Voltaire, Diccionario filosófico [1764]
Sempere, Valencia 1901
tomo 1
páginas 108-114

Alma
X

Sería un magnífico espectáculo poder ver el alma. La máxima Conócete a ti mismo, es un excelente precepto, pero precepto que sólo Dios puede practicar; porque ¿qué mortal puede comprender su propia esencia? [109]

Llamamos alma a lo que anima; pero no podemos saber más de ella, porque nuestra inteligencia tiene límites. Las tres cuartas partes del género humano no se ocupan de esto; y la cuarta busca, inquiere, pero no encontró ni encontrará.

El hombre ve una planta que vegeta, y dice que tiene alma vegetativa; observa que los cuerpos tienen y dan movimiento, y a esto llama fuerza: ve que su perro de caza aprende el oficio, y supone que tiene alma sensitiva, instinto; tiene ideas combinadas, y a esta combinación llama espíritu. ¿Pero qué entiendes tú por esas palabras? Indudablemente la flor vegeta; ¿pero existe realmente un ser que se llame vegetación? Un cuerpo rechaza a otro, ¿pero posee dentro de sí un ser distinto que se llama fuerza? El perro te trae una perdiz, ¿pero vive en él un ser que se llama instinto? ¿No te burlarías de un polemista que te dijese. Todos los animales viven; luego encierran dentro de ellos un ser, una forma substancial que es la vida? Si un tulipán pudiera hablar y te dijera: Mi vegetación y yo somos dos seres que formamos un conjunto, ¿no te burlarías del tulipán?

Vamos á ver lo que sabes y de lo que estás seguro: sabes que andas con los pies, que digieres con el estómago, que sientes en todo el cuerpo, y que piensas con la cabeza. Veamos si el único auxilio de la razón pudo proporcionarle bastantes datos para deducir, sin un apoyo sobrenatural, que tienes alma.

Los primeros filósofos, tanto caldeos como egipcios, dijeron: Es indispensable que haya dentro de nosotros algo que produzca los pensamientos; ese algo debe ser muy sutil, debe ser un soplo, debe ser un éter, una quinta esencia, una entelequia, un nombre, una armonía. Según el divino Platón, es un compuesto del mismo y del otro. «Lo constituyen dos átomos que piensan en nosotros», dijo Epicuro después de Demócrito. ¿Pero cómo un átomo pudo pensar? Confesad que no lo sabéis.

La opinión más aceptable es sin duda la de que el alma es un ser inmaterial, ¿pero indudablemente conciben los sabios lo que es un ser inmaterial? –No, contestan éstos, pero sabemos que por naturaleza piensa. –¿Y por dónde lo sabéis? –Lo sabemos, porque piensa.–Me parece que sois tan ignorantes como Epicuro. Es natural que una piedra caiga, porque cae; pero yo os pregunto ¿quién la hace caer? –Sabemos que la piedra no tiene alma; sabemos que una negación y una afirmación no son divisibles, porque no son partes de la materia. –Soy de vuestra opinión; pero la materia posee cualidades que no son materiales, ni divisibles, como la gravitación: la gravitación no tiene partes, no es, pues, divisible. La fuerza motriz de los cuerpos tampoco es un ser compuesto de partes. La vegetación de los cuerpos orgánicos, su vida, su instinto, no constituyen seres aparte, seres divisibles; no podéis dividir en dos la vegetación de una [110] ropa, la vida de un caballo, el instinto de un perro, lo mismo que no podéis dividir en dos una sensación, una negación o una afirmación. El argumento que sacáis de la indivisibilidad del pensamiento no prueba nada.

¿Qué idea tenéis del alma? Sin revelación, sólo podéis saber que existe en vuestro interior un poder desconocido que os hace sentir y pensar ¿Pero ese poder de sentir y de pensar, es el mismo poder que os hace digerir y andar? Tenéis que confesarme que no, porque aunque el entendimiento diga al estómago: digiere, el estómago no digerirá si está enfermo y si el ser inmaterial manda a los pies que anden, estos no andarán si tienen gota. Los griegos comprendieron que el pensamiento no tiene relación muchas veces con el juego de los órganos, y dotaron los órganos del alma animal, y los pensamientos de un alma más fina. Pero el alma del pensamiento, en muchas ocasiones, depende del alma animal. El alma pensante ordena a las manos que tomen, y toman, pero no dice al corazón que lata, ni a la sangre que corra, ni al quilo que se forme, y todos esos actos se realizan sin su intervención. He aquí dos almas que son muy poco dueñas de su casa.

De esto debe deducirse que el alma animal no existe, o que consiste en el movimiento de los órganos; y al mismo tiempo hay que añadir que al hombre no le suministra su débil razón ninguna prueba de que la otra alma exista.

