Filosofía en español 
Filosofía en español


Pedro Felipe Monlau

Breves consideraciones sobre el estado de la civilización

 
Damos cabida con el mayor gusto y con la competente autorización, al discurso pronunciado en la Universidad Central de Madrid por nuestro, apreciable colaborador el señor don Pedro Felipe Monlau, con motivo de la solemne inauguración del año académico de 1853 a 1854. El asunto es tan propio de la Revista, esta desempeñado de una manera tan agradable, y hay tal analogía entre este escrito y el de Mr. Chevalier, que le precede, que nada podría elegirse mejor para servir de introducción a nuestras futuras tareas.

I.

Grave compromiso es siempre el tener que hablar en público; pero sube de punto la gravedad del conflicto cuando, al tener que hablar en público, hay que llevar la palabra en nombre de una corporación, y de una corporación tan respetable como es el primer cuerpo académico del reino. Y ¡en qué día, señores! En el día mas notable del año escolar; el día en que la Universidad central abre sus puertas al público, y recibe solemnemente en sus salones a los personajes mas ilustres de la corte, y pueblan estos bancos los maestros y doctores en todos los ramos del humano saber. Añadid a estas circunstancias la suma dificultad de escoger un tema apropiado; la dificultad todavía mayor de desenvolverlo de un modo conveniente; la imposibilidad absoluta, en fin, de luchar con el brillante recuerdo que en vuestra memoria han dejado los dignísimos profesores que me antecedieron en este sitio; y fácilmente [12] comprenderéis cuan apurada debe ser mi posición, y cuan acreedor soy a que me oigáis con benignidad y me juzguéis con indulgencia.

Así lo espero, señores; y en tal confianza comenzaré desde luego diciéndoos que después de haber revuelto en mi mente cien asuntos diversos, y de haber desechado unos por extremadamente generales o vagos, otros por demasiado especiales y concretos, y todos, por consiguiente, impropios del carácter de esta solemnidad literaria, me fijé, por último, en presentaros algunas breves consideraciones sobre el estado de la civilización; no de aquella civilización de forma fija que gobernó en otros tiempos el mundo, y que todavía reina en el Asia enervada y fatalista; sino de la civilización en su forma perfectible, de la civilización moderna tal cual ha cundido y va cundiendo mas o menos en todas las naciones de Europa, bien que en ninguna se haya desenvuelto todavía lo bastante, ni dado todos los frutos que de la acción de sus elementos es lícito esperar.

No trato el incontrovertible dogma de la primitiva caída del hombre y de su rehabilitación posterior: dejo, como se supone, a un lado la poética tradición de la edad de oro, no menos que la cuestión, agitada entre algunos filósofos gentiles, de si el hombre es o no un ángel caído que se acuerda del cielo. Estas ideas, que recorrieron sucesivamente la India, la Persia, la Judea, la Grecia, la escuela gnóstica y las varias escuelas de Alejandría; esas ideas, que también se distinguen claramente en el dogma oriental de la emanación y en la doctrina platónica de la reminiscencia; esas ideas, en fin, que al través del espacio y del tiempo han llegado hasta nosotros felizmente depuradas, exigirían explanaciones demasiado eruditas, y ajenas, por lo tanto, de un sencillo discurso de inauguración. No subiré tan alto: dejaré también en paz las civilizaciones que ya fenecieron; y abarcando tan solo los tiempos históricos mas cercanos a nuestra época, veremos qué juicio debe formarse de la civilización presente, de la civilización en cuya atmósfera vivimos.

II.

Determinado así con toda precisión el objeto de mi discurso, permitidme llamar ante todo vuestra atención sobre el hecho singular de que no parece sino que la barbarie tenga declarada oculta guerra a la civilización, sosteniendo contra ella una lucha, ya que no de rivalidad, [13] porque es imposible, de venganza al menos, aunque impotente. Señales inequívocas (aunque por algunos tal vez inadvertidas) de esta sorda lucha son la deplorable constancia con que en todos tiempos se vienen poniendo en tela de juicio las ventajas de la civilización, hasta por sus propios hijos, y la singular pertinacia con que determinadas sectas y escuelas se afanan por destruir, directa o indirectamente, el progreso social. Ya Horacio, por ejemplo, sin duda en un desfogue de mal humor, aseveró por remate de una de sus bellas odas (la 6.ª del libro III), que sus padres eran mas malos que sus abuelos, y que a la generación contemporánea había de seguir una progenie todavía peor. Desde entonces, el

Aetas parentum, pejor avis, tulit
nos nequiores, mox daturos
Progeniem vitiosiorem

