[ Manifiesto carlista de Montemolín ]
Vamos a hablar seriamente de la actitud y de las esperanzas y proyectos del carlismo: a nosotros nos parece que la cosa es más seria de lo que muchos imaginan, y que puede ser gravísima en un inmediato porvenir.
El estado de la España, el que esperan presente nuestra patria el día en que se rompan por completo los lazos entre aquellos que, solo unidos, pueden constituir un gran partido nacional, han hecho naturalmente concebir al partido carlista un plan de conducta, objeto hoy, si nuestras noticias no mienten, de meditadas deliberaciones en España y en el extranjero. Cuando se temió que en España pudiese surgir del alzamiento de julio y de las barricadas de Madrid la república o una regencia, el carlismo se apresuró a dar pasos que no fueron completamente estériles cerca de algunas cortes de Europa. Hoy, que aun cuentan con esas eventualidades, parece haberse fijado un plan uniforme de conducta. Por conductos auténticos, se nos ha dicho que el conde de Montemolín y Cabrera han estado en Dieppe, que Elío ha recibido instrucciones para entenderse con ciertos jefes y oficiales del ejército, y que la gran mayoría de los emigrados ha acordado prepararlo todo, pero no intentar nada hasta la primera coyuntura favorable.
Los hombres más previsores acaso del partido carlista han trabajado para la abdicación del conde de Montemolín en su hermano el infante D. Juan, a quien se supone el más capaz de los hijos de D. Carlos; mas no habiéndose logrado esto, se ha hecho suscribir al pretendido rey un manifiesto, que llegado a Madrid hace pocos días, ha vuelto a Francia, a Niza y a Caserta, residencia hoy, al parecer, del conde de Montemolín, para la aprobación de las adiciones y correcciones hechas en España.
Hemos leído una sola vez este documento, que no creemos apócrifo, y vamos a dar de él una idea concisa a los lectores de La Época. La cuestión merece la pena de que lo sepa el partido liberal, de que lo sepa el gobierno de la reina.
El manifiesto comienza enviando una voz cariñosa desde el asilo extranjero, donde se halla proscripto, a la España, que cree afligida por grandes infortunios, castigo de comunes faltas, y cuya aflicción es el único título que alega para ser escuchado. Entrando inmediatamente, después de esto, en la cuestión política, dice, no se le oculta lo difícil que es unir voluntades e intereses opuestos, y dirigir a buen fin la estéril actividad y la lucha de pasiones que nos dividen. Considera, sin embargo, factible, restañar las fuerzas de una sociedad tan quebrantada como la española, si se restablecen los grandes principios constitutivos en que toda sociedad descansa, si se da nuevo vigor a la idea santa del derecho, y si se refrena la licencia sin ira y sin intolerancia.
Para esto, añade el manifiesto, si no recordamos mal, es absolutamente necesario evitar el escollo de que exaltados los hombres monárquicos por los delirios democráticos, se desconozcan hechos consumados irrevocablemente, o se quieran restaurar con facticia vida muertas instituciones, atrayendo así sobre los imperios una reacción lamentable e imposible. No debe esto confundirse con ideas e instituciones perpetuamente ligadas a la vida de un pueblo, y contra las cuales nada pueden falsas teorías ya desacreditadas. El grande error, dice, de las utopías contemporáneas, estriba en creer que caprichosamente se puede cambiar la constitución íntima de un pueblo, modelando a su antojo las sociedades antiguas, lo cual, aniquilando la fuerza de un pasado tradicional, y no sustituyéndolo nada nuevo vigoroso, ha traído agitaciones estériles y luchas sin cuento, perdiendo en ellas la brújula, así los pueblos como los gobiernos.
El manifiesto entra aquí a trazar la pintura de estas épocas con que dice parece quiere Dios castigar a las naciones descreídas, y añade que tiene el triste convencimiento de que nuestra querida patria se encuentra en uno de estos tristísimos períodos. Por eso Montemolín vuelve sus ojos hacia ella, abrigando la esperanza de poder restablecerla en su fuerza y esplendor antiguos. Lo espera para cuando llegue la hora de los últimos desengaños, y busque España su salvación en el supremo criterio de nuestras venerables tradiciones, sin negar el prudente espíritu de reforma, conciliando intereses que no se contraponen sino por estar mal comprendidos.
Para esta época el nuevo pretendiente dice que no vendrá como jefe de un partido, perseguidor de su contrario, sino como padre de todos los españoles, pues en los campos de batalla, como en el ostracismo, ha aprendido a admirar así la lealtad de los que fueron fieles a su familia, como el valor heroico de los que le combatían, y los nobles sentimientos de la nación española.
Su infortunio y amor a España, añade, es el único título que alega, pues no quiere alzar su trono sobre un pavés sangriento , ni ser jefe de nuevas guerras civiles, sino conquistar las almas y los corazones españoles, no sus brazos. Y entonces, dice en términos a estos parecidos, se verá cuan acordadamente se resuelven todas las cuestiones del orden político que hoy agitan a la España estérilmente, como oportuna y espontáneamente brotan instituciones que tengan su raíz en nuestra historia; conformes a nuestras necesidades, y de acuerdo con nuestros hábitos, firmes para sostener nuestros principios constitutivos, flexibles para que puedan modificarse sin nuevas revoluciones, conteniendo un trono al abrigo de las tempestades populares, y a su alrededor jerarquías y clases moderadoras, que lo ilustren con sus consejos, hagan imposibles sus extravíos, lo auxilien con sus deliberaciones, siendo una representación nacional, verdadero e independiente lazo indisoluble entre la España y sus monarcas. Pone a Dios por testigo de que tal es su deseo y voluntad, debiendo confiar la España en la lealtad de sus palabras.
Tal, en resumen, es el espíritu de este documento, que al leerlo nos recordaba involuntariamente los manifiestos de Cea Bermúdez, los discursos de la fracción Viluma en las cortes, los escritos del ilustre Balmes, de Donoso y Montalembert, y las obras todas de esa escuela llamada histórica en Europa.
Pero prescindiendo ahora de todas las razones de derecho, de legitimidad de la reina, de soberanía nacional, de voluntad del país, mil veces expresada y que condenan en todas sus formas las aspiraciones montemolinistas, tratando esta cuestión en un campo hipotético, ¿quién nos responde y quién respondería a la España de que su pretendido rey pudiera cumplir, aunque quisiera, ni una sola de las promesas que hace en su manifiesto? ¿Acaso hemos olvidado ya el de los persas y Fernando VII en 1814, el del duque de Angulema en 1823?
No, el fanatismo carlista sería tan ciego como el fanatismo revolucionario y como todos los fanatismos: la reacción en cierto sentido sería tan estúpida como las que hace medio siglo y en todos sentidos está llorando la desventurada España. ¿No lo prueba con harta elocuencia lo que en la actualidad acontece? Sabemos que los carlistas ilustrados no quieren levantar aun el pendón de las guerras civiles, porque conocen no ha llegado su tiempo, que esperan llegue pronto, y sin embargo, ya sus más criminales y ciegos partidarios se arrojan a pelear en las montañas de Cataluña.
Pero no nos hagamos, por Dios, ilusiones: la anarquía, el ciego exclusivismo, los delirios demagógicos, los excesos brutales de la fuerza, la inseguridad de las propiedades, los desórdenes de las ciudades, pueden traernos esa restauración para los unos, esa reacción ciega para nosotros. El carlismo renacerá potente del seno de la anarquía: morirá ante el espectáculo de una grande, libre y conservadora monarquía constitucional.