Francisco Navarro Villoslada
De la lengua castellana, como prueba de la ilustración española
Estudios sobre la inquisición española en sus relaciones con la civilización
IV
Hemos visto que la lengua castellana por sus cualidades esenciales, y condiciones propias, esto es, por su riqueza metafísica, por su abundancia y finura afectivas y, sobre todo, por su peculiar libertad de construcción gramatical, piedra de toque de los buenos hablistas, como el estilo es la del escritor elocuente; lleva en sí la prueba de la vigorosa y lozana vida intelectual de nuestro pueblo. Ahora nos falta patentizar esta misma verdad por los hechos, por la historia del idioma.
Al efecto seguiremos a Capmany (de quien ya hemos tomado algunas especies), en sus Observaciones críticas sobre la excelencia de la lengua castellana. Alboreaba esta en el siglo XI en cuya época ni los legos entendían el romano de los libros, ni por el de estos se podía conocer el romance del habla común. En tal estado el Santo Rey D. Fernando quiso ennoblecerla con la versión del Fuero Juzgo, ordenando igualmente componer las leyes de las Siete Partidas que su hijo D. Alfonso X concluyó en 1260. Debe, pues, nuestra lengua su fomento, existencia y uso público a San Fernando, siendo muy raras las escrituras que se pueden citar en vulgar anteriores a su reinado.
Acerca de Alfonso X todos los historiadores convienen en los grandes servicios que prestó a la lengua patria con la terminación de las Partidas y la formación del Fuero Real y otras muchas obras de legislación, de historia, de ciencias naturales, de filosofía y poesía que le granjearon el sobrenombre de Sabio, que la posteridad con harta justicia le ha conservado. El mandó que se extendiesen en romance los instrumentos públicos que hasta entonces solían escribirse en latín; y la lengua vulgar, por él manejada, progresó tan admirablemente, que asombrados al contemplar su raudo y remontado vuelo, algunos críticos creen inverosímil ascensión tan atrevida, y en ella se fundan para dudar de la autenticidad de las obras que más irrecusablemente la demuestran. Como si pecho y alas de águila hubiesen de medirse por los de las moscas. No debe olvidarse, sin embargo, que el plan y cimientos de tan glorioso monumento se deben al Santo Rey conquistador de Sevilla.
En aquella época, según escribe Capmany, ninguna lengua de Europa había alcanzado una forma tan pulida, bella y suave como la castellana: pues en ninguna se escribió en tan diversos géneros de prosa y metro. San Luis, Rey de Francia por aquel mismo tiempo, formó sus Establecimientos u ordenanzas civiles; más en romance tan desaliñado y anticuado, que no solo su lectura es hoy difícil, sino que hasta su sentido se ha hecho casi incomprensible a los franceses mismos.
Constantemente llevamos a Francia la delantera en el idioma. Pero ¿qué mucho si en este punto nadie puede disputarnos la primacía en Europa?
Nuestro romance, como hemos visto, principió a formarse en el siglo XI, uno por lo menos antes que el romance francés. Nadie nos había precedido en la formación de un código de leyes tan completo y acabado como el visigodo; nadie tampoco en la versión de esta clase de colecciones legislativas al idioma vulgar. Las ordenanzas civiles de San Luis de Francia necesitan intérprete: nuestras Partidas, no obstante de contar la misma antigüedad, tienen un lenguaje que guarda aun tanta conformidad con el moderno, que el más rudo amanuense de abogado, sin dificultad alguna penetra su sentido. El dialecto de Joinville, de Villehardouin, de Monstrelet, Brantome, Froisart, &c., es el más auténtico testimonio de la grosería y dureza del francés de los siglos XIII, XIV y XV, y no admite comparación, si sucesivamente vamos parangonándolo, con el del Poema del Cid, y los de Gonzalo de Berceo, Juan Lorenzo, Alfonso el Sabio, el arcipreste de Hita, el marqués de Santillana, Juan de Mena, Jorge Manrique, y con el de los prosadores de las Partidas, del Conde Lucanor, de las Crónicas, del Centón Epistolario, de la Visión deleitable, de los Claros Varones de Castilla, del Tratado de providencia, de la Celestina, y de otras cien obras que fuera prolijo enumerar.
