Filosofía en español 
Filosofía en español


[José Miguel Guardia Bagur]

El libro de los Cantares

(artículo de La Revue de l'instruction publique, por don J. M. Guardia)

En un importante periódico francés, La Revue de l'instruction publique, hallamos el siguiente artículo, que traducimos por referirse a un poeta español y porque demuestra que si en el extranjero hay quien juzga a tontas y a locas las cosas de España, también hay quien conoce a fondo nuestra literatura y nuestras costumbres. El autor de este excelente trabajo es el señor Guardia, literato de origen español como se colige de su apellido, y a quien las ciencias y las letras españolas deben mucho, pues consagra con frecuencia su talento y su erudición a darlas a conocer en el extranjero.

portada
El libro de los cantares, compuesto por don Antonio de Trueba. Cuarta edición, Madrid, imprenta de don Julián Peña, 1858, 1 vol. en 12º de XIII, 382 p.

En español cancionero equivale a colección de canciones. Generalmente se da este nombre a las diversas colecciones consagradas a los monumentos más antiguos de la poesía nacional y a los cantos populares. En el siglo de oro de la literatura española, los poetas más ilustres no tuvieron a menos escribir para estas colecciones, y aun había algunos que publicaron sus trabajos poéticos con este título tan modesto como popular. Así es que al lado de las grandes colecciones poéticas de autores conocidos y concienzudos tales como las de Baena, Estúñiga, e Ixar, se ven otras compuestas por poetas renombrados que solo contienen versos de un autor: tales son las colecciones publicadas por Pedro Manuel de Urrea, Juan de Luzón, Ambrosio Montesino, Juan López de Úbeda, López Maldonado, Jorge de Montemayor, &c. Todos estos poetas han dado a la colección de sus poesías el título de Cancionero. Don Antonio de Trueba, ha seguido esta tradición literaria escribiendo en la primera página de su tomo de poesías: El libro de los cantares. La elección de este título ha sido felicísima, y aun debo añadir que completamente exacta. El libro de los cantares es un excelente repertorio de poesía popular, un libro inspirado por el pueblo y escrito para el pueblo. El epígrafe corresponde al título, tiene el mismo valor, la misma significación.

Yo soy un ciego que ve.

Expliquemos esto. En todas las ciudades importantes de España, y particularmente en Madrid, se encuentra en las calles, en las puertas de los templos, donde quiera que la muchedumbre se agolpa, pobres ciegos, rapsodas o poetas, es decir, que cantan o recitan los versos hechos expresamente para ellos o compuestos por ellos mismos. En estas composiciones se encuentra algunas veces verdadera poesía: son un medio poético de implorar la caridad del público. Esta costumbre, muy antigua, tiene algo de tierno, pues recuerda lo que la tradición atribuye al viejo Homero, a aquel divino ciego, que pagaba con sus cantos la limosna alargada a su miseria. A modo de estos cantares populares, el señor Trueba tiene acentos naturales, poéticos, ingenuos y que van directamente al corazón. He aquí por qué sus versos están al alcance de todas las inteligencias, he aquí por qué hasta los niños los entienden{1}, he aquí por qué su éxito ha sido tan grande y tan legítimo. La modestia del señor Trueba se admira de este éxito, y en efecto, es admirable que un pueblo viciado por los malos rimadores, haya comprendido lo que vale un verdadero poeta. Dejando a otros los desordenados arranques del lirismo, con «el bello desorden,» que «es efecto del arte,» insensible a las lágrimas que la elegía derrama y a toda esa hojarasca de la poesía, que no es más que colorete y afectación, se remonta a los orígenes vivos de la poesía: la naturaleza y la verdad. Por esto ha triunfado, por esto entienden los niños sus versos, que la poesía popular no es más que un eco de la voz del pueblo, que el poeta le devuelve. Encuentro al señor Trueba admirable por haber adornado esto, por haberlo sentido vivamente, por haberlo comprendido a maravilla y haberlo expuesto tan bien en su prólogo, obra sencilla y bien escrita, en que hace su profesión de fe de poeta, y traza en algunas líneas la poética de su libro. «El pueblo, dice, es un gran poeta, porque posee en alto grado el sentimiento que, en mi concepto, es el alma de la poesía. Su expresión es comúnmente desaliñada; pero en cambio, siente mucho y apenas hay género de poesía que no le sea familiar.» Nada más cierto: el pueblo es en todas partes poeta, y particularmente en España. El señor Trueba ha tenido una feliz inspiración al tomarle por modelo y por maestro. El señor Trueba pretende que, siguiendo su sistema de ser poeta a la manera del pueblo, ha perdido el arte, pero ha ganado el sentimiento{2}. Perdóneme el señor Trueba si no soy de su parecer. El sentimiento no se encuentra, que nace de sí mismo y se desarrolla; pero en una naturaleza organizada para la poesía, el sentimiento conduce naturalmente al arte, o por mejor decir, uno y otro son inseparables. El mismo señor Trueba es un vivo ejemplo de esta armonía constante del arte y el sentimiento, porque como poeta, es completo. Consiste en que la inteligencia del corazón aviva la del espíritu; y aquel que siente vivamente y comprende por intuición al hombre y a la naturaleza, puede muy bien pasar sin los preceptos de Aristóteles y Homero, y sin todas las reglas de la más sabia poética. «El autor del Libro de los cantares, dice el señor Trueba con una ingenuidad en que se trasluce un poco de orgullo, no ha frecuentado otras universidades que las de su aldea, donde solo se aprende a leer y a escribir y la doctrina cristiana{3}.» Lo demás lo ha aprendido como ha podido y cuando ha podido, a fuerza de trabajo y vigilias. Esta confesión, que le honra y que pone aún más alto su talento, le hubiera valido hace dos siglos la calificación de ingenio lego. Así era como los clérigos llamaban en otro tiempo en España a los bellos ingenios que carecían de títulos universitarios, y entre los cuales descuella el príncipe de los ingenios españoles, Cervantes. El señor Trueba obtendrá el sufragio de todo el que le lea: y si no posee títulos académicos, su reputación los suplirá. Que no se desconsuele por no tener un privilegio de sabio, aunque «el saber no ocupa lugar» quizá sea una felicidad que las circunstancias que han presidido a la educación del señor Trueba hayan sido tales como él dice, si a ellas ha debido el librarse de esa enfermedad contagiosa de los semi-sabios de su país, que se afanan en hacer ostentación de todo lo que han aprendido y emplean todo su talento en imitar lo que se hace en el extranjero. El señor Trueba está libre felizmente de este vicio de imitación servil, cuyos efectos tan perniciosos han sido a la literatura española, que sin mentir pudiera decirse que la España literaria actual viene a ser una provincia de Francia. La poesía del señor Trueba es una flor natural y un producto indígena, del mismo modo que su lenguaje es verdaderamente castellano y purísimo.

