Filosofía en español 
Filosofía en español


Monarcas filósofos

Si hubo razón para decir que los hombres serían felices cuando el mundo estuviese gobernado por los filósofos, parece que la filosofía sentada en el trono es el espectáculo más instructivo para los príncipes que desean el bien de los estados que los han elevado a la dignidad del supremo mando... para los que tributan a la razón, a la justicia y a las ideas liberales homenajes más propios de un monarca, que el que rendían al fatídico genio de la victoria los conquistadores y los guerreros. En un siglo que en la ciencia de gobierno puede decirse superior al de Pericles, al de Augusto y al de Luis XIV, deben los reyes que aspiren a merecer el renombre de filósofos, proponerse por modelo a los grandes príncipes, a quienes el género humano ha decretado unánimemente este honorífico epíteto en recompensa de sus virtudes cívicas.

Cuatro son los que la historia reconoce por tales entre el gran número de reyes conquistadores, usurpadores, tiranos, cazadores y ociosos, que oprimiendo alternativamente al mundo, lo hubieran quizá aniquilado si no hubiese respirado de cuando en cuando bajo la paternal protección de otros que merecieron el renombre de Delicias del género humano, y fueron reputados por dignos y capaces de honrar la naturaleza humana, y representar la Divina{1}. A la época de estos pertenecen Marco Aurelio y Juliano, instruidos y guiados por las máximas de la filosofía, y Estanislao de Polonia y Federico de Prusia estimulados por tan gloriosos ejemplos, y amaestrados con las luces y la experiencia de los siglos restauradores de las letras y de la cultura, son los que han de ofrecer lecciones prácticas a Fernando VII y a sus conciudadanos, para que recordando los que saben, y aprendiendo los que ignoran, puedan todos gloriarse en lo que gozan y honrar, y acatar debidamente a los que procuraron restablecer entre nosotros los gloriosos días de los reinados que vamos a describir.

Marco Aurelio, descendiente de Numa, favorecido de Adriano, e hijo por adopción y afinidad de Antonino Pío, no habría menester otros títulos para merecer un gran nombre, aunque no tuviese los que él mismo adquirió y le dieron el de filósofo y ejemplo de príncipes y legisladores. La muerte de su padre le elevó al imperio en fuerza de la adopción y de las esperanzas que había hecho concebir a todos los buenos su conducta como ministro y consejero de su antecesor, y su grandeza de alma justificó desde luego esta elevación, señalando el instante de su advenimiento al trono por un acto de beneficencia con qué procuró enmendar una falta del mismo a quien debía la corona. Habíala obtenido Antonino de Adriano con condición de que adoptase a Lucio Vero; y habiendo muerto sin cubrir esta obligación, la tomó sobre sí Marco Aurelio en honor de la memoria de su bienhechor, partiendo con Lucio Vero el mando supremo, y dándole con su hija el sobrenombre de Antonino, como la más cara y más honorífica de todas las distinciones.

A la edad de 12 años había ya hecho Marco Aurelio profesión de filosofo; pero no de aquella filosofía que enseñaba a hacer vanas declamaciones, silogismos ridículos, y a leerlo todo en los astros, sino de la que formaba las costumbres y practicaba la virtud. Con tales disposiciones no es extraño que lo tuviesen por digno del imperio, que se mostrare tal en el trono, y que le cite la posteridad como un testimonio el mas conspicuo de lo necesaria que es la filosofía en los que presiden a los destinos de las naciones.

Intrépido con moderación; grave y condescendiente; clemente y justo; tan lleno de indulgencia para con los demás como severo consigo mismo; pronto en obrar, y prolijo en resolver; insensible a la vanidad, y enemigo declarado de la lisonja, de la delación y la calumnia; piadoso sin hipocresía, y modesto sin afectación; igualmente dueño de sí mismo que sumiso a la razón y a la providencia; franco y sincero sin indiscreción; siempre veraz en obras y palabras, y jamás iracundo ni impaciente; pronto a perdonar sus propias injurias, e inexorable en castigar las de la causa pública; infatigable en procurar el bien de los pueblos, y sin otra ambición ni otro placer que el de hacer felices a todos los hombres; amigo de los buenos y padre universal de los menesterosos. Tal fue siempre Marco Aurelio en el seno de la paz, en medio de las calamidades públicas, en el desorden de la guerra, y en el conflicto de las sediciones.

