Filosofía en español 
Filosofía en español


Gaspar Núñez de Arce

Biografía. Poeta español, nacido en Valladolid el 4 de Septiembre de 1834, según su partida de bautismo legal; el 4 de Agosto de 1832, según otra partida que parece la auténtica, y muerto en Madrid el 9 de Junio de 1903. Al morir don Gaspar, como todos sus contemporáneos le llamaban, quedaba de su obra poética un juicio definitivo: el de Menéndez y Pelayo, y valiosísimas observaciones críticas de Valera, E. Pardo Bazán, el padre Blanco García, Miguel Antonio Caro, Fitzmaurice-Kelly y otros muchos escritores; pero la biografía del autor de los Gritos del combate estaba por escribir, faltaba el Núñez de Arce íntimo, es decir, toda la crítica histórica que corroborase para lo futuro la crítica estética de Menéndez y Pelayo realizada, no arbitrariamente, sino en presencia del hombre vivo, y por quien vio producirse su obra al correr de los sucesos que la inspiraron, pero rehuyendo expresamente el retratar y biografiar al poeta. El libro Núñez de Arce: apuntes para su biografía (Madrid 1901), escrito por José del Castillo y Soriano, íntimo amigo de Núñez de Arce desde 1882, vino a colmar el vacío biográfico con abundante caudal de datos y confidencias; y como la historia literaria reclama entera la personalidad del escritor, singularmente en Núñez de Arce, en quien el hombre y el político explican al poeta, con la exactitud, laconismo y copia de datos a que obliga un artículo de enciclopedia, destinado preferentemente a la consulta, consignaremos la semblanza y biografía del gran lírico (prefiriendo el dato autobiográfico, el documento auténtico y el testimonio directo) y encerraremos en apretada síntesis la crítica de su obra poética y dramática.

Su retrato físico lo trazó magistralmente la condesa de Pardo Bazán, que en Madrid y en el balneario de Mondariz frecuentó la amistad del poeta: «Fue hombre apagado, bilioso, melancólico, dice, de esa melancolía que quizá se explica por la fisiología, dado que no faltaron a Núñez de Arce ni afectos de familia, ni medios de subsistencia, ni cargos y honores, ni la alabanza y respeto de sus contemporáneos... Si veo en Núñez de Arce un enfermo desde la cuna, es que él mismo me refirió dos o tres episodios de su niñez que pudieron traer graves consecuencias para su desarrollo físico. Uno de ellos se refería a violenta y larga compresión del tórax, un semiaplastamiento cuando todavía mamaba.» (Castillo y Soriano nos explica que esta deformación era «consecuencia de haber rodado en los primeros meses de su vida una larga escalera por culpa del ama que lo criaba».) «Siempre se me conoce, repetía el poeta (prosigue E. Pardo Bazán): no he crecido bien»; «y, en efecto, su desmedrado busto y corta estatura no guardaba relación con el carácter austero, varonil de su cabeza. Era la suya, por decirlo así, figura frustrada». Quien esto escribe puede completar el retrato, como quien se honró durante veinte años con la amistad del poeta. Encaneció tarde: tuvo el pelo castaño, corto y recio, la barba más fina, más clara y con algunos toques áureos; el perfil aquilino, de arista dura, los ojos garzos, el mirar vivísimo, y en momentos de exaltación, fulminante, la voz fuerte y honda, y, como dice Castillo y Soriano: «gustaba de ahuecarla por natural propensión a la oratoria, y, además, como protesta de su físico débil». Rasgo este muy bien observado y que sintetiza la desproporción y la lucha entre aquella poderosa psicología y aquella breve y flaca persona; también el vuelo y arranque de su inspiración pugnaban abiertamente con el prosaísmo y abatimiento de la época en que le tocó vivir; nació para Tirteo de un pueblo de héroes y tuvo que limitarse a ser indignado juez y flagelador de políticos prevaricadores y de turbas motinescas. Todo el poeta estaba en aquel doble desequilibrio de su espíritu con su frágil envoltura y de sus ansias redentoras con la indiferencia ambiente. Y toda su vida que coincide con el período más desastroso y estéril de la historia de España (el que empieza en la primera guerra carlista y concluye con la pérdida de las colonias) revela, paso a paso, aquel duro combate con la realidad, aquel anhelo por adaptarse a su época, y después la cruel decepción de sus ideales y el varonil repudio a la que él había creído santa libertad:

… no eres la libertad: ¡disfraces fuera!
licencia desgreñada, vil ramera
del motín ¡te conozco y te maldigo!

Todo Núñez de Arce está en este valiente apóstrofe; austero castellano, al fondo de cuya alma ardía la centella mística, y cuya espiritual cabeza parecía arrancada a un lienzo del Greco, su musa fue la indignación, y los cantos en que volcó entera su personalidad los Gritos del combate.