La primera edición del Libro de los cantares apareció en 1852, se vendió rápidamente y hasta se hicieron reimpresiones fraudulentas. En las primeras ediciones el poeta cedió a las exigencias de su editor e incluyó en su colección algunos cantares picantes para complacer a los suscritores que los habían podido. Fue una debilidad de que el poeta se acusa hoy con una franqueza que le honra y con la firme voluntad de no volver a condescender con el mal gusto del público. Tiene razón: si los autores maleasen menos el gusto del público este sería más sensato y menos depurado. Pero no todos los escritores tienen la fuerza de alma y los principios del señor Trueba, que dice excelentemente: que me llamen hombre honrado aunque no me llamen hombre de talento.{4}

En esta ocasión el honor y el talento van unidos: esta unión no es muy común, y sin embargo en ella está toda la fuerza del talento. Lo que un hombre honrado escribe debe ser tal que todo el mundo pueda leerlo: nada más inmoral que esas distinciones de la crítica de los casuistas que separa con escrupuloso cuidado al hombre de sus escritos. Yo creo que se puede juzgar al primero por los segundos y que así como se dice tal lector, tal libro, se puede decir con no menos razón y más verdad: tal libro, tal hombre. Por más que haya dicho Plinio, cuya vanidad se pagaba mucho de la lisonja, yo creo que Marcial, cuyo candor ensalzó reconociendo que en él había mucha sal y mucha hiel et qui plurimum in scribendo et salis haberet et fellis, nec candoris minus (Epist. última, lib. III), yo creo que Marcial era sólo un bribón, miserable, e imprudente, parásito, sin vergüenza, que nunca comía en su casa y que hacía epigramas para pagar su escote o para vengarse de aquellos que no le convidaban a comer. Era maligno, acerbo, holgazán y mordaz como un cínico. Así es que quiso recomendarse a la posteridad diciendo: «Yo soy un poeta comilón, pero un hombre irreprensible.»

Lasciva est nobis pagina, vita proba est.{5}

Créalo el que guste y perdóneme el señor Trueba esta digresión acerca de uno de sus compatriotas: Marcial era español y tenía mucho talento y malicia, por lo menos tanto como Góngora y Quevedo.

La cuarta edición del Libro de los cantares es la buena, la única auténtica: ha sido hecha bajo la dirección y conforme al gusto y la voluntad del autor.{6} Así es que puede colocarse en manos de todo el mundo: yo aseguro que no hará ruborizar a nadie, ni al lector ni a la lectora. ¿Cómo ha podido el poeta sustraerse a la tiranía de su editor? ¿Cómo ha podido pasarse sin este? El nos lo dice al fin de su libro, y no pesará a nuestros lectores oírlo de su boca.