ha sido la cita predilecta de los pesimistas y misántropos de todos los siglos. —Poco mas de cien años hace (en 1750) la Academia de Dijon adjudicó un premio a J. J. Rousseau, por haber resuelto negativamente la cuestión de si el progreso de las artes y de las ciencias había contribuido a depurar las costumbres, que era uno de los temas señalados en el programa de aquel cuerpo académico; y todos sabemos que el filósofo ginebrino, después de haber empezado su ruidosa carrera lanzando elocuentes maldiciones contra la civilización, acabó, como era de esperar, blasfemando de la sociedad misma y haciendo el panegírico del estado salvaje.— Desde entonces no han escaseado tampoco las manifestaciones contra la civilización. Ved, si no, la doctrina de esa escuela insensata que propone una comunidad de bienes imposible, y que, ignorando quizás cuan de antiguo esta desacreditado su sistema, sueña todavía en el absurdo maridaje de la vida selvática con las riquezas y los goces de la civilización. Ved esas otras escuelas, o hipócritas, o por demás candorosas, que, respetando en apariencia el orden social, pugnan, sin embargo, contra el orden político existente, cual si este fuese otra cosa que el conjunto de las leyes y de las instituciones que afianzan el orden social y conservan el fruto precioso de la civilización; y cual si el buen sentido no hiciese ver a priori, y una dolorosa experiencia no hubiese mil veces comprobado, que la una de esas escuelas lleva vía recta a la tiranía, quo es la sangrienta exageración del principio de gobierno, y que la otra conduce a la anarquía, que es la negación de todo orden político, [14] y da rienda suelta a todas las tendencias salvajes. —Observad, por otra parte, como no hay descubrimiento de alguna importancia (la pólvora, el alcohol, la imprenta, el vapor, &c.), cuya utilidad no haya sido tenaz y sofísticamente impugnada, ni institución conocidamente provechosa (los hospitales, los ejércitos permanentes, el crédito público, los bancos, &c.) que no sea combatida a pretexto de sus aplicaciones accidentalmente erróneas o abusivas. —Notad, por último, como en nuestros días, elevándose de lo particular a lo universal, o generalizando el problema, a cada paso, y con cualquier motivo, se suscita la cuestión de si la cultura del siglo es un bien o es un mal; y convendréis en la realidad del fenómeno que os he indicado, y que consiste en una hostilidad permanente del atraso civil y social contra la civilización adelantada de nuestros días. Razón de sobra tiene, pues, el lenguaje común en dar a los progresos de la cultura social el nombre de conquistas: si, porque cada paso que da la civilización le cuesta una batalla, cada triunfo es una verdadera conquista. No se ha perdido, no, la raza de los hunos y de los vándalos; ora vergonzantes, ora osados, existen todavía, solo que no vienen ya del Oriente, ni del Septentrión, sino que viven entre nosotros, visten el traje moderno, y al amparo de la misma civilización que combaten, están, o espesando las tinieblas de la ignorancia, o propagando los desvaríos del error.

Esa hostilidad, mas o menos sorda, mas o menos deliberada, existe siempre; el hecho de que os he hablado es evidente: tan peligroso fuera desconocer su presencia, como locura seria exagerarnos sus proporciones. Estudiémosle, pues, sin miedo y sin cólera; discutamos con calma y sin enojo: la civilización moderna esta ya sobrado robusta, y su causa es demasiado buena para temer la crudeza del combate ni rehuir la severidad del examen.

¿Progresamos, o retrocedemos? ¿Andamos por el buen camino, o nos vamos descarriando? Esa atmósfera que nos rodea, ¿debe llamarse verdadera civilización, o mas bien perversión social, como dicen otros? ¿Es cierto, según escribió Horacio, que cada generación va siendo peor? — Acerca de todas estas cuestiones, que diariamente oímos proponer, no vacilo en anticiparos mi opinión: yo creo que estamos en el buen camino: yo creo que la civilización europea, es decir, nuestra sociedad presente, en su estado actual, con sus instituciones y sus creencias, con sus hábitos y sus costumbres, con su literatura y sus artes, con su caudal científico y su industria, con sus practicas y sus tendencias, con todas sus ventajas y todos sus inconvenientes, y si se quiere hasta con [15] sus temeridades, es mil veces preferible, no solo a la vida de las hordas errantes del Cabo de Buena Esperanza, por ejemplo, sino también al estado social de Europa en cualquiera de los períodos de la historia moderna que se puedan designar.

Veamos lo que se alega contra esta tesis.

III.

En el orden material y científico apenas si encuentran terreno donde sentar su planta los mas fieros adversarios de la civilización contemporánea. ¿Quién osara sostener que el adelantamiento de las ciencias y de las artes es un mal? ¿Quién se atrevería en estos tiempos a reproducir, con formalidad o de buena fe, los rebuscados argumentos y las pueriles argucias del laureado por la Academia de Dijon? ¿Y quién negara, por otra parte, los espléndidos adelantamientos que en dichos ramos se están haciendo todos las días? Para negar el progreso científico seria preciso negar la historia. Compárense las ciencias exactas y físicas en su estado actual con el que tenían, no ya en tiempo de Tales y de Pitágoras, sino en el siglo XVI, cuando la restauración literaria; comparad la historia natural, no ya de Punió, sino la de Lineo y de Buffon, con la de Lamarck y de Cuvier; la alquimia de Paracelso, y hasta la química de Lavoisier, con la de Dumas y la de Liébig; la astronomía de los siete planetas y de Ptolomeo, con la de Herschel, Arago y Leverrier: comparad, y mediréis con asombro el inmenso camino que hemos andado.

