Filosofía en español 
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Democracia como Institución: Nematología y Tecnología

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Doctrinas constitutivas de la Teoría fundamentalista de la Democracia y sus fuentes

La doctrina del poder del pueblo (demo-cracia) [891], aunque es central en la teoría fundamentalista de la democracia, no es la única doctrina constitutiva de la democracia. La teoría fundamentalista de la democracia, que además es muchas veces considerada como una teoría científica (al menos, constituye un cuerpo doctrinal, una disciplina académica que suele ser denominada “ciencia política”), se compone de tres doctrinas diferentes, relativamente independientes, en el sentido de que cada una de estas doctrinas puede ser utilizada en combinación con doctrinas opuestas a las otras dos. A saber:

A) La doctrina de los tres poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) en cuanto poderes separables.

B) Doctrina del origen popular de estos poderes. Origen, alude aquí no ya tanto a su principio “arqueológico” o histórico, sino sobre todo a la fuente permanente y renovable de su validez. Todo poder deriva de un pueblo constituido por individuos libres (ciudadanos) de los que los poderes reciben su fuerza y su legitimidad.

C) La doctrina del Estado de Derecho, redefine todos los poderes políticos y las reglas de su formación, en función de las leyes constitucionales en cuanto orientadas, en una primera fase, a garantizar los “derechos individuales” (“Estado liberal de derecho”) y en una segunda fase, a garantizar los “derechos sociales” (“Estado social de derecho”). A estas leyes ha de atenerse, en el Estado de derecho, no solo desde luego el poder legislativo que las produce, sino también el poder ejecutivo y el poder judicial, que determina en particular el grado de su cumplimiento, y señala los puntos que deben ser rectificados. En la medida en que las leyes, que se suponen derivadas de los órganos fijados por la Constitución, se consideran permanentes y justas, el Estado de derecho tenderá a privilegiar el primado práctico del poder judicial sobre el ejecutivo (que habrá de someterse a sus sentencias en caso de conflicto) y aun sobre el legislativo, a través de un Tribunal de garantías constitucionales, cuya definición es incierta en la teoría de los tres poderes (pues unas veces se intentará reducirlo al ejecutivo, otras veces al legislativo –convirtiendo al Parlamento, como hemos dicho, en juez y parte–, otras veces al judicial y otras veces a un Tribunal ad hoc en el que estén representados los tres poderes), y aun del Tribunal Supremo.

La doctrina del Estado de derecho inspira muy de cerca la práctica de las democracias homologadas en la dirección de la judicialización de la vida política. Un Estado en el que los jueces, con sus aliados, los legistas y los abogados, habrían logrado su objetivo profesional: el de “elevar a todos los ciudadanos a la existencia jurídica” controlada por los jueces. Por supuesto, se trata solo de un ideal, porque en realidad el poder judicial está siempre sometido al poder ejecutivo [637-638], que es quien únicamente puede ejecutar las sentencias.

Estas doctrinas proceden una vez más de diferentes fuentes; fuentes modernas, al menos en cuanto a su formulación explícita. Conviene, sin embargo, mantener vivo el punto de vista histórico, precisamente para atemperar las pretensiones del fundamentalismo democrático, que tiende a dar una visión sistemática intemporal de estos componentes de la doctrina democrática. En efecto:

A) La formulación más temprana y embrionaria de la doctrina de los tres poderes la encontramos en el siglo XVII en el Ensayo sobre el gobierno civil de John Locke, publicado en 1629 (un año después de la Revolución inglesa, que instauró la monarquía de Guillermo III de Orange, de quien Locke fue maestro y consejero). Pero la formulación moderna más madura se encuentra en el Libro XI del Espíritu de las leyes de Montesquieu, publicado en 1747. La inspiración originaria de la propuesta de la separación de los tres poderes, una vez reconocidos como tales, vino, sin duda, del mismo ejercicio revolucionario orientado a segregar el poder legislativo del poder de rey absoluto del Antiguo Régimen (las monarquías de los Estuardos en Inglaterra o la de los Borbones en Francia). En palabras de Montesquieu: la separación de poderes busca ante todo detener el despotismo, definido por la conjunción del poder ejecutivo y del poder legislativo (incluso, en el caso del “despotismo horroroso” de Turquía, del poder judicial). La separación entre el legislativo y el judicial, aunque conocida, no habría alcanzado el lugar preeminente que en la doctrina ocupó la separación del ejecutivo respecto del legislativo. Locke, muchas veces, ni siquiera enumera los tres poderes (en el libro II, §88, de la obra citada distingue tres poderes en la sociedad política: el legislativo, el judicial y el poder de la paz y de la guerra) e incluso engloba otras veces (§91) las instituciones judiciales en el poder legislativo.