Veamos ahora los vanos sistemas filosóficos que se han establecido respecto al alma. Uno de ellos sostiene que el alma del hombre es parte de la substancia del mismo Dios. Otro que es parte del Gran Todo. Hay sistema que asegura que el alma está creada para toda la eternidad. Hay otro que sostiene que el alma fue hecha y no creada. Vanos filósofos aseguran que Dios forma las almas a medida que las necesita, y que llegan en el instante de la copulación: otros añaden que se alojan en el cuerpo con los animalillos seminales, &c., &c., &c. Filósofo hubo que dijo que se equivocaban todos los que le habían precedido, asegurando que el alma espera seis semanas para que esté formado el feto, y entonces toma posesión de la glándula pineal. Pero que si se encuentra con algún germen falso, sale del cuerpo y espera mejor ocasión. La última opinión consiste en dar al alma por morada el cuerpo calloso; este es el sitio que le asigna la Peyronie.

Santo Tomás en su cuestión 75 y siguientes, dice: «que el alma es una forma que subsiste per se, que está toda en todo, que su esencia difiere de su poder, que existen tres almas vegetativas: la nutritiva, la aumentativa y la generativa; que la memoria de las cosas espirituales es espiritual, y la memoria de las corporales corporal; que el alma razonable es una forma [111] inmaterial en cuanto a las operaciones, y material en cuanto al ser» ¿Has entendido algo? Pues Santo Tomás escribió dos mil páginas tan claras como esta. Por esto, sin duda, le llaman el ángel de la escuela No se han inventado menos sistemas para el cuerpo, para explicar como oirá sin tener oídos, como olerá sin tener nariz y cómo tocará sin tener manos; en qué cuerpo se alojará en seguida, de qué modo el yo, la identidad de la misma persona ha de subsistir, cómo el alma del hombre que se volvió imbécil a la edad de quince años, y murió imbécil a los setenta, volverá a anudar el hilo de las ideas que tuvo en la edad de la pubertad y por que medio un alma, a cuyo cuerpo se le corto una pierna en Europa y perdió un brazo en América, podrá encontrar la pierna y el brazo, que quizás se habrán transformado en legumbres, y habrán pasado a formar parte integrante de la sangre de cualquier otro animal, No terminaría nunca si detallara todas las extravagancias que sobre el alma humana se han publicado.

Es singular que las leyes del pueblo predilecto de Dios no digan una sola palabra acerca de la espiritualidad y de la inmortalidad del alma, ni hablen tampoco de esto el Decálogo, ni el Levítico, ni el Deuteronomio. También es indudable que en ninguna parte Moisés proponga a los judíos recompensas y penas en otra vida. No les habla nunca de la inmortalidad de sus almas, ni les dice que esperen ir al cielo, ni les amenaza con el infierno. En la ley de Moisés todo es temporal. En el Deuteronomio habla a los judíos de este modo:

«Si después de haber tenido hijos y nietos prevaricáis, seréis exterminados en vuestra patria y quedaréis reducidos a escaso número, que viviréis esparcidos por las demás naciones.
»Yo soy un Dios celoso que castigo la iniquidad de los padres hasta la tercera y hasta la cuarta generación.
»Honrad a padre y madre, con el objeto de vivir muchos años.
»Siempre tendréis que comer, la comida no os faltará nunca.
»Si obedecéis a dioses extranjeros, seréis destruidos.
»Si obedecéis al verdadero Dios, tendréis lluvias en la primavera y en otoño trigo, aceite, vino, heno para los animales, y podréis comer y saciaros.
»Imprimid estas palabras en vuestros corazones, ponedlas ante vuestros ojos, escribidlas sobre vuestras puertas con la idea de que vuestros días se multipliquen.
»Haced lo que os mando, sin quitar ni añadir nada.
»Si aparece un profeta que profetice sucesos prodigiosos, si su predicación es verdadera, si lo que prevé sucede, si os dice: vamos, seguid conmigo a los dioses extranjeros... matadle en seguida, que se atumulte todo el pueblo contra él para herirle. [112]
»Cuando el Señor os entregue las naciones, degollad sin perdonar a un solo hombre, no tengáis piedad de nadie.
»No comáis animales impuros, como lo son el águila, el grifo y el ixión, &c.
»No comáis tampoco animales rumiantes y que tengan las uñas hendidas, como el camello, la liebre, el puerco espín, &c.
»Si observáis estos mandatos, seréis bendecidos en la ciudad y en los campos, y serán benditos los frutos de vuestro vientre, de vuestra tierra y de vuestras bestias.
»Si no obedecéis todos estos mandatos ni observáis todas las ceremonias, seréis malditos en la ciudad y en los campos; sufriréis la pobreza y el hambre, os moriréis de frío, de fiebre y de miseria; tendréis sarna, fístulas, &c... os saldrán úlceras en las rodillas y en los muslos.
»El extranjero os prestará con usura, pero vosotros no le prestaréis de ese modo, porque vosotros querréis servir al Señor.., &c., &c.

Es evidente que en todas estas promesas y amenazas no se trata más que de lo temporal, y no se encuentra una sola palabra que verse sobre la inmortalidad del alma ni sobre la vida, futura. Algunos comentaristas ilustres creen que Moisés estaba enterado de esos dos grandes dogmas, y prueban su opinión apoyándose en lo que dijo Jacob, el cual creyendo que habían devorado a su hijo bestias feroces, exclamó: «Descenderé con mi hijo al infernum;» esto es, moriré, ya que mi hijo ha muerto. Prueban también su creencia citando pasajes de Isaías y de Ezequiel; pero los hebreos a quienes habló Moisés, no pudieron haber leído a Isaías ni a Ezequiel, que escribieron muchos siglos después.

