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Tolerancia / Intolerancia
El concepto de tolerancia sólo alcanza su forma como reacción de una intolerancia previa –de una intolerancia primaria práctica, más que del concepto de intolerancia. Desde luego, ambos conceptos (tolerancia, intolerancia) se precisan mutuamente. Pero al comenzar por el concepto negativo “in-tolerancia”, se favorece, dado el carácter amorfo, en general, de un concepto negativo y su probable mayor extensión, un entendimiento demasiado amplio, en el sentido de que, cubriendo regiones muy diferentes, las absorbe y las confunde, en virtud de una analogía puramente negativa (por ejemplo), de suerte que se torne incapaz de construir o modular las fronteras interregionales pertinentes, lo que haría del concepto de intolerancia un concepto “blando”. Caben criterios para establecer líneas divisorias entre las regiones que, en nuestro contexto, consideramos ante todo necesario distinguir: no serán ya regiones dadas en el recinto moral (virtudes, vicios), sino todavía más, la región de lo que no tiene calificación moral y la región de lo que está moralmente calificado (como virtud o como vicio). Son las regiones correspondientes a los conceptos psicológicos (etológicos, biológicos) y las regiones de los conceptos morales (la oposición entre el bien y el mal). “Intolerancia”, definida como “reacción de rechazo ante la actividad de otra persona” abarca tanto al rechazo en su sentido biológico o natural (digamos, la reacción de defensa intercalada en el S.G.A., común, según Selye, a todos los vertebrados) –incluso, diríamos, la tolerancia en un sentido químico–, como el rechazo capaz de ser calificado moralmente (lo que debe ser o no ser rechazado como bueno o malo). Los problemas filosóficos fundamentales que suscita esta distinción entre el orden psicológico (o biológico, o sociológico, “natural”, el orden de los intereses, de los afectos, de las respuestas y estímulos) y el orden moral (el orden de las virtudes y de los vicios) y, sobre todo, el dualismo de sus pretendidas reducciones mutuas, la cuestión de la reductividad o irreductividad del indicativo al imperativo y recíprocamente, o, para decirlo al modo anglosajón, del es al deber ser, y recíprocamente quedan encubiertos precisamente por la negatividad del concepto de intolerancia y únicamente cuando se introduce ad hoc una estructura o un factor moral, un término del “lenguaje moral” (por ejemplo, el concepto de libertad personal) podemos recibir la impresión de que hemos alcanzado el nivel moral y que incluso lo hemos alcanzado a partir de una fundamentación ontológica, por cuanto habríamos pasado del ser (un ser matizado biológicamente, o psicológicamente: “reacción”, “estímulo”) al deber ser.
Ahora bien, cuando se ha partido del concepto negativo y blando de intolerancia, su contrario, el concepto de tolerancia, perderá también toda coloración moral y sólo a través de un postulado gratuito y metafísico cobrará la apariencia de poseerla, es decir, de mantener su vinculación con el concepto de libertad. Nos referimos al postulado de las personas como sustancias metafísicas a quienes, aun siendo entendidas dinámicamente (como seres in fieri), sin embargo, se les atribuye ya una realidad interior considerada como valiosa por sí misma (= que debe ser amada), a saber, su propia libertad. La tolerancia aparecerá así a su vez definida (en cuanto contraria a la intolerancia) como una relación de unas personas libres a otras personas libres amadas por aquéllas. Aquella libertad es puramente metafísica, porque “la libertad indeterminada de una sustancia haciéndose” (cuando se abstrae todo mundo axiológico determinado, envolvente de esa persona), no constituye ningún concepto, ni puede ser objeto de amor o de rechazo. No cabría amar a una libertad pura, cualquiera que fuese su contenido: no cabe decir a cualquiera: “Sé quién eres”, “Realízate”, con el espíritu de la tolerancia, salvo en el supuesto (que pide el principio) de que ese cualquiera, por el hecho de realizarse como lo que es, va a ser bueno, salvo en el supuesto de que no va a realizarse como “criminal cromosómico” que va, en su día, a asesinarme o, sencillamente, que va a realizarse de una forma que considero incompatible con mi propia forma de “realización”. ¿Cómo podría amarle? Sólo en la hipótesis metafísica optimista, pero gratuita en el contexto, de una sociedad armónica constituida por personas (por mónadas) que se desarrollan concertadamente y libremente en medio de sus tensiones y que, por tanto, pueden amarse recíprocamente según sus respectivas libertades, cabe definir la tolerancia como concepto moral. No se sigue de aquí que, por tanto, sea preciso partir de un postulado pesimista (todas, o al menos algunas libertades son malas) a fin de proceder a la construcción moral del concepto: la virtud del postulado pesimista reside sólo en su poder de neutralización del postulado optimista, mostrando su gratuidad. Lo que queremos decir es que es preciso (al intentar construir un concepto de intolerancia) retirarse a otra escala ontológica distinta de aquella en la cual se enfrenta el optimismo y el pesimismo metafísico: es preciso partir de una escala tal que tenga ya, en su mismo principio, una coloración moral. Esta sería la ventaja técnica que comporta el partir de la tolerancia –y no de la intolerancia. {SV 280-283}