Desde el reinado de Francisco I, principió el francés a tomar una forma más culta y suave; pero continuó en los dos reinados siguientes con tanta languidez y desaliño, que con propiedad no se podía llamar lengua perfecta; ni hasta fines del reinado de Luis XIII empezó a percibirse en ella rastro alguno de armonía, nervio y precisión. Pues bien; ya para entonces el romance castellano había alcanzado su más alto grado de lucimiento. El período de que hablamos principia en 1559 y concluye en 1643; comprendiéndose en él precisamente el siglo de oro de nuestra literatura. El gran siglo literario de Francia comienza en Luis XIV, cuando desaparecía el de España, siendo indudable que hasta entonces la lengua francesa había caminado a la zaga de la española.
Acerca de las demás naciones europeas, dice el mencionado autor: que cuando la Italia en el siglo décimo sexto empezó a cultivar su lengua con las composiciones prosaicas de sus más acreditados oradores, los españoles contaban mayores adelantamientos en este género: que cuando los franceses eran todavía toscos y descuidados sin haber alcanzado el gusto y arte del bien decir, la elocuencia española empezaba a declinar ya y corromperse; que cuando Inglaterra apenas podía contar dos o tres escritores elegantes, España había más de un siglo que gozaba de la más alta reputación por el número y mérito de sus elocuentes autores: que Portugal la imitó como buena vecina, más en sus vicios que en sus virtudes del arte del bien decir; y que Alemania, cuando España iba perdiendo el buen estilo y lenguaje, aun no había cultivado su lengua vulgar, ni dado a luz una producción que mereciese ser leída por su elegante expresión.
En resumen: ninguna de estas naciones tiene en el siglo XII un poema en lengua vulgar como el del Cid; ni a principios del siglo XIII un escritor como el monje Berceo, ni un Código en romance como el Fuero Juzgo, cuya versión, aunque de incierto tiempo, no puede ser posterior al año 1250; ni desde esa época a la de 1284, las Partidas y demás obras en prosa y verso de Alfonso el Sabio. Dante escribía a fines de este siglo y principios del XIV; Petrarca y Boccacio mucho después; Isabel de Inglaterra es posterior a los Reyes Católicos y Carlos V; Luis XIV a Felipe II. Por consiguiente, si la formación, cultura y pulimento de una lengua es prueba de la civilización popular, la historia de nuestro romance demuestra con plena evidencia que el pueblo español es más adulto en su vida intelectual que el pueblo francés, inglés, alemán e italiano.
Pero aun hay otro hecho histórico que confirma nuestro aserto, haciéndonos ver al propio tiempo el secreto y la índole de esta civilización.
Investigando los orígenes de la lengua castellana, nos encontramos a los primeros pasos con el idioma arábigo, de donde tomó aquella no solo multitud de palabras, sino también parte de su condición groseramente sensual. A los árabes puede con todo rigor aplicarse lo que tomado de San Agustín aplica el Padre Félix a los escritores modernos: «El hombre, que debía ser espiritual hasta en su carne, se ha vuelto carnal hasta en su espíritu.» –Qui futurus erat in carne spiritualis, factus est in mente carnalis. Pues bien, nuestra lengua se perfeccionó desprendiéndose poco a poco de esta grosera corteza del sensualismo musulmán, informándose más y más del espíritu católico, y haciendo con todo resabio de voluptuosidad oriental lo que el Cristianismo hizo con el latín pagano: purificarlo en el fuego de la caridad y sahumarlo, por decirlo así, con incienso.
Tal era el empeño de fray Luis de León cuando intentaba con feliz éxito, para hablar de Dios en romance, poner en la lengua número, levantándola del descaimiento ordinario: este el de Fernando de Herrera, cuando escribía: «Los italianos, hombres de juicio y erudición, y amigos de ilustrar su lengua, ningún vocablo dejan de admitir sino los torpes y rústicos: mas nosotros olvidamos los nuestros, nacidos en la ciudad, en la corte, en las casas de los hombres sabios, por parecer solamente religiosos en el lenguaje; y padecemos pobreza en tanta riqueza y abundancia.» Esto procuró hacer el mismo Herrera en la poesía, siguiendo las huellas de Juan de Mena; hasta tal punto, que si hubiese tenido imitadores, nuestra locución poética nada tendría que envidiar hoy a la italiana, superior a la de todas las naciones modernas: esto consiguió fray Luis de León en la prosa, a fuerza de arte, de ingenio y de recto espíritu católico; y esto, por último, sin arte, pero con soberano ingenio, y sobre todo, con un amor de Dios que con nada se hartaba, que todo lo veía y penetraba, y que santificaba cuanto veía; esto hicieron San Juan de la Cruz y Santa Teresa, para hablar de lo inefable, y pintar lo indescriptible, y hacer sentir lo que sobrenaturalmente se siente y humanamente no puede salir del corazón a los labios, apelando con libertad de espíritu a todo lenguaje, desde el más culto al más familiar, vulgarizando aquel y ennobleciendo este, haciendo espiritual hasta lo carnal y místico hasta el sensualismo que habíamos tomado de los árabes.