«Hace algunos meses, dice, recibí un pliego sellado con las armas reales de España, y le abrí palpitándome el corazón no sé de qué: era de SS. AA. RR. los serenísimos señores infantes duques de Montpensier, que me pedían algunos ejemplares de la última edición de El libro de los cantares. La última edición no existía ya, y solo pude enviar a los augustos príncipes una prueba de mi libro que conservaba llena de correcciones para hacer por ella una nueva edición cuando mis recursos me lo permitiesen. Al día siguiente SS. AA. me remitieron espontánea y generosamente, con una delicada carta, lo que necesitaba para hacer la presente edición. La mano de los ilustres príncipes que tantos desdichados besan y bendicen, es la primera que se me ha alargado en mi larga y penosa jornada. Por eso la beso y la bendigo llorando de agradecimiento.»

Nada puede añadirse a esta expresión de la gratitud.

Esta cuarta edición es verdaderamente un nuevo libro: las correcciones son numerosas e importantes, y las adiciones y supresiones considerables. Los asuntos son variados hasta lo infinito, aunque el fondo sea uniforme. Esto fondo es inagotable: es el pueblo, ser colectivo y diverso, individuo múltiple, que tiene sus pasiones, sus vicios, sus cualidades y toda clase de elementos buenos y malos. «Cada copla popular, dice el señor Trueba, es para mí un capítulo de la historia de un corazón{7}.» El pueblo aparece en todas partes en el Libro de los cantares, se ve en todas las páginas, ni adulado ni desfigurado con su lenguaje enérgico, vivo, seco de imágenes, atrevido, pero culto y pulido por un hábil artista. El señor Trueba, que nada tiene de común con Malherbe, ni por su genio, ni por el género que ha escogido, se parece no obstante a este severo poeta en el concepto de que como él ha aprendido del pueblo la lengua que habla. Es verdad que Malherbe solo bajaba a la plaza Maubert para oír hablar al pueblo y para aprender de él lo que no se enseña en la Academia, en tanto que el señor Trueba ha vivido en medio del pueblo y con el pueblo, mezclándose en su vida, sus juegos y sus fiestas: así es como le ha estudiado y trasladado a sus cantares. Este es el secreto de su inspiración y el verdadero motivo de su triunfo. El señor Trueba une al sentimiento el espíritu de observación, de modo que todo lo que ha cantado es verdadero, real, tomado de la naturaleza. Por esto sobre todo es por lo que su libro debe agradar a los verdaderos amantes de la poesía. La poesía, tal cual es preciso entenderla, está donde quiera en las cosas reales: está en lo que existe, y no está en lo que se imagina.

La colección del señor Trueba se compone de cincuenta y cuatro cantos, en su mayor parte de un mérito elevadísimo: el amor y la fe son los principales elementos, la fe que interviene en todo en España, y el amor que constituye toda la vida de ese pueblo. El poeta distingue el amor puro y honesto del amor culpable y sensual. Ha cantado el uno y el otro bajo una encantadora alegoría: la Virgen de los ojos azules es el bueno; la joven de ojos negros es el otro. La poesía más bella se encuentra en el primero. Pero ¡ay! también se llega a la cloaca por una senda de flores, y el ideal puede conducir a la inmoralidad y la corrupción. El señor Trueba ha destinado también en sus cantares un lugar considerable a sus recuerdos, y se muestra muy inspirado cuando los evoca. Complácese en describir las escenas de su infancia, las sencillas costumbres de la aldea donde nació, el ameno valle sombreado por grandes árboles, y más allá, en el lejano horizonte el murmullo de las olas azules del mar Cantábrico. La vida de los arrabales y la de las buhardillas, el trabajo del artesano y los afanes del labrador le han inspirado bellas ideas y sentimientos generosos y nobles. También el patriotismo ha hecho latir su corazón: cantando la vida militar con sus grandezas y sus servidumbres, el poeta ha sabido narrar bajo una forma sencilla, natural, conmovedora, la heroica lucha de España en la guerra de la Independencia. En este canto es donde su estilo ha tomado todos los tonos de que es capaz un asunto tan popular: la ingenuidad, el vigor, la energía, la elevación y todos los matices de los sentimientos más vivos, que son para un pueblo el amor por la libertad y la pasión por la gloria. El canto que tiene por título La vida de Juan soldado es, en mi concepto, la perla de este joyero. En este canto, como casi en todos los demás, el señor Trueba ha sabido sacar un gran partido de esos estribillos que el pueblo repite en sus cantos, y cada escena de este dramita dialogado termina admirablemente con estos dos versos:

La vida de Juan soldado
es muy larga de contar.

