Juan Manuel Ortí y Lara
Las nacionalidades pequeñas
Hemos visto en La Reforma exaltadas la grandeza y sabiduría de las leyes biológicas de la humanidad, conforme a las cuales es descuartizada por última vez Polonia, y amenazada de muerte toda nación pequeña por el progreso humano que pide a voz en grito la formación de grandes, de inmensos Estados: nos toca, pues, salir a la defensa de la justicia, y por consiguiente del verdadero progreso y libertad legítima de los pueblos personificados en esa misma Polonia, que exhala como nación su postrer aliento bajo la extraña ley de vida (que esto quiere decir ley biológica) que la condena a muerte.
¿Qué razones trae La Reforma para justificar por esta extraña ley biológica que preside al desarrollo progresivo de la humanidad, la extinción de la nacionalidad polaca y en general la de toda nacionalidad subdividida? Nosotros a la verdad no hemos encontrado ninguna; pues no tenemos por razones las palabras en que se nos habla de ideales, desarrollo, progreso humano, leyes biológicas, decretos del destino, y otras a este tenor que son harto comunes en tales casos. Lo que vemos desgraciadamente son hechos, hechos como los acaecidos en Italia, en Alemania, en Polonia, hechos si se quiere consumados, mas no por esta razón justificados. Para las escuelas fatalistas, a que pertenece el articulista de La Reforma, todo lo que sucede, por consiguiente aun los crímenes más odiosos, todo es bueno, santo, todo contribuye al progreso de la humanidad y se acerca al supuesto ideal que sueñan sus nuevos apóstoles. ¿Pero con qué título pretenden estos que el público en general reciba como oro molido la doctrina del fatalismo histórico; y justificar con la teoría de los hechos consumados la conculcación del derecho de nacionalidad en los Estados débiles o inermes por los que tienen fuerza para oprimirlos y aun quitarles la vida?
La constitución de grandes Imperios a expensas de los pequeños, no es cosa nueva, como no lo es cosa ninguna debajo del sol, y por consiguiente mal puede ser mirada como una forma del progreso humano. Dos son los elementos o principios en que se funda lo que llama La Reforma, la ley biológica de la humanidad conforme a la cual se forman las grandes nacionalidades, conviene a saber: de una parte la idea material de la grandeza, cifrada en el número y en el poder físico, y de otra el menosprecio del derecho cuando su poseedor es débil o está vencido. Ahora bien, ¿quién no reconoce estos principios entre los antiguos? La fuerza material fue una de las diosas adoradas por la antigüedad gentílica; lo cual se explica muy bien reflexionando con Bosuet que oscurecida y adulterada en el mundo gentilico la idea de Dios, solo se conservó en los ánimos un vago recuerdo de sus atributos, singularmente del poder y de la grandeza. Todo lo que se mostraba revestido de gran potencia, física especialmente (pues el sensualismo de las costumbres solo había dejado al hombre los ojos carnales), era reputado y adorado por Dios, hasta las mismas pasiones humanas, la ambición por ejemplo, cuyo poder sobre los hombres en su estado de corrupción es verdaderamente estupendo. En cuanto al menosprecio del derecho, sabido es que entre los antiguos estaban divididos los hombres en sus relaciones con el Estado en dos categorías: ciudadanos y enemigos, y estos últimos en vencedores y vencidos. ¿Cuál era el derecho de los vencidos? Ninguno. La Reforma lo ha recordado muy bien: ¡vae victis!
Ahora bien, estos eran los principios del derecho de gentes pagano, de los que habían de originarse necesariamente conquistas, anexiones, extinción de nacionalidades pequeñas, y formación de las grandes, según la ley biológica de La Reforma seguida entre los peces, que unos devoran a otros, los grandes a los pequeños. Léase la historia de los antiguos imperios, y se verá confirmada por los hechos esta verdad. ¿Qué nacionalidad fue respetada del asirio, del persa, del macedonio, del romano? Al fin los unos fueron destruyéndose a los otros, hasta que el último absorbió en su vasta unidad a todos los pueblos y naciones y duró en la dominación del mundo hasta que la piedrecita bajada del monte destruyó la estatua de colosal grandeza, cuyos pies eran de barro.
Hace mucho tiempo que los hombres pensadores, y sobre todo los entendimientos ilustrados por la fe, vienen observando en las sociedades modernas un descenso rápido del punto de verdadera grandeza moral a que fueron elevadas por la Iglesia. La vida interior de los pueblos, las costumbres públicas, el culto de los intereses materiales, la triste condición del pobre, todos son indicios de esta decadencia, que bien mirada no es otra cosa que un retroceso a la brutalidad pagana. Pero todavía resalta mas esta degradación espantosa en el orden de las relaciones internacionales De los dos últimos principios que la razón humana había proclamado por sí misma en los últimos tiempos, a saber, el equilibrio europeo, y el derecho de las nacionalidades, el primero sobre ser puramente mecánico y de todo punto extraño a las exigencias de la justicia y del derecho, está violado hace ya tiempo, como lo prueba el rompimiento de este mismo equilibrio, en el estado presente de las cosas, recientemente observado por el conde de Chambord; y en cuanto al otro principio de las nacionalidades, este no debe entenderse de las que no están subdivididas, es decir, de las que son débiles y pequeñas y carecen por consiguiente de fuerza para resistir la tendencia absorbente de los Estados poderosos. Aquí tenernos, pues, si no la adoración de la fuerza bajo una forma mitológica, por lo menos la constitución de su reino, sustituido al reino del derecho, menospreciado y conculcado en el débil, en el pequeño. ¿Qué resultará de aquí? Resultará que la tendencia del progreso moderno a la extinción de toda nacionalidad subdividida, roto el equilibrio europeo, y conculcado el derecho en Italia, en Polonia, se convertirá en un hecho fatal, constituyéndose grandes Estados, y acaso uno solo, el imperio todo carnal, opresor, que está augurado, y que bien puede ser el reino del Antecristo. Entonces volveremos a estar en plena Babilonia, cuando cautivos los hijos de Israel, pretendía el cesarismo dominador en la persona de Nabucodonosor que el mundo entero hincase las rodillas delante de su estatua.