Así se explica cómo emborracharse es un vocablo nobilísimo en los escritos de estos bienaventurados para quienes la embriaguez era poco expresiva; así se comprende cómo el robar, el arrobo y arrobamiento, el desenfrenamiento, el aparejar, el adobar y otras cien dicciones cuya primitiva acepción es tan poco espiritual, se convierten en boca de nuestros buenos escritores en palabras que abrillantan el estilo más levantado.
Muy al contrario de lo que acontece con los escritores modernos que insensiblemente van tornando al sensualismo, y en los cuales, como observa el mismo Padre Félix, a pesar de su afectación de misticismo, de su culto a lo ideal y de sus aspiraciones a lo infinito, se deja ver el sensualismo que se abre paso bajo el disfraz de un espiritualismo engañoso. Tan cierto es que los siglos pasan por los idiomas vivos dejando en ellos su espíritu como la culebra deja la piel al pasar por entre las peñas; y que no podemos comprender nuestra civilización en tiempos del Santo Oficio, ni la parte que en ella tuvo el espíritu católico de nuestros padres, sin conocer las modificaciones, vicisitudes y excelencias de la lengua castellana, así como no podemos tener barómetro más seguro para saber el descenso moral de nuestros tiempos que el miserable decaimiento de esa misma lengua.
V
En los reinados de Carlos V, de Felipe II y Felipe III, llegó la lengua castellana a su máxima perfección; y pudiendo considerarse esta gloriosa época como el periodo de tiempo en que ejercía omnímoda influencia el tribunal del Santo Oficio, hay que deducir forzosamente la consecuencia de que esta católica institución no detuvo los progresos del idioma.
En efecto, desde que la Inquisición fue establecida por los Reyes D. Fernando y doña Isabel como tribunal permanente, parece como que a porfía se esmeraron el ingenio y el valor de los españoles por engrandecer e ilustrar la patria que acababa de recibir aquel sello de Catolicismo. Concretándonos al habla vulgar, sus progresos desde el siglo XV al XVII, fueron admirablemente rápidos. El romance estaba formado antes de los Reyes Católicos; pero carecía de gracia, de fluidez y dulzura, y sobre todo de precisión y propiedad en la dicción. Ya hemos visto que Juan de Mena intentó crear un lenguaje poético más culto y desembarazado; porque a la verdad, se arrastraba con pesadez en boca de los cortesanos de D. Juan II, al lado de cuyos poemas y certámenes poéticos corría más suelta y noble la prosa del Bachiller de Ciudad-Real, la de Fernán Pérez de Guzmán, de Fernando del Pulgar y mosen Pedro de Valera. Este empeño del autor de las Trescientas, nos hace ver que todavía en su tiempo no se había fijado el idioma, y que unos cuantos escritores de primer orden podían haberlo dirigido felizmente por un rumbo determinado, aunque fuese contrario a la corriente vulgar.
Pues bien, cincuenta años después de establecida la Inquisición, la empresa hubiera sido temeraria y loca, como lo fue más tarde en manos de Góngora y los cultos; prueba evidente de los progresos que para entonces había hecho el romance. En efecto, Granada, León, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Cervantes, Rivadeneira, Estella, Mendoza, Fuentemayor, Acosta, Mariana, Yepes, Sigüenza, Malon de Chaide, Zárate y otros cien escritores más de los tiempos inquisitoriales, mostraron que la lengua no podía ser ya más sublime y afectuosa en la expresión del sentimiento, más rápida y vigorosa en las sentencias, más rica, varia y pintoresca en las descripciones, ni más precisa y exacta en la exposición de la doctrina.
Esta prueba negativa del influjo del Santo Oficio en la perfección de la lengua castellana nos parece concluyente; pero aun podemos presentar argumentos directos y positivos que confirmen nuestro aserto.
