ley de las Revoluciones, las Generaciones, las Nacionalidades, las Dinastías, las Religiones, como también la influencia política y religiosa ejercida por los Legistas, aparecemos en la vida pública en defensa del principio católico, de los intereses de las naciones latinas, de los progresos que el mundo le debe, rechazando y combatiendo a nuestros enemigos declarados que por la Alsacia y la Lorena se presentan en ademan hostil, amenazándonos con una nueva invasión germana.
FIN
{1} He aquí el cuadro de las clasificaciones más recientes según Bony de Saint Vincent, Dicc. class. de histo. nat., tomo VIII.
+ Leiotricos, de cabellos lisos.
* Del antiguo continente.
I. Primera especie, Japlícita.
A Gens togala, llevando siempre talar ropaje y siendo calvos de frente.
a Raza caucasiana (occidental).
b Raza pelásgica (meridional).
B Gens braccata, todas sus variedades adoptaron ropaje corto, siendo calvos de sincipucio.
c Raza céltica (occidental).
d Raza geométrica (septentrional).
1.ª Variedad, teutónica.
2.ª Variedad, slavona.
II. Especie arábiga.
a Raza atlántica (occidental).
b Raza adámica (oriental).
III. Especie indiana.
IV. Especie escítica.
V. Especie china.
* Comunes al antiguo y nuevo continente.
VI. Especie hiperbórea.
VII. Especie nepturiana.
a Raza malesa (oriental).
b Raza oceánica (occidental).
c Raza japonesa (intermedia).
VII. Especie australiana.
* Propias del nuevo continente.
IX. Especie colombiana.
X. Especie americana.
XI. Especie patagona.
++ Elotricas de cabellos crespos.
XII. Especie etiópica.
XIII. Especie cafre.
XIV. Especie melaniana.
* Hombres monstruosos.
a Cretinos.
b Albinos.
Según Desmoulins (Historia natural de las razas humanas).
I. Especie escítica.
a Raza indo-germana.
b Raza finesa.
c Raza turca.
II. Especie caucasiana.
III. Especie semítica.
a Raza árabe.
b Raza etrusco-pelásgica.
c Raza céltica.
IV. Especie atlántica.
V. Especie indiana.
VI. Especie mongólica.
a Raza indo-china.
b Raza mongola.
c Raza hiperbórea.
VII. Especie kuriliana.
VIII. Especie etiópica.
IX. Especie euro-africana, negros de Mozambique, cafres, &c.
X. Especie austro-africana.
a Raza hotentote
b Raza bosjemana.
XI. Especie malesa u oceánica.
1 Carolinianos.
2 Dajakis y acadjuaes de Borneo, y muchos araforas y alfurous de las Molucas.
3 Javasianos, bumatrianos, timorianos y maleses.
4 Polinesianos.
5 Oris de Madagascar.
XII. Especie papuana.
XIII. Especie negro occeánica.
1 Mois o moicos de la Cochinchina.
2 Samangos, dejakos &c. de las montañas de Malaca
3 Pueblos de la de Diemen de la Nueva Caledonia y del archipiélago del Espíritu Santo.
4 Vinzirobaris de las montañas de Madagascar.
XIV. Especie australesa.
XV. Especie colombiana.
XVI. Especie americana.
1 Onsagnas, guaranís, coroados, puris, altouras, otomack &c. 2 Botucadisy, guaiaos.
3 Mbayas, sciarronas.
4 Araucanos, puelscos, teulentos o patagones.
5 Potsehros, indígenas de la tierra del Fuego.
Según Lesson.
I Raza blanca o caucasiana.
1 Rama: aramea, asirios, caldeos, árabes, fenicios, hebreos, abisinios, &c.
2 Rama: indiana germana, pelásgica, celta, cántabros, persas &c.
3 Rama: escítica, tártara, scitas, partos, turcos, finlandeses, húngaros.
I Variedad, rama malesa.
II Variedad, rama oceánica.
III Raza amarilla o mongólica.
1 Rama mantchues.
2 Rama sínica.
Rama: Hiperbórea o Esquimal, Lapones en parte, samoyedas, esquimales del Labrador, habitantes de las kuriles y de las islas Aleotas.
4 Rama americana.
a Peruana o mejicana.
b Araucana.
c Patagona.
5 Rama mongolo-pelásgica o carolimiana.
III Raza negra o melaniona.
1 Rama etiópica.
2 Rama cafre.
3 Rama hotentote.
4 Rama papuana.
5 Rama transmaniana.
6 Rama alfurons-endamena.
7 Rama alfurons-austral.
{2} (César Cantu) Hist. Universal.
