Filosofía en español 
Filosofía en español

Teoría filosófica (gnoseológica) de la ciencia

[ 212 ]

Identidad fenoménica (Unidad) / Isología / Sinalogía

A través de las figuras de los fenómenos [190] la identidad se nos presenta como “identidad fenoménica” y es esta modulación de la identidad la que interpretamos, por los motivos que exponemos a continuación, como unidad [211]. Obviamente, esta interpretación presupone una determinada concepción de la unidad y, por supuesto, de la identidad. Hemos de arriesgarnos a situar nuestras posiciones en coordenadas históricas, por generalísimas que éstas sean (y, por cierto, delimitadas desde la misma concepción de la unidad y de la identidad que presuponemos; queremos decir que estas coordenadas históricas se desdibujan en el momento en que adoptemos otros presupuestos). Serían las siguientes: (a) De una parte, una tradición de estirpe monista, eleática, que se manifiesta por la tendencia a escoger la identidad como idea primitiva. A esta tradición se aproximarían, acaso, algunos herederos de El Sofista platónico, por ejemplo, Plotino, con su doctrina del Uno. Esta línea correría también a través de una tradición escolástica. Pero el mismo Descartes, con espíritu eleático, hacía descansar su principio de “conservación de la cantidad de movimiento” (una modulación del principio de identidad) nada menos que en la inmutabilidad divina (Principia Philosophiae, Parte II, XXXVI). (b) De otra parte, la tradición pluralista que se expresaría, en este punto, por la tendencia de definir la identidad a partir de la unidad, vinculada, a su vez, al Ser, entendido no en sentido monista, sino pluralista, implícito en el concepto de analogía. Esta tradición habría llevado, por ejemplo, a Suárez a considerar a la célebre formulación de Antonio Andrea (omnis ens est ens) como tautológica y vacía. En la medida en que el materialismo filosófico es un pluralismo, se inclinará por el primado de la unidad, referida, sobre todo, a las esencias (o sustancias plurales), antes que por el primado de la identidad. Poner a la unidad en primer lugar, en cuanto atributo del Ser, significa, ante todo, que la unidad no es una idea o forma exenta, sino sincategoremática (como lo es también la igualdad o la congruencia); y que, así como carece de sentido hablar de igualdad o de incongruencia en abstracto, si no se determina la materia o el parámetro k al que se refieren (A=kB), así tampoco “unidad” significa nada si no va vinculada al Ser, pero a un Ser pluralmente entendido, como unidad-soldado, o como unidad-pelotón (de soldados), pongamos por caso; o si se quiere, la unidad constituida por un átomo de rubidio, o bien la entidad única “superátomo”, constituida por un conglomerado de unos dos mil átomos de rubidios enfriados hasta las proximidades del 0 absoluto, hasta alcanzar el llamado “estado condensado”. Antes que la afirmación “todo ser es uno”, nos interesará la recíproca “todo lo que es uno es ser, y ser determinado” dentro de una pluralidad originaria. La unidad no solamente une, sino separa, de la misma manera a como las infinitas rectas del plano pueden recibir universalmente la relación de paralelismo de cada una de ellas con otras rectas también infinitas en número; sin perjuicio de lo cual, la unidad que a todas ellas conviene, en tanto participan de esa misma relación de paralelismo, no las une confusivamente entre sí. Porque la universalidad de la relación de paralelismo no es conexa y, por ello, las infinitas rectas resultan estar separadas en las clases disyuntas de rectas por los haces de rectas paralelas, que también son infinitas en número.

