Filosofía en español 
Filosofía en español


Juan Bautista Guardiola

De la centralización

La cuestión de centralización o descentralización está ya resuelta a favor de esta última, pues han podido ver nuestros lectores en las revistas de la prensa y en las sesiones del Congreso, a los órganos y prohombres del partido que levantó la bandera de la centralización en España maldecir de lo que un día fue su sueño y esperanza de regeneración para nuestro pobre país, puesto mil veces en el lecho de Procusto de ensayos importados generalmente con poco tino, si bien con deseos de acierto.

Pero como es muy factible que la que un día se esgrimió como arma de oposición se deje ahora arrinconada después de la victoria; como es muy común en España practicar o querer siendo gobierno lo que se combatió siendo oposición; como esta es cuestión que en la esfera de las leyes unas Cortes constituyentes son las únicas que pueden resolverla; y como la ocasión de una asamblea constituyente no se presenta muy a menudo; y como juzgamos que la cuestión que nos ocupa es de grandísimo interés para España y de vida o muerte para Cataluña, estimamos oportuno y hasta necesario recordarlo en vísperas de las elecciones que se van a verificar.

Y a fin de fijar las ideas sobre tan importante materia, a fin de que elegidos y electores sepan los límites del compromiso aceptado y del compromiso exigido, hemos resuelto publicar el siguiente razonado artículo que el acreditado publicista D. Juan Bautista Guardiola dio a luz en Madrid en una interesante revista que estaba bajo su dirección. M.

I.

Centralizar en el Estado la dirección de los derechos y administración de los intereses de la municipalidad y de la provincia, es matar de hecho los intereses y derechos de la localidad, es hacerlos absorber por el Estado.

¿Es esto justo? ¿Es esto prudente?

Contestación categórica: no. Nuestras tradiciones; circunstancias especiales del pueblo español, y la índole particular de la actual capital de España, se oponen a ello.

Es axioma en política, que la ley debe respetar esa cadena de oro llamada tradición, que enlazando lo bueno de los pasados con los venideros tiempos, constituye la vida de las naciones. Nuestro pasado nos presenta siempre la descentralización, en mayor o menor escala, como origen de nuestro bienestar y poderío. Seguir, pues, con el sistema de centralización fuera continuar en divorcio con la política de nuestros buenos tiempos; fuera renegar la causa de lo grande de nuestro pasado: contrariar lo más inveterado y arraigado en nuestras costumbres; faltar a lo bueno de la tradición. ¿Es esto lo que se debe proponer un buen gobierno?…

Es un hecho, que los moradores de gran parte de nuestras provincias son inactivos de suyo, ya por razón del clima en que viven, ya por la raza a que pertenecen. Centralíceseles, pues, sus intereses locales, y no sintiéndose aguijoneados por la necesidad de cuidarlos, en vez de menguar pronto subirá de punto su inactividad. ¿Sería por ventura esto lo que se debe proponer un buen gobierno?

Madrid no es, ni por su situación especial podrá ser nunca, ningún centro agrícola, industrial ni mercantil. Jamás pasará de centro de consumo. Como consecuencia de esto, la mayoría de su población se compondrá siempre de gente nómada, empleados y pretendientes. Será el centro de todas las ambiciones, de todas las miserias. Centralícese, pues, la administración de los intereses locales, y el gobierno que para desempeñarla no echa comúnmente mano sino de los elementos que le rodean, mandará por lo general de agentes suyos a los pueblos y provincias, personas que no llevando por norma de su conducta el acertado fomento de los intereses del país, sino su propio provecho, le enagenarán la voluntad de la nación. ¿Sería acaso esto lo que debiera proponerse un buen gobierno?

La centralización es sistema juzgado y condenado ya por la experiencia.

Entre nosotros comenzó la decadencia con la aplicación de la centralización. Mientras predominaron las municipalidades y los antiguos reinos fueron independientes, España creció en riqueza y poderío. Carlos V acaba con las libertades municipales; sus sucesores van solidando de cada día más la obra de la centralización, y nuestra agricultura, nuestra industria, nuestro comercio y nuestras libertades desaparecen.

