Francisco Navarro Villoslada
De la filosofía popular en España
Estudios sobre la inquisición española en sus relaciones con la civilización
Siendo la filosofía la primera y más alta de las ciencias humanas, la ciencia de las últimas razones de las cosas, es moralmente imposible que exista, ni haya existido jamas en el riguroso sentido de la palabra un pueblo de filósofos.
Tan lastimado quedó el entendimiento humano con la culpa original, que entregado a si propio, caminó como a tientas aun después de la revelación primitiva, y apenas pudo producir en la investigación de la verdad más que delirios y crasísimos errores; y hallar a fuerza de perspicacia, de reflexión y de largos y constantes estudios tal cual verdad incompleta, restaurando tradiciones cuasi borradas, pero nunca completamente desvanecidas, ha constituido el mérito de los grandes hombres de imperecedera memoria en los siglos de paganismo. Tales son, en efecto, los gloriosos timbres de Aristóteles, Platón, Sócrates, Pitágoras y algunos otros filósofos de la antigüedad: y, sin embargo, ninguno de ellos, ni todos ellos juntos han resuelto jamás, como dice San Agustín, los tres grandes problemas de la filosofía: los problemas del ser, de la verdad y del bien.
Aun después de haber brillado la luz en las tinieblas, de haberse hecho carne el Verbo divino y de habitar entre nosotros, siendo camino, verdad y vida, la filosofía no puede ser popular en nación alguna, en el sentido de que todos los que racionalmente discurran hayan de discurrir por altísima y soberana manera. Dios no vino al mundo para hacer al hombre sabio, sino para hacerlo santo y justo, y las palabras altas no dan santidad ni justicia: solo la vida virtuosa es la que nos hace gratos a los ojos de Dios.
Ciertamente la bondad que Dios exige de nosotros requiere el conocimiento y creencia de verdades muy encumbradas; pero estas verdades sobrenaturales, necesarias al último fin del hombre, se alcanzan con la fe, fundada en la autoridad de la infalible palabra divina, mientras que las verdades naturales de la filosofía descansan únicamente en la evidencia humana, en cierta serie de principios indemostrables que el entendimiento percibe con tal claridad que tras ellos no hay razones, pues se presentan con inmediata evidencia y por lo tanto subyugan la razón.
Por otra parte, Jesucristo vino al mundo a redimirnos del cautiverio del demonio, a volver el hombre al estado de gracia primitivo, no a restituirle en el orden de la naturaleza a su primitivo estado de clarísima luz de inteligencia y de rectitud de voluntad; y necesitando nosotros como necesitamos de grande entendimiento para comprender las últimas verdades que forman la universalidad y unidad de la ciencia filosófica, nunca esta podrá ser general, ni patrimonio de los necios cuyo número es infinito; siempre han de ser escasos los filósofos en una nación, por mucho que entre sus habitantes florezcan los estudios y descuellen la agudeza y profundidad de ingenio. Por eso, repetimos, que un pueblo de filósofos es un verdadero imposible moral.
Más, a pesar de cuanto llevamos dicho, puede existir y de hecho ha existido y existe en las sociedades civiles una filosofía verdaderamente popular. Cuando en la Edad Media salió del desierto un oscuro ermitaño y persuadió a príncipes y pueblos a rescatar el Santo Sepulcro y echó sobre el Asia la mitad de Europa, ¿qué razones daba para convencerlos? Nada más que esta: –Dios lo quiere. Razón verdaderamente última de las Cruzadas; porque no hay ninguna superior para el cristiano a la soberana voluntad de Dios. El panteísmo emanantista de la India, el paganismo de los gentiles, el Catolicismo, el mahometismo, el protestantismo, en fin, han producido su filosofía y la han popularizado en todos tiempos, y de la popularidad de los diversos sistemas filosóficos que proceden de tan diversas creencias ha nacido la varia índole de las razas y sociedades en que han dominado.
¿Cómo, pues, no pudiendo ser popular la filosofía existe realmente filosofía popular?
Esta aparente contradicción nace de la diferente acepción en que tomamos unas mismas palabras. Cuando decimos que la filosofía no puede ser popular aceptamos el riguroso sentido de la palabra filosofía, considerándola como ciencia que da las superiores razones de las cosas; cuando confesamos que existe una filosofía popular entendemos, no la razón científica y verdadera de todo cuanto existe, sino la razón que el pueblo alcanza, la razón última para el pueblo, que puede ser muy bien razón falsa, o razón de un orden secundario para la verdadera ciencia. Porque, no hay duda, el hombre se siente inclinado por su naturaleza a buscar la razón de cuanto percibe y conoce. El niño siempre está preguntando el por qué de todas las cosas: el hombre de más rudo entendimiento siempre desea saber la causa de lo que siente, y no se aquieta hasta haber encontrado la última razón, esto es, la razón que le deje convencido.
De donde se sigue que cuanto más se acerque la filosofía popular a la verdadera filosofía, tanto mas se acercará un pueblo a la verdadera civilización, tanto mas culto e ilustrado será este pueblo, porque sabrá darse mejor razón de mayor número de verdades.
En esta parte, los pueblos católicos llevan, como en todo lo bueno, inmensa ventaja a los pueblos que profesan una falsa religión cualquiera.
El pasaje tantas veces citado del racionalista francés Mr. Jouffroy, acerca de las verdades filosóficas contenidas en el Catecismo católico, lo prueba concluyentemente. En efecto, un niño cristiano recién salido de la escuela, una humilde viejecilla que no hubiere olvidado el Astete, habrían dejado asombrados a Sócrates y Platón al contestarles satisfactoriamente acerca de los más altos problemas que ellos trataban en vano de resolver. Todo cristiano conoce el Ser, la Verdad y el Bien, y aunque los conozca por la revelación, cuyas verdades no son siempre evidentes, comprende la evidencia de los motivos de la fe, y por consiguiente, su fe es racional y tiene fundamento filosófico.