Este bosquejo del grande hombre que supo conservar la austeridad de los Estoicos bajo la púrpura, y la diadema, merece que se llene y se perfeccione con los rasgos más brillantes de su vida pública, como que ellos son los más útiles y los más adecuados al fin que nos hemos propuesto. Marco Aurelio, hijo predilecto de la filosofía, a quien llamaba su madre en contraposición de la corte, que era su Madrastra, demostrará que la virtud y la sabiduría son las bases de la sana política, y los principios del arte de gobernar al género humano: con eso verán los que la providencia llamó a este destino por medio de la voluntad de los pueblos, lo antiguo que es el imperio de la razón, y cuánto más suave y duradero es reinar por la justicia y la beneficencia, que por la arbitrariedad y la ambición.

En la tranquilidad doméstica y la seguridad exterior fijó los dos puntos cardinales de su sistema el nuevo emperador desde que tomó las riendas del gobierno; y ambas cosas las consiguió haciendo respetar las leyes civiles, y conservando la disciplina militar. Restablecer la autoridad del senado fue el primer acto de soberanía de Marco Aurelio, que asistía a sus asambleas con la exactitud de un simple senador, oía sus dictámenes, y no solo respetaba las decisiones de este respetable cuerpo, sometiendo a ellas su propia opinión, sino que consultaba para todo y seguía antes que el suyo el dictamen de los sabios, proclamando por máxima de su conducta: Que era más razonable seguir la opinión de muchas personas ilustradas que el obligar a estas a someterse a la de un solo hombre.

Esta circunspección para deliberar era igual a la entereza con que sabía llevar a cabo lo deliberado, porque según él decía... Un emperador no debía hacer nada con pereza ni con precipitación; y que la negligencia en las cosas más pequeñas influía luego mucho en las más grandes. Y convencido de que todo gobierno es para bien de los hombres, obraba en el suyo por el principio de que no estaba sujeto al poder del príncipe crear los hombres a medida de su voluntad; y que todo lo que podía era emplearlos según eran, y según el talento y la capacidad de cada uno para el bien general del estado.

Pero en nada se dejaba ver la severa moral y la sana política de este gran monarca tanto como en la idea que tenía de la santidad de las leyes, creyéndose tan inferior a ellas que se miraba como el apoderado de la república: así fue que al verse saludado emperador dijo al Prefecto del Pretorio. He aquí la espada que os entrego para que me defendáis mientras que desempeñe fielmente mis deberes, y para que sea el instrumento de mi castigo si llegase a olvidarme de que mi primera función es hacer felices a todos los Romanos; llegando a tal extremo su delicadeza, que pedía permiso al senado para disponer de sus mismos ahorros diciéndole: Nada me pertenece en propiedad, y hasta la casa que habito es de vosotros.

Semejante modo de gobernar excediendo a los Titos y Trajanos, contrapuesto a los horrorosos recuerdos de los tiempos de Galba, Othon y Vitelio, no podía menos de granjearse la admiración, y excitar la gratitud pública. Disputábanse a porfía; una y otra los testimonios de honor y de respeto, hasta erigir templos y altares para culto y adoración del Filósofo Reinante; pero su modestia rehusó abiertamente este homenaje religioso fundado en que la virtud sola es la que puede igualar los hombres con los dioses; y un Rey justo y benéfico tiene por templo al universo entero, y todos los hombres de bien son sus sacerdotes y sus ministros.

