Filosofía en español 
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[ Sobre la unidad de la raza latina ]

Sección política
Madrid 7 de octubre

Aunque teníamos noticia de un folleto publicado en Francia, sobre la reconstrucción del Imperio de Occidente, no le habíamos creído bastante importante para llamar la atención del público. Todos los poderosos tienen y han tenido siempre sus aduladores; y la adulación que es tan sagaz como abyecta, cada día inventa nuevos medios con que halagar a sus ídolos. Si fuéramos a tomar por lo serio todos los proyectos que la adulación ha dado a luz y todas las suposiciones que ha hecho, no habría en el mundo más que Alejandros, Césares y Carlo Magnos, y estaríamos expuestos a encontrarnos al revolver de cada esquina con alguno de estos héroes. Afortunadamente la realidad está muy distante de tales ilusiones de la lisonja, y ahora no hay que temer que los hombres grandes de Europa lleguen a poner en práctica los sueños que halagaron en otro tiempo a los semidioses de la tierra, pero que ni aún entonces se pudieron realizar.

Sin embargo, ya que algunos de nuestros colegas han hablado del asunto haciendo las protestas que a nuestra independencia nacional convienen, no queremos ser los últimos en desempeñar este deber.

Grande sería en efecto la idea de reunir bajo unas mismas leyes y bajo unos mismos sentimientos a todos los pueblos de la raza latina, la Francia, la Bélgica y las dos penínsulas ibérica e italiana. En este período de la historia en que la unidad aparece en el horizonte como anunciando el término de una evolución histórica y el principio de otra nueva, una idea semejante tiene en sí bastante atractivo y fuerza para hacer latir los corazones generosos.

¿Pero qué se entiende por unidad? Preciso es ante todo definirlo. La unidad no es la amalgama confusa ni la aproximación forzada de pueblos diferentes bajo el yugo férreo de un despotismo común; no consiste en hollar con igual y sacrílego pie todas las tradiciones, todos los sentimientos, todos los principios que forman la vida de las Naciones para someterlas a un mismo estado de abatimiento y de miseria; no se cifra en el aniquilamiento de países diversos para la exaltación de un solo hombre sobre la humillación de todos ellos. La unidad es la armonía de todas las variedades, que lejos de negarlas, las admite y reconoce; consiste en la concordia de todos los sentimientos, ideas e intereses, conspirando a un objeto común; y estriba precisamente en el libre desenvolvimiento de la vida peculiar de cada nacionalidad, en sus relaciones con las demás a que está adherida por los vínculos de un mismo origen.

De aquí se deducen dos consecuencias igualmente lógicas e importantes: 1.ª que la unidad de la raza latina, como de las demás razas, no ha de ser resultado ni de la violencia, ni de manejos de Gabinete, ni de artificios de pigmeos con más o menos humos de gigantes; 2.ª, que cuando llegue a verificarse, no se realizará ciertamente a costa de la humillación, ni de la dependencia de ninguna nacionalidad ni bajo los auspicios de ningún despotismo, ya se cubra este éste con la máscara de la gloria, ya con la de las tradiciones, ya con la de la religión. Esa unidad tiene que venir naturalmente, por efecto del desarrollo, lento pero seguro, de la civilización, estrechándose los lazos que el comercio, los descubrimientos, las nuevas ideas han ido formando entre las Naciones, borrándose poco a poco las antipatías nacionales, uniformándose más y más las legislaciones conforme los legisladores vayan concibiendo ideas cada vez más exactas de la justicia. A esa unidad debe preceder, la fusión, también natural y pacífica, de los países que unidos por el idioma, la historia, el clima y las costumbres, están separados por exigencias políticas o dinásticas; la Suiza francesa, la Saboya y la Bélgica formarán entonces parte de la Francia; la Península ibérica no contará más que una Nación en su seno; y la Italia dejará de ser un nombre geográfico. Esa unidad por último no vendrá a completarse sino bajo el manto de la libertad, de la libertad amplia en su esencia y en sus manifestaciones; y querer realizarla renovando un Imperio de Occidente, es decir confundiendo el estado con el Monarca, es pretender que el tiempo retroceda en su carrera y que las leyes de la naturaleza suspendan sus efectos propios para producir los efectos contrarios.

Véase por qué creemos un delirio la formación de ese Imperio por los medios, de la manera y con la significación que le da el autor del folleto a que hemos aludido. La idea no es nueva: también Napoleón I, grande actor en farsas imperiales, tenía el pensamiento de renovar el imperio de Carlo Magno: cómo concluyeron sus ilusiones, la historia nos lo dice; la historia, que tiene grandes enseñanzas para los que después de haber representado un principio, lo abandonan y se empeñan en representar el opuesto. Napoleón, vencedor y grande cuando al frente de los ejércitos de la libertad, indisciplinados y no bien organizados, dispersaba las huestes del despotismo, fue vencido y humillado, no obstante su táctica superior y la disciplina de sus ejércitos, cuando de caudillo de la libertad se convirtió en déspota.

Y si aquel gran capitán con su genio poderoso no pudo evocar ni por un momento las sombras de lo pasado, ¿habrá quien crea, a no ser por una adulación miserable, que en esta época pueda realizar un hombre lo que aquel hombre no pudo conseguir?

No se intentará, estamos seguros: solo el intentarlo sería un acto de demencia: el que lo intentara tendría contra sí las fuerzas de todas las nacionalidades heridas. La España que puede tender su mano amiga a todas las Naciones, no tenderá jamás su cuello a ninguna Nación ni a ningún déspota extranjero.