Filosofía en español 
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Idea pura de democracia: Fundamentalismo, Funcionalismo y Contrafundamentalismo

[ 874 ]

Contrafundamentalismo espiritualista (demócrata-cristiano) / Materialismo contrafundamentalista

Como una modulación espiritualista de la cuarta acepción del fundamentalismo democrático [873], consideramos aquí la concepción que este fundamentalismo democrático alcanza en ciertos tratadistas católicos, sobre todo los que se alinean políticamente en el círculo de los partidos políticos autodenominados “democracias cristianas” o afines.

La concepción que estas corrientes democristianas (o afines) tienen del fundamentalismo democrático es muy similar a la concepción del materialismo. Ello resultaría paradójico a quien presuponga que todo lo que tenga que ver con el cristianismo (en particular, con la Iglesia católica) es incompatible con el pluralismo materialista.

Sin embargo, la paradoja se resuelve teniendo en cuenta los importantísimos componentes materialistas (pluralistas) del cristianismo, sobre todo del católico. Citaremos los que nos parecen aquí más pertinentes. Ante todo, el dogma central de la Santísima Trinidad (que modera la rigidez del monoteísmo monista arriano o musulmán). Pero también, el dogma de la unión hipostática de su Segunda Persona con el cuerpo de Cristo. En tercer lugar, el dogma de la resurrección de la carne (dogma contradistinto de la creencia en la inmortalidad del alma). En cuarto lugar, la institución del sacramento de la eucaristía, mediante el cual el pan y el vino son transformados en el mismo cuerpo de Cristo.

Desde el punto de vista de la teología y de la filosofía política, y dejando de lado el llamado agustinismo político (que tendía siempre a subordinar la Ciudad terrena, y por tanto la ciudad democrática a la Ciudad de Dios) [851], lo cierto es que las iglesias católicas, y algunas reformadas, fueron ajustándose a las líneas que trazó Santo Tomás de Aquino. Líneas muy próximas al reconocimiento de un pluralismo efectivo en el universo creado por Dios, un pluralismo tanto más lejos de la metodología monista [54] cuanto más se ponderaba la condición de los campos del universo como obras de Dios, según una inmensidad de riquezas que estaban a mil leguas de la monotonía repetitiva del materialismo clásico.

La unidad del universo estaba asegurada por la causalidad teleológica divina; pero esta causalidad era extrínseca y dejaba un anchísimo campo al reconocimiento de la independencia relativa de las especies y géneros de criaturas. Una independencia que era simple reflejo de la misma omnipotencia divina, cuyos actos creadores no podrían considerarse encadenados a sus creaciones anteriores. En particular, se establecía la independencia de la sociedad política, del Estado, como sociedad perfecta en su género, respecto de la sociedad religiosa, de la Iglesia, también perfecta en su género. Incluso la doctrina de la libertad humana [314-335] venía a reconocer un cierto grado de discontinuidad entre los sujetos libres, en la medida en la cual las decisiones de unos no tenían por qué ser entendidas como consecuencias de las decisiones de otros o de la sociedad. La fe común no podía servir de pretexto para olvidar que las obras individuales o grupales de los hombres tienen consecuencias por sí mismas.

Una larga tradición escolástica cristiana reconocerá ampliamente los derechos del César, sin perjuicio de los derechos de Dios. Lo que se traduciría en el reconocimiento, por parte de las mismas organizaciones cristianas, de la posibilidad de una democracia, incluso republicana, capaz de establecer sus reglas con independencia de los planes pastorales inmediatos de la Iglesia a la que pertenece. Los recelos que suscitaron, en la España de la Segunda República, los proyectos políticos de Ángel Herrera (expuestos recientemente con gran precisión y conocimiento de causa por Agapito Maestre en un libro reciente [El fracaso de un cristiano. El otro Herrera Oria, 2009]) eran sin duda fruto de los prejuicios y de la ignorancia. Pero aquellos proyectos tendían no solamente a mantener firme la autonomía de la sociedad civil, aun en la forma de una democracia republicana, siempre que se respetara la autonomía de la sociedad religiosa, es decir, que no se intentase reabsorberla en la sociedad civil [836].