En nuestros días, los efectos de la centralización y los de la emancipación, pueden también observarse en tres grandes naciones. En Francia rige el sistema de centralización: en Inglaterra y los Estados-Unidos el de emancipación. Y mientras que Inglaterra y los Estados-Unidos florecen con mayor rapidez que la Francia, sin que ni una sola voz se levante en ellos, ni en el país, ni en el parlamento, ni entre los hombres de ciencia, para protestar contra la emancipación de los intereses locales; en Francia va robusteciéndose la opinión contra el sistema de centralización, tanto en el país, como en el parlamento, como entre los hombres de ciencia. Y es que, cuando se establece un sistema cualquiera en pugna con lo que la política del derecho, con lo que la naturaleza de las cosas exige, más o menos tarde ha de producir necesariamente los amargos frutos que en sí encierra. Los franceses los han recogido ya. La vida se encuentra en París, y los departamentos desfallecen. París es la Francia, y la Francia no es nada. Esta excesiva concentración de fuerzas vitales en la capital, y la languidez en los extremos, explica el por qué en tres días se entronizó la restauración en el año 14; en tres días se la derribó en 1830; y en uno se estableció la república en el 48.

Por la descentralización, las localidades recobran su libertad: ninguna población prepondera ni impone su voluntad a las demás; las fuerzas se equilibran; el país adquiere el sentimiento de su dignidad y de su fuerza; y ninguna innovación ni invasión extranjera en la capital del reino, cambia su suerte contra su voluntad. Sin la descentralización, ¿hubiéramos conservado nuestra independencia en el año ocho? La buena política debe rechazar, pues, la centralización de los intereses locales por el Estado, y proclamar su emancipación.

II.

Pero, ¿cuáles son las localidades cuya emancipación de derechos e intereses debe proclamar? ¿Son acaso los de la municipalidad, o los de la provincia?… ¿O son quizás ambos puntos a la vez; esto es, los de la municipalidad y los de la provincia?… Cuestión es esta, cuya solución exige prudencia grande; porque si bien es una verdad que llevada la emancipación de las localidades hasta sus justos límites, acrece y vigoriza en sumo grado las fuerzas vitales del país, no lo es tampoco menos, que traspasados esos lindes la descentralización sirve solo para anarquizar y enflaquecer a los pueblos.

Nosotros, pues, que no queremos la política de la fuerza ni del capricho, sino la del derecho, para no incurrir en ninguno de ambos extremos, debemos resolver ese problema según lo que la justicia prescriba, esto es, según lo que la naturaleza de las cosas exija. Esto sentado, la solución se presenta por sí propia con solo atender, a que la ley debe siempre y únicamente respetar la libertad de acción, la independencia en la gestión de sus derechos, de las individualidades que tengan vida natural, no artificial; que no sean creación del legislador, sino que existan por sí mismas; que tengan lo que suele llamarse personalidad propia.

La de familia, cuya asociación de individuos está formada por la misma naturaleza:

La de la municipalidad, que lo está por el agrupamiento de determinado número de familias en un mismo terreno, dentro de unos mismos muros:

Y la de la nación, que lo está por las relaciones de raza, lenguaje, clima e historia, comunes a muchas municipalidades.

Estas son las únicas asociaciones que tienen vida natural; porque son también las únicas que tienen vida, personalidad propia; porque son las únicas que no existen por la gracia de la ley, sino por la fuerza de los elementos que constituyen su naturaleza. Antes que se escribiesen leyes, existían ya: y cualesquiera que sea la ley que se establezca, más o menos regularizadas existirán siempre asociaciones formadas por los lazos de parentesco; por los de residencia dentro de unos mismos muros; y por los de raza, lenguaje, clima e historia: siempre existirán esos tres círculos concéntricos, familia, ciudad y nación, que son lo que constituyen esas grandes asociaciones llamadas naciones: la ley será siempre impotente para aniquilarlas; porque la ley es impotente contra la naturaleza. Dedúcese, pues, de ahí, que debe limitarse la buena política a proclamar la emancipación de las localidades que tengan vida natural, personalidad propia; la de la municipalidad y la de la nación.

III.