Paralelo con el de las ciencias ha corrido el progreso de las artes. La brújula, la pólvora y la imprenta, que parecían a nuestros abuelos el non plus ultra de las invenciones, han tomado mil nuevas formas en los tiempos posteriores, y recibido el poderoso refuerzo del vapor y de la electricidad. En el siglo pasado Franklin arrebató el rayo a las nubes (Eripuit cœlo fulmen, según la enérgica expresión de Turgot); pero nosotros hemos hecho mas; hemos cogido en nuestras manos aquel rayo, y lo vibramos inofensivo para trasmitir instantáneamente el pensamiento del uno al otro confín de la tierra. Puestos ya a dominar esos misteriosos fluidos imponderables e incoercibles, y no contentos con haber amansado el eléctrico, hemos mandado a la luz que puntualizase sus reflejos, excusándonos de errores y de ensayos en la reproducción de las imágenes, y hemos sido obedecidos' cualquiera de los primores fotográficos [16] que desde Niépce y Daguerre se vienen sucediendo lodos los días, bastaría para inundar de gloria a todo un siglo. Dos años hace que en la metrópoli de la Gran Bretaña hubo una ostentosa parada universal de los productos de la industria humana: y ¿quién, al recorrer aquellas interminables galerías del Cristal-Palace, no sintió henchírsele de orgullo el pecho, y no prorrumpió en himnos de alabanza a Dios, por haber permitido que formemos parle de una generación que tan las y tales mara villas crea en sus fabricas y talleres? ¡Ah! si la civilización no es otra cosa que la eterna tentativa del espíritu para domar la materia; si cuando Dios dijo a nuestros primeros padres «poblad la tierra y sojuzgadla» (…Replete terram et subjicite eam... Génesis, cap. I, v. 28), no hizo mas que intimar a la humanidad la obligación que tenia de civilizarse y progresar, forzoso es convenir en que la edad presente esta correspondiendo de Heno a aquella intimación divina.

En los ramos que comprende la erudición pura, como la filología, la arqueología y la historia propiamente dicha, ciertamente que tampoco nos hemos quedado estacionarios. Los descubrimientos hechos de un siglo a esta parle, los monumentos preciosos arrancados a la destrucción y al polvo, los antiguos símbolos desnudados del velo que los encubría, y los antiguos dialectos exhumados y descifrados tras largos siglos de olvido, son triunfos pacíficos, cuya importancia no a todos es dado comprender, pero triunfos verdaderos que enaltecen la inteligencia y pasman a la imaginación.

En punto a instituciones, leyes y costumbres, en punió a aquellas relaciones sobre que descansa la sociedad humana, es indisputable también la perfección que hemos alcanzado. Ya no es la fuerza la que gobierna el mando, sino la inteligencia, o mejor dicho, lo gobiernan la justicia y la humanidad, que todavía están mas altas que la inteligencia. La guerra no es ya la última razón de las naciones y de los reyes. El hechizo de las ciencias, tos portentos déla industria y la intrepidez del comercio, van borrando los odios añejos y las rivalidades tradicionales de pueblo a pueblo; la navegación, antes reducida, tímida y lenta, y hoy extendida, osada y veloz, ha dado vida y animación a nuestras costas, ha borrado toda distinción entre islas y continentes, y nos esta sirviendo de vehículo para llevar la luz del Evangelio y los demás beneficios de la civilización a los climas mas remotos; la Europa no forma ya casi mas que una vasta confederación; la esclavitud ha desaparecido de lodos los países cultos; la igualdad civil esta a punto de prevalecer en aquellos que aun no la tienen establecida, y todas las clases de la sociedad europea [17] empiezan a convencerse de que el principio de asociación no esta en manera alguna reñido con el de subordinación, comprendiendo bien que no hay orden social posible sin jerarquías legítimas.

Al propio tiempo que la idea de justicia hace triunfar poco a poco todos los derechos, el sentimiento de humanidad va dulcificando todas las penas. Así, por ejemplo, aquellos suplicios monstruosos, baldón y oprobio de los siglos que ya fueron, aquellos castigos sangrientos, que servían mas bien para pervertir que para corregir a los hombres, están proscritos tanto por las leyes como por las costumbres modernas, y hasta para los mas grandes crímenes la pena de muerte va siendo una excepción cada día felizmente mas rara.

Todos estos hechos, señores, son de tal naturaleza, que no hay sistema ni espíritu de partido que valga para oscurecer su realidad o amenguar su importancia.

Respecto de la vida y de la salud, reina entre algunos la preocupación de que en nuestros días la vida humana es mas corta y mayor el número de las enfermedades que la acibaran. Mas esta preocupación se desvanece fácilmente con solo atender a que la cuestión es de guarismos, y a que los guarismos, en todas las naciones cultas que llevan una mediana estadística, demuestran victoriosamente que al compás de la civilización la población se aumenta y la mortandad se disminuye. Consecuencia de este hecho es que la vida probable ha crecido extraordinariamente, como que en algunos puntos de Europa (Ginebra, verbigracia), su cifra se ha quintuplicado de tres siglos a esta parle. Y la vida media se ha aumentado también de un modo considerable, en razón directa del progreso civilizador y de las comodidades que le acompañan: la duración general media de la vida, en Francia, por ejemplo, .el siglo pasado era de veinte y ocho años, y hoy es de treinta y seis. No hay que dudarlo, señores: a pesar de cuanto en contrario se diga, cada uno de nosotros lleva en los surcos de su frente mas probabilidades de vida que los sobrios conciudadanos de Licurgo; se vive mas hoy que en tiempo de los atletas y de los gladiadores, de los circos y de las palestras; y viniendo a tiempos menos remotos, se vive mas hoy que cuando nuestras calles eran una especie de focos permanentes de infección, y cuando en nuestras iglesias el hedor de los cadáveres subía confundido con el aroma del incienso hasta el tabernáculo del Señor; se vive mas hoy que cuando la policía de salubridad, de comodidad y de ornato, eran nombres sin sentido, o por mejor decir, no existían. Pero ¡qué mucho si la civilización moderna o la higiene pública, que es en esta parle su reflejo, ha fomentado [18] y robustecido prodigiosamente todas las condiciones de longevidad!