Montesquieu enumera explícitamente los tres poderes, si bien de un modo sui generis: “En cada Estado hay tres suertes de potestad: la potestad legislativa, la potestad ejecutiva de las cosas que depende del derecho de gentes [que identifica con la potestad ejecutiva del Estado] y la potestad ejecutiva de las cosas que dependen del derecho civil [“llamamos a esta última potestad judicial”]”. Se diría que Montesquieu ve aquí el poder ejecutivo como poder o potencia del Estado frente a otros Estados, que tienen en común el derecho de gentes; mientras que el poder judicial será visto como poder delimitado dentro del propio Estado, de sus leyes y costumbres. También Montesquieu refiere la separación de poderes, ante todo, contra el despotismo resultante de la unión del legislativo y el ejecutivo en una misma persona; pero a veces parece dispuesto a subsumir el poder judicial en el legislativo (“de las tres potestades de que hemos hablado, la de juzgar es en cierto modo nula; quedan pues dos solamente”). Lo importante es, por tanto, que el rey no detente el poder legislativo; sino que si la monarquía se mantiene esté sometida a la ley (lo que se llamará después monarquía constitucional).

B) La doctrina del origen popular del poder ya fue defendida por la escolástica española. Francisco Suárez, por ejemplo, insistió en que el poder político, aunque venía de Dios, llegaba a los reyes a través del pueblo, y este era quien comunicaba a los reyes el poder procedente de Dios, si bien este poder, una vez entregado, ya no podría ser reclamado por el pueblo (de la misma manera a como el Concilio de los Padres que eligen al Papa por inspiración divina no pueden retirarle el poder que, una vez recibido, le pertenece de por vida). Calderón de la Barca llegó a sugerir la posibilidad, en pleno siglo XVII, de que la monarquía fuera electiva. Sin embargo, ni Suárez, ni Calderón (ni Locke, ni Montesquieu) se definieron en lo relativo a la cuestión del origen popular permanente del poder político, es decir, de las personas que lo encarnan. Antes bien, presupusieron que la monarquía era la forma más adecuada para canalizar el poder ejecutivo; no afirmaron que este poder ejecutivo emanaba continuamente del pueblo, y más bien lo consideraron, junto con el legislativo, como una “dimensión social”, heredada e indiscutible, de la sociedad política del presente. Lo que proclamaron Locke o Montesquieu fue la necesidad de la separación del ejecutivo y del legislativo, sin por llegar a formular la tesis del origen popular del poder (de todo poder político); fueron los escolásticos españoles quienes formularon la posibilidad de un legítimo regicidio, si bien en condiciones muy restringidas.

La tesis del origen popular permanente del poder político solo llegó a ser formulada en el curso de la Gran Revolución, simultáneamente con la maduración de la Idea de Nación política. La Nación política […] vendría a incorporar el anterior nombre de “pueblo”. Pero mientras que, tradicionalmente, el pueblo no estaba constituido directamente por individuos, sino por familias (pertenecientes, a su vez, a diversas regiones), por profesiones, etc., la Nación política (en virtud del proceso que hemos denominado holización) [733] se concebirá como constituida por todos los ciudadanos individuales que la componen. […] La Nación política será la fuente de la soberanía [741]. […] El Estado, el Estado absolutista, el del “despotismo ilustrado”, se transformará en Nación [731], mediante una revolución “democrática” que anulará, mediante la guillotina, las dos instituciones fundamentales de la morfología del Antiguo Régimen [734-735]: el Altar, a través del cual Dios comunicaba el poder al rey, y el Trono, que el rey ocupaba vitaliciamente, una vez que lo había recibido con la bendición de la Iglesia.

Pero no debe concluirse que los ciudadanos hayan de entenderse como individuos previamente dados a la Nación política, como pretendieron algunos defensores de la fantástica teoría del contrato social. […] Forman parte de la Nación política sencillamente en cuanto ciudadanos de esa Nación política (en cuanto ciudadanos de la “Nación francesa” y, a partir de 1812, en cuanto ciudadanos españoles de “ambos hemisferios”, en función de “células” de la “Nación española” [737-746].

