Filosofía en español 
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Idea pura de democracia: Fundamentalismo, Funcionalismo y Contrafundamentalismo

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Idea pura (fundamentalista) de Democracia / Historia objetiva:
la Transición democrática española

No cabe hablar, en el momento del nacimiento de una democracia, de un “parto revolucionario” que hubiera dado a luz un “hombre nuevo”. Ni siquiera en la Gran Revolución desaparecieron, no ya las estructuras culturales más importantes del Antiguo Régimen, tampoco la mayor parte de las instituciones políticas. Los cambios políticos que ocurrieron en España en la transición de la dictadura a la democracia no significaron tampoco la aniquilación de una tenebrosa estructura social, cultural y aun política que hubiera dejado paso a otra “nueva cultura democrática”, sino que más bien correspondería a un movimiento o metamorfosis de la misma estructura social y cultural, con ritmos acelerados o retrasados (los mismos idiomas regionales, parecidas prácticas sociales, las mismas religiones, el mismo interés por el europeísmo o el deporte, parecidas estratificaciones sociales…); movimientos o metamorfosis en gran medida independientes de la evolución política estricta. […]

La Idea pura de democracia, al aplicarse a las democracias constituidas, históricamente determinadas, da lugar a distorsiones muy graves en todo cuanto se refiere a la teoría de la historia. No es, pues, una Idea inofensiva. En efecto, la Idea pura de democracia, identificada con una democracia positiva dada en una época determinada, obliga a una exaltación desmesurada de tal época, como época en la que “la humanidad” ha experimentado el giro copernicano, histórico que conduce a su autogobierno, al control de su propia evolución, a su libertad. Lleva también probablemente a establecer hiatos profundos, o cortaduras, entre fases evolutivas de una misma sociedad, o entre sociedades políticas coexistentes, pues la aplicación de la Idea fundamentalista de democracia a la democracia positiva obliga, a su vez, a interpretar esa época histórica [727-736] como una inflexión de la misma historia universal.

Con ello establecemos unas distancias absurdas entre esa época y sus antecedentes, y entre esa sociedad y las coetáneas. Se llegará, de hecho, a poner en esta época el año cero de una nueva época histórica de la nación o de la humanidad. Así, el 22 de septiembre de 1792 fue vivido por la “generación de la Convención” como el inicio de la nueva Era, el año 1, y, por tanto, de un nuevo cómputo del tiempo; porque ese día habría sido el comienzo de un Vendimiario maduro en frutos, “el día en el cual el Sol llegó al equinoccio verdadero del otoño, entrando en el signo de Libra, a las 9 horas, 18 minutos, según el Observatorio de París”.

Las distorsiones en la organización del tiempo histórico se han experimentado también al aplicar estos criterios a la propia Idea de España [737-746]. Los grupos políticos que gestionaron la transición democrática de 1978, tras la muerte de Franco, han tendido, y siguen tendiendo, a presentar ideológicamente la nueva Constitución como expresión de una nueva era, en la que España alcanzó la libertad que había perdido durante muchos años, e incluso su propia vida política. Se hablará, cada vez más, como si se tratase de dos épocas radicalmente distintas: la “época de la dictadura”, la época de las tinieblas, de la represión sangrienta, de las costumbres ñoñas, controlada por obispos analfabetos, pedagogos ridículos (El florido pensil), y de la “época de la democracia” como la época de la luz, de la libertad, de la creación artística y literaria genuinas, de la educación moderna… Pero este esquema distorsiona por completo el orden y conexión de las cosas y de los fenómenos, y contribuye al olvido de la profunda continuidad que, por encima o por debajo de la voluntad, media entre los sucesos de las dos épocas.

Quiere hacer olvidar también en concreto, hasta qué punto el Parlamento democrático no fue mucho más que una metamorfosis de las Cortes franquistas, así como los sindicatos democráticos no han sido mucho más que una metamorfosis de los sindicatos verticales. No hace falta hablar de los cambios sociales que tuvieron lugar en las diferentes décadas de la época franquista, entre las que se cuentan el desarrollo industrial y el “milagro económico”. Sería suficiente circunscribirnos al terreno precisamente político, dejando de lado las terribles represalias consecutivas a la guerra.

¿Acaso la legislación y las disposiciones administrativas relativas a la seguridad social, a los planes económicos, al impulso de las empresas públicas estatales, habían seguido un curso de elaboración y maduración muy diferente del que reciben en nuestros días las nuevas leyes orgánicas o las disposiciones ministeriales? ¿Acaso la política europeísta de la democracia fue algo muy distinto de la política europeísta de los gobiernos franquistas, que no tuvieron éxito, pero no ya tanto por su condición de gobierno de la dictadura sino porque no interesaba entonces al Mercado Común incluir a España entre sus socios? Casi diez años de democracia debieron transcurrir hasta que España ingresase en la Unión Europea. Las diferencias, que son abismales cuando se observan desde la perspectiva interna (emic) de los propios contendientes políticos, se atenúan hasta casi borrarse desde la perspectiva histórica objetiva, capaz de englobar esos contendientes. Formalmente, las diferencias son notables, incluso jurídicamente. Pero, ¿quién puede tomar en serio la idea de que las leyes y los decretos de la dictadura eran fruto de un “ordeno y mando” arbitrario? Antes de la firma estas leyes o decretos tenían que haber pasado por el estado de borrador, por filtros técnicos, por juicios prudenciales (acertados o erróneos), a la manera como, solo que al contrario, tras los procedimientos democráticos de elaboración de las leyes y los decretos, actúan grupos de presión, influencias ideológicas, a través de los cuales se canalizan las opiniones de los parlamentarios.

