Filosofía en español 
Filosofía en español

Filosofía de la cultura

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Libro como ejemplo de “hermenéutica cultural” de un contenido extrasomático

Los libros forman parte indudable de nuestra cultura extrasomática (“incluso de la civilización”). Pero, además, es un contenido con una conformación π de la que no cabe ofrecer ningún precursor φ adecuado [248]: en la “naturaleza” no hay libros –sólo cuando los geólogos hablan del “Libro de la naturaleza que tiene a los estratos como hojas”, o cuando Reimundo de Sabunde oponía al “Libro de la revelación” el “libro de la naturaleza”, que tiene la ventaja sobre el primero de no tener raspaduras (por lo que le resultaba preferible consultar a la naturaleza que leer en las sagradas escrituras); pero obviamente, estos libros naturales son puras metáforas, cercanas al delirio–.

¿Qué es un libro? Por de pronto, desde luego, un contenido de la cultura extrasomática; un contenido π genuino, sin ningún precursor φ, un contenido estrictamente antrópico. Los babuinos de Mono y esencia de A. Huxley, excavando galerías en los escombros, a los que una bomba atómica había reducido la biblioteca del Congreso, encuentran unos filones de excelentes “combustibles hojaldrados”: la significación “libro” se desvanece ante los babuinos que, sin embargo, los manipulan a título de combustibles. Sin duda, un libro, además de su cuerpo o bulto característico, ha de llevar escrito un texto, susceptible de ser leído (omitimos aquí los difíciles problemas que plantea el concepto de texto de un libro: ¿cuántas palabras?, ¿cuántos párrafos como unidad tipográfica?, ¿qué tipo de unidad se requiere entre las diferentes partes del texto de un libro?; un tomo que contiene, en una misma encuadernación, una mitad de las hojas cubiertas por un texto de geología y la otra mitad por un texto de gramática latina ¿puede considerarse como un libro o más bien como un monstruo, como una especie de centauro?). En cualquier caso, el texto, que es siempre una secuencia de formas físicas, es esencial para el libro; pero es engañosa la metáfora, hoy día tan en boga, que habla del “soporte del texto” y que se refiere a la posibilidad de trasladar un mismo texto a un “soporte” de papiro enrollado, o a un soporte de papel en forma de códice –el libro por antonomasia de nuestra cultura–, pero también a un soporte de cinta magnética o de disco compacto. “Soporte” dice, por ejemplo, peana o basa sobre la que apoyar un objeto (un lámpara, una estatua…) que puede separarse de él; pero el texto es inseparable del papiro, del pergamino, del papel, de la cinta magnética en el que está inscrito, y ello porque no pueden existir textos “flotando” fuera de todo soporte. Esto no significa que el texto, inseparable del soporte, no pueda disociarse de él, disociación que se advierte (al margen de otros muchos aspectos de estructura, ritmo, etc.) precisamente en el mismo traslado o transposición de unos “soportes” a otros. La invariancia del texto es lo que se contiene en la metáfora del soporte, pero la metáfora es desafortunada porque sustantiva o hipostasía el texto al asimilarlo a la estatuilla que descansa sobre un soporte, reduciendo este texto incorporado al terreno de lo mental, o de lo terciogenérico. Y una cosa es que el texto pueda trasponerse y, más aún, que una vez traspuesto podamos separar un soporte suyo, quemándolo por ejemplo, y otra cosa es que el texto pueda ser separado de todos los soportes alternativos, puesto que está necesariamente unido a ellos aunque sea de modo sinecoide. Por eso, en lugar de soporte, hablaremos de “cuerpo del texto” para sugerir la noción de “bulto” al margen de la cual no cabe hablar de texto ni de libro. “Cuerpo” suele jugar como término opuesto a “Alma” (o a “Espíritu”) y no falta una compacta tradición de comparaciones entre el texto con el “alma del libro”. Pero lo que se estará haciendo, entonces, es atribuir al texto la función “espiritual” π, reservando para el libro la función material φ, con lo que todavía se incrementan los errores al suponer que el volumen o cuerpo del libro tiene una estructura meramente física (φ), siendo así que por su estructura (tanto de páginas, como de cinta continua) es ya π, es decir, cultura extrasomática. Es cierto también que un “cuerpo” puede tener la apariencia de un libro, sin serlo: basta que sus páginas no ofrezcan ningún texto. Un “libro con las páginas en blanco” no es un libro, sino un pseudolibro, un caso límite de libro, como “las ciudades Potemkim” eran sólo pseudociudades, telones pintados que, desde la lejanía, Catalina de Rusia podía verlas como si fueran ciudades reales. Más fértil sería comparar el texto con el genotipo de un organismo, reservando el cuerpo para el fenotipo. Y esto debido, sobre todo, a que los genotipos son específicos y, por tanto, susceptibles de ser reproducidos en millares y millares de copias o ejemplares, que pueden comportarse como “plagas” (lo que ocurre en el caso de que un libro tenga una gran aceptación); y porque las especies son diferentes unas respecto de otras, como lo son los textos, de suerte que dos libros realmente existentes podrán diferenciarse o bien sólo como ejemplares de una misma especie o texto (no necesariamente iguales, y no sólo porque “no hay dos hierbas iguales”, sino también porque las especies pueden ser polimorfas o politípicas), o bien como ejemplares de especies o textos diferentes: lo que en el terreno del cuerpo es una plaga, en el terreno del texto es una proliferación, y es obvio que una proliferación de textos guarda alguna correlación, a veces inversa, con una plaga de ejemplares. La diferencia entre plaga y proliferación se aprecia muy bien a propósito de una biblioteca: una biblioteca no es una acumulación de 5.000, 10.000 o 100.000 copias de un mismo texto (tomando aquí mismo en su sentido esencial, isos); no basta la diversidad sustancial. Una acumulación de 5.000, 10.000 o 100.000 ejemplares, copias de un mismo texto, no es una biblioteca, sino un almacén o depósito, como tampoco un bosque de 5.000, 10.000 o 100.000 pinos de la misma especie es una biocenosis: es sólo una población. Pero una biblioteca es una “bibliocenosis” en la cual, cada libro, es un bulto que “ocupa un hueco”, como un cuerpo en la estantería (aunque no lo ocupe propiamente el ámbito de la especie). Y, en principio, cualquier ejemplar podría servir de “encarnación o fenotipo de la especie genotípica”, aunque tampoco la selección del ejemplar es enteramente aleatoria (el “fenotipo” ha de estar completo, sano; Ambrosio de Morales sugirió a Felipe II que la Biblioteca de El Escorial estuviese formada, a ser posible, por “originales de mano”, por autógrafos).