No menos errónea es la creencia de que en el día hay más enfermedades, o que estas son mas mortíferas que en otros tiempos. Lejos de esto, la civilización ha anulado aquella desastrosa peste negra, aquellos tifos epidémicos sin cesar reproducidos, aquella asquerosa lepra, aquel horrible fuego de San Antón y las demás gangrenas espontáneas que aterrorizaban y despoblaban la Europa antes del siglo XVI; la civilización ha extinguido el escorbuto de las tripulaciones, perfeccionando la higiene naval en términos de que los buques dan hoy la vuelta al globo sin tener ni una sola baja; la civilización ha hecho perder a los contagios mas groseros la feroz intensidad de sus primitivas apariciones; la civilización, por último, cura las enfermedades comunes por medio de una terapéutica cada día mas sencilla, cada día mas racional y certera. Si en algunos distritos rurales reinan todavía, a manera de fatal endemia, las calenturas intermitentes, o si en nuestros centros populosos la tisis frustra tempranamente la esperanza de centenares de familias, no. lo imputéis a la civilización, sino a la falta de civilización, a los restos de ignorancia y de abandono que todavía subsisten y subsistirán en mayor o menor escala, hasta que el progreso civilizador haya consumado su obra. La civilización no engendra enfermedades, no, antes bien las extingue, o bien las precave, y cuando menos las remedia o las mitiga. Preguntad por la patria de los contagios mas formidables, y respecto a la peste, os dirán que es el Egipto, pero no el Egipto de los Faraones y de los Ptolomeos, sino el Egipto bastardeado y decaído de su antigua y esplendorosa civilización; respecto de la fiebre amarilla, os dirán que es el litoral americano mas atrasado en punto a higiene pública, y para el cólera-morbo, os señalaran su pestilente cuna en las infectas orillas del Ganges que baña las mas hermosas, pero las mas incultas regiones de la India. La barbarie es la que mata; la civilización es la que salva: la barbarie africana es la que nos trajo la viruela; la civilización europea es la que ha descubierto la vacuna.

Quede sentado, pues, que en nuestros tiempos han progresado asombrosamente las ciencias exactas y naturales, las filológicas, las políticas y las económicas; que igual benéfica progresión han seguido las artes y la industria; que a consecuencia de estos progresos se han aumentado las comodidades y se ha difundido el bienestar general, y que por resultado de todo se ha hecho mas larga la duración de la vida humana, y mas corto el catalogo de las enfermedades. ¿Es esto un mal? [19]

IV.

No quieren, sin embargo, darse por vencidos los tenaces y oficiosos censores de nuestra civilización. Derrotados en el campo de las ciencias y de las mejoras materiales, se acogen presurosos al terreno de la moralidad, y allí colocan sus baterías pretendiendo vengar su derrota. Sigámosles en ese nuevo terreno, apaguemos sus fuegos, y destruyamos sus últimos reductos.

Desde luego fuera cosa bien peregrina la coexistencia de esa corrupción moral que se pondera, con la perfección que en la vida física y en el orden material hemos demostrado. Porque ello es innegable que la íntima unión de la parle física con la parte moral del hombre, de las sociedades y de la humanidad, sigue siendo hoy tan necesaria y proporcionada como siempre ha sido; no me negareis tampoco que mores sequuntur temperamentum, como escribió Galeno; y siendo incuestionable también que el rostro es el cristal que refleja el estado interior del espirito, como se ha dicho en todos tiempos, nada tiene que temer la civilización contemporánea, por cuanto su galanura y la lozanía de su aspecto físico ciertamente que no son ni pueden ser señales de depravación moral. Por otra parte, cuando nos remontamos a los tiempos bíblicos, y leemos en los libros santos que la tremenda catástrofe de la cual solo se salvó la familia de Noé, no fue mas que un justo castigo de la universal corrupción de costumbres (Corrupta est autem terra coram Deo, et repleta est iniquitate... Omnis quippe caro corruperat viam suam super terram: Génesis, cap VI, v. 11 y 12); cuando la historia nos revela la profunda depravación que corroía al imperio romano en la época de su vergonzosa decadencia; cuando echamos una ojeada retrospectiva a la edad media, tiempo de turbulenta y dolorosa memoria, noche feudal cuyas sombras cobijaron tanta abyección, tanta inmoralidad y tantas iniquidades; el animo se explaya satisfecho, y con justo engreimiento provoca el parangón de unas épocas con otras, con la seguridad de que la presente hade quedar muy airosa en la prueba. Tranquilas pueden estar las sociedades modernas, y escuchar con calma los cargos de inmoralidad y corrupción que se les hacen. Veamos cuales son esos cargos.