De propósito nos hemos abstenido hasta aquí de mentar las provincias; porque tal cual están hoy constituidas, no son ninguna asociación natural, ningún círculo necesario en la organización de las naciones. Su vida depende de la voluntad de la ley. Pueden ser o dejar de ser, según mejor plazca a la política del legislador. Tratado el asunto en general, son solo demarcaciones artificiales creadas por la administración para la mayor facilidad de sus operaciones; y como ruedas administrativas, no deben tener libertad, no deben ser independientes de la administración, sino depender de ella como toda criatura depende de su criador. Independencia en la gestión de sus derechos e intereses, solo debe tenerla lo que posee vida natural, personalidad propia, y la provincia carece de ella: véase sino lo que son nuestras cuarenta y nueve actuales y los ochenta y tantos departamentos franceses; puras creaciones administrativas.

Aplicados estos principios a España, no se infiera de ellos, sin embargo, que la descentralización haya de ceñirse a las solas municipalidades, pues va dicho ya que ha de extenderse a todo lo que tenga vida natural, personalidad propia, a la municipalidad y la nación; y podría muy bien suceder, que lo que a primera vista se presenta a algunos como una sola asociación natural con vida y personalidad propias, como una sola nación, detenidamente analizado apareciera después como un agregado de asociaciones naturales, como un conjunto de naciones; esto es, que España no fuese una sola nación, sino un haz de naciones; en cuyo caso, la emancipación debiera extenderse a todas esas asociaciones naturales, que ya descuartizadas, ya desfiguradas con el nombre de provincias, tienen elementos de vida y personalidad propias, son realmente naciones, y yacen no obstante desatendidas y ahogadas por el sistema de centralización.

Examinémoslo.

Según llevamos indicado, los elementos constitutivos de la personalidad nacional de los pueblos, son: raza, lenguaje, clima e historia. Que estos cuatro elementos sean los constitutivos de la naturaleza personal de las naciones, es una verdad por nadie negada, y que creemos nos dispensa por tanto de demostraciones inútiles.

Ahora bien: ¿Qué nos dice la observación respecto a la existencia de esos elementos en España? ¿Hay una sola raza, un solo idioma, un solo clima, y una sola historia en ella; o hay distintas razas, distintos idiomas, distintos climas y distintas historias?… Recórrase Cataluña, Andalucía, Galicia, Provincias Vascongadas y Castilla, y dígasenos después si el tipo catalán es igual al andaluz, gallego, vascuense y castellano, o bien si no se distinguen en el primero rasgos álticos más o menos marcados, y árabes, suevos, escitas y godos en los demás, si efecto de esa diversidad en lo físico no se observa también una completa diferencia del acento y articulación en la voz de todos ellos, y hasta de lenguaje en la mayoría: si no es diferente su clima, y sus tradiciones, sus costumbres y hasta sus facultades morales e intelectuales, su historia toda, ese reflejo exacto de la naturaleza del hombre y su desarrollo, no es también completamente distinta, como distintos que son los elementos cuyo desarrollo refleja?… Hechos tan evidentes son estos, que no hay historiador que no los haya consignado; que no hay viajero que no los haya observado; gue no hay paleto, en fin, a quien no hayan admirado; pero que para desgracia de España, no hay hombre de Estado tampoco cuya alta atención hayan excitado. Mas no anticipemos cuestiones y limitémonos a sentar por ahora ese hecho, por nadie desmentido y fecundo en trascendentales consecuencias, a saber; que la raza española no es una sola; que el idioma en España no es uno solo; que el clima no es uno solo, y que la historia no es una sola; esto es, que en España los elementos constitutivos de su personalidad nacional, no son uniformes sino variados, y que no hay en ella, por tanto, un solo pueblo, una sola nacionalidad; sino varios pueblos, varias nacionalidades; que España, no es, en el rigoroso y buen sentido de la palabra una sola nación, sino un haz de naciones.

Hay, pues en España además de las municipalidades, otras asociaciones naturales, que teniendo elementos de vida, de personalidad propia, débese también proclamar su emancipación; hay las diversas nacionalidades, los diversos pueblos, que hacen descuartizados y ahogados hoy por el sistema de centralización vigente.

IV.

¿Pero cómo? ¿En qué forma realizar esa emancipación? ¿Cómo? Dividiendo España en tantas demarcaciones territoriales cuantas tengan elementos de personalidad nacional.