Una justa concepción de la democracia como una forma, pero no la única, entre otras, de organizarse políticamente las sociedades políticas (incluso como la forma menos mala, en diversas circunstancias, aunque tampoco como la forma mejor, en otras) y que implica la crítica implacable del fundamentalismo democrático como efecto de un extremismo absurdo, nos la ofrece José Manuel Otero Novas en su libro Fundamentalismos enmascarados (Ariel, Madrid 2001, cap. VIII, “El fundamentalismo democrático”). Otero Novas se mantiene en coordenadas cristianas muy próximas políticamente a las que mantienen muchos partidos europeos democristianos, pero sus posiciones ante el fundamentalismo democrático son prácticamente las mismas que las del materialismo filosófico. Ninguna constitución democrática puede ser sacralizada. Ni siquiera tiene sentido el intento de crear un “patriotismo constitucional” [850], tal como lo propuso Habermas, al que siguen algunos fundamentalistas idealistas socialdemócratas españoles. Ni siquiera una constitución democrática, menos aún, su tecnología [876-895] que se acoge a los principios de la democracia procedimental [880-882], es decir, a la ley de las mayorías, tiene más alcance que el de una convención práctica e incluso el de una ficción jurídica [883]. […]

En cualquier caso, tanto el materialismo como el cristianismo reconocen la realidad de los individuos humanos como entidades que no pueden ser reabsorbidas como consecuencia de la política del fundamentalismo democrático primario [867], cuando este quiere arrasar sus “propiedades personales”, su educación, su estética, sus aficiones y sus gustos (incluidos el tabaco y los toros), en nombre de unos principios ecológico sociales cuarteleros.

Sin perjuicio de lo cual, las razones de este reconocimiento son muy diversas y aún opuestas entre sí. Las consecuencias de esta diversidad de razones pueden dar lugar también a incrementar sus diferencias.

Porque el espiritualismo cristiano asienta su “respeto a la individualidad personal” (y por tanto, su rechazo al absolutismo democrático) en su condición de “templo del espíritu”, creado nominatim por Dios y ulteriormente en “templo del Espíritu Santo”. Pero el materialismo asienta su respeto a la individualidad personal (o grupal) no tanto en el reconocimiento de alguna entidad positiva espiritual en ella residente, sino en el reconocimiento (negativo) de que el individuo personal (o el grupo) no puede quedar agotado en su condición de elemento de una clase, cualquiera que esta sea (la clase proletaria o la clase burguesa, la clase de los europeos o la clase de los americanos, la clase de los comunistas o la clase de los fascistas). Porque los individuos personales [278-313], como los no personales, no son para el materialismo meros soportes de modelos sociales o naturales normalizados y multiplicados acaso clónicamente por la educación ciudadana o por los mecanismos ordinarios de la reproducción natural.

De aquí se sigue, sin embargo, que ese fondo material irreductible del individuo (o del grupo) puede resultar ser efectivamente más valioso o interesante de lo que resulta ser el individuo que actúa estrictamente en cuanto elemento de una clase dada. Desde la perspectiva del espiritualismo, podrá mantenerse una expectativa muy distinta ante las posibilidades de un individuo que, aun siendo elemento de una clase, o de varias, no se agota en ellas. En cualquier caso, habría que dejar de lado la contraposición que se formula desde el “materialismo grosero”, y según la cual el espiritualismo cristiano, en democracia, es solo un residuo de la edad tenebrosa de la superstición, que encuentra sus respuestas luminosas en el laicismo de una democracia ilustrada.

Pero desde el materialismo filosófico cabría reinterpretar el espiritualismo, no tanto como una mera superstición, sino como un reconocimiento por la vía metafísica sustantivada [4] del espíritu [66], de la inagotabilidad del individuo en la clase o clases a las que pertenece. Y esto sin prejuzgar que necesariamente la parte clasificada o normalizada del individuo haya de ser siempre menos valiosa o interesante que su fondo material, no reducible a clasificación; pudiera ocurrir que este fondo inagotable fuese menos valioso y aún menos interesante que las partes que hayan podido ser enclasadas o sometidas a unas normas definidas.

{EC95 /
EC116 / → EC84}

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