«Si, dicen los laudatores temporis acti; si, es verdad que vuestros [20] laboratorios y museos, vuestros talleres y vuestra industria, vuestros ferro-carriles y vuestros telégrafos, atestiguan algunos progresos y verdaderas mejoras en el orden material y científico; pero en el orden moral retrocedéis de la manera mas espantosa. Estáis poseídos de un vértigo, y, tal vez sin advertirlo vosotros, corréis a un abismo de perdición. Con vuestros flamantes sistemas de gobierno, con vuestra filosofía racionalista, con vuestra literatura emponzoñada, no hacéis mas que encender las ambiciones, galvanizar el cerebro de la juventud, y, por consecuencia de todo, aumentar de un modo casi fabuloso la cifra de la locura y del suicidio. Con vuestras seductoras teorías económicas, con vuestro delirante culto de los intereses materiales, con los descubrimientos de vuestras ciencias y los inventos de vuestra industria, no lográis otra cosa que crear nuevas necesidades; y como son pocos los que pueden satisfacerlas cumplida y legítimamente, son muchos los que tratan de alcanzar su satisfacción por medio de la violencia o de la astucia: testimonio de esta verdad son los espantosos guarismos, cada día crecientes, de la estadística criminal. Los que no tienen valor para un atentado, o fortuna para consumarlo según sus intenciones, van a enconar esa lepra social, cada vez mas hedionda, que vosotros mismos habéis denominado pauperismo. Por último, con vuestra libertad de costumbres, con vuestra educación indulgente, con vuestras frecuentes reuniones de ambos sexos, y con vuestra llamada amenidad de trato, habéis dado rienda suelta a las pasiones mas inmundas; la prostitución y el libertinaje campean con escándalo por todas partes, profanando el santuario de la familia, y aumentando lastimosamente el número de los nacimientos ilegítimos. Podréis tener mucha ciencia, pero de seguro tenéis pocas virtudes. Vuestra cabeza podrá ser muy fuerte, pero vuestro corazón esta podrido. ¡ He aquí los frutos de esa tan decantada civilización!»

No se dirá, señores, que he atenuado los cargos: el cuadro no puede ser mas sombrío, porque he cargado el pincel en la paleta de mis propios adversarios: pero felizmente otras cuatro pinceladas serán suficientes para restituir al lienzo su verdadero colorido, y pocas palabras bastaran para haceros comprender que entre" todos esos cargos no hay ni uno solo que no sea calumnioso, o que no esté inconsideradamente abultado.

Acusan a la civilización moderna de que aumenta la frecuencia ele la enajenación mental, y fundan este cargo en la estadística de los manicomios. Mas, en primer lugar, no hay siglo, no hay época, que no [21] haya tenido alguna idea fija dominante, alguna pasión, alguna manía, alguna preocupación, o alguna extravagancia, que determinara un sacudimiento morboso en el animo de aquella turba de cabezas flojas que ]os médicos alienistas llaman la primera materia de la locura La demoniomanía en algunos siglos pasados; la erotomanía en tiempo de los trovadores y de los caballeros andantes; la corea epidémica en la edad media; el tarantismo en el siglo XV; la brujería y la magia en el mismo siglo y los tres siguientes, nos revelan la serie lastimosa de las aberraciones del espíritu humano. ¿Qué tiene de particular, pues, que en nuestros días las oleadas de la política, y la crisis de la industria o del comercio, ocasionen algunas monomanías ambiciosas o melancólicas? Niego, empero, que su número sea mayor que en otros tiempos; y niego, sobre todo, el valor que se quiere dar al aumento que en sus guarismos ofrecen las tablas estadísticas, porque en ellas no se calcula el aumento general de la población, el aumento de casas de orates, las reformas en estas introducidas, y los progresos de la medicina en el tratamiento de la locura; circunstancias que, con otras varías, hacen figurar en los estados considerable número de dementes que hubieran permanecido encerrados en sus casas, sustraídos a toda estadística, o que habrían sido confinados al lóbrego calabozo de una cárcel, como sucedía en tiempos no muy remotos. No; entre civilización y locura no hay la menor relación de causalidad: lo mas que puede haber es mera coincidencia; y esta coincidencia es un hecho complejo que se descompone en muchos elementos, los mas de los cuales nada tienen que ver con el progreso social. Al contrario, la civilización moderna puede pregonar, con gloria suya, que ella fue la primera que, por boca del filántropo Howard, protestó contra el inhumano trato que se daba a los infelices enajenados; que ella los sacó de sus mazmorras y rompió las cadenas con que desapiadadamente se les aherrojaba, sustituyendo medios de represión mas eficaces a la par que menos aflictivos: la ciencia moderna, en fin, es la que puede alegar como uno de sus méritos mas relevantes, y como uno de sus servicios mas trascendentales, la demostración de que el espíritu no enferma, ni puede enfermar; que en los maníacos no hay nada de sobrenatural ni de maravilloso, como se creía en otros tiempos; y que la causa eficiente de la locura consiste en lesiones puramente materiales del órgano que sirve para las manifestaciones del pensamiento.

