Filosofía en español 
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Idea de Imperio

[ 726 ]

Imperio hispánico: Imperio de Carlos I desde la Idea filosófica de Imperio: Monarchia Universalis / Universitas Christiana

Mientras que la “Reconquista” no planteó a los teólogos (o a los filósofos) españoles de la Edad Media mayores dificultades doctrinales, la “conquista” levantó inmediatamente un tropel de objeciones a los teólogos, juristas o filósofos de la escolástica española, cuyo foco principal actuaba desde San Esteban de Salamanca. Acaso, porque mientras la “Reconquista” podía ser justificada como “recuperación” de un Reino que había sido previamente robado, en la “Conquista” una tal justificación no era posible.

Lo que queremos destacar del enfrentamiento de las diferentes posturas (que suelen polarizarse en las figuras de Ginés de Sepúlveda y de Francisco de Vitoria) es que se produce sobre un fondo común, a saber, la idea de que existe un “Género Humano” [720] y que éste está sometido a unas leyes (hoy decimos, a unos derechos) naturales y universales, porque afectan a todos los hombres. Pero la Idea misma de unas leyes comunes al “Género Humano” nos pone delante de un problema tan grave por lo menos como el que esa misma Idea creía haber resuelto: el de determinar si esas leyes universales, que gobiernan a todos los hombres y a todos los pueblos, pueden estar dadas inmediatamente (“distributivamente”, de tal forma tal que las leyes –costumbres, culturas, religiones, etc.–, de cada pueblo deban ser consideradas tan humanas como las de cualquier otro pueblo), o bien si solo pueden ser dadas mediatamente (“indirectamente”) a través de la acción que unos pueblos privilegiados (sea por razones naturales, sea por motivos sobrenaturales) puedan ejercer sobre los otros pueblos de la Tierra. Ahora bien, y esto lo que importa subrayar, ni Sepúlveda ni Vitoria (no así Las Casas) se mantuvieron en el terreno del relativismo filosófico-cultural. Tanto uno como otro adoptaron la perspectiva del universalismo y aun la teoría del “gobierno indirecto” (el análisis detallado de estas controversias puede ver en España frente a Europa, págs. 324-334).

En medio y a través de estas controversias filosóficas sobre la legitimación de la conquista, tuvo lugar una profunda refundición en las primeras décadas del siglo XVI, de la antigua unidad española, en el seno de la nueva identidad hispánica; refundición que tuvo como catalizador el descubrimiento del Nuevo Mundo y las perspectivas que él abrió. Las líneas de fuerza, que pasaban por el Mediterráneo, se desplazaron hacia el Atlántico. Es en este contexto de la refundición en el que se inicia la unidad de España [739], según su nueva identidad, en el que tiene lugar el segundo “fecho del Imperio”: Carlos I es nombrado, bajo la denominación de Carlos V, Emperador del Sacro Romano Imperio. Quienes se oponían (los comuneros) a la “aventura” de Carlos V hacia el Sacro Romano Imperio Germánico es porque veían, no sin buenas razones, como postiza su identidad dentro de ese Imperio “europeo”. No es que buscasen circunscribir a Castilla en “autarquía”, cuando estaban ya implicados en la Conquista del Nuevo Mundo; era que el “fecho del Sacro Imperio Romano” no era el suyo. Más aún: el título imperial que recaía sobre Carlos V era incompatible con el título hereditario que Carlos I podía alegar como Imperator totius Hispaniae. Según esto, cabría afirmar que los comuneros (sin perjuicio de sus objetivos particulares) actuaron en consonancia con la “corriente principal de la Historia”, la que optaba por un Imperio Hispánico dando la espalda al Sacro Romano Imperio. Tras la abdicación de Carlos V, prevaleció el partido hispánico. El “fecho del Imperio” de Carlos V determinó probablemente que se retirase la denominación “oficial” del Imperio al Imperio efectivo que se le estaba abriendo a España (del mismo modo a como el “fecho del Imperio” de Alfonso X determinó el desuso de los títulos imperiales por parte de los reyes de Castilla).