A pesar de las virtudes del monarca, no gozaron los Romanos de todas las ventajas que debía prometerles un reinado tan dulce y memorable; porque los males de la naturaleza vinieron a acibarar los bienes de la política. Pestes, terremotos, hambres, plagas, inundaciones, y cuanto puede reunir contra los seres vivientes el choque de todos los elementos inanimados, otro tanto parecía haberse conjurado para probar la prudencia y la constancia de Marco Aurelio. Pero la piedad y la beneficencia fueron los medios de que se valió para sobreponerse e inspirar a los demás resignación en estas calamidades. Examinadas todas las cosas, decía el emperador, se verá que, cuanto sucede, sucede justamente, no solo porque proviene de ciertas causas, sino porque entra en el orden de una verdadera justicia, y viene de un ser Supremo que da a cada uno lo que merece. Benéfico por deber y no por ostentación, velaba sin cesar en el alivio de los dolientes, en el auxilio de los menesterosos, y en el amparo de los desvalidos, procurando su celo por el bien de todos, que cada uno sufriera lo menos posible en medio de la general aflicción, siendo su razón de proceder, que cuando uno hace el bien y otro lo recibe, no hay necesidad de andar como los locos buscando una tercera cosa quimérica cual es la reputación; y que el hombre que hace un beneficio no debe tomar la trompeta para publicarlo, sino que debe continuar haciendo otros, así como la vid que después de haber dado el fruto se prepara para volverlo a dar en su oportuna estación.

Por un lamentable extravío de la piedad que dirigía su beneficencia, vinieron los errores del paganismo a pervertir los medios de expiación religiosa con que Marco Aurelio creía aplacar la cólera del cielo. Hacían entonces los cristianos con su moral, con su caridad, con su modestia, y con la sencillez y autoridad de sus costumbres, un vergonzoso contraste con las supersticiosas monstruosidades de los gentiles, y eran por consiguiente el objeto de la envidia, la piedra del escándalo, y el origen de todos los males que sucedían a las naciones después de la venida de Jesucristo. Arrastrado el emperador de la preocupación general hubo de consentir en la persecución que contra los nuevos creyentes excitó el sufrimiento público que en todos tiempos creyó hallar alivio en la superstición; pero a pesar de eso no dejó en otro conflicto de reconocer el favor celestial por la intercesión de los cristianos que había entre las legiones que componían su ejército, mandando desde entonces que no se les acusase, molestase ni persiguiese.

Alentados los bárbaros del Norte con esta general consternación y exterminio de los Romanos, trataron de forzar los límites del imperio de tal manera, que tuvo Marco Aurelio que salir a campaña, y mostrar que la filosofía no era incompatible con el valor y la pericia militar. En esta guerra fue donde estrechado por los enemigos en un bosque de Bohemia, asegura Tertuliano que obtuvo el emperador por las oraciones de la legión cristiana Melitina una abundante lluvia que salvó a su ejército próximo a perecer de sed; y en reconocimiento de este veneficio varió de política con los que profesaban el cristianismo. Rechazados y contenidos por dos veces los Germanos, Sármatas y Marcomanos, se dedicó el emperador a reparar con una administración oportuna y un gobierno paternal los males y los desastres que había sufrido el imperio, sellando esta campaña con uno de aquellos rasgos propios de su inalterable moderación y beneficencia. Sin dejarse deslumbrar por el triunfo, tuvo firmeza para contener a sus tropas que le pedían aumentase el prest de los vencedores a expensas de los ciudadanos pacíficos, diciéndoles: Que darles dinero por sus victorias sería ser liberal a costa del sudor y la sangre de sus padres y parientes, de cuya conservación y buen uso era él responsable a los dioses.

Mucho más gravosa habría sido a los pueblos la guerra que Marco Aurelio tuvo que hacer para su misma defensa y seguridad, sino hubiese costeado una parte de ella la liberalidad de este príncipe, que por no agravar los impuestos redujo a moneda no solo las alhajas preciosas, las vajillas de oro y plata, las estatuas y los cuadros del imperio, sino hasta los vestidos, perlas y diamantes de la emperatriz ; pero a pesar de esto tuvo su política, su sabiduría y su entereza que emplear otros arbitrios más eficaces para subsanar los daños civiles, cuyo remedio no está solo al alcance del dinero, conforme a su máxima fundamental de hacer siempre para utilidad de los hombres todo lo que exige la condición de legislador y de rey. Reformando las leyes, conteniendo la usura, moderando el lujo y la licencia, exterminando los litigios y protegiendo a los huérfanos y a los menores contra la ambición de los tutores y los poderosos, perdonando las deudas públicas después de quemar los documentos que podían servir a reclamarlas. He aquí el sistema de gobierno con que ejerció un rey filósofo la soberanía del universo que entonces estaba afecta al título de emperador romano.