Lejos estamos, pues, de negar la tendencia pagana a que se refiere La Reforma; lo que negamos es, que los hechos en que esta tendencia se va mostrando sean una ley de la humanidad (¡pobre humanidad si Dios le hubiera puesto por imposible semejantes leyes!); lo que negamos es que hechos tales como la extinción de Polonia, y en general la constitución de grandes Imperios modernos levantados sobre el pedestal de la fuerza sin derecho, que oprime y mata a los Estados pequeños, sea un progreso de la humanidad, como dicen, y no un espantoso retroceso al paganismo bárbaro en que era adorada la fuerza material bajo la forma de la grandeza mecánica y bajo la otra forma del atractivo de las pasiones. ¡Maravilloso progreso!
No, las nacionalidades pequeñas no pueden moralmente ser absorbidas, devoradas, asimiladas por las grandes. ¡Ah! si todo lo pequeño hubiese de perecer en el mundo! Años pasados decía un católico sincero, que cuanto un Estado era más pequeño, tanto era más grande el soberano: nadie ciertamente pudo pasar por tamaña paradoja; pero no lo sería si se dijese que cuando el Estado es más pequeño, más débil, más desamparado, tanto es más fuerte, más sagrado, más inviolable su derecho a ser respetado de los demás. La justicia no se mide por las leguas de territorio, ni por el número de los fusiles, o el alcance de los cañones. Aunque se aplique a intereses pequeños, ella es grande, infinitamente más grande que todo interés en cuyo nombre se la quiera sacrificar. Y aunque se divida y subdivida el objeto a que se aplica, ella no se divide, porque es una, eterna, indivisible. Las nacionalidades subdivididas pueden, pues, invocarla contra las grandes nacionalidades; y cuando su clamor no es oído, cuando la fuerza responde a esta invocación sagrada del derecho, la tiranía podrá consumarse, pero la conciencia cristiana protestará en nombre de la justicia, e impedirá siempre que se erija en principio, en ley biológica del progreso humano el hecho reprobado por ella.
Hemos invocado hasta aquí simples consideraciones de justicia en pro de las nacionalidades subdivididas; pero bien pudiéramos invocar asimismo grandes razones de verdadera utilidad; pues como sucede siempre, lo útil es consecuencia indefectible de lo justo. Las naciones pequeñas, como las grandes, tienen su vida propia, y toda vida tiene su principio en el Criador y conservador de las cosas, que nada ha hecho sin razón suficiente, ni sin que forme parte del orden universal de las cosas, no ya sólo las naciones pequeñas, pero hasta el más vil insecto. Nada hay más contrario a este orden que la uniformidad abstracta de los mecanismos humanos, donde falta la riqueza, la variedad, la armonía, sin las cuales el orden mismo no se concibe. Así el reino internacional como el animal, consta de especies superiores e inferiores, de individuos grandes y pequeños, de fuerzas y elementos varios en grandeza, influencia, origen, tendencias, todo lo cual constituye la gran riqueza de una civilización una y varia juntamente, como todo lo que es verdaderamente grande y bello. Así por las mismas razones del progreso de la humanidad y aun del verdadero interés de los grandes Estados, que en nada difiere de la justicia, deben estos respetar los Estados menores y mínimos que concurren al equilibrio, a la paz, a la armonía del conjunto, y a su mayor gloria y ornamento; porque como se ha observado muy bien, el amor patrio, mayor en los Estados pequeños, produce maravillas, y explica en parte que en todos los ramos de la humana cultura sea proporcionalmente mayor el número de nombres ilustres que recuerdan obras grandes y bellas, gloria de las letras, de las artes, y en general del genio y del poder del hombre. Decimos en parte, porque nada valdría aquel amor sin el auxilio de Dios, que se complace en valerse de lo que es pequeño humanamente hablando para las cosas grandes que tocan al gobierno de su Providencia.
Pero vamos acaso siendo ya difusos, y es razón concluir. «Borrar del catálogo de las naciones, diremos con un autor ilustre por su ciencia cristiana, aun a la menor de todas ellas, fuera del caso en que sea justo que perezca para la salud de los demás; no sólo es un asesinato político que clama venganza, sino un crimen salvaje que, destruyendo un resorte oculto pero necesario o muy útil para la vida de todos, puede ser causa de una desorganización universal.» (Martinet, Science social, libro III, capítulo III.)
Juan Manuel Ortí y Lara