Cabría reivindicar, por tanto, la estirpe hispánica de la Idea de Imperio de Carlos I, reivindicación que fue propuesta ya por Ramón Menéndez Pidal con argumentos emic muy sólidos que reciben una enérgica reevaluación desde la perspectiva etic [237] en la que estamos situados, el materialismo histórico [737]. La Idea de Imperio de Carlos I, sin perjuicio de constituirse en torno a la Universitas Christiana (como condición general previa), habría tenido desde el principio una conformación estrictamente política (no religioso-positiva), incluso gibelina, como la tuvo la Idea de Imperio de Alfonso X: el Imperio Universal Civil (no “heril”) solo puede ser un Imperio conformado sobre reinos cristianos ya existentes o por crear; no puede ser un Imperio conformado por sociedades bárbaras o idólatras, ni tampoco un Imperio de dominación sobre pueblos cismáticos (musulmanes y, acaso también, protestantes). Si el Imperio debe ser cristiano no es tanto como medio de lograr la más plena unificación política (es la interpretación ordinaria), sino como el único modo de lograr la unificación política misma de los pueblos de un modo no depredador [723] o tiránico. La abdicación de Carlos V, renunciando a sus reinos infectados por el luteranismo, no pudo estar al margen de esta Idea de Imperio Civil. Con los infieles, con los herejes, no cabe organizar un imperio no depredador o no tiránico; ante estas situaciones, al Imperio solo le queda defenderse. El principal objetivo del Imperio de Carlos I será mantener al Imperio otomano dentro de sus límites. No se tratará, por tanto, de extender más y más el Imperio por la vía de la dominación, de la depredación o de la tiranía. Un imperio generador solo puede crecer sobre los pueblos cristianos (otros dirá: “sobre pueblos civilizados”), y no para arrebatarles, las leyes o los fueros, sino para mantener la paz entre los reyes y los príncipes soberanos e independientes. Ésta es literalmente la doctrina de la Partida II de Alfonso X el Sabio [725]. Los indios, una vez cristianizados, deberán organizarse políticamente desde la perspectiva de un Imperio generador (que fue la tesis de Vitoria y Carlos I), y no desde la perspectiva de un Imperio “heril” (que sería la tesis atribuida a Sepúlveda). Y esto significaba, por ejemplo, la condena de los métodos de evangelización de tantos dominicos, franciscanos o jesuitas que, en lugar de ver a los indios como futuros miembros de la Monarquía hispánica (lo que implicaba enseñarles la lengua castellana, incorporándolos a sus costumbres y haciéndolos ciudadanos), preferían verlos como miembros inmediatos de una Universitas Christiana en sentido místico (el “Cuerpo de Cristo”) para lo cual no era necesario que aprendiesen la lengua y las costumbres españolas, porque en las profundidades místicas del seno del Cuerpo de Cristo, el guarní, el quechua o el náhualt valían tanto como el latín o el castellano. Legitimar la conquista como un proceso de pacificación (como se hizo a partir de las Ordenanzas de 1573), como un protectorado de los pueblos primitivos necesitados (como los niños) de cuidados especiales, no para mantenerlos perpetuamente en estado de tutela (como sugería Ginés de Sepúlveda), sino para conseguir su emancipación y su liberación (como se consiguió efectivamente cuando esos pueblos tuvieron la capacidad para emanciparse). Desde este punto de vista, la emancipación de las Repúblicas sudamericanas respecto de la Corona de España, podría verse como el cumplimento mismo de la Idea Imperial; no fue, por tanto, un indicio únicamente de la decadencia de la Idea, sino también de su plenitud.

Estas ideas básicas y tradicionales en España sobre las directrices por las que habrá de conducirse un Príncipe cristiano (y futuro Emperador) las habría recibido Carlos I, no tanto de Erasmo [711], sino, en primer lugar, de su abuelo Fernando el Católico (Menéndez Pidal apoya esta tesis en la Relación del fin y la voluntad que el Católico Rey nuestro señor, que está en gloria, tenía en los negocios del Estado, que Pedro Quintana, primer Secretario de Estado, había escrito en febrero de 1516 y que llevó en mano a Flandes, inmediatamente después de la muerte de Fernando, a fin de ampliar de palabra dicha Relación). Y, en segundo lugar, y no menos importante, del Doctor D. Pedro Ruiz de la Mota (Obispo de Badajoz), quien pronunció, en nombre del César, el famoso discurso imperial, leído en las Cortes de Santiago, el 31 de marzo de 1520. Discurso del que es preciso subrayar (porque no suele hacerse) que la perspectiva “hispánica” (es decir, no “europea”) no solo se fundamentó en la Historia pretérita (Alfonso X…), sino también en el presente (es decir, en el futuro), en la consideración de que la España de Carlos I comprende nada menos que un Nuevo Mundo “de oro fecho para él, que antes de nuestros días nunca fue nascido”. Y a nuestro entender Antonio de Guevara (autor del Discurso del Emperador ante las Cortes de Monzón en junio de 1528 y de la Oración ante el Papa Paulo III, en 1536, con motivo de su coronación como Emperador) se habría mantenido en la línea de Pedro Ruiz de la Mota, en tanto ella representaba, frente a la “línea Gattinara”, no ya la alternativa del “imperialismo pacífico” (según la interpretación de Américo Castro), puesto que jamás se rechaza la guerra contra los turcos, la que conduciría a la victoria de Lepanto, sino, más bien, la alternativa del Imperio civil frente al imperio heril del que habló Sepúlveda.

{EFE 324-325, 337-338, 341-342, 336-337, 342-344, 346 /
EFE 324-367 / → BS24 27-50}

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