Para que nada quedase con que probar el temple moral de su corazón, tuvo que pasar la generosidad de este príncipe por la amarga prueba de la ingratitud que siempre anduvo en el mundo a la par con el beneficio. Avidio Casio alucinado por la ambición y la alevosía se proclama emperador, y se propone marchar contra el que le había honrado, con su confianza y elevado con su patrocinio; pero Marco Aurelio le prepara un desengaño saludable en lugar de un afrentoso suplicio para dar al mundo un nuevo y raro ejemplo de magnificencia filosófica. Puesto a la frente de sus tropas les dijo antes de partir: Lo único que temo amigos míos es que Casio incapaz de sufrir nuestra presencia se mate por su mano, o que algún otro sabiendo que marchamos contra él nos haga este mal servicio, y me prive del premio más glorioso que me proponía sacar de esta jornada. ¿Y cuál será este premio? Le preguntaron los suyos. Perdonar a un enemigo, ser amigo de un hombre que ha violado todos los derechos de la amistad, y mantenerme fiel a un pérfido y un ingrato. Si los dioses me conceden dar buen cabo a esta desventurada ocurrencia, me holgaré en el alma de haceros ver que es fácil lo que ahora tenéis por imposible, y sacando el bien del seno mismo del mal y del desorden, dejaré convencidos a los hombres de una importante verdad, cual es la de que puede hacerse buen uso hasta de la guerra civil.

Gozara sin duda Marco Aurelio de toda la sublime satisfacción a que aspiraban sus magnánimos designios si un centurión no hubiera realizado sus presentimientos matando al rebelde, cuya cabeza debía ser presentada a la majestad ofendida; pero rehusando ésta el sangriento homenaje de la venganza, manifestó en sus ulteriores acciones que no se limitaban a estériles raciocinios sus filantrópicos sentimientos, y que la muerte de Casio, que no le había sido dado evitar, no sería parte a que se malograsen del todo los efectos saludables que se había propuesto su clemencia. Insensible a las insinuaciones de la emperatriz, le escribió así desde Campo-Formio: Sin embargo de lo que me decís en vuestra carta, he resuelto perdonar a Casio, a sus hijos, a su mujer y a su yerno, para lo cual voy a escribir al senado solicitando que no sea muy dura la proscripción de este infeliz, ni muy severo su castigo, porque nada hay que pueda hacer más recomendable a un emperador sino la compasión y la benignidad. Por ella fueron elevados Cesar y Augusto al rango de dioses, y ambas granjearon el renombre de Pío o Antonino nuestro buen padre. En fin, Casio no hubiera perecido si esta guerra se hubiese terminado según mis deseos.

Su carta al senado después de apaciguada la sedición y restablecido el orden, es uno de los más brillantes testimonios de lo útil que es al género humano la alianza de la filosofía con la potestad suprema, y el rasgo más sublime de la magnanimidad que solo cabe en un alma guiada por la razón y amaestrada con la práctica de una moral digna de las luces del Evangelio. Yo os ruego y encargo, decía el Emperador a los senadores, que no hagáis a mi clemencia y a la vuestra el desacuerdo de condenar a nadie a muerte, a destierro ni a proscripción. ¡Ojalá pudiera sacar de la huesa a los que yacen en ella! El castigo severo de las injurias hechas al príncipe tiene apariencias de venganza propia lograda a la sombra del poder; por eso debéis perdonar a Casio, a su familia y a sus cómplices para que vivan y conozcan lo que vale vivir en el reinado de Marco Antonino. Gocen en paz y libertad de sus bienes, y lleven por do quiera con ellos un testimonio irrefragable de mi piedad y la vuestra{2}.