En cuanto a esa desmesurada locura llamada suicidio, tampoco es cierto que se note con mas frecuencia en nuestros días. ¡Pues qué! [22] ¿no ha habido en todas épocas, y en todas las naciones, pérdidas en el juego, ambiciones frenéticas y pesares profundos. remordimientos y deshonras, miserias sin consuelo y crímenes sin arrepentimiento, amores burlados o contrariados, esperanzas frustradas, y dolores físicos insoportables? Estas y las demás causas disponentes y ocasionales del suicidio no solo han obrado siempre, sino que en tiempos bien apartados de los nuestros, esa perversión deplorable del instinto conservador ocasionó estragos verdaderamente epidémicos, estragos muy superiores a los que boy arrojan las estadísticas de los países de Europa. En tiempo de Séneca el suicidio fue como contagioso; muchos varones esclarecidos, varios guerreros famosos, se dieron la muerte por sus propias manos: los hombres, dice nuestro filósofo cordobés (epístola XXIV), sentían una especie de necesidad de morir; la vida les parecía una cosa superflua. Horacio nos refiere igualmente en sus Sátiras (lib. II, sal. 3.º} que el puente Fabricio había adquirido tristísimo renombre por el considerable número de personas que desesperadas iban a precipitarse desde él a las aguas del Tíber. Léanse también los tres libros de San Juan Crisóstomo a Estagira, y se verán los desastrosos efectos que por aquel tiempo producía la athymia o la melancolía suicida: regístrenselas obras de los escritores eclesiásticos de los primeros siglos, y se encontraran lúgubremente pintados los estragos que causara en los claustros la aecidia o el tedio de la vida; recuérdense, por un, las locuras homicidas de los demonólatras, particularmente en los siglos X y XI, y se vera bien claro cuan inocente esta la civilización moderna del cargo que se le hace en orden al aumento de suicidios. La destrucción del hombre por sí mismo es un hecho que depende de sus pasiones, y no de su grado de, instrucción o de cultura. La mayor parte de los suicidas atenían contra su vida en el paroxismo del dolor, de la cólera, de la desesperación o de la locura; y estos suicidios accidentales, cometidos en la fuerza del delirio, son hechos que ningún valor tienen en los cálculos de la estadística moral. En cuanto a los suicidios meditados, baste decir que una educación verdaderamente cristiana, una razón ilustrada y un régimen de vida conforme a los leyes de la fisiología y a los preceptos de la higiene, los harían completamente imposibles: y como la civilización no es otra cosa que el resumen de aquellas tres condiciones, claro aparece que la civilización, lejos de favorecer el suicidio, es su mas eficaz y probado antídoto.

Otro tanto debe decirse en punto a la criminalidad. Esos atentados que la prensa periódica se entretiene en consignar uno por uno, y que [23] más que por su número abultan por lo minucioso de sus relatos, así como esas estadísticas judiciales que anualmente se publican, solo estremecen porque levantan el apósito de una llaga que nunca había sido sondada, que nadie siquiera podía, ni osaba, poner francamente al descubierto, como la han puesto en nuestros días los gobiernos de los países cultos. Infinitamente mas os estremeceríais si fuera posible presentaros la estadística criminal de cualquier período de los siglos últimos: entonces cotejaríamos, tomando en cuenta la mayor población actual, y entonces veríamos cuan mal parados saldrían del cotejo aquellos buenos tiempos de ignorancia y de miseria, de falta de comunicaciones y de vigor administrativo, en que no se conocía la policía preventiva, y en que los criminales luchaban a brazo partido con la justicia. La historia de las atrocidades mas inauditas y la Biografía de los criminales mas famosos no las encontrareis en los anales de la civilización moderna: la Selva Negra y los montes de la Calabria por cierto que no han adquirido en nuestros días la vaporosa celebridad de que disfrutan. Por el pronto, la civilización moderna ha disminuido considerablemente el número de atentados contra las personas; y licito es presagiar que, por resultado de sus estudios y consiguientes mejoras en el orden económico, en los procedimientos judiciales, en el sistema penitenciario, en la difusión de las luces y de la educación pública, conseguirán las sociedades europeas reducir al minimum posible la cifra de los atentados contra la propiedad. Si de vez en cuando viene a sorprendernos desagradablemente la noticia de algún sacrilegio espantable, o de algún parricidio atroz, no os dejéis arrebatar del puro sentimiento: consultad la fría y severa razón; examinad imparcial y detenidamente las circunstancias del lugar, de la ocasión, de las personas; examinad además todas las influencias accidentales y pasajeras, y mucho será que de este examen no deduzcáis que no deben atribuirse a la civilización tan dolorosos atentados. El hombre ha nacido para obrar bien; la noción de lo justo es innata en su mente: ¿cómo queréis, pues, que no respete cada día mas la vida y los intereses del prójimo, si cada día se le inculcan mas, y se perfeccionan en su razón, las ideas del deber y del derecho?