La idea de unidad no es unívoca, sin perjuicio de lo cual esta idea ha de poder aplicarse a todos los entes del mismo modo. Y sólo si la propia idea de unidad no es una idea simple, sino compuesta, podría aplicarse del mismo modo sin anular su multiplicidad. La idea de unidad no es simple, en efecto, sino compleja y al menos ha de constar de dos componentes o momentos de cuyas “proporciones” puedan resultar las variedades de la unidad de los entes. Pero los componentes de esa complejidad ya no podrían considerarse ellos mismos como acepciones de la idea de unidad, porque, en tal caso, la idea unitaria o común (no unívoca) de unidad se rompería, haciéndose equívoca, respecto de tales acepciones. Los dos componentes o momentos de la idea de unidad son: el momento isológico y el momento sinalógico de la unidad [36]. Este análisis de la unidad puede considerarse como desconocido prácticamente por las diferentes tradiciones que se han ocupado de la idea de unidad. Podía ser “cómodo”, sin duda, referirse a estos dos momentos de la unidad como si fueran dos acepciones bien diferenciadas del término, sin perjuicio de la posibilidad de su composición en casos concretos. La unidad que media entre dos soldados, o dos globos, o dos círculos, la consideraríamos como ejemplos de una unidad en su acepción isológica; pero la unidad que media entre las partes constitutivas de esas unidades dadas (los órganos, las células, etc. de cada soldado, la cesta y la lona de cada globo, los círculos o diámetros de cada círculo) la consideraríamos como una unidad sinalógica. Sin embargo, esto nos plantearía un problema sin salida, o un proceso ad infinitum; porque la unidad que cubriera a esas dos acepciones de unidad ya no podría ser ni isológica ni sinalógica, sino de un tercer tipo. Detendríamos, por anástasis [105], este planteamiento insoluble, rechazando la consideración de los momentos de la idea de unidad como acepciones de esta idea, y los concebiremos como momentos inseparables de la idea de unidad, una inseparabilidad que no excluye su disociabilidad. Disponemos, además, de un concepto capaz de expresar la intrincación entre estos dos momentos: es el concepto de conjugación de conceptos. Isología y sinalogía podrán ser vistos como conceptos conjugados, de forma tal que la idea de unidad se hiciera consistir en esa conjugación (lo que implica, además, rechazar la hipótesis de la irreducibilidad de la sinalogía a la isología, o recíprocamente, así como la hipótesis de la refundición de ambos momentos en un tertium, al que se haría corresponder con el unum original; por supuesto, rechazamos también la hipótesis de la mera yuxtaposición. La conjugación [53] de estos dos momentos de la unidad explica también la posibilidad de hablar de una dualidad (a la manera de la Geometría Proyectiva) entre la isología y la sinalogía, porque es la misma conjugación la que nos permitiría ver en este caso la idea de unidad como una isología entre términos sinalogados, o bien, alternativamente, como una sinalogía entre términos isologados. Por lo demás, la isología tampoco es unívoca (puede haber isología en color, en velocidad, en morfología…), ni tampoco la sinalogía (hay sinalogía de vecindad, de continuidad, de contigüidad; o bien, sinalogía circular entre puntos vecinos, o abierta, como hay sinalogía de partes abiertas o sucesivas entre fases de las causas y los efectos).

