El distinguido colaborador de La España, cuyos artículos, suscritos con las iniciales de L. M. R., conoce ya y aprecia en su justo valor el público, nos ha dirigido otros dos importantísimos y llenos de altas consideraciones filosóficas sobre la libertad del comercio y de la industria. El grave y elocuente pensador trata la materia con la elevación que acostumbra: pero la examina más bien desde el punto de vista inflexible y teórico de los principios, que bajo su aspecto práctico y de inmediata aplicación. Nuestra opinión económica, en el fondo es la misma que la del ilustre escritor. Pero juzgamos que al tratar los gobiernos de realizar en la sociedad doctrinas que pueden ofender derechos preexistentes, o lastimar graves intereses comprometidos ya en una vía abierta bajo la protección de las leyes, deben proceder, más que con la lógica y con los sistemas absolutos salidos del gabinete de los hombres de estudio, con el conocimiento especial de las condiciones del país en que mandan, guardando la debida atención a lo creado, y colocándose, como prudentes repúblicos, entre la temeridad imprudente que todo quisiera atropellarlo, y la cobardía pusilámine que no se atreve a tocar a nada. Ni la revolución violenta, ni el estancamiento: este es nuestro principio en economía, como en política, como en administración.
De la libertad comercial
Idólatra de toda libertad, tomo de antemano por instinto, no menos que por convicción, el partido de la libertad comercial. La verdad en ninguna situación se desmiente a sí misma, y lo que es verdad en el orden religioso, como en el moral y el político, no puede dejar de serlo en el económico. Donde quiera que se abra un teatro a la acción humana, allí es preciso, si ha de florecer con lozana vida, que la libertad venga a comunicarle impulso y espontánea decisión.
A menos que queráis colocar a la industria en un caso excepcional, declararla en estado de sitio, confiscarle los privilegios con que plugo a Dios dotar y fortificar a la acción humana, promulgar, en fin, que para ella no se hicieran esas leyes eternas, preciso es que reconozcáis debe regirse por las mismas leyes, gozar de idénticos privilegios, verse animada por la libertad sin la cual esa acción siempre y en todo se adultera, y con cuya presencia se restablece la primera si no la única de las bases del mundo moral.
La libertad es el mas grande estímulo y la necesaria condición de vida de la acción industrial, o sea del trabajo.
Ya por regla general el hombre no se apasiona de la acción, sino cuando es espontánea y en cierto modo se confunde e identifica con el raudal de su propia existencia; pero tratándose del trabajo, se hace doblemente sentir esta necesidad, de tal manera, que cuando es libre y no forzado, espontáneo y no dictado por el imperio o sugestión ajena, cuando sus triunfos y sus derrotas nos pertenecen exclusivamente, y somos responsables de su buena o mala fortuna, nos asociamos a él con la pasión con que un soldado inteligente sigue las banderas de su propia elección, lo defendemos con el entusiasmo con que un ciudadano defiende a su patria, lo amamos con el calor con que un padre ama y defiende a sus hijos.
El trabajo es la lucha inteligente del hombre con la naturaleza física, a fin de forzarla a rendirle los medios de proveer a su subsistencia y comodidad. Esta lucha es incesante y penosa, y necesita de un esfuerzo proporcionado siempre y renaciente, que no puede obtenerse sin comprometer en ella a toda la naturaleza humana. Yo os desafío a que fuera del elemento de la libertad logréis interesar a aquella de una manera seria en la gloriosa campaña del trabajo.
Dios al menos, que en sus altos juicios ha hecho necesaria esta lucha, no ha empleado otro medio que la libertad para interesar en ella al hombre, después de haberle ricamente dotado. Pero vosotros, los que en el orden económico negáis la libertad, del mismo modo que los que la suprimen en el político, pretendéis reformar la obra de Dios, y que el trabajo se sostenga por estímulos facticios, después de haberle despojado de los naturales; que sea vigoroso después de haberle sustraído al régimen de la libertad, y sometido al da la tutela; que luche con ventaja, cuando a los obstáculos físicos con que únicamente debiera de habérselas, le añadís los políticos, infinitamente más embarazosos, provenientes de las leyes que aspiran a dirigir y regular sus movimientos, y en realidad solo consiguen turbarlos.