El mérito del poeta no consiste solo en haber tomado sus asuntos del pueblo, sino también en haber conservado siempre el acento y el tono del pueblo mismo: su estilo en general es el de la leyenda rimada. De aquí esa frecuente repetición de las mismas cadencias que añaden tantos encantos a los relatos poéticos de los pueblos meridionales. La repetición de las mismas cadencias sostiene la atención, convida al canto y marca regularmente el descanso y las medidas. A todos estos artificios tan naturales es preciso añadir siempre el hábil empleo de los diminutivos tan numerosos en la lengua española, y que son un precioso recurso para los verdaderos poetas. Cada canto de este volumen es un cuadrito completo, un poema en miniatura, en el que resaltan un interés y un arte infinitos.

Todo lo que pertenece o interesa al pueblo ha sido cantado por el señor Trueba, y para no olvidar nada, su libro termina con el elogio bien sentido y merecidísimo de la guardia civil española. Que nadie se ría al ver a un poeta celebrar a los guardias civiles{8}: todos los días son celebradas gentes que son aún menos poéticas y seguramente menos útiles. No hace veinte años que ese distinguido cuerpo existe en España, donde tan necesario era para reprimir el latrocinio y velar por la seguridad general. El poeta, eco del pueblo, tiene derecho a exclamar:

¡Viva la guardia civil
porque es la gloria de España!

Antes de terminar mi tarea debo decir, que aunque el señor Trueba haya cantado a la guardia civil, y aun no sea despreocupado ni filósofo, pues según parece se toma la libertad de oír misa, no vacilo en afirmar que tiene alguna semejanza con Berenger. Cierto que es reservadísimo en sus versos, castísimo en sus cantares, que ha renunciado a la vida borrascosa, y que nunca se ocupa en la política. En España su popularidad lleva camino de ser tan grande como fue la de Berenger en Francia, y me atrevo a esperar que será tan durable. Añádase, y esto es un elogio más, que las poesías de Trueba no necesitarán comentario: todo el mundo podrá comprenderlas y cantarlas en todo tiempo, porque en el fondo de ellas hay una cosa que no muere; la verdadera inspiración, el soplo poderoso que anima a la poesía y la da vida.

Esperemos que el ruidoso y legítimo triunfo alcanzado por Trueba lleve a sus hermanos los poetas al buen sentido, a la razón, a las tradiciones ya olvidadas de la poesía y la lengua nacional. Hacía mucho tiempo que el público español no oía esos acentos sencillos e ingeniosos. El libro de los cantares ha despertado su buen gusto. Un día un periódico de Madrid acusó al señor Trueba de perezoso. El señor Trueba responde que esta reconvención, aunque amistosa es injusta, porque ha consagrado su vida al trabajo y al estudio; al trabajo que da la vida y nutre el cuerpo. «Yo haría muchos versos, dice el autor de los Cantares, yo me entregaría en cuerpo y alma a la poesía, si supiese que escribiendo cada año dos libros como este había de ganar el modesto salario de un escribiente de oficina o el más modesto aún de un simple artesano.» Es demasiado cierto que en España la amena literatura no conduce a la fortuna. ¿Pero qué importa la fortuna a quien puede y sabe pasar sin ella? Esta consideración es de poco peso. El señor Trueba tiene sentimientos demasiado elevados para fijarse en ella: no especula con su talento, y contentándose con poco, sólo quiere ser rico de gloria. Guárdese bien de rendir sacrificios a las exigencias del público como en una ocasión los rindió a las de su editor. Los más ilustres poetas españoles han pasado a la posteridad con ligerísimo bagaje, porque la posteridad pesa y no cuenta. La fecundidad no es el genio, y la facilidad se acomoda muy bien con la medianía. El verdadero artista busca la perfección y la persigue lentamente: y deben estar más seguros de llegar aquellos que no se precipitan demasiado para conseguirlo. Un escritor español ha dicho: La demasiada fertilidad no llega a la madurez, lo que en otros términos quiere decir: que quien no sabe limitarse, nunca sabrá escribir.

J. M. GUARDIA

{1} Véase, el apéndice con que termina el tomo, pág. 362.

{2} Pág. XIII del prólogo.

{3} Apéndice, pág. 363.

{4} Apéndice, pág. 362.

{5} V. Marcial, epig. lib. 15.

{6} Apéndice, pág. 361.

{7} Prólogo, pág. VIII.

{8} Permítanos el escritor francés una advertencia: la guardia civil o la gendarmería francesa no cabrá en la poesía, pero la guardia civil española cabe perfectamente. En España la guardia civil pertenece a un orden de ideas tan elevado que su nombre puede colocarse en la más elevada poesía sin desentonarla.