A la locura, al suicidio y a la criminalidad, triple censo irredimible que siempre ha gravado y seguirá gravando la condición de las sociedades humanas, se agrega también la miseria física, ya individual o accidental, ya colectiva o extendida a clases enteras y constituyendo lo que se llama propiamente pauperismo. Puesto que cada hombre emplea su libre actividad a su manera, es una consecuencia forzosa la desigualdad [24] de fortunas, y por lo mismo la indigencia. La indigencia viene a ser una especie de enfermedad orgánica de toda sociedad humana, enfermedad que no puede en manera alguna curarse de raíz, y solo sí reducirse, cuando mas, a la categoría de las simples incomodidades inevitables. Ahora bien: ¿será verdad que la civilización aumenta el número de los menesterosos? No: porque la civilización, al paso que enseña la indeclinable necesidad del trabajo, e inculca las ventajas de la previsión, establece como un deber y reconoce como una deuda la asistencia del desvalido; deber inexcusable, deuda sagrada, que no envilece ni con el nombre, ni con el carácter de limosna (compasión). La civilización crea nuevas necesidades, si, pero crea también los medios de satisfacerlas. Axial la estadística demuestra que la población general crece, y que no crece en igual proporción la población indigente: luego el número de pobres se disminuye. Por otra parte, el pobre de la civilización moderna es un Creso, si se compara con el escuálido pordiosero de la edad media o con el andrajoso mendigo del tiempo de nuestros padres. El pobre de nuestros días rara vez os pide ya un mendrugo de pan, porque no la necesita, y hasta desdeña los desperdicios de la mesa del pudiente: lo que necesita, y se le da, es un asilo y una escuela gratuita para sus hijos, un lavadero para la limpieza de su ropa interior, y un bailo para su aseo y regalo; lo que pide y se le otorga, es una caja para imponer sus pequeños ahorros de la semana, y un interés que haga fructificar sus modestas economías. ¿Cuando se han comprendido mejor, ni practicado con mas celo que en nuestros días los oficios de la caridad? ¿podrá citarse otra época en que un sistema general de beneficencia mutua, como el que va plantando la civilización moderna, ocurriese a todas las calamidades y contratiempos de la vida, asegurase al hombre de todos los siniestros, y le pusiese a cubierto de todos los infortunios materiales? La asquerosa mendicidad de otros tiempos constituía un numeroso ejército hostil a toda civilización; pero el pauperismo moderno, cada día mas circunscrito, bendice el progreso social porque ve en él no al orgulloso dispensador de una compasión estéril, o de una limosna ruin y miserable, sino al numen protector que respeta la dignidad humana hasta en el mas desgraciado de los individuos, que no humilla a ninguna clase social, que se interesa fraternal y eficazmente por el bienestar de todas, y que nunca olvida que todos los hombres están formados de un mismo barro, y que todos son individuos de esa gran familia que tiene a Dios por padre y a Jesucristo por Redentor.

El cargo que se hace a la civilización contemporánea respecto de la [25] prostitución y el libertinaje, apenas merece rebatirse. Supongo desde luego que no se querrá comparar la molicie de las costumbres modernas con aquellas indignas abominaciones que trajeron el memorable castigo de las ciudades nefandas; el trafico sensual envuelto en las tinieblas del hogar hospitalario, quédese allá para los pueblos mas zafios y las tribus salvajes mas groseras; los cultos escandalosos de Isis y de Astarté, de Venus y de Priapo, yacen sepultados bajo las ruinas de los templos del paganismo; los siglos medios, cuya decadencia de costumbres puede tener por fórmula el congreso judicial y ciertos derechos señoriales harto conocidos, pasaron ya para siempre...; ¿qué nos echáis en cara, pues? La tolerancia legal que en algunos centros monstruosamente populosos ha venido a constituirse en guardadora inmoral de la moralidad pública, desaparecerá al fin, tenedlo por seguro; desaparecerá como la hizo desaparecer de España Felipe IV (1623); y la civilización moderna, Del expresión histórica y actual del cristianismo y de la sana filosofía, adjudicara definitivamente a la esposa legítima el ya bien menguado campo que le usurpa la impura cortesana.

Ni se diga que la civilización contemporánea aumenta el número de nacimientos ilegítimos, porque la estadística con sus guarismos desmiente tal aserto. Lo que ha hecho la civilización moderna, heredera en esta parte de la caridad cristiana de Vicente de Paul, es disminuir en 4/5 la horrible mortandad de los expósitos, mortandad que el siglo pasado dejó llegar a 90 por 100!!! Si hoy se cuentan mas expósitos en nuestras inclusas, no es porque haya mas entradas, sino porque hay muchas menos defunciones; es porque conservamos la vida a los que vosotros dejabais morir. Ese aumento es una especie de ilusión aritmética, es tan ilusorio como el pretendido aumento de locos, suicidas y criminales.

¿Queréis una muestra en números concretos, de cuanto es capaz la fuerza que tiene la civilización contemporánea? Volved la vista a la patria de Shakespeare y de Byron, de Bacon y de Newton, y hallareis que desde principios de este siglo la población de Inglaterra se ha hecho don veces mas numerosa, sus importaciones se han triplicado, sus exportaciones son ocho veces mas cuantiosas, y su producción se ha decuplado. Y no se pretenda invalidar la fuerza de este hecho portentoso con la objeción de accidentes transitorios o de excepciones locales, porque si a pormenores descendemos, hasta en el sol, que es el padre de la luz, encontraremos manchas opacas. Ahora bien; un país donde se aumentan de ese modo la población y la riqueza, de seguro se ilustra y se mejora. [26] Una cantidad mayor de productos arguye mayor actividad de espirita, porque tales productos no son otra cosa que el fruto de la lucha trabada entre el hombre y la naturaleza, y la naturaleza no se deja vencer sino a fuerza de inteligencia. Mas transacciones mercantiles suponen mas probidad, porque el comercio ni siquiera existir puede sin buena fe. Mas capital, significa mas economía, esto es, mayor imperio del hombre sobre sus pasiones, mas previsión, mas amor bien entendido de la familia. Mucha actividad y mucho movimiento suponen necesariamente mucha libertad, y la libertad racional es un elemento de moralidad. Por último, mucha libertad y mucha riqueza, suponen mucha seguridad; seguridad dada por buenas leyes civiles, que defiendan la propiedad de las violencias individuales, y seguridad dada por buenas leyes políticas, que la resguarden del huracán de las revoluciones. Y he aquí como, por una deducción rigurosamente lógica, se viene a demostrar que la prosperidad material de un pueblo corre siempre unida con su perfección mora!.