En este punto, repito, vuelvo a encontraros a vosotros los prohibicionistas en la pendiente que conduce al socialismo, el cual os aventaja tan solo en que tiene el valor de negar hasta el fin el principio de la libertad, y de llegar hasta las últimas consecuencias deesta negación; sustituyendo por todas partes al móvil individual el colectivo, confiscando constantemente los privilegios del individuo en beneficio del Estado, cuyo poder absorbente se encarga a su vez de proveer a todas las necesidades de aquel y de ser su única providencia. Vosotros no queréis realmente suprimir al individuo; pero tales golpes le dais, tan mal parado sale de vuestras manos, que apenas le queda aliento sino para arrastrarse lánguido y pusilánime por el camino de la vida.
No queréis talleres nacionales; pero priváis a la industria de toda iniciativa y de la eficacia del móvil individual, obligándola aencerrarse dentro de un círculo trazado de antemano, a marchar al paso de los reglamentos, y a volver la cara hacia el poder al menor revés, en solicitud de nuevos privilegios, por los que únicamente puede sostenerse su vida prestada. A los males de una errada situación económica, se añade entonces la complicación de los políticos, y el Estado que ha salido garante de la efímera existencia de la industria, no puede venir en su socorro, sino agotando o al menos cercenando sus recursos generales, con perjuicio de más sagradas atenciones, o con ruines sacrificios particulares.
Retrocedéis escandalizados delante del derecho al trabajo, que ha ensangrentado las calles de París, cuando lo reclama el bracero despedido a vuestro placer de vuestras suntuosas fábricas; y lo ensalzáis hasta el cielo, cuando lo exigís a nombre de esas mismas fábricas, y de vuestros capitales amenazados de quedarse ociosos. Y ¡ay del gobierno que se atreva a resistir vuestras demandas de nuevos privilegios, es decir, de nuevos sacrificios para el común, que siempre tenéis el cuidado de enviar acompañados de elocuentes y significativas indicaciones! Ya son los caminos los que se van a llenar de forajidos; ya es una ciudad la que está avocada a mil males; ya una provincia la que amaga sublevarse. Si esto no basta, si ni aun el oro puede abrir el sellado libro de los privilegios, el gobierno que se atreviese a negar esas demandas y los que le apoyasen, tendrían que pasar por traidores a los más grandes intereses patrios, enemigos del trabajo nacional, y vendidos al oro extranjero. Por tales medios se defendieron siempre las malas causas.
El sistema prohibicionista es pues culpable, a los ojos de la razón, de atentar al primero de los derechos del hombre, la libertad, que no es menos sagrada cuando se denomina la libertad del trabajo, que cuando se apellida libertad del pensamiento; y como consecuencia de este grande atentado, lo es de amortiguar en su misma fuente el principio de la actividad humana, y de llevar al orden social un espantoso trastorno, sustituyendo a un orden de cosas natural otro enteramente facticio.
Porque ¿qué libertad de trabajo queda con un sistema en que a la prosperidad de una industria se sacrifican ciento, en que el productor no es libre para proveerse donde más le convenga de los instrumentos de la producción, y de disponer a su comodidad de los productos de su trabajo, llevándolos al mercado que más le plazca? Y cuidado que yo reconozco que los derechos absolutos, como lo es entre los primeros el del trabajo, pueden y deben regularizarse, para que su ejercicio se efectúe por cada individuo sin perjuicio del vecino, y aun modificarse cuando lo exija transitoriamente una razón general; pero nunca el que puedan confiscarse en unos, a beneficio de los otros, a pretexto del bien común, que fue siempre el encubridor de todas las tiranías de este mundo.
Y que no es sino una vida prestada y enferma la que arrastran las industrias protegidas que no se encuentran con elementos bastantes en su propio caudal, y que realmente el gobierno cuando protege, sobre todo de una manera exagerada, lo que hace es herir gravemente, amortiguando el principio individual que es el primer resorte y el mejor garante de la prosperidad industrial, bien alto lo predican dentro y fuera de casa ejemplos numerosos de industrias que florecen sin esa protección, antes teniendo que luchar con mil obstáculos para la provisión de las primeras materias.
