Filosofía en español 
Filosofía en español


Tomás García Luna

Reflexiones sobre las doctrinas frenológicas del Dr. Gall. Artículo segundo

El Dr. Gall, según él mismo nos refiere, advirtió, desde sus primeros años, cuán poco aprovechaban para el conocimiento del hombre los sistemas de los filósofos acerca de su inteligencia y de su voluntad. A la manera de Reid buscó en el sentido común la luz que en vano había esperado de los principios de la metafísica; y así como el célebre fundador de la escuela escocesa infirió del hecho de haber en los idiomas palabras distintas para expresar el estado pasivo y el activo del alma, que los hombres siempre habían distinguido estos dos estados, y que su confusión nacía de las pretensiones de los inventores de teorías filosóficas; él por su parte, observando también que cuando en las conversaciones familiares se quería encarecer la habilidad de alguna persona para la música, o su facilidad para hacer versos, se decía que aquella persona había recibido del Cielo el don de la memoria, o el de la poesía, hubo de vacilar acerca de la certidumbre de las clasificaciones de facultades intelectuales y morales consignadas en los libros. Prosiguiendo sus observaciones y experimentos, vino al cabo a parar a la conclusión de que he tratado en el primer artículo: «las denominadas facultades por los ideólogos no son más que cualidades accesorias de las verdaderas facultades primitivas.»

Para determinar cuales sean estas se ofrecían dos métodos. Averiguar cuantos aparatos nerviosos hay en el cerebro, y qué facultad se ejercita por cada uno e ellos, o fijar el número de las facultades, y asignarles en seguida a cada una su aparato nervioso correspondiente. El primero de estos métodos no era practicable; porque ni los órganos del cerebro están separados de manera unos de otros que pueda distinguírseles, ni dado caso que se venciera esta dificultad, sería jamás posible que la simple inspección de cada uno de los órganos diese a conocer la facultad de que es instrumento.

Hubo pues de adoptar el segundo; y examinando atentamente las cabezas de aquellas personas en quienes el instinto del vulgo descubría algún talento, prenda o vicio especial, logró determinar 27 facultades fundamentales, con sus órganos cerebrales distintos.

Diez y nueve son comunes al hombre y a los animales; las ocho restantes son efusivas y características de nuestra especie.

Cuéntanse entre las primeras, [467] el instinto de la propagación, del amor maternal, de la amistad, de la propia defensa, del instinto carnicero, de la astucia, de la propiedad, del orgullo, de la vanidad, de la circunspección, de la capacidad de recibir educación, el de conocer la situación respectiva de los lugares, el de conservar presentes los nombres de las personas, el de acordarse de las palabras, el de aprender idiomas, el de conocer las relaciones de los colores, las de los tonos, las de los números y el instinto mecánico.

Las ocho especiales del hombre son: el órgano de la sagacidad comparativa, el espíritu metafísico, el satírico, el talento poético, el instinto de la bondad, el de la imitación, el de la firmeza y el sentimiento religioso.

Para dar alguna muestra del modo de discurrir que le trajo a estos resultados, apuntaré las observaciones relativas al talento poético. En los pueblos salvajes, dice, solemos ver composiciones poéticas tan acabadas, que la crítica más extremada no sabe qué tildar en ellas. Pope escribió a los 12 años una oda sobre la vida del campo, que los ingleses prefieren a las mejores de Horacio: el Tasso hacía versos a los 7 años: y Metastasio a los 10: además de estos ejemplos citados por Gall, podrían añadirse el de Calderón, que se cree tenía menos de 14 años cuando escribió su primera comedia; y el de Lope de Vega que según decía de sí mismo,

y yo las escribí de once y doce años
de a cuatro actos y de a cuatro pliegos;
porque cada acto un pliego contenía.

Si fuese la poesía fruto sazonado del cultivo de todas las facultades de la mente ¿como se explicarían las brillantes imágenes que embellecen las arengas de los salvajes, y los ejemplos de precocidad citados?

Por otra parte, es harto sabido lo que Ovidio cuenta acerca de su irresistible vocación al culto de las musas: otro tanto aconteció al Petrarca, a Cervantes, a Moliere y a Boileau; todos ellos se desviaron de la senda que les presentaba la fortuna, y obedecieron al impulso que los arrastraba a versificar: ¿es posible que este impulso naciese de combinaciones exquisitas de varias facultades, cuando apenas habían tenido estas tiempo de co enzar a manifestarse?