Ahora bien, si el texto es una secuencia de formas físicas dispuestas para ser directamente leídas como tales símbolos (letras, números…) habrá que concluir que el texto desaparece cuando se le traslada a un “soporte electrónico”. Una cinta, un disco compacto, etc. son también contenidos de la cultura extrasomática, pero no constan de figuras conformadoras de texto, para ser leídas, sino de procesos moleculares o atómicos capaces de dar lugar, a través de una “cabeza lectora”, a las figuras literales o numéricas conformadas. En este sentido, habría que decir que ni la cinta ni el CD-Rom son libros (si seguimos la analogía orgánica: se corresponderían a la estructura cuántica del genotipo, que, en sí misma, no es un genotipo). Cintas, discos, etc., no son libros, como tampoco es un libro un volumen con las hojas en blanco. En ningún caso, el cuerpo consta de figuras conformadas de texto; sólo que mientras que el libro con las páginas en blanco no contiene figuras en absoluto, la cinta, el disco, las contiene causalmente. Habrá que reconocer, por tanto, que el término “libro”, en cuanto se aplica a cuerpos tan heterogéneos como libros en blanco, libros “caja de tabaco”, códices, rollos, cintas o discos…, no es un término unívoco, sino un análogo de atribución, cuyo analogado principal (o núcleo) está constituido por los libros estrictos (rollos o códices), pero de suerte que se aplica también a otros cuerpos por alguna relación que guardan con los libros estrictos (por ejemplo, la semejanza externa de su encuadernación, la relación causal, en cuanto cuerpo capaz de producir figuras conformadoras de texto en la pantalla del ordenador). Tampoco la pantalla que nos ofrece textos puede considerarse como un libro, salvo por analogía de atribución (por ejemplo, porque el texto procede de un libro previo tratado electrónicamente, o porque puede dar lugar a un libro a través de una impresora). El hecho de que, en el conjunto de la cultura extrasomática, puedan agruparse juntos, formando la clase de los libros, a cuerpos conformados tales como libros en blanco, rollos, códices, cintas rayadas, discos o “textos de pantalla” (que reproducen de algún modo la estructura continua del rollo antes que la discreta o interrumpida del códice) no nos permite tratar a esta clase como una clase unívoca, como hemos dicho, sino como un agrupamiento heterogéneo de cuerpos relacionados en torno a un núcleo principal o primer analogado que sería el libro clásico.