{3} Humboldt, Ensayo político sobre la Nueva España.
{4} Castelar, Civilización en los cinco primeros siglos del Cristianismo: 1.ª lección.
{5} La Fuente, Historia de España, Tomo 1.°
{6} La Fuente, Íd. de íd.
{7} Ignat. In Petri apóstol. Epist. ad Smyrn, núm. 1.
{8} In Hares, lili. VI.
{9} Eus. lib. IV, 3, Hieronym. Epist. 80. Fleury, Histor. Ecle. tomo 1.° Jillemon, memoire pour l'hist. Ecle. tomo 2.° Dupin, dom Ceiller. Abate Gourcy, tradución de los antiguos apologistas, Dr. López Serrano, Política y Religión. Id. Estudios políticos y filosóficos de la ciencia del Derecho, próximos a ser publicados.
{10} T. Moeller-Sajonei—Comm. Histórica. Berlín, 1830.
{11} J. L. S.
{12} Fornand de reb. get. Procopt. De bell. Vandal. Aum. Marcell. His. San Isid. His-Got. Tácito. De mor-Germán. Idat. Ghron. Aschbae. Geschichte der West. Gothen. Memor de la Academia de la Hist. tomo 1.°
{13} Para corroborar nuestras apreciaciones léase la manera que Salviano De Gut. Dei. V. 5. 8. emplea para describir la decadencia del imperio romano, y la mayor parte de los historiadores.
{14} Consúltense las obras de Mably, Montesquieu, Robertson, Guizot, Cantú, Laferriere, Du Cange, Baluze, Muratori. Orígen del Feudalismo. Elementos que la constituyen, su influencia en el derecho. Discurso leído el 16 de Noviembre de 1859 por el doctor D. Juan López Serrano, en el acto de recibir la investidura de Doctor.— «La Revolución y la Propiedad,» Estudio político legal del mismo autor. Edición de Madrid, 1872.
{15} Historia universal por César Cantú, Tomo XV.
{16} Al redactar el presente artículo hemos consultado los principales historiadores como lo son el P. Mariana, La Fuente, Flórez, Andrés Scotto, José Saenz de Aguirre, Demnont. Mabillon Vetera analia. Frantin, Richard, Marina Lelong biblioteca histórica de Francia, Michelet, Colecions des script rerum anglicar de Savilius. Lond. Goldast. Collect constitutionum imper. Francf Muratori. Farry de Mancy. Atlas histórico de las literaturas de las ciencias y bellas artes, y otros.
{17} Lamartine, Hist. de la humanidad, por sus grandes hombres.
{18} Lamartine, Ídem. Íd.
{19} Para profundizar este portento de la civilización latina y la historia de tan inolvidable y glorioso acontecimiento examínense entre otras obras Humbold, Examen crítico de la historia y geografía del nuevo continente, y las de los autores White Qeunet, Enrique Ternaux, Martín Fernández Navarrete, Campe, Clemencia, Cantú, La Fuente; Bulas de Alejandro VI, Herrera, Guizot y otros muchísimos cuyas opiniones tendremos ocasión de consultar y examinar en las páginas de la Revista Católica La Raza Latina.
{20} La Fuente: Discurso preliminar a la Historia general de España.
{21} César Cantú, Hist. Univer., Tomo 27
{22} Wander Wrycht, Turbulencias de los Países Bajos, pág., 403.
{23} Guizot, Civilización europea.
{24} Íd., íd., íd.
{25} Consúltense las obras de Hallam, Fiscel, Vogel. Revista británica de Abril de 1837; Guizot, Hist. de la Rev. d'Anglaterre; Walter, Hist. of Independancy past, y artículos escritos y publicados por D. Juan López Serrano en el periódico español El Tiempo, con el título Monarquía y República, números 1091, 1097, 1102, 1103 y 1108.
{26} Cobbet Parliam.
{27} State-Trials, T. 3.°, col. 1516-1517.
{28} Historia o ciencia de la historia, por Hoëne-Wronski.
{29} Discurso pronunciado en la Academia francesa en 5 de Febrero de 1852.
{30} Monseñor Gaume.
{31} Monseñor Gaume, ¿En qué hemos parado?, Estudio sobre acontecimientos actuales, traducido por D. Gabino Tejado. Ed. Madrid, 1873.
{32} Léase el Morning-Post del 9 de Marzo de 1871. También debe estudiarse el folleto del Sr. D. Ángel Miranda, Una comida en Versalles en casa del Sr. Bismarck.
{33} Revolución y Propiedad. Folleto citado en el número 2.° de La Raza Latina, artículo III de la presente serie.
{34} Encíclica del 1.° de Noviembre de 1870.