Por fin, Mr. Pisiel, en su tratado sobre la enajenación mental, refiere tres ejemplos, que disipan toda duda en esta materia. Un demente anciano que había sido literato, apenas se le recitaban ciertas poesías, con que otras veces se había deleitado, su atención y su juicio recobraban el vigor perdido, y como si por aquellos momentos le hubiera devuelto el Cielo el uso de su entendimiento, hacía versos llenos de imaginación, y buen sentido.

Una joven nerviosa que solía padecer accesos violentos de delirio, hablaba en verso mientras estaba enajenada, y Van-Swieten cuenta de una mujer, que, ocupada toda su vida en tareas mecánicas y sin cultura de ninguna especie; mostraba una rara habilidad para hacer versos, durante ciertos accesos de manía que frecuentemente le aquejaban: es también notorio, que el mismo Tasso componía sus mejores versos en un estado semejante.

Sin una facultad especial para la poesía que en Lope, Ovidio y los demás poetas que he referido, se ofrece a nuestra contemplación de un modo tan evidente, no fueran concebibles estos hechos. En cuanto a las señales del cráneo refiere, que llegó a distinguirlas, examinando las cabezas de algunos poetas contemporáneos y los bustos de otros muchos antiguos y modernos: no es de este lugar el apreciar el valor de semejantes indicaciones; [468] el calificarlas pertenece solo a los profesores de medicina: pero sí lo es el advertir, que admitiendo la existencia de una facultad especial en los poetas, no desconozco la imprescindible necesidad que tiene todo el que siente arder en su pecho el fuego de la poesía, de estudiar con detenimiento los grandes modelos que nos ha dejado la antigüedad, y los que nos proporciona la época transcurrida desde el renacimiento de las letras hasta nuestros días: considero también como indispensable el estudio del idioma nacional, porque, para transmitir a los demás sus conceptos, ha menester el poeta las palabras, como el pintor los colores, y si se vale de locuciones extrañas, o de voces de ingrato sonido, no podrán menos de perder parte de su mérito sus mejores pensamientos y sus más brillantes imágenes: en suma, creo que esta facultad es capaz de perfección, y que necesita de las otras facultades para no extraviarse: mas tengo también por cierto que cuantos esfuerzos se empleen serán vanos, si falta la inspiración que sugiere al alumno de las musas sus ideas y sus afectos: el arte enseñará los rasgos que ha de tener la pintura de una pasión o de un suceso; pero no alcanza a suplir la falta de ingenio, para dar con esos rasgos en la conjetura precisa en que quisiéramos hallarlos; cuando Lope, en el libro 7.º de su Jerusalén, trata del consejo tenido por Luzbel para impedir el arribo a Palestina, y después de decir, que a su voz alzaron la frente los siete pecados capitales y de describirlos, añade;

«y solo la pereza
no levantó del suelo la cabeza,»

¿qué regla sino su felicísimo ingenio pudo sugerirle un modo tan característico, tan conciso, de presentar este vicio abominable bajo una imagen sensible? ¿basta acaso saber que se llama pintura de persona ficticia el personificar así los seres morales, para que luego ocurran a la fantasía medios tan exquisitos de hacer lo que la definición enseña?

No debe olvidarse tampoco, que el órgano cerebral de que habla Gall, tanto respecto del talento poético, como del espíritu metafísico, y todos los que se refieren a las facultades intelectuales y morales del hombre, son no más que instrumentos o, por mejor decir, condiciones materiales para que estas se ejerzan: pero que ninguno de sus curiosos descubrimientos es capaz de dar ni la luz más leve acerca de la parte espiritual de nuestras ideas.

Así por ejemplo, en el caso mencionado, la disposición particular del cráneo podrá inducirnos a pensar, que hay en una persona determinada aptitud para la poesía; ¿mas qué relación existe entre el sentimiento de la belleza, toda ideal y tan independiente de los sentidos, que en vez de modelarse por las impresiones que por estos recibimos, pugna al contrario, por desterrar las imperfecciones que los objetos nos presentan y acomodarlos a lo que concibe como mejor, y una forma cualquiera del cerebro? De que el pintor necesite de ojos para recoger los destellos de belleza que esparció el Criador en sus obras, ¿se inferirá que las vírgenes celestiales de Rafael, o Murillo, a quienes no se encuentra modelo en la naturaleza, se deben a la excelencia de la retina, o del nervio óptico, con que dotó la naturaleza a estos célebres artistas? A ser tal cosa cierta, serían pintores extremados los que ven mejor: sin embargo, la experiencia cuotidiana nos enseña que no es así como sucede; debemos pues, ceñirnos a considerar la organología del Dr. Gall, como una serie de indicios más o menos seguros para acertar las dotes del entendimiento, o las prendas morales de los hombres, sin incurrir en el error grosero de creer, [469] que el espíritu pueda jamás explicarse por el mecanismo de la organización.