En conclusión, como la unidad, aplicada necesariamente a una materia k, dirá tanto algún tipo de isología entre partes sinalogadas de la materia o sujeto al que se aplica (por ejemplo, la unidad de un soldado dice isología entre sus células, tejidos, etc., pero sin que ello nos autorice a reducir sus relaciones sinalógicas, como un caso de isología en vecindades, porque la vecindad ya rebasa el concepto de isología), como sinalogías entre partes isológicas que la unidad determina. No sería posible citar ningún caso de isología pura, al margen de las relaciones sinalógicas, ni tampoco ningún caso de sinalogía pura, al margen de cualquier de tipo de relaciones isológicas. La idea de extensión pura contiene un momento sinalógico (expresado en la fórmula: partes extra partes) y un momento isológico (que puede hacerse consistir en la misma extensividad y divisibilidad recurrentes de las partes extendidas). Un ser simple, como el punto geométrico de Euclides, o el Dios de los teólogos terciarios, no es un ser uno, precisamente porque al no tener partes sinalógicas, no puede tampoco existir isología entre ellas. El punto, o Dios, no son unidades, sencillamente porque no son entes, sino límites negativos de un cierto género de entes o de su conjunto. Tampoco sería posible una unidad puramente sinalógica, sin ningún tipo de isología entre sus partes, como sería el caso de la sucesión infinita de causas y efectos sinalógicamente vinculados, pero sin repetición alguna (siguiendo la hipótesis sugerida por Gabriel Tarde). Como idea límite de unidad podíamos citar la de una unidad que sólo constase de una única isología-k (y no de múltiples) y de una sola sinalogía-s (y no de múltiples). Advertimos que este límite no es la simplicidad, porque las partes sinalógicas son múltiples o incluso infinitas, aunque la isología entre ellas fuera siempre la misma de modo uniforme. Acaso la idea más próxima a esta idea límite sea la idea de extensión pura o res extensa infinita, una idea que se expresa en la res extensa cartesiana, o en las formas a priori del espacio o del tiempo de Kant. De donde puede inferirse, si nos replegamos, por anástasis, de este límite de la unidad, que la idea de unidad ha de aplicarse a múltiples entes (rocas, animales, rebaños, astros, constelaciones…) o, dicho de otro modo, que los contenidos o parámetros de las sinalogías y de las isologías han de ser también diferentes (este “repliegue” estaría representado, en el sistema cartesiano, por la “inyección” del movimiento a cargo de Dios, en la res extensa, si interpretamos como efecto formal de tal “inyección”, no tanto la recepción global, metamérica, de una cantidad constante de energía, sino la diferenciación diamérica, aun sin perder la continuidad mutua –si no se admite el vacío– de unas “regiones en torbellino”, respecto de las otras). Habrá que concluir, por tanto, que la idea de unidad k de un ente contiene necesariamente la pluralidad o multiplicidad de las partes sinalógicas que constituyen al ente considerado uno, sino las partes de su entorno con respecto de las cuales habrá variado la materia de la sinalogía (por ejemplo, en los cuerpos, el vacío atmosférico, u otra “solución de continuidad” entre los cuerpos).

La inseparabilidad absoluta entre la isología y la sinalogía no excluye su disociabilidad relativa [63]. El momento isológico de una unidad material k dada es inseparable de todo género de sinalogía, pero no de alguno en particular, y recíprocamente. Por ejemplo, entre los organismos vivientes, las llamadas relaciones de analogía entre partes suyas, son, fundamentalmente, isologías funcionales (por ejemplo, las relaciones isológicas entre las alas de un insecto y las alas de un ave), en tanto que disociadas de relaciones sinalógico-embriológicas entre tales órganos. Mientras que las llamadas relaciones de homología entre partes suyas, por ejemplo, la aleta de un pez y el brazo de un mamífero son sinalogías porque ambas proceden de tejidos comunes que se han especializado en funciones diferentes. En realidad, la cuestión es algo más compleja, pues no cabe poner en correspondencia simple la homología con la sinalogía y la analogía con la isología. La homología (si además no es analógica) se basa, desde luego, en conexiones sinalógicas, pero de los órganos homólogos con sus precursores efectivos: la homología es una isología entre sinalogías paralelas (isológicas), por ejemplo, la sinalogía sucesiva (transformativa) de las alas de un ave y de los brazos de un primate (respecto de un tetrápodo reptiliano precursor). La analogía (no homóloga) dice relación de isología (de función o de morfología, por ejemplo la que existe entre el ojo de un cordado y el ojo de un cefalópodo), pero excluye la isología de las relaciones de sinalogía sucesiva transformativa: el ojo del vertebrado deriva del encéfalo (salvo el cristalino, que deriva de la piel), mientras que el ojo del cefalópodo deriva de la piel. Por otra parte, tendría algún sentido afirmar que los dos momentos que reconocemos en la idea de unidad, la isología y la sinalogía, fueron ya tradicionalmente tratados, si bien refractados y distorsionados a través del prisma psicológico constituido por el concepto de asociación (de imágenes, de ideas), bajo la forma de las “asociaciones de semejanza” (bajo cuya rúbrica se contenían las igualdades, la congruencias, etc.) y las “asociaciones por contigüidad”, respectivamente.

