Filosofía en español 
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Estética y Filosofía del arte

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Materialismo filosófico como objetivismo estético

El materialismo filosófico ofrece una cuarta versión del objetivismo [656] alejada del naturalismo y del culturalismo, sin recaer en el eclecticismo [657]. Si esto es posible es porque el materialismo filosófico comprende una “demolición” de las Idea de Naturaleza [69-71] y de Cultura [401-435] considerándolas como Ideas míticas, por su intención “globalizante”. Y esto, a su vez, es posible si las morfologías de arte sustantivo, una sonata de Mozart, pueden inscribirse en el Mundo sin perder sus diferencias al lado de las morfología naturales, dotadas de valores estéticos, una tela de araña o una caracola. No cabe decir, por tanto, que la obra de arte “pueda ayudar a determinar el lugar que ocupa el hombre en la naturaleza” dado que, si la “Naturaleza” es un mito, el hombre no puede ocupar ningún lugar en la naturaleza que se supone inexistente. Sin dejar de lado la circunstancia de que las morfologías naturales de valor estético se reproducen “mecánicamente” de acuerdo con las leyes de la herencia genética, y que las morfologías artísticas se reproducen tecnológicamente. El 90 % de las obras de arte de nuestro presente son efecto de las técnicas y tecnologías reproductoras con variaciones, a partir de obras sustantivas tomadas como modelos.

No existe una entidad global susceptible de ser tratada como un sujeto capaz de recibir predicados tales como “la Naturaleza” –sino quarks, moléculas, rocas metamórficas, mamíferos, planetas…– ni existe tampoco una entidad global susceptible de ser tratada como un sujeto tal como “Cultura” capaz de recibir predicados –sino rituales, ceremonias, batallas, transacciones económicas, capiteles…–. Además, hay una continuidad (no lineal-evolutiva, menos aún lineal-progresiva) entre las morfologías naturales y las morfologías culturales (entre los panales de las abejas y los edificios de apartamentos, entre la estructura arquitectónica de un roble y la estructura arquitectónica de la torre Eiffel). Sin duda, las obras culturales y, en particular, las obras sustantivas, la Sonata número 14 para piano de Mozart, “abren nuevos espacios sonoros” respecto de las morfología precedentes, pero también las obras naturales, por ejemplo la morfología de un vertebrado, “abren espacios nuevos respecto de morfologías precedentes”. Y todas estas morfologías pueden quedar afectadas por valores estéticos positivos o negativos, aun cuando su razón de ser no tenga que ver necesariamente con tal afectación. Todas estas morfologías nos son dadas en el plano del “mundo de los fenómenos”; de este modo, la “trituración” de la Naturaleza y de la Cultura en el ámbito de la materia ontológico-general [82] se produce de algún modo. De otra manera –por oposición a las teorías de la imitación– desde la perspectiva de la Materia ontológico-general, tan primaria, inmediata u original es la morfología ósea de un Estegosaurio como pueda serlo la morfología sonora de una sonata de Mozart. Mozart queda tan al fondo de la morfología de su Sonata 14 como puedan quedar los rayos cósmicos que determinaron la mutación de los antepasados del Estegosaurio. El materialismo filosófico, según esto, propicia la consideración de las obras de arte sustantivo, no ya tanto como obras del hombre (expresivas de su esencia), sino como obras que constituidas, sin duda, a través del hombre, pueden contemplarse como dadas en el ámbito de la Materia ontológico-general, puesto que ni siquiera pueden entenderse en el ámbito de la Naturaleza (lo que no quiere decir que el arte –la música, como quería Schopenhauer– haya de considerarse como una manifestación de la “Voluntad misma”). La célebre apreciación de Marx en los Grundrisse sobre el arte griego (que tan difícilmente puede conciliarse con la concepción del arte como superestructura: “el arte griego transciende el modo de producción esclavista y su vigor llega hasta nosotros”), podría interpretarse a la luz del materialismo filosófico: si el arte griego –la arquitectura y escultura clásicas– se toma, desde luego, como modelo del arte sustantivo habrá que situarlo más allá del orden de las superestructuras “reflejo de la base del modo de producción antiguo”, porque, en rigor, el lugar que le corresponde está incluso más allá de la cultura griega en el sentido antropológico del término.

La divisoria entre “obras de la Naturaleza” y “obras de la Cultura humana” no puede establecerse, en todo caso, poniendo entre paréntesis las “obras de la cultura animal”. La divisoria de las “obras de la cultura humana” la situamos en los procesos de normalización [235] (proléptica) [234] de las construcciones con términos y relaciones apotéticas que constituyen la trama del mundo fenoménico. Y entre los incontables cursos deterministas del desarrollo histórico de las morfologías culturales, sometidas a las leyes causales del determinismo histórico, tenemos que contar precisamente a los cursos de construcción de las obras de arte sustantivo, producidas por los hombres, sin duda, pero ante las cuales los propios hombres sólo pueden representárselas. “¿Quién soy yo para corregir esta obra maestra?”, dice Oscar Wilde al director de escena de una obra suya. Sólo las obras que no son obras de arte pueden ser rectificadas por cualquiera; una obra maestra sólo puede ser rectificada por otra obra maestra.