A primera vista parece que un tribunal establecido para conservar en nuestro pueblo la pureza de la fe, nada tuvo que ver con la precisión y gallardía del idioma: más a poco que se reflexione en que la fe no ha de quedar oculta en el entendimiento, sino que ha de manifestarse exteriormente por medio de la palabra, nos convenceremos de que el Santo Oficio no podía menos de cuidar con esmero, cumpliendo en ello el principal deber de su instituto, de que la palabra religiosa y sobre todo la teológica y dogmática fuese propia, precisa, rigorosamente técnica. Y cómo de la teología depende la metafísica, siendo como es esclava de la ciencia de Dios, la vigilancia del Santo Oficio debía extenderse naturalmente al lenguaje filosófico. De aquí esa flexibilidad que hemos notado en nuestro idioma para expresar todo concepto metafísico; de aquí esa facilidad de tomar de la lengua latina, que es el idioma oficial, por decirlo así, de la religión en las regiones occidentales, toda palabra necesaria para expresar ideas teológicas y escolásticas.
Pero hay más: el influjo de la Inquisición en el lenguaje no se circunscribía meramente a la exposición del dogma, sitio que se extendía a la moral, como quiera que esta sea una parte esencialísima de la teología. Influyendo la Inquisición en la propiedad del lenguaje teológico moral, había de influir incontestablemente en el decoro y decencia de la frase. Libros, en efecto, que se sometían a la censura eclesiástica, no podían pasar sin corrección y expurgo, si el censor veía en ellos algo que ofendiese a la moral y a las costumbres. El escritor que se sometía a la corrección había de procurar en lo posible no ser corregido, y para ello tenía que adquirir el hábito de la cultura y decencia. Este hábito, común a todos los escritores, poco a poco había de hacerse general y descender del escritor al lector, y del lector al vulgo. ¿No se está aquí viendo la influencia directa, positiva e inmediata del Santo Oficio en el pulimento y perfección del habla castellana?
Los hechos lo comprueban además. Por efecto de la sencillez de costumbres y de la falta de cultura, nuestros escritores del siglo XV, particularmente los autores de obras de imaginación, abundan en expresiones groseras, hoy chocantes e indecorosas; pues bien, esta falta fue desapareciendo poco a poco, y al lenguaje sensual y lúbrico de nuestros novelistas y poetas del siglo XV sustituyó el más limpio y aseado de nuestros dramáticos, así eucarísticos como profanos. Si algún resabio les quedó de la antigua grosería, más que a malicia debe atribuirse a candidez; pues por lo demás, aun el lenguaje amatorio, a fuerza de ennoblecerse, adoptó una forma de sutileza platónica que no pocas veces perjudica a la naturalidad de la expresión y al verdadero sentimiento. Este, por lo regular, hay que buscarlo en los autores místicos más que en los profanos; porque aquellos calentaban la dicción y el estilo al fuego del amor divino, y derramaban el corazón sin miedo de perderlo y de mancharlo, y estos, temiendo enlodarse con el deleite terrenal, se remontaban a las esferas de lo ideal y se perdían en lo conceptuoso.
El influjo de la Inquisición en la perfección del habla castellana se ve palpable en los dramas sacramentales y en las canciones y demás poemas sagrados. Sin una autoridad que constantemente vigile por la pureza de la fe, es imposible que en metro y en idioma vulgar se escriba con tanta agilidad como precisión, con tanta abundancia y soltura como propiedad sobre materias en que, no usando el vocablo propio y técnico, se expone uno a decir lo que no debe y a hablar, o con vaguedad o con error. Los conocimientos, tanto teológicos como filosóficos eran generales; pero esta sabiduría común, suficiente para la inteligencia del escrito, no bastaba para la propiedad con que debe expresarse el escritor: y cuando vemos que el poeta de los autos sacramentales, venciendo la dificultad del metro y del consonante, trataba los más sublimes y delicados puntos de teología, como pudiera hacerlo un catedrático de prima que compusiese en latín, tenemos que reconocer la mano del Santo Oficio, que revisaba y corregía todas estas obras.
Estimulados los ingenios por esta censura, se esforzaban en no dar lugar a ella, para lo cual no tenían más remedio que estudiar y aguzar el entendimiento enriqueciendo la lengua, embelleciéndola con palabras y giros latinos, haciéndola cada vez más culta, decorosa y elegante.
Es indudable, pues, que la Inquisición, lejos de haber puesto obstáculo alguno a los progresos del habla castellana, contribuyó eficacísimamente a la perfección que alcanzó en su tiempo: y siendo, asimismo evidente, que en la construcción gramatical de esta lengua hay una libertad íntima que habla al corazón lisonjeando al propio tiempo los sentidos, resulta igualmente demostrado que la censura inquisitorial en nada absolutamente daña a esta libertad que responde armónicamente a la del espíritu. Tan cierto es, que el Catolicismo es el único amigo de la verdadera libertad, y que esta anida siempre en el seno de toda institución católica, sin excluir la del Santo Oficio.