Pero más alto que esto habla el sello de inercia que imprime al carácter de una nación el hábito de verse constantemente protegida hasta el extremo de la prohibición. La Francia, que durante mas de treinta años de paz ha disfrutado de los beneficios y dulzuras de ese sistema, debiera ser la primera nación industrial y agrícola del mundo, y sus hijos nadar en la abundancia. Sin embargo, lejos de distinguirse por el espíritu emprendedor, que caracteriza a todo pueblo industrial, ha titubeado largos años en decidirse por los ferrocarriles; disputaba sobre su conveniencia, mientras que la Alemania y sobre todo Inglaterra y la América del Norte, se cubrían de tan importantes vehículos; y para llevarlos a cabo, en fin, movida más bien que por el interés, por la vergüenza de quedarse atrás, después de apelar en vano a la industria, privada, tuvo el gobierno que cargarse con su costosa ejecución.
Sus demás progresos industriales ¿pueden acaso tomarse en cuenta, sobre todo comparados con los que al mismo tiempo han realizado otras naciones? Y su comercio exterior, y su cada vez más reducida navegación mercantil, ¿no acusan la esterilidad del sistema? Su agricultura, en fin, ¿ha sacado provecho de las restricciones de la prohibición? ¿Vendé hoy Burdeos más vino del que vendía antes de la revolución?
Por el contrario, mirad a la Inglaterra. Ella hizo una terrible guerra de siete años, y se empeñó en quinientos millones de libras esterlinas para impedir la emancipación de sus colonias, que eran el complemento de su acta de navegación; creyendo erradamente que en ello estaba el secreto de su poder, cuando consistía en la fuerza de sus instituciones civiles. A pesar de sus sacrificios perdió las Américas, y este fue el principio y la señal de su colosal grandeza. De entonces data el vuelo prodigioso de su industria, de su navegación y su comercio, que han recibido su principal alimento en esas mismas miserables colonias, que con rabia dejó entonces escapar de sus garras, para verlas hoy convertidas en naciones vigorosas tributarias de su poder.
¿Qué es pues de ese ponderado sistema prohibitivo? Inglaterra debió sucumbir con él si a él debiera su grandeza; y he aquí que no ha empezado a ser realmente grande y poderosa sino desde que se abrió en él su más formidable brecha con la emancipación de las colonias Americanas, y que el sistema ha ido cayendo a pedazos a medida que ha crecido su poder, hasta que ha llegado este al más alto punto con la abolición de las leyes de cereales.
Pues si de los extraños volvéis la vista al propio suelo, ¿qué espectáculo tan desconsolador no ofrece el cuadro de nuestra administración austriaca, en que se organizó y campeó soberanamente el sistema prohibitivo en toda su pureza y rigor? Baste decir que antes teníamos navegantes que llegaron hasta a revelar al antiguo un mundo nuevo, cuya inmensa línea de costas no tardaron en estudiar y marcar navegantes que descubrieron la redondez de la tierra antes que los astrónomos la demostrasen; teníamos ferias que lo eran de toda Europa; fábricas con que alimentar el comercio de nuestras Américas; agricultura floreciente; un pueblo vigoroso y emprendedor, respetado y temido en el mundo. Y de todo esto ¿qué quedó a la muerte de Carlos II sino oprobio y sombra de lo que fuimos?
Bien sé que en este resultado ominoso influyeron también otras causas; pero todas coincidían en oprimir la libertad del pueblo y en robarle con ella el alma que había vigorizado su brazo para manejar a un tiempo la esteva y la espada durante ocho siglos de combate, el numen que había sostenido su carácter emprendedor, e inspirado su genio literario.