Las exigencias de la eutaxia del Estado [563] se imponen en la política real tanto a las derechas como a las izquierdas, al partido del Gobierno y al de la oposición; y por eso en democracia el partido de la oposición asimila, hasta casi confundirse con él, las directrices del partido que está en el Gobierno, salvo en cuestiones de detalle y más bien propagandísticas. No se trata de negar las diferencias, se trata de formularlas en sus debidos términos al decir que el régimen democrático no supuso, para la nave del Estado español, que navegaba después de la guerra, un cambio revolucionario en su rumbo real (por ejemplo, un cambio de rumbo desde el capitalismo hacia el comunismo). Sino un cambio en los procedimientos del gobierno de la nave, y un cambio referente, más bien, a la ordenación interna de los oficiales y de la tripulación.

No es que la ilusión de la novedad democrática fuera gratuita o un puro delirio. La transición democrática representó una novedad absoluta para los dirigentes políticos o sindicales que, desde el exilio o desde la cárcel, pasaron al Parlamento o al Gobierno. Desde la perspectiva de estos dirigentes políticos la transición representó un cambio de rumbo real en sus trayectorias personales, que ellos proyectaron sobre el conjunto de la sociedad política española. Pero para la inmensa mayoría, los cambios (sobre todo tecnológicos, económicos y sociales) se estaban produciendo en otro lugar, o habían comenzado ya anteriormente. Canciones, huelgas, manifestaciones, divorcios de hecho, curas sin sotanas, etc. Para una gran parte de la población, continuaba igual o peor la situación y, en todo caso, como continuación de la vida cotidiana de la época anterior, en la que la dictadura no era percibida como tal por la inmensa mayoría de la población, aunque sí por la minoría, aunque relativamente amplia, de los exiliados, encarcelados, proscritos y familiares que no se habían adaptado (como fue por lo demás lo más frecuente) a la nueva situación.

Consideraciones análogas habría que hacer en lo que respecta a la cultura democrática. La exaltación metafísica de las transiciones democráticas […] nubla el juicio histórico real. No tiene sentido afirmar que la democracia “desata las fuerzas creadores represaliadas en la dictadura”. Con la libertad política, a través de la cual los hombres han alcanzado el “dominio soberano de su destino”, se supone que los hombres han debido también alcanzar la plenitud de su capacidad “creadora de cultura”. Pero esta suposición obliga a someter a subestimaciones injustas las obras producidas en la época de la dictadura, y sobrestima en cambio otras obras por el hecho de haber sido “creadas en libertad”. Nada de esto concuerda con la realidad histórica. ¿Acaso Cervantes o Bach “crearon” sus obras eternas en una sociedad democrática? ¿Qué hubiera hecho Miguel Ángel si Julio II no le hubiera obligado a pintar la Capilla Sixtina?

La idea fundamentalista de democracia viene de hecho a convertirse en el mecanismo ideológico que encubre y trivializa, sistemáticamente multitud de situaciones, relaciones o procesos que poco tienen que ver con la democracia. Tiende a sugerir la idea de que la composición de las diversas democracias se comportará según las reglas de la propia democracia, pero esta idea es gratuita. Las relaciones entre sociedades democráticas, precisamente por su soberanía, se abren camino muchas veces a través del engaño, de la violencia, de la guerra o del decisionismo estratégico. La guerra de los Balcanes es una guerra entre naciones o etnias que buscaban sus propias Constituciones democráticas y se enfrentaban entre sí. El ingreso de España en la Unión Europea, el Tratado de Maastricht, que se interpreta por el pensamiento políticamente correcto como un triunfo de la democracia, fue un resultado de otros factores ya incubados anteriormente, y que tenían que ver, por ejemplo, con la entrada en la OTAN. En todo caso, el ingreso en la Unión Europea no es un acontecimiento de la democracia, y dada su importancia para la historia de España, lo que hace es minimizar la importancia que algunos dan a 1978, haciendo pasar por allí la línea de frontera entre la época pasada y la presente. La línea de frontera que pasa en todo caso por Maastricht, y la democracia es una formalidad de homologación política [855] que España tuvo que asumir para entrar en el club europeo.

{PCDRE 159, 299-303 / ZPA 83-108, 207-235 /
EFE / → ENM / → EC11 / → EC25}

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