Los libros que constituyen una biblioteca, en tanto no forman meramente una “población”, son libros seleccionados; selección, ante todo, en sentido numérico (un ejemplar de cada especie o de sus variedades) pero también selección específica, puesto que no todas las especies aun representadas por ejemplar único caben en una biblioteca. Y esto es lo que aproxima las funciones del bibliotecario a las del censor. Sin embargo, la función propia del bibliotecario, en tanto a él no le corresponde mancharse las manos trasportando libros (como el arquitecto de Alberti tampoco se manchaba las manos arrastrando los sillares de grandes volúmenes) es equiparable a la del Nous de Anaxágoras. El bibliotecario es una especie de “demonio clasificador” que transforma el caos (el montón de libros) en un cosmos ordenado, con mínima entropía: en la época barroca fue frecuente, de hecho, la comparación de la biblioteca con un microcosmos, entendido como reflejo del universo. En realidad, la función del bibliotecario es análoga a la del taxónomo que busca ordenar, jerarquizar en especies, géneros, clases, etc. El papel que Linneo desempeñó con los organismos vivientes corresponde al que Leibniz o Naudé jugaron con los libros de las bibliotecas a su cargo (Wolfen Bütel, Barberini o Mazarino). La célebre “paradoja del bibliotecario” de B. Russell tiene que ver con la estructura lógica de la biblioteca, en cuanto área de la cultura extrasomática constituida por “singularidades individuales especificadas”; y la solución a la paradoja (la que dió Russell fue poco elegante, pues consistió en dar un “corte gordiano” destinado a evitar la contradicción: su solución consistía en prohibir hacer un catálogo de catálogos que se citen a sí mismos) podría ser una solución dialéctica, una catábasis [106] combinada con anástasis [105], una solución que reconocería la contradicción: el bibliotecario que está construyendo el catálogo de los catálogos que no se citan a sí mismos, cuando llega al caso de su propio catálogo, tendrá que citarlo (catábasis), pero al advertir la contradicción se verá obligado (anástasis) a borrar la cita. Al borrarla advertirá la nueva contradicción y tendrá que inscribirlo otra vez. El círculo se reiterará ad infinitum, como le ocurre a un “martillo de Wagner”. Tendríamos así creada una nueva plaza para los bibliotecarios, la del bibliotecario encargado de actuar como un martillo de Wagner catalográfico, que resolvería continuamente la antinomia generada por su propio proyecto (también es cierto que podría sustituirse al bibliotecario paradójico de carne y hueso por un bibliotecario electromagnético).

¿A qué categoría de la cultura extrasomática pertenece, según lo que venimos diciendo, el libro? Cabe ensayar diversas respuestas. Para las concepciones barrocas, si no el libro, sí al menos la biblioteca, en cuanto microcosmos, sería algo así como la manifestación del Universo a través de la cultura; por tanto, una biblioteca rebasaría incluso la condición ecomórfica de otros contenidos culturales. Pero si nos atenemos a los libros, al margen de que se organicen en bibliotecas, habrá que concluir que, salvo los enciclopédicos, la metáfora del microcosmos queda fuera de lugar. El libro se nos manifiesta más bien como algo asimilable a una máquina herramienta. No es propiamente una herramienta, una simple proyección de la “memoria individual”, porque el libro contiene grabado en su texto una parte esencial de la memoria objetiva que desborda por completo la escala psicológica y que funciona de modo automático; pero tampoco es un autómata, porque el libro ha de ser siempre leído por algún sujeto capaz de interpretarlo. {E}

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