Concluyamos, pues, proclamando en alfa voz, para gloria y consuelo de nuestra edad, que el progreso moral de las sociedades europeas camina de concierto con el progreso material y científico que ni los mismos encomiadores de los tiempos pasados se atreven a negar. No es cierto que retrocedemos; no es cierto que nos descarriamos; no es cierto que la atmósfera que nos rodea ha de llamarse de perversión social; no es verdad, por último, que cada generación va siendo peor: no, señores; por el contrario, estamos en el buen camino, según os he anunciado al principio de mi discurso.

V.

Sí; estamos en el buen camino; andamos por la senda de la perfección: y esto, no obstante, confesamos de buen grado que la civilización moderna no carece de imperfecciones, ni deja de tener sus peligros. Mas por merced de la Providencia, y por la naturaleza de las cosas, sucede que si la cultura social de nuestros días crea necesidades imperiosas, ella misma facilita los medios de cubrirlas; y si en su curso arrebatador levanta por ventura pasajeras tempestades, ella misma las calma presurosa: la civilización moderna es como el fuerte Aquiles, que tenia el don maravilloso de cerrar con el cuento de la lanza las heridas que abría con la punta. [27] La civilización y el progreso son precisamente los medios mas adecuados para corregir, en cuanto humanamente cabe, las imperfecciones naturales y propias del estado social. Si hay todavía (¡cómo no los ha de haber!) descubrimientos científicos que hacer, procedimientos industriales que perfeccionar, y problemas sociales que resolver, la civilización, no lo dudéis, los hará, los perfeccionara, los resolverá.

Recordemos, sin embargo, que hay puntos y materias en que no cabe perfección ni progreso. En este caso se encuentran las altas verdades reveladas, los principios inconcusos de la razón, y los fundamentos eternos de la moral. El Criador es, y no puede menos de ser eternamente, objeto de adoración para la criatura; la causa será siempre superior al efecto; la línea recta será siempre la mas corla que pueda tirarse de un punto a otro; el Alteri ne feceris quod tibi fieri non vis será siempre la fórmula invariable de las obligaciones de justicia; y el Alteri facias, quod tibi vis fieri seguirá siendo la base incontrastable de los no menos obligatorios oficios de caridad. Respecto de esas verdades absolutas y de esos principios intuitivos, la civilización y el progreso no pueden hacer otra cosa que presentarlos bajo formas mas precisas y elevadas, extender su conocimiento y multiplicar sus aplicaciones, mas no suprimirlos, ni siquiera alterarlos. —También en el orden científico y material hay problemas de todo punto irresolubles, también hay leyes que no es dado suprimir, y fronteras que no se pueden salvar, porque están en la esencia misma de las cosas: necedad insigne fuera por consiguiente, esperar que la civilización y el progreso han de descubrir la piedra filosofal de otros tiempos, o darnos una panacea para todos los males, o encontrar un secreto para no morir.

Pero dentro de esos límites, que son los que separan el progreso de la utopia, el campo que queda por recorrer es inmenso; y en ese campo inconmensurable, en esa noble arena, es donde la civilización moderna luce y lucirá sus brios, ostenta y ostentara sus galas. Y así ha de suceder, por cuanto la civilización no es mas que la realización visible, el cumplimiento solemne del destino de la humanidad, y la síntesis posible de las aspiraciones de la perfectibilidad del hombre. La civilización no viene a ser otra cosa que una digna preparación a aquel destino ulterior, a aquella vida futura, que la religión nos promete, que la razón filosófica establece como necesaria, y que hasta el mas rudo de los hombres presiente por instinto, cual las aves migratorias presienten y conocen misteriosamente los lejanos climas que nunca han visto. Si; el hombre padece, y sin embargo, cree en la bienaventuranza; el hombre peca, [28] y sin embargo, aspira a la perfección; el hombre pasa y muere, y sin embargo, aspira a la inmortalidad. ¿Qué significa todo esto, señores? Todo esto significa que el hombre es mas grande que el mundo, como dijo Pascal; que el hombre siente necesidades que no le es dado satisfacer en su actual condición terrenal; que las facultades de nuestro espíritu, emanaciones de todo un Dios, que nos crió a su imagen y semejanza, solo en Dios pueden encontrar el término de sus afanosas aspiraciones: todo esto significa, por último, que el hombre es, entre todos los seres de la tierra, el favorecido con un destino mas glorioso y elevado.

1.º de octubre de 1853.
Pedro Felipe Monlau.