La idea de unidad, entendida de acuerdo con la tradición, aunque interpretada en coordenadas materialistas como un trascendental que afecta a todos los entes (porque ninguno de ellos serían tales entes –primogenéricos, segundogenéricos, terciogenéricos– si no fueran unos), no se reduce, por tanto, a la idea de identidad, ni recíprocamente. El ser uno (es decir, la unidad de un organismo o la de un rebaño) no dice, por sí misma, identidad, aunque no sea más que porque dice, formalmente, diversidad. Y no sólo diversidad de separación, es decir, de negación de lo otro (ser uno es no ser lo otro, estar separado o disociado, con una mínima claridad de los demás), también diversidad de las partes reunidas en la composición, porque ser uno es tener indivisas sus múltiples partes (por ello, el ser simple es inconcebible). La unidad del ente se nos muestra, por tanto, en un determinado grado de claridad (“una idea es clara, no oscura, cuando basta para hacer reconocer, distinguiéndola de las demás, la cosa representada”) y en un determinado grado de distinción (“una idea es distinta, no confusa, cuando pueden enumerarse sus elementos, cuando es posible su definición”). Según esto, la claridad y la distinción, entendidas de este modo (no muy lejano al modo leibniciano), son constitutivas de la unidad de un ente (estructura o proceso) y no son aspectos separables suyos, aunque sean disociables, en la medida en que los grados de claridad, según parámetros determinados, puedan variar, en ocasiones, con cierta independencia de los grados de distinción. La unidad de un organismo no puede mantenerse al margen del medio en el que vive, como la unidad de un sistema termodinámico es inseparable del medio en el que está inmerso. Entre el sistema y el medio hay un nexo sinalógico indisoluble o necesario (una sinexión), pero esta unidad sinalógica no implica identidad, sino, precisamente, diversidad entre el sistema termodinámico (el organismo) y el medio; de la misma manera que la unidad sinectiva entre el anverso y el reverso de una medalla, o la unidad sinectiva entre la corriente eléctrica que pasa por el hilo y el campo magnético que induce, no autoriza a hablar de identidad entre el anverso y el reverso, o entre la corriente y su campo magnético perpendicular. Tampoco la unidad sinalógica constituida por el “encaje” o “engranaje natural” de la cabeza de un fémur y su acetábulo, implica identidad entre el fémur y el hueso pelviano correspondiente; en cambio, existen isologías entre las cabezas y los acetábulos enantiomorfos del mismo esqueleto y, por supuesto, de esqueletos de la misma especie.