Volviendo a la antigua división en catorce provincias, que por ser cuasi todas ellas representantes de raza, lenguaje, clima o historia distinta, tienen por tanto elementos de vida propia, de personalidad, y antes que como a provincias, pueden y deben ser consideradas como pueblos, como nacionalidades diversas. Reconociendo nuestra variedad de nacionalidades, y muy lejos de cortarles el vuelo para doblegar su briosa expansion a una pálida y estéril uniformidad, dejarles en libertad la más amplia, la más absoluta, de gobernarse en lo suyo según el estado de sus costumbres y necesidades de su particular civilización exigiesen, y ellas mejor entendieran. En el mundo moral como en el físico, todo es igual; pero solo en el fondo, en la esencia: en la forma todo es distinto. Buscad dos árboles, dos hombres, dos naciones, y en cada uno de esos diversos seres hallaréis respectivamente siempre, igual, idéntica esencia; pero forma diferente en el desarrollo de la misma. La ley de la desigualdad en el desarrollo de las formas de existencia, es una ley de la naturaleza, que es locura, cuando no necedad, empeñarse en combatir. Al hombre cúmplele solo aceptarla y dirigir su conducta conforme a ella. Ya, pues, que España no forma una sola nación sino un haz de naciones; ya que no es un solo ser, sino un agregado de seres diversos, acepte franca y resueltamente el político este hecho, y limite las aspiraciones de su ambición a alcanzar la gloria de armonizar de una manera fraternal y elevada, las en ocasiones encontradas pretensiones de nuestras antiguas provincias, representantes las más de nacionalidades diversas. Pretender otra cosa, es querer estrellarse contra el fatalismo de las leyes de la naturaleza.

Pero esto es la destrucción de la unidad española, se clamará: esto es la proclamación de la anarquía provincial. ¡Error! Antes bien sea este sistema el creador de la verdadera unidad española. Lo que por él se destruye, por más que parezca paradoja, no es la unidad, sino la uniformidad. Y como bastará la sencilla explicación de estas dos palabras para probarlo y rasgar el tupido velo que cubre no pocas, por otra parte, ilustradas inteligencias, las definiremos antes, a fin de que puestas de frente las verdaderas ideas que ellas representan, sea más fácil comparar y juzgar con pleno conocimiento de causa.

Entendemos por unidad nacional la coexistencia armónica de un conjunto de elementos de tal suerte enlazados, que a la par que conserven la más absoluta espontaneidad de acción en la forma de su desarrollo, conspiren a la realización de un fin común.

Entendemos por uniformidad nacional un conjunto de elementos, que violentados en su manera natural de desarrollarse, vense precisados a verificarlo en la forma única e igual, que una fuerza superior les impone.

Basta solo acercar estas dos ideas para comprender desde luego, que la unidad nacional no existe en España, que lo que solo existe es la uniformidad. En efecto: ¿No se comprime y ahoga la espontaneidad de todo movimiento de desarrollo natural de sus diversas nacionalidades? ¿No se les imponen determinados y uniformes a todas ellas, sin tener en cuenta alguna la diferencia de su naturaleza y especial índole? ¿No están ahí en comprobación de este aserto, la uniformidad de sistema político, la uniformidad de sistema administrativo, la uniformidad de sistema económico, la uniformidad de sistema rentístico, la uniformidad de la legislación penal y mercantil, y la de legislación civil presta ya también a ver la luz pública en breve? Véase, pues, cómo no sentamos paradoja alguna al afirmar, que no combatimos la unidad nacional, sino la uniformidad.

Basta acercar esas dos ideas para comprender desde luego también, que la razón y la justicia están en favor de la unidad y condenan a la uniformidad.

La primera es hija de la libertad y tiene su tipo en la naturaleza. Obsérvese sino el mundo físico. ¿Hay nada más espontáneo que el desarrollo en las diversas formas de existencia de las plantas, árboles y demás seres organizados? Y sin embargo, ellos no son seres aislados, sino relacionados entre sí, y que con el resto de la creación conspiran a la realización de un fin común, al desarrollo de esa grandiosa y verdadera unidad llamada naturaleza.