Terminada de este modo la guerra civil, marchó Marco Aurelio a Atenas para tributar a la patria de las ciencias y la filosofía el acatamiento propio de un emperador filosófico. Allí estableció maestros dotados y honrados con cátedras con augusta liberalidad, y volvió a Roma después de ocho años de ausencia, iniciado en los misterios de Ceres Eleusina, a los cuales no podía ser admitido sino el que hubiese probado en juicio contradictorio una vida irreprensible y exenta de todo crimen. No fue su entrada en la corte el triunfo de los conquistadores o los tiranos, sino la llegada de un padre ausente del seno de su familia, ansiosa de volverle a poseer; y nadie hubo que no gozase de la benéfica influencia, de su paternal solicitud. Después de haberse distribuido por su orden a cada vecino de la capital ocho piezas de oro, y perdonado a todos lo que debían al fisco, dispuso el emperador que en los parajes públicos se erigiesen estatuas a cada uno de los capitanes que le habían ayudado en la última guerra, para no atribuirse él solo la gloria de la campaña ni los efectos de la victoria. ¡Ejemplo inaudito de moderación y desprendimiento que solo puede inspirar la filosofía a un ánimo capaz de sus verdades!

Justo era que descansase de tan útiles y gloriosas fatigas el espíritu y el cuerpo de un monarca cuya existencia había sido consagrada al bien del género humano: con este objeto y el de prepararse a su fin se retiró a Lavinia, de donde le sacó de nuevo otra irrupción de los bárbaros a quienes hubiera reducido enteramente si la muerte no hubiera interrumpido sus victoriosas expediciones En una de ellas fue acometido de una grave enfermedad, y para que sus últimos momentos fuesen el epílogo de la continua lección que había ofrecido a todos su vida, hizo juntar en torno de su lecho a presencia de su hijo a todos los oficiales de su ejército, a quienes es fama que habló de este modo: Ved aquí amigos la hora de coger el fruto  de los beneficios con que he procurado merecer vuestro aprecio y vuestra gratitud. Mi hijo educado con vuestro ejemplo, necesita ahora más que nunca de vuestra dirección y patrocinio. Sed, pues, el freno de su juventud, la antorcha de su inexperiencia, el preservativo contra la seducción que le amenaza. Halle él en vosotros muchos padres en lugar de uno que va a perder, y muera yo con el consuelo de dejarle asegurado en tales manos el acierto que ha menester para desempeñar las terribles funciones a que es llamado. Porque es necesario que sepas hijo mío que no hay en el mundo tesoros que basten a llenar la sima de la ambición y de la tiranía, ni escolta, por numerosa y fuerte que sea capaz de guardar la vida y la persona del príncipe a quién no defienda el amor y la lealtad de sus súbditos. El derecho de un largo y dichoso imperio solo es concedido, no al que aterró al mundo con la opresión y la crueldad, sino al que supo reinar en los corazones, por el afecto que hace grata y durable la obediencia.

Así terminó este gran príncipe veinte años de un reinado en que solo se hallaría el defecto de la paternal flaqueza a que debió el trono su hijo Commodo, indigno de tal sangre y de tal destino si su padre hubiera podido prever que a su reinado había de seguirse el del furor y la malevolencia. Murió Marco Aurelio dejando en Commodo su sucesor un motivo permanente para el luto y el duelo general de que se cubrió por su muerte el Imperio Romano, sin que se hallase en todo él un solo hombre que no llorase e increpase la ingratitud del que no lloraba con él. Su apoteosis precedió a sus funerales; y el senado no satisfecho con conceder al emperador filósofo los honores divinos, declaró sacrílego a todo el que no tuviese en su casa, según sus posibles, el retrato o la estatua de Marco Aurelio, cuya vida según hemos visto, fue una exacta consecuencia de lo que él mismo repetía tantas veces. Dichosos los pueblos donde los reyes son filósofos y donde los filósofos son reyes.

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{1} Los emperadores Tito y Trajano.

{2} Gloria y loor eterno a los Padres de la Patria que han sabido imitar en España la conducta de Marco-Aurelio sin detrimento de la causa pública.