Pero se dirá tal vez, que teniendo por innatas tanto las buenas como las malas inclinaciones, esta doctrina nos hace propender al fatalismo: respóndese a semejante argumento, que no solo las escuelas filosóficas, sino los mismos Santos Padres de la Iglesia, han creído siempre, que el hombre no era dueño de crear sus talentos ni sus cualidades morales: San Agustín decía, que del mismo modo que nadie puede darse a sí propio la vida, tampoco puede nadie escoger entendimiento: y San Cipriano, que no debemos engreírnos con nuestras cualidades, porque no son obra nuestra: más todavía; el Evangelista San Mateo asegura, que del corazón proceden los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, los robos, los falsos testimonios y las blasfemias, y San Pablo, en una de sus epístolas, dice: en este mundo nacemos con nuestras tentaciones y la carne nos impele a veces a hacer buenas obras, y a veces a hacerlas malas; y en otra: cuando quiero hacer el bien, hallo en mí una ley que a esto se opone, porque el mal reside en mí. Sin embargo, todos reconocieron, que el hombre era responsable de sus acciones, porque la verdadera libertad consiste, en escoger entre los varios motivos de obrar que se nos presentan, el que nos parece preferible, y porque, si nacen con nosotros inclinaciones que nos arrastran al mal, también es inherente a nuestra naturaleza la conciencia, que de continuo nos advierte cuando nos desviamos del deber. Por otra parte, el decir que los vicios de que adolece la humanidad son efecto de causas exteriores, y no innatos, aprovecharía muy poco para la libertad moral; pues no se infiere de que el impulso que nos pone en acción nazca de un principio interno, o de una causa exterior, el que sea o no irresistible la verdadera noción de la libertad se funda en el íntimo convencimiento que tenemos de que está en nosotros el querer una cosa más bien que otra; y acaso porque a ciertas condiciones de la organización correspondan afectos determinados, ¿hemos de inferir, que no pueden resistirse? Es un hecho vulgarísimo el que los hombres tienen varios gustos y facultades, y que su vocación es a veces tan decidida, que su energía vence los obstáculos todos que se le ofrecen: a este hecho ha añadido el Dr. Gall algunas observaciones, que persuaden la opinión de que, a la variedad de talentos y de inclinaciones, corresponde la de los órganos que les sirven de instrumentos; ¿en qué altera este nuevo concepto los términos de la cuestión acerca del libre albedrío? ¿cómo podría concebirse la libertad, sin la lucha de las leyes de nuestra naturaleza, unas con otras?

También se ha imputado al Dr. Gall, el que su doctrina propende al materialismo: para justificarle de este cargo, citaré las juiciosas reflexiones de Danuron, a quien sin duda no se tachará de aficionado a los sistemas que pretenden explicarlo todo por las leyes del mundo físico.

Observa, en su ensayo sobre la historia de la filosofía en Francia en el siglo XIX, que por lo mismo que Gall divide y multiplica tanto los órganos cerebrales, es preciso que admita la unidad del yo: nunca se ve, dice, con más evidencia la tal unidad, que cuando son varios los instrumentos de que se vale el alma, puesto que solo una sustancia espiritual puede explicar el concierto y la armonía que advertimos entre funciones tan diversas. A esta reflexión del historiador ecléctico, pueden añadirse otras consideraciones: para concebir la libertad que Gall, lo mismo que los [470] espiritualistas atribuye al hombre, es condición necesaria un espíritu dotado de inteligencia, que, dueño de sí mismo, pueda moderar la acción de los órganos, por medio de los cuales ejerce sus facultades.

Según su doctrina, tiene atractivo para el hombre aquel estudio, o aquella pasión, a que le inclina con preferencia su naturaleza, y repugnancia a las tareas y placeres para que no tiene aptitud: este hecho solo muestra, que el espiritualismo es la base necesaria de su sistema; porque la preferencia y la repugnancia no podrían verificarse de otro modo: solo en un ser inmaterial caben a un tiempo mismo afectos encontrados: por otra parte, la estructura maravillosa de la mano del hombre se ha aducido, por más de un filósofo, como prueba de la existencia de Dios: Cicerón, en su libro de natura deorum, enumera los infinitos servicios que debemos a este maravilloso instrumento, haciéndonos notar de continuo los profundos designios de la Providencia, que así lo formó todo adecuado para los fines de la creación. Aristóteles asegura, que el hombre no es superior a los otros animales porque tiene manos; sino que las tiene por ser superior a los otros animales: Platón cita también la estructura del cuerpo como testimonio de la inteligencia divina.