Por ello, la doctrina de la nación política no tiene necesariamente una inspiración “individualista”, porque sus miembros no figuran en ella como meros individuos humanos (reconocidos en la Declaración de los derechos del Hombre), sino como ciudadanos, y por tanto, miembros de una nación política determinada [846] (de Francia, por ejemplo) y no de otra (España, por ejemplo). […] El individualismo [833] será solo una interpretación de la Revolución: la interpretación de los girondinos, a la que se opusieron los jacobinos, que se enfrentaron también a los federalistas, empeñados en mantener las líneas divisorias de origen étnico [729-730] o de cualquier otra índole, que pudieran haber empañado la unidad de la nación francesa.

C) Por lo que se refiere, por último, a la doctrina del Estado de Derecho, conviene tener en cuenta que esta doctrina, que comenzó a formularse en la segunda década del siglo XIX (Th. Welcker, 1813; Th. von Mohl, 1824), es decir, después de Napoleón [736] y en un “clima hegeliano” de la teoría del Estado, puede considerarse el intento definitivo de fijar y eternizar el nuevo orden político constituido por los Estados nacionales estructurados, no solo por la regla de los tres poderes, sino también bajo la soberanía de los propios ciudadanos de la Nación, cuyos derechos están ya fundados o defendidos por la ley. Un orden jurídico que debería cubrir, sin vacíos, toda la sociedad política mediante un sistema de principios que pudiera considerarse saturado, sin contradicciones (coherente) y sin lagunas. Y en la medida (como ya hemos dicho) en que este sistema de principios legales se considere suficientemente maduro (cuando toda transformación política pueda ser llevada a cabo “desde la ley hasta la ley”) su custodia habrá de ser encomendada no ya al poder legislativo, ni menos aún al poder ejecutivo, sino al poder judicial. Los jueces se convertirán así, en palabras de Gustav Radbruch, en los “guardianes de la Constitución”. […]

La doctrina del Estado de derecho, compuesta por la doctrina de los tres poderes y con la doctrina de la nación de los ciudadanos, puede considerarse como la base más firme del fundamentalismo democrático. Decimos: “Compuesta (la doctrina del Estado de derecho) por la doctrina de la separación de poderes y por la doctrina de la nación de los ciudadanos”. Ésta es la composición que en resumidas cuentas viene a tener a la vista Carl Schmitt cuando resume los dos principios que, según él, estarían conformando la idea de un Estado democrático de derecho: un principio de organización (que se concreta en la doctrina de la separación de poderes) y un principio de distribución (que establece las libertades fundamentales [887], el reconocimiento de los “derechos individuales”).

Cuando hablamos de “composición” de doctrinas queremos advertir que la doctrina del Estado de derecho podría ir combinada con una doctrina que no reconozca la separación de poderes, pero sí el imperio de una ley mantenida acaso por el dictador (en las dictaduras comisariales). Pues todo Estado es Estado de derecho, hasta el punto de que esta expresión, como observó Kelsen, es redundante. Por ello, cuando hablamos de la doctrina del Estado de derecho, en composición con las otras dos doctrinas de referencia, conviene precisarla, como suele hacerse, mediante una fórmula como la de “Estado pleno de derecho”. Y por supuesto, la doctrina de los tres poderes separados podría mantenerse en el contexto de constituciones aristocráticas (no democráticas), como era el caso de Montesquieu; y la doctrina del Estado de los ciudadanos podría también mantenerse al margen de la doctrina del Estado de derecho [609-638].

Según nuestra exposición, de las tres doctrinas que intervienen en la teoría fundamentalista de la democracia, la doctrina de los tres poderes es la doctrina más opaca, es decir, la menos transparente. […] ¿Por qué tres y no cuatro o siete? (Y no decimos esto solamente a priori, sino teniendo en cuenta algunas Constituciones democráticas recientes, como la de Venezuela de 1999, que añade a los tres poderes tradicionales el “poder del ciudadano” –heredero del “poder moral” propuesto por Simón Bolívar– y el “poder electoral”).

{PCDRE 98-105 /
PCDRE / → BS22 / → EFE / → MI / → ENM / → MD / → FD}

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