Habiendo probado, pues, que el pueblo español, en los tiempos llamados de oscurantismo, esto es, en los siglos inquisitoriales, sabía no sólo el Catecismo de la doctrina cristiana, sino la teología, no tenemos que esforzarnos mucho para concluir que ese mismo pueblo sabía toda la filosofía que es dado conocer a las muchedumbres.
Habitualmente se nutría su inteligencia con este sustancioso alimento, que podemos llamar también en cierto sentido el pan de los fuertes. La predicación de la palabra divina era copiosa, la enseñanza segura, la fe inmensa, el entusiasmo por la verdad religiosa ardiente y emprendedor. Con tales elementos, no es de extrañar el progreso y extensión de la filosofía popular en España.
Había también una razón principal para que esta cundiese rápida y fácilmente. De la unidad religiosa nace la unidad filosófica, y toda unidad es esencialmente fecunda y maravillosamente activa. Seguiase en las escuelas sin contradicción la tradición científica elevada a la sazón por Suárez a su mas alto grado de esplendor: no se conocía, ó con admirable instinto se rechazaba después la revolución filosófica iniciada por Descartes, que como fundada en la duda, era tan opuesta a un pueblo que vivía por la fe y para Dios; y merced a la unidad de doctrina se conservó en España mas que en ninguna otra parte, la verdadera filosofía católica, la filosofía escolástica, que hoy solo desprecian los ignorantes y que los hombres pensadores, los verdaderos católicos se esfuerzan por restaurar. «Toda la atmósfera filosófica de nuestros tiempos, dice el ilustre Prisco, anuncia un próximo regreso a esta filosofía, y nadie sino los ignorantes deja de respirar esa atmósfera.»
Para probar que el pueblo español, en los tiempos a que nos referimos conocía, y saboreaba las principales verdades filosóficas, no hay más que poner de manifiesto sus portentosos conocimientos en teología, y esto ya lo hemos dicho en una serie de artículos que se publicaron en el mes de Diciembre próximo pasado; para llegar directamente a esta conclusión tendríamos que recurrir a los refranes que como obra espontánea del pueblo son la cifra y compendio de su sabiduría; más tratando de hacer ver las aficiones del pueblo a la escolástica, hay necesidad de recordar las obras destinadas a lisonjear el gusto y conquistar los aplausos de la muchedumbre.
El campo que debíamos recorrer para esta prueba es inmenso y no alcanzarían para ello ni nuestras propias fuerzas, ni los límites de un escrito destinado a ver la luz en un periódico. Afortunadamente los hechos son tales, que basta apuntarlos para que todo lector medianamente ilustrado los admita sin contradicción.
En efecto, todos, amigos y adversarios, convienen unánimes que el sabor, el espíritu escolástico es uno de los caracteres, o si se quiere defectos de la literatura española. De escolasticismo adolecen nuestros libros de caballería, de escolasticismo nuestras novelas principiando por la Celestina y concluyendo por el Desiderio y Electo. El escolasticismo se muestra en la poesía lírica y épica, y hasta se le ve asomar a nuestros romances.
Si de aquí pasamos a la dramática los popularísimos autos sacramentales son tesis filosófico teológicas desenvueltas en el fondo con iguales medios que en una Academia. Poco conocimiento del teatro profano se necesita para conceder que en nuestras antiguas comedias, aun en las de capa y espada, la acción se interrumpe con frecuencia para dar lugar a discusiones filosóficas en que los galanes, y a veces las mismas damas, sostienen el pro y el contra de una proposición en forma silogística y sobre materias sutiles y puramente metafísicas, con la misma gravedad y empeño que si estuviesen en el aula con sotana y manteo.
Hay sobre todo en nuestro teatro antiguo, tanto sacramental como profano, una costumbre a que no se falta jamás, que es la de poner en boca de los dos principales personajes, galán y dama, sendas relaciones sumamente prolijas, en que el poeta suele agotar todo su ingenio para dar ocasión de que brille el arte del actor. ¿Qué son por lo regular estos obligados trozos del poema dramático español sino pura filosofía escolástica, que unas veces constituye el fondo del asunto y otras transpira por cada una de las cláusulas del relato?
¿Ni qué otra cosa que escolasticismo eran los desires de la corte de D. Juan II, en que tomaban parte desde los mismos Príncipes y magnates hasta los judíos?
Es, pues, indubitable que la filosofía escolástica se mezclaba mas ó menos, pero siempre notablemente en todas las obras de imaginación y principalmente en aquellas que estaban destinadas a cautivar el ánimo del vulgo. No es nuestro ánimo calificar el hecho mirándolo por el prisma del buen gusto literario. Nos basta hacerlo constar para deducir de él una consecuencia tan natural que no creemos que nadie se atreva a negarla. Si esto se hacía general y constantemente, señal de que agradaba al publico: y si le gustaba, lisonjeaba sus aficiones; y como no puede haber volición que deje de nacer de la inteligencia en un ser racional, aquello que gustaba al público, del público era comprendido. Se escribía filosóficamente cuando se trataba de dar gusto; luego la filosofía era uno de los placeres predilectos del pueblo español.
Véase, pues, como los hechos evidentes e incontestables examinados con imparcialidad, pero con verdadero criterio, desmienten una vez más a los que afirman que los tiempos de Inquisición eran tiempos de tinieblas y de embrutecimiento.