Es inútil cuestionar sobre lo que secretamente opinaba Moisés, ya que está comprobado que en sus leyes no habló nunca de la vida futura, y que limita los castigos y las recompensas al tiempo presente. Si conoció la vida futura, ¿por qué no proclamó este dogma? A tal pregunta contestan varios comentaristas, diciendo que el Señor de Moisés y de todos los hombres, se reservó el derecho de explicar en tiempo oportuno a los judíos una doctrina que no estaban en estado de comprender cuando vivían en el desierto.

Si Moisés hubiera anunciado la inmortalidad del alma, le hubiera combatido una importante escuela de los judíos, la de los saduceos, autorizada por el Estado, que les permitía desempeñar los primeros cargos de la nación y nombrar grandes pontífices a sus sectarios.

Hasta después de la fundación de Alejandría no se dividieron los judíos en tres sectas: la de los fariseos, la de los saduceos y la de los esenios. El historiador Flavio Josefo, que era [113] fariseo, nos refiere en el libro XIII de sus antigüedades, que los fariseos creían en la metempsícosis; los saduceos creían que el alma perecía con el cuerpo, y los esenios, que el alma era inmortal. Según éstos, las almas, en forma aérea, descendían de la más alta región de los aires, para introducirse en los cuerpos, por la violenta atracción que ejercían sobre ellas; y cuando morían los cuerpos, las almas que habían pertenecido a los buenos, iban a morar más allá del Océano, en un país donde no se sentía calor ni frío, ni había viento ni llovía. Las almas de los malos iban a morar en un clima perverso. Esta era la teología de los judíos.

El que debía enseñar a todos los hombres, condenó a estas tres sectas Sin su auxilio no hubiéramos llegado nunca a comprender nuestra alma, porque los filósofos no tuvieron jamás una idea determinada de ella, y Moisés, único legislador del mundo antiguo, que hablo con Dios frente a frente, dejó la humanidad sumida en la más profunda ignorancia respecto a este punto. Sólo después de mil setecientos años tenemos la certidumbre de la existencia y de la inmortalidad del alma.

Cicerón abrigaba sus dudas. Su nieto y su nieta supieron la verdad por los primeros galileos que fueron a Roma. Pero antes de esa época, y después de ella, en todo el resto del mundo, donde los apóstoles no penetraron, cada cual debía preguntar a su alma. ¿Qué eres? ¿de dónde vienes? ¿qué haces? ¿donde vas? Eres un no sé qué, que piensas y sientes, pero aunque sientes y pienses más de cien millones de años, no conseguirás saber más sin el auxilio de Dios, que te concedió el entendimiento para que te sirviera de guía, pero no para penetrar en la esencia de lo que él creó. Así pensó Locke, y antes que Locke, Gassendi, y antes que Gassendi, multitud de sabios; pero hoy los bachilleres saben lo que esos grandes hombres ignoraban.

Enemigos encarnizados de la razón, se han atrevido a oponerse a esas verdades reconocidas por los sabios, llevando su mala fe, y su imprudencia basta el extremo de imputar al autor de esta obra la opinión de que cada alma es materia. Perseguidores de la inocencia, bien sabéis que hemos dicho lo contrario; y que dirigiéndonos a Epicuro, a Demócrito y a Lucrecio, les preguntamos: «¿Cómo podéis creer que un átomo piense? confesad que no sabéis nada». Luego sois unos calumniadores los que me perseguís.

Nadie sabe lo que es el ser que llamamos espíritu, al que vosotros mismos dais un nombre material, haciéndole sinónimo de aire. Los primeros padres de la Iglesia creían que el alma era corporal. Es imposible que nosotros, que somos seres limitados, sepamos si nuestra inteligencia es substancia o facultad; [114] no podemos conocer a fondo ni el ser extenso ni el ser pensante, o sea el mecanismo del pensamiento. Apoyados en la opinión de Gassendi y de Locke, afirmamos que por nosotros mismos no podemos conocer los secretos del creador. ¿Sois dioses que lo sabéis todo? Os repetimos que sólo podemos conocer por la revelación la naturaleza y el destino del alma; y esta revelación no os basta. Debéis ser enemigos de la revelación, porque perseguís a los que la creen y a los que de ella lo esperan todo.

Nos referimos a la palabra de Dios; y vosotros, que fingiendo religiosidad, sois enemigos de Dios y de la razón, que blasfemáis unos de otros, tratáis la humilde sumisión del filósofo, como el lobo trata al cordero en las fábulas de Esopo, y le decís: «Murmuraste de mí el año pasado; debo beberme tu sangre». Pero la filosofía no se venga, se ríe de esos vanos esfuerzos y enseña tranquilamente a los hombres que queréis embrutecer, para que sean iguales a vosotros.


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