Los descubrimientos del Dr. Gall, en vez de menoscabar estas pruebas, no hacen más que darles nueva fuerza; si del mecanismo particular de la mano, o del de los órganos de los sentidos, se han sacado argumentos en favor de la Providencia, y por consiguiente del alma humana, ¿como podrá inducirnos al materialismo el hallar en el cerebro otros órganos que antes se habían ocultado a nuestra vista? De que el alma no pueda percibir los colores y la figura de los objetos, sin las impresiones que los rayos de la luz hacen en la retina, ¿se infirió nunca, que el hombre fuese solo materia? y si del hecho de tener cinco órganos especiales, distribuidos sabiamente para que lograse cumplir el fin a que el Cielo le destinaba, se ha deducido la espiritualidad del alma, ¿no sería una extraña inconsecuencia el ponerla en duda, porque ha subido a 27 el número de estos órganos? ¿qué argumento de los que ahora se traen para persuadir la propensión al materialismo de la nueva doctrina, no pudiera usarse con el mismo éxito contra la que admite la pluralidad de los sentidos?

En estos últimos tiempos se ha reconocido, que las verdades del mundo físico, recogidas por la ciencia, no solo no menguaban los fundamentos de la fe cristiana, sino que los robustecían: la astronomía, y recientemente la geología, no dejan duda de la exactitud de esta observación: lo propio habrá de suceder con el sistema de que ahora tratamos; y si por un momento se fija la atención en la sociedad en que vivimos, se echará de ver, cuan variada era menester que fuese la esfera de los talentos y de las inclinaciones humanas, para que nuestras necesidades físicas y morales se mirasen satisfechas: naciendo todos con igual aptitud para la poesía o para las sublimes especulaciones de la metafísica, ¿quién se prestaría a descender a los minuciosos pormenores de la mecánica? y si todos se sintieran impelidos hacia un mismo fin, ¿qué sería de los otros fines, necesarios para nuestra existencia?

El Cielo repartió sus dones con tino maravilloso; hubo de conceder a unos el valor, a otros la destreza, y a otros la inclinación al estudio; nada más natural que repartir del mismo modo los instrumentos materiales de estos dones; ciegos es preciso estar para no ver la mano de la Providencia donde más resplandece su profunda sabiduría. [471]

Vese, pues, que los hechos de conciencia, aquellos que solo se explican por la espiritualidad del ser que siente y piensa, no se alteran en lo más mínimo, por los descubrimientos del Dr. Gall en la región del cerebro; y que los principios por él admitidos, en manera alguna propenden al fatalismo, ni al materialismo, puesto que, corroboran las nociones de libertad admitidas por los filósofos y por los Santos Padres, y así debía acontecer, porque no es posible que siendo una la verdad, los destellos que por intervalos se desprenden de ella para iluminar la mente humana, se ofusquen unos a otros.

Con esto quedan resueltas las dos cuestiones que propuse al fin de mi primer artículo.

Si se considera el sistema con relación a la práctica, advertiremos también, que sirve de nuevo fundamento a la educación, a las leyes y al gobierno; porque si es cierto que las inclinaciones y los talentos del hombre son innatos, y que antes de resolverse a obrar se encuentra impulsado hacia opuestos fines por la variedad de sus facultades, ¿no habrá de deducirse como consecuencia forzosa, que es menester atraerle al bien, ora cultivando su mente, ora imponiendo penas a sus extravíos?

Así, en vez de mirar a los hombres como si todos hubieran nacido con idénticas facultades y pasiones, han de tenerse en cuenta, lo mismo para darles educación que para corregirlos, las disposiciones con que vinieron al mundo; la variedad de gustos es indicio seguro de la de aptitudes: antes de fijar la suerte de la criatura debiera investigarse el destino a que le inclina su vocación: de este modo no viéramos dedicados a las ciencias tantos a quienes la naturaleza no había formado para las tareas mentales.

Tampoco se verían leyes criminales encaminadas solo a fijar en abstracto las acciones nocivas, y señalarles penas, sin acordarse de las circunstancias especiales que pueden concurrir en los reos: en suma, no hay institución alguna de las que ha traído el progreso de los conocimientos humanos, que no se mejore y se arraigue con la aplicación de estos principios.

Tomás García Luna