La sustantivación o hipóstasis [4] de la obra de arte tiene lugar mediante la construcción o representación que comporta según su terminus a quo la segregación de la obra respecto del artista, pero según su terminus ad quem la constitución de un encadenamiento circular y consistente de fenómenos. Esto es tanto como una recusación de las teorías del arte como lenguajes, teorías fundadas en la aplicación metafórica de la relación emisor/receptor a la relación artista/público. Pero la obra de arte sustantiva no es un “mensaje” que el autor enviase para comunicarse con el público; podrá ser este su finis operantis pero no es el finis operis. Incluso en los casos en los cuales la obra de arte es literaria, es decir, consiste en palabras líricas o dramáticas, la obra sustantiva no es un mensaje, ni una comunicación, ni un diálogo que el autor establece con el público: toda la comunicación o diálogo que de hecho se establezca se mueve en un terreno distinto al terreno del arte. Lo que el público de la obra sustantiva escucha o ve no es al autor, sino a los personajes que “hablan entre sí”; incluso ante un poema lírico, un lector, salvo que quiera convertirse en psicólogo, sólo verá en el autor a “alguien”, perteneciente desde luego a una época determinada, que escribió lo que escribió y que está ahí para ser leído.

No basta la libertad-de [314] del artista para lanzar o segregar las partes de su obra más allá del horizonte de sus operaciones subjetivas; es necesaria una libertad-para [315], un poder capaz de componer esas partes en círculos característico de concatenaciones. Advertiremos que del hecho de que la identidad sintética sistemática propia de las ciencias implique la segregación del sujeto operatorio, no se sigue la recíproca, a saber, que la segregación o neutralización del sujeto operatorio implique la constitución de una identidad sintética [214]. En esta segregación o neutralización del sujeto se asemejan, sin embargo, las obras de arte sustantivo a las ciencias categoriales; pero sólo se asemejan, porque los cierres fenoménicos de las obras de arte sustantivo no implican identidades sintéticas. La obra de arte no está destinada a ofrecer verdades, aunque tampoco meras apariencias. Una obra dramática, una novela, una película, que gira en torno a mitos o creencias (v. gr. posesiones diabólicas y exorcistas), no puede considerarse como una obra de arte sustantivo [648], si es que la valoración positiva de esa obra implica la participación del público en los mitos o creencias motivos del drama. Las conexiones entre sus partes se establecen a través de autologismos presentes en todas ellas (como pueda serlo la identificación autológica [218] del tema de una fuga a cinco voces, al margen de la cual identificación la fuga no será entendida y quedará en mera algarabía).

El materialismo filosófico ofrece con esto un criterio fértil para entender por dónde se abren la vías de disociación esencial (que no implica la separación existencial) [63] de la obra de arte sustantiva respecto de otras instituciones o procesos culturales o naturales con los que está entretejida, así como para analizar los principios de una ordenación crítica (o clasificación jerárquica) de las diversas obras de arte sustantivadas. No hablamos solamente de obras valiosas y de obras no valiosas. La crítica de la obra de arte, como la crítica de las ciencias positivas, ha de ser muy rigurosa; no se puede poner todo en un mismo plano siguiendo el principio “todo vale” o “todo es válido”. En el arte no caben principios llamados democráticos, ni siquiera los principios de la justicia laboral. Podrá un músico genial haber tardado tres horas en escribir un andante, y otro, gran trabajador, pero sin genio, trescientas en escribir una sinfonía: pero el andante valdrá mucho, casi infinito, y la sinfonía valdrá poco, o casi nada. Nadie pregunta, sino en una nota al margen, ¿cuántas horas de trabajo invirtió Miguel Angel en su David?, y poco importa la gran ilusión que impulsó a un escultor vulgar al tallar su adefesio. En el arte, valdrá todo, porque no sólo suena un órgano de tres teclados, sino también una armónica; pero en la escala de los valores musicales el órgano puede ocupar los primeros lugares y la armónica sólo los últimos.