Ahora bien, que la unidad no sea identidad no significa que la identidad haya de entenderse como una determinación “sobreañadida”, acaso como una denominación extrínseca, a la unidad del ente presupuesto (y tendríamos que entenderla así, si la unidad o la identidad fueran ideas simples). Pero, según hemos expuesto, ni la unidad es simple, ni tampoco lo es la identidad (tampoco las identidades son idénticas entre sí). La tesis fundamental del materialismo pluralista [1] al respecto, es la que establece que en cada unidad que afecta a un ente están siempre “actuando” diversas modulaciones de la identidad, si bien confusa y oscuramente. Las unidades complejas pueden permanecer como invariantes, al menos abstractamente, a la manera como, en la experiencia artesana, la unidad compleja constituida por una trabazón de dos largueros de madera o metal ligados por múltiples travesaños paralelos y equidistantes, solidarios a los largueros, pueden permanecer como unidad invariante abstracta, “en sí misma considerada” (sin “significado práctico”, sin “identificar”), cuando, por ejemplo, es presentada como una simple “estructura” en un museo). Pero pueden recibir identidades diferentes, por ejemplo: identificaremos a esa unidad de trabazón, a esa estructura, como una “escalera de mano” (cuando los largueros se dispongan en dirección vertical al suelo y la “estructura” se apoye sobre una pared), como una “verja” (cuando sus largueros se dispongan horizontalmente y se fijen a las columnas de un portón). Es evidente que la identidad de una unidad compleja dada puede reforzar la cohesión entre sus partes, pero también puede debilitarla o incluso deshacerla (en todo caso, solo por abstracción una unidad compleja [738] puede mantener algún sentido exento o disociado de todo tipo de identidad). Esto supuesto, cabría decir que la identidad, más que añadir alguna determinación a la unidad, suprime o abstrae determinadas modulaciones confusamente incluidas en ella; o, si se prefiere, ejercitadas en ella. Esto nos permite afirmar el carácter intrínsecamente dialéctico (negativo) de la identidad, respecto de la unidad, lo que constituye una interpretación característica del lema omnis determinatio est negatio. Porque, al determinar la identidad de un ente, no estaríamos tan sólo negando a otros entes (a otras unidades), sino también a otras modulaciones de la identidad contenidas confusamente en la unidad dada, pero de diverso modo, y con las “cortaduras” propias de la symploké [54] correspondiente. Desde esta perspectiva, la identidad se nos muestra como una selección y como una oposición a otras modulaciones de la identidad que atraviesa la unidad que se trata de identificar. Esta oposición, cuando se trata de identificaciones β-operatorias, que tienen que abrirse camino ante otras identificaciones que la amenazan, puede tomar la forma de una reivindicación (como es el caso de la reivindicación de la unidad de un pueblo, siempre frente a otros). Precisamente, la dificultad, implícita en todo proceso de identificación de una unidad dada, deriva del hecho de que esta unidad puede mantener relaciones sinalógicas necesarias de inseparabilidad (sinexiones) o, al menos, convenientes con otras unidades distintas del mismo o de diferente rango. Así, la identidad de un órgano (la identidad del hígado de un vertebrado) puede ser reivindicada, o bien frente a la identidad de otras partes (morfológicas, funcionales) del organismo (el corazón, el cerebro), o bien sea frente a la identidad del organismo como un todo, en el sentido de que se postule la viabilidad de su segregación (separación) respecto del organismo considerado como un todo numérico, ya sea en el sentido de una explantación de cualquier organismo, ya sea en el sentido de una explantación orientada hacia la implantación en otros organismos de la misma especie, género, orden, clase, etc. Puede decirse, por tanto, que la identidad, así ententida, está contenida en la misma unidad del Ser, aunque de un modo oscuro y confuso. Sería, entonces, posible definir la identificación como una determinación del grado de claridad y distinción en el que nos es dada una unidad previa. Por decirlo así, la identificación no “trabaja en el vacío”, ni tampoco sobre un caos, sino a partir de una unidad fenoménica previamente dada; identificar esta unidad equivaldría a determinar, en grados de claridad y la distinción [791] más altos, dentro de los márgenes elegidos, la unidad de partida. Identificar algo no es, pues, crearlo ex nihilo, ni sacarlo del caos, sino redefinir su unidad, dada en un grado determinado de oscuridad y confusión, en un grado más preciso de claridad y distinción, precisando las coordenadas de las unidades de su contexto y la estructura de sus partes constitutivas.