La Segunda es hija de la fuerza y de las malas pasiones de los hombres. Obsérvese sino la historia. ¿Dónde la encontraremos? En Roma, pueblo conquistador por esencia, y la su personificación más severa y gloriosa. En la ardiente ambición de Atila, de ese héroe de la barbarie, que con la ayuda de sus salvajes legiones, sueña y pelea por la reconstitución de un imperio universal. En Mahoma y los Califas, sus más inmediatos sucesores, que con el alfanje en la mano van sujetando y uniformando a la regla del Alcorán, pueblos, razas, nacionalidades. En la ambición de Carlo Magno, Carlos V, Felipe II y Luis XIV, que con la fuerza de sus ejércitos sueñan y pelean todos por la corona de una monarquía europea. En Rusia, que con el auxilio de sus bayonetas va extendiéndose por el Asia y doblegando sus numerosos pueblos al uniforme y pesado nivel de la voluntad de sus Czares. Donde quiera, en fin, que asomen una fuerza colosal o una ambición desmedida, obsérvese, y allí se hallará siempre la uniformidad nacional en planta o en proyecto. La historia responde de esta verdad por nosotros.

Parciales, pues, como somos de un sistema de justicia y libertad; firmes adversarios del predominio de la fuerza, de la violencia, cualquiera que sea la máscara con que se cubra, solo nos mostramos lógicos, consecuentes con esos sagrados principios, al declararnos contrarios a la uniformidad nacional y campeones resueltos de la unidad.

V.

Admitida la completa emancipación de los derechos e intereses locales, los de la municipalidad y los de la provincia –en el sentido que la hemos explicado– resta solo saber cuáles son estos derechos e intereses.

Hase dicho: a la localidad los intereses transitorios; al estado los permanentes: clasificación que tiene más de brillante que de sólida. En efecto: ¿cuáles serán los permanentes? ¿serán los que se refieran a hechos de más o menos importancia, de mayor o menor duración? pero ni la importancia ni la duración son la permanencia. ¿Serán, pues, los que tengan por objeto satisfacer las necesidades permanentes del hombre, como consecuencia que ellas son de los elementos constitutivos de su naturaleza? así parece que la palabra permanencia debiera entenderse; pero adviértase, que en este sentido no hay derechos, intereses transitorios; todos son permanentes: analícese sino el fondo de cualquier hecho y se notará que todos ellos se refieren siempre al bien moral, afeccional , intelectual o físico del hombre, esto es, a la satisfacción de necesidades permanentes. No debe, pues, admitirse esa clasificación por inexacta, sobre demás obscura, y dar lugar a choques entre la localidad y el Estado para el deslinde de los derechos e intereses, cuya dirección y administración les corresponde.

Partiendo de los principios de riguroso derecho, la buena política debe resolver esta cuestión conforme a las mismas ideas que la de la libertad del hombre se resuelva. La cuestión es igual. Se trata de la libertad individual. Si el hombre es una individualidad física, la municipalidad y la provincia son individualidades morales. ¿Por qué, pues, lo que es aplicable a un individuo, no lo había de ser a muchos o a todos, aun cuando por hallarse reunidos dentro de unos mismos muros o dentro de unos mismos límites territoriales, en vez de llamarse hombre ese individuo, se denomine municipalidad o provincia?

Dando, pues, por sentado –ya que la índole de este periódico no nos permita tratar esta cuestión– que la libertad del hombre se extiende a todos aquellos actos, cuyas consecuencias recaen necesaria y exclusivamente sobre de él mismo, y aplicando ese principio a la libertad de la municipalidad y de la provincia, diremos:

La municipalidad y la provincia son absolutamente libres de practicar todos aquellos hechos, cuyos efectos recaigan exclusiva y necesariamente sobre sí propias.

La libertad de la municipalidad y de la provincia, cuando los efectos de sus actos recaen necesariamente sobre el Estado, bien sea exclusiva, bien simultáneamente, con la municipalidad y las provincias mismas.

Esta regla es clara, y está deducida de exactas nociones de rigorosa justicia.

Así resolveríamos nosotros esta gravísima cuestión sobre la centralización.

Al Estado, la centralización de los derechos e intereses generales.

A la provincia los de provincia.

A la municipalidad los de la municipalidad.

Y por consiguiente:

Emancipación de la municipalidad y de la provincia.

J. B. Guardiola.