Buena prueba de esta verdad nos ofrecen los pasos que vamos dando en la carrera de nuestra regeneración social y política, desde que empezó a mandarnos la actual dinastía reinante, debido precisamente a que nuestra libertad va, aunque paulatina y penosamente, saliendo en fin de los mil calabozos en que la tenían sepultada la teocracia y el despotismo. En el orden económico se deja doblemente sentir esa benéfica influencia a que hoy parece existir el empeño funesto de contrarrestar; hoy en que el despotismo económico haría un contraste horrible con la libertad política; y de ello no quiero más pruebas que los principios aplicados por la administración borbónica al gobierno de las Américas, que fueron desterrando poco a poco los vicios del más absurdo monopolio, hasta venir a dar en el régimen liberal que forma la sustancia de nuestro actual sistema colonial; principios coronados con los resultados más grandiosos de prosperidad material a que se elevaron rápidamente nuestros antiguos dominios marítimos, y en que hoy se encuentran los restos magníficos de aquella colosal dominación.
Pero no tan solo debilita, enflaquece, y arruina el sistema prohibitivo aquello mismo que intenta proteger, sino que en esta obra de destrucción emplea recursos inmensos, que no sustraídos a la masa general de riquezas, avivarían indefinidamente la producción; desmoraliza al pueblo; e introduce el desorden y el caos en esa misma industria que temerariamente pretende gobernar.
Dejo a otros el cuidado de sumar las inmensas partidas que a la nación cuesta la existencia de las industrias privilegiadas, y lo caro que compra la pueril vanidad de vestirse con telas hechas dentro de casa. Yo lo único que diré es, que con esos cuantiosos sacrificios, compramos aire; pero me he equivocado, porque realmente compramos y adquirimos universal carestía de precios, perpetuidad del cáncer devorador del contrabando, desmoralización del país, a quien se habitúa a una lucha abierta con el poder, y del empleado a quien se pone en contacto con la corrupción; con lo cual se da al pueblo el magnífico espectáculo en cuya comparación nada valían los que los emperadores proporcionaban a la plebe de Roma, de dos ejércitos beligerantes de mar y tierra, el uno denominado del resguardo, el otro de los contrabandistas, que se baten encarnizadamente dentro de casa con todo género de armas, con la delación, con el fraude, con el oro, y con el hierro; compramos, en fin, a tanta costa el delicioso derecho de ver nuestras casas allanadas al antojo del fisco, de encontrarnos a cada paso detenidos en nuestros viajes para que el ojo avizor del mismo penetre en los más ocultos escondrijos de nuestros equipajes, y (lo que es un oprobio para esta época dicha de civilización, en que sin embargo se sacrifica la dignidad del hombre a ese nuevo Moloch de la industria) para que sus inmundas manos lleguen a nuestro cuerpo y a los de nuestras hermanas y esposas, y registren nuestros bolsillos y el último pliegue de nuestra ropa.
Esto compramos con esos inmensos sacrificios, la décima parte de los cuales sobraría para hacer florecer una provincia.
El sistema prohibitivo, en fin, pone en manos del poder el gobierno de la industria; gobierno imposible, que sin embargo tiene que acometer, porque como lo habéis sustraído al régimen de la libertad, en que ella vive de su cuenta y riesgo, y en que por toda providencia no tiene más que que su previsión y economía, es preciso que alguno se eche a cuestas la carga de dirigirla, de alimentarla, de gobernarla. Pero ¿sabéis, lo que pesa esta carga? Yo solo os recomendaré que para ayudaros a llevarla, creéis un ministerio dicho del gobierno del trabajo, el cual habrá de aconsejarse con un cuerpo deliberante que tenga sus sesiones en un salón que provisionalmente se llame el Luxemburgo!
A todo esto se dice que el sistema prohibitivo tiene que adaptarse como un mal, mientras la industria atraviesa las debilidades de la infancia, después de la cual se entrará de lleno en el régimen de la libertad. Por ahora es la palabra sacramental con la cual sin embargo no habéis de alucinarnos, pues que este es el día en que los fabricantes franceses, después de medio siglo de prohibición, aún gritaban: ¡Por ahora!... El mejor medio de perpetuar la infancia, es acostumbrarnos al régimen de un tutor.