Los hombres, como sujetos operatorios [68], actúan con “fuego real” en sus actos y en sus obras; y no sólo en la batalla campal, sino en la batalla lúdica. “Fuego real” porque en sus operaciones y en sus obras está comprometida su propia vida o su puesto jerárquico en la vida social. Pero la obra de arte sustantiva, aunque haya sido creada con el fuego real en el que el artista está comprometido, se mantiene fuera del radio de acción de esos fuegos reales, porque ella consiste en ser ofrecida a la representación, ante un público diverso que tiene encomendada la misión de interpretar la obra sustantiva “a su manera”. Sin las interpretaciones diversas y enfrentadas entre sí del público, la obra de arte no existe como tal, porque son esas diversas interpretaciones las que reanudan a la obra sustantiva con los campos que ella había logrado poner entre paréntesis. En particular, la obra musical sustantiva teje un “ámbito de temporalidad característico” que sólo se abre en el cerebro auditivo de quien la escucha, muchas veces en “concierto de oyentes” al que no todos pueden querer pertenecer. Por ello, cuando los actores o los artistas realizan obras o acciones que no son disociables de su vida social, política, religiosa, etc., entonces su obra no será obra de arte sustantivo, y no porque siga aprisionada en el campo de la “prosa de la vida”: tampoco las acciones “lúdicas” son, por considerarse fuera de la “prosa de la vida” (contenidos del sábado o del domingo, destinados a llenar el vacío del ocio laboral), obras de arte sustantivo. Los artistas o los actores (los jugadores del partido de fútbol y quienes lo presencian, los jugadores de ajedrez, los boxeadores, los atletas que corren en el estadio olímpico) que están implicados en su obra, cuando ésta es indisociable de sus cuerpos, incluidos los espectadores, no son artistas o actores en el sentido del arte sustantivo. En cambio, en el concierto de piano puedo disociar al pianista de la obra cerrando los ojos o desviándolos; de este modo, escuchando, podré entender sin distracciones más a fondo el tejido objetivo del concierto, si es que lo tiene: el ejecutante, presente en la génesis de la obra, ha de ser segregado de su estructura (tras la segregación desaparecerá, por ejemplo, no sólo el sudor de la frente, o el juego de la melena del pianista, sino también la distinción entre la mano derecha y la mano izquierda). Si concentrase, en cambio, mi atención en el movimiento de sus manos (tapándome los oídos) la obra musical desaparecería, aunque podría seguir apreciando los méritos del pianista ahora como “atleta quirúrgico”. Otro tanto hay que decir del bel canto: la melodía que se produce en la garganta de la soprano cuando ésta aparece en un primer plano queda degradada por las impurezas fisiológicas o psicológicas de la expresividad del sujeto operatorio, por el juego de miradas con ojos entrecerrados, estertores respiratorios y otros fenómenos de interés etológico, pero estéticamente nulos; es necesario apartar la vista de semejante material zoológico-psicológico para poder extraer la pura trama musical, si existe. Si situamos al concierto de “rock participativo” (en el cual el público interviene activamente con sus movimientos y sus gestos) en escalones mucho más bajos que el concierto sinfónico tradicional (en el que al público sólo le es dado intervenir, con aplausos, al final de cada obra, y ello no tanto para premiar a la orquesta, cuanto para liberar la tensión producida por el esfuerzo que comportó abstraerse de su subjetividad durante un prologado silencio) es precisamente porque la sustantivación representativa de la música es ínfima en el primer caso y máxima en el segundo. El concierto participativo de rock no es sencillamente música, sino dinámica de grupos, terapia conductista, masaje; en general esto hay que decirlo de toda música bailada, no representada. Platón advirtió cómo la música en cuanto tal degeneraba al convertirse en instrumento de las acciones corporales de los sujetos y relacionaba esta degeneración con la propia decadencia de la ciudad (“De ello se derivó el que los públicos de los teatros, antes silenciosos, se hicieron vocingleros, como si entendiesen lo que está bien o mal en música…”, Las Leyes, Libro iv, 701a). Tampoco la corrida de toros es arte sustantivo: es ceremonia cuasi religiosa, arte si se quiere, pero no sustantivo, porque en la corrida está comprometida la vida del torero y la del toro. En el teatro hay actores de carne y hueso; pero en el escenario no se nos ofrecen sus personas, sino los personajes que encarnan. Lo decisivo del teatro sustantivo es la representación mediante la cual el actor real debe desaparecer en la obra, ya exista libreto previo ya se haya improvisado. En el momento en el cual el actor real se identifica con su personaje el teatro desaparece: el actor se convierte en criminal o en mártir, como le pasó a Ginés representando a Cristo ante el César Galerio.

La sustantivación de la obra de arte no significa su desconexión definitiva de la vida real ni de la “prosa de la vida”: el arte no es evasión. Pero precisamente las funciones que la obra de arte puede alcanzar en la propia “prosa de la vida”, las funciones catárticas que señaló Aristóteles, se derivan de esa sustantivación previa, que ha permitido su alejamiento y su distanciación (mayor que la de un mero sombreado) incluso de los trozos de la realidad representados en ella. Y todo esto sin necesidad de que la obra de arte represente ideas arquetípicas, porque una cosa es la estilización y otra cosa es la idealización. La obra de arte no es sustantiva por ofrecernos, frente a la “prosa de la vida”, modelos ideales de belleza, de claridad, de perfección, sino por ponernos delante de conjuntos estilizados de fenómenos, incluso horrendos, que se concatenan circularmente y que constituyen puntos de referencia que permitirán mirar a su través no sólo la “prosa de la vida”, sino también a las formas naturales o las esencias establecidas por las ciencias positivas.

Por último, materiales artísticos efectivos tales como los clasificados bajo los rótulos de “cubismo” o “surrealismo” (y que resultan difícilmente analizables desde la perspectiva del naturalismo o del espiritualismo, perspectivas que de un modo u otro tenderán a descalificar a esas obras sacándolas fuera del “arte auténtico”) pueden ser analizadas con absoluta libertad desde las coordenadas del materialismo filosófico. [414]

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