Distinguimos dos grandes grupos de modulaciones de la identidad, a partir de los dos componentes conjugados que venimos distinguiendo en la unidad y que la identidad tiende a disociar, con referencia a materiales o parámetros determinados: el grupo de las identificaciones autológicas (que siempre tienen que ver con las sinalogías) y el grupo de las identificaciones isológicas (que tienen que ver con las isologías). En la tradición aristotélica, la identificación autológica se correspondía con la sustancia primera; por tanto, se correspondía con la unidad sustancial; mientras que la identificación isológica, se manifestaba, principalmente, en la forma de una identidad esencial (a veces denominadas sustancias segundas). Entre los elementos de una misma especie se establecía la relación isológica de igualdad, o de semejanza, que sería preciso distinguir de la identidad, al menos en tanto que no se tomase en cuenta el momento de la reflexividad (así Husserl, Investigaciones lógicas, II, §3: “Donde quiera que existe igualdad hallamos también identidad en el sentido estricto y verdadero… la identidad es indefinible. En cambio, la igualdad es la relación de los objetos que pertenecen a una y la misma especie”). La interpretación sustancialista de las identidades autológicas, así como la interpretación esencialista (específica, genérica) de las identidades isológicas, encierra un gran peligro cuando se sobrentiende, de acuerdo con la metafísica sustancialista o esencialista, que la identidad sustancial agota al individuo singular de una especie que, a su vez, tendrá que ser entendida al estilo megárico. Desde las coordenadas del materialismo filosófico, las identidades sustanciales no agotan al individuo, sino que constituyen solamente una determinación de su unidad, por medio de una identidad material k. Por ello, cada individuo, o cada singularidad individual, no es tanto una unidad-sustancia, cuanto una identidad seleccionada dentro de una symploké de identidades constitutivas de su unidad. Por ello, la identidad sustancial de un ente cuya unidad sinalógica se mantiene (autológicamente) en sus transformaciones morfológicas (por ejemplo, en la metamorfosis del gusano en mariposa desaparece la mayor parte de las relaciones de isología entre partes homólogas, pero subsiste la continuidad sinalógica sucesiva de sus partes transformadas las unas en las otras). Por ello, la identidad sustancial no tiene por qué ser siempre pensada al modo aristotélico, como la identidad estática invisible que permanece debajo, invariante en el cambio, sino como la identidad global de la unidad sinalógica del organismo en sus fases sucesivas. El caso opuesto a esta identidad autológica global es el de la identidad autológica de la identidad estructural singular (no específica) del barco de Teseo que es invariante en su morfología global, pero ha mudado todas sus partes formales (su singularidad se manifiesta en la imposibilidad de poner frente a frente, como si fueran dos barcos numéricamente distintos, los diferentes conjuntos de piezas empleados).

En cualquier caso, la igualdad autológica, en cuanto igualdad interna, no ha de confundirse con la igualdad isológica. Aquella deriva de identidades autológicas (la que se expresa mediante el término mismo, en cuanto traduce al autós griego); identidades autológicas que no tienen por qué ser sustancias en el sentido aristotélico (si se las llama sustancias es por pura ampliación del término), sino unidades sinalógicas reflexivizadas, a través de una isología, entre los momentos de su desdoblamiento. Como ejemplo, podríamos citar el caso de la identidad autológica entre el cateto de un triángulo rectángulo y la base del cuadro construido sobre él. Decimos que el segmento de recta que constituye el cateto es el mismo (es decir, idéntico autológico, autós) que el que sirve de base al cuadrado de referencia; de otro modo, que el triángulo rectángulo y el cuadrado de referencia intersectan en un mismo segmento de recta y se identifican autológicamente a través de él (mientras que la identidad entre el lado base del cuadrado y cada uno de los otros lados es, salvo el punto de intersección, sólo identidad isológica, es decir, igualdad). La intersección entre cateto y lado base es una unidad sinalógica, pero des-doblada (reflexivizada) por estar incorporada simultáneamente a dos estructuras diferentes, el triángulo base y el cuadrado. Este desdoblamiento, además, incluye una isología establecida entre el segmento-cateto de la recta al que pertenece y el mismo en cuanto lado del cuadrado: la reflexividad, como desdoblamiento, no es, por tanto, sólo noética (resultante de la repetición de la operación con un término en sí mismo considerado) [212], sino objetiva, porque tiene lugar mediante la inserción de este mismo segmento de figuras objetivas diferentes.

{BS25a 14-21}

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