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Religión / Fetichismo / Magia (a propósito de Frazer)
Tenemos que desglosar, a efectos de alcanzar nuestro proyecto reivindicativo, el fetichismo de la magia, puesto que ambos conceptos teóricos aparecen de vez en cuando intersectados, no ya sólo por la mediación de alguna teoría antropológica (el concepto de fetichismo que John Lubbock construyó en su obra clásica La civilización primitiva guarda ciertas semejanzas con el concepto de magia que J. G. Frazer desarrolló en La rama dorada), sino también a través del propio material etnográfico (quien manipula fetiches es el “feticheiro”, “hechicero”, “mago”). Incluso el mismo concepto psiquiátrico del fetichismo no está enteramente desvinculado (al menos si atendemos a la forma de las relaciones holóticas que utiliza) del concepto que algunos etnólogos se forjan de la magia “por contigüidad simpática”, en tanto que (como dice Marcel Mauss), “la forma más simple de esta noción de contigüidad simpática, nos es dada en la identificación de la parte al todo” (Marcel Mauss y H. Hubert: Esquisse d'une théorie de la magie, 1902-1903, reimpresión en M. Mauss, Sociologie et antropologie, PUF, Paris 1968, pág. 57). Totum ex parte: la parte vale por la cosa entera. Los dientes, la saliva, el sudor, las uñas, los cabellos…, representan íntegramente a la persona (lo que dicho sea de paso, no es, en principio, ningún absurdo biológico, como tampoco lo sería para la teoría de los fractales de Mandelbrot).
Pero el sentido de este proyecto de “desglose” de los conceptos de magia y fetichismo no puede ser otro sino el de la tarea misma de llevar a cabo un conjunto de redefiniciones esenciales de cada uno de los conceptos teóricos de referencia.
Ahora bien: el recelo de los especialistas (etnólogos, filólogos, historiadores) ante las definiciones esenciales es proverbial, y no de todo punto injustificado. Cualquier definición “esencial” de magia, o de religión, o de fetichismo –dirán los especialistas–, resulta excesivamente rígida, incapaz de acoger las variedades y matices que los hechos (las fuentes, el material) nos proporcionan: las definiciones esenciales establecen disociaciones abstractas escolásticas, incluso apriorísticas, que son invariablemente desmentidas por los hechos.
Pero lo cierto es que todo el mundo utiliza, de algún modo, estas definiciones esenciales. ¿Qué sentido tendría discutir la cuestión sobre si Jesús fue un mago o si fue un sacerdote, es decir: si Jesús es un “fenómeno mágico” (M. Smith: Jesus, the magician, New York 1968), o si más bien, fue un “fenómeno religioso” (J. M. Hulk: Hellenistic Magic and the Sinoptyc Traditions, Londres 1974) si no fuese posible distinguir, de algún modo, entre magia y religión? Reconociéndolo así, se diría que los especialistas tienden al siguiente “arreglo” (en realidad: a la siguiente “teoría de la definición”): aceptar las definiciones “conceptuales” a título indicativo (“definiciones nominales”), pero resistiéndose a tomarlas como definiciones esenciales. Por tanto, manteniendo siempre su derecho a modificarlas (“en nombre de las fuentes”) y modificándolas, de hecho, añadiendo, o quitando, o variando, según situaciones ad hoc, que serán presentadas continuamente como transgresiones a la definición inicial (a la cual, por tanto, no se le concede demasiada importancia en el conjunto de la “actividad científica”).
En el caso que nos ocupa, las definiciones, tenidas por nominales, de referencia suelen ser las definiciones que Frazer construyó, en La rama dorada, de religión y magia simpática (ya sea homeopática, regida por el principio de que “lo semejante causa lo semejante” –el brujo dayak simulando movimientos del parto, ayuda a la parturienta, que se encuentra en una habitación próxima– ya sea contaminante, la que se rige por el principio de que “lo que ha estado en contacto con otra cosa, mantiene su influjo sobre ésta” –la herida se alivia limpiando el cuchillo que la produjo). Mientras que la magia sería “manipulación de objetos, según secuencias que se suponen concatenadas de modo necesario e impersonal”, las religiones supondrían actos dirigidos a lograr el favor de alguna entidad personal capaz, si lo quiere, de hacer o deshacer lo que se pide por ruego, y a veces, por amenaza. Así –decía Frazer–, “siempre que se manifiesta la magia simpática en su forma pura, sin adulterar, se da por sentado que, en la naturaleza, un hecho sigue a otro hecho, necesaria e invariablemente, sin la intervención de ningún agente espiritual o personal [lo que no es exacto, puesto que, a veces, el mago pretende obligar a los agentes personales por actos mágicos]. De este modo, el concepto fundamental es idéntico al de la ciencia moderna… el mago no duda de que las mismas causas producirán siempre los mismos efectos… a menos que sus encantamientos sean desbaratados y contrarrestados por los conjuros más potentes de otro hechicero. Él no ruega a ningún alto poder, no demanda el favor del veleidoso y vacilante ser; no se humilla ante ninguna deidad terrible”.
“Todos contra Frazer”: éste podría ser el grito de guerra de los especialistas en magia y religión, el lema de la crítica científica, desde Jensen a Malinowski, desde Maret a Lowie, de Lévi-Strauss a Harris, de Mauss a Max Weber, de Goldenweiser a Evans-Pritchard.
No pretendo, por mi parte, defender la distinción de Frazer de modo incondicional, puesto que sus definiciones, sin perjuicio de contener un núcleo certero (a nuestro juicio, la oposición entre lo impersonal y lo personal, más que la oposición entre la semejanza y la contigüidad) están muy toscamente construidas, al tratar de establecer la oposición magia/religión apelando a una oposición entre conducta causalista y conducta acausal, en el sentido humeano, como si las “leyes” de la magia homeopática, o de la magia contaminante, pudieran ser consideradas como leyes causales, y como si la acción de los sacerdotes, o de los dioses, hubieran de tener un significado acausal, por el hecho de ser volitivas. {CC 232-234, 236 / → BS14 3-38}