La duplicación de las partidas bautismales enunciada al principio, se la explicará quien leyere el capítulo II de la biografía de Núñez de Arce por Castillo y Soriano y el artículo de Narciso Alonso Cortés, Cuándo nació Núñez de Arce (en el volumen Viejo y nuevo, págs. 96-101, Valladolid, 1917). Cuenta Castillo y Soriano por confidencia verbal del poeta, que, no habiendo sido hallada su partida de bautismo, éste vivió hasta los veintisiete años como un ser anónimo, indocumentado, y «aun hoy, decía don Gaspar, no puedo, de manera auténtica, afirmar cuál fue la verdadera fecha de mi nacimiento». El poeta se explicaba así el caso: «Cuando yo nací, el cólera hacía estragos en Valladolid. Apenas me bautizaron, el párroco que me administró el primer sacramento falleció repentinamente víctima de la epidemia. Mi inscripción quedó por hacer, y los apuntes que para ella se facilitaron debieron ir a la tumba en el bolsillo de la sotana que sirvió de mortaja al infeliz sacerdote» (ya veremos que esto no fue así). Para suplir la falta de partida original, por decreto del arzobispo de Valladolid, fechado el 30 de Agosto de 1860, y previas las diligencias necesarias, se mandó al párroco de la Antigua, don Enrique Segoviano, extender una partida que, en efecto, extendió con fecha 7 de Septiembre de 1860. Según esta partida. Núñez de Arce nació el 4 de Septiembre de 1834: Pero el mismo poeta declaró a Castillo y Soriano: «En la inscripción efectuada para llenar el vacío legal, creo, según un testimonio de un tío mío, hombre escrupuloso en cuestión de fechas y respetable archivo de familia, que se contienen algunos errores. Aseguraba que no nací en Septiembre, sino en Agosto, y no en 1834, sino en 1833.» De que Núñez de Arce estaba cierto de haber nacido en Agosto y no en Septiembre, es elocuente prueba la fecha que puso a su poesía ¡Treinta años!: 4 de Agosto de 1864. En cuanto al año, aunque obligado a aceptar legalmente el de 1834, ya sabemos que creía haber nacido en 1833. Pero es el caso que el cronista de Valladolid, Narciso Alonso Cortés, ha encontrado en el archivo parroquial de Nuestra Señora de la Antigua (libro de bautizados de 1831 a 1852, folio 11) una partida que a todas luces parece la auténtica, y de serlo, probará que Núñez de Arce nació justamente el 4 de Agosto de 1832. Coincide esta partida, desde luego, con la opinión de Núñez de Arce y de su tío respecto al día y mes de su nacimiento, 4 de Agosto. Confirma la duda de ambos respecto al año 1834, aunque anticipando en uno más la fecha del natalicio; explica el por qué el Gaspar de la partida rehecha se llamó Gaspar Domingo, ya que el 4 de Agosto celebra la Iglesia a Santo Domingo de Guzmán, motivo por el cual en la partida de 1832 se lee: «Diles por abogados (al neófito) a Nuestra Señora de los Dolores y Santo Domingo»; algo de esto recordaría en 1860 la madre del poeta, al facilitar los datos con que se reconstruyó la partida; tiene en su abono la de 1832 el hecho de ser documento original, directamente inscrito en el libro parroquial el día del bautizo, frente a la otra partida reconstituida veintisiete años después; y las coincidencias de la primitiva con la legalizada son tantas y tales, que es imposible que se refieran a dos distintos sujetos: 1.ª el nombre del bautizado Gaspar; 2.ª, 3.ª y 4.ª el de su madre Eladia de Arce y los de sus abuelos maternos Policarpo de Arce y María Fernández; 5.ª el nombre de pila del abuelo paterno Manuel; 6.ª el apellido de la madrina, Gutiérrez; 7.ª el darse en la primitiva partida por patrono del bautizado a Santo Domingo y el llevar este nombre en segundo lugar el Gaspar de la partida de 1860; 8.ª coincide también la primitiva partida con la seguridad que el interesado tenía de haber nacido el 4 de Agosto; 9.ª con la duda respecto al año 1834; 10, con la creencia de Núñez de Arce de que el cura que le bautizó murió del cólera en 1834, ya que Narciso Alonso Cortés ha demostrado que el cura que bautizó al Gaspar de 1832, el doctor Cuevas, murió (probablemente del cólera) el 27 de Agosto de 1834, nueve días antes del en que se supone bautizado al Gaspar de la partida de 1860; lo cual demuestra lo erróneo de lo reconstituido, con reminiscencias de recuerdos, y lo sencillo y uno de lo real y auténtico. Así, aunque en la partida de 1832 el nombre y apellido del padre se hallen convertidos (por error muy verosímil al copiar en el libro la minuta que sirvió para la inscripción) de Manuel Núñez en Matías Yáñez, yerro de pluma que fue, sin duda, la causa de no hallar a tiempo esta partida, y aunque en ambas partidas difieran por error, no sabemos de cuál de ellas, los nombres y naturaleza de los abuelos paternos, es indudable que entre dos documentos con errores, el primitivo y el original tiene incomparablemente mayor fuerza y carácter de autenticidad que el rehecho de memoria y a distancia de veintisiete años. Larga ha sido la explicación, pero ineludible para enunciar y tratar de esclarecer el enigma biográfico de la fecha del nacimiento del poeta.

«Tan confusos como los recuerdos de su nacimiento eran los de su niñez», dice su biógrafo, y, en efecto, sábese que pasó sus primeros años en Valladolid en la casa en que nació; la cual, de las remembranzas del gran lírico y de personas de antiguo relacionadas con su familia, pudo inferirse que era la señalada con el núm. 13 de la calle de la Cárcaba, a la que se dio en 1894 el nombre de Núñez de Arce, colocando en dicha casa una lápida con esta inscripción: «Aquí nació | el eminente poeta | Don Gaspar Núñez de Arce | el día 4 de Septiembre | de 1834.»

Siendo muy niño pasó el futuro poeta de Valladolid a Toledo, ciudad en que había obtenido don Manuel Núñez un destino en las oficinas de Correos. A este traslado refiere Castillo Soriano los trágicos relatos que oyó a Núñez de Arce de un viaje realizado en su infancia, en angustiosa fuga ante las partidas carlistas, y aterrado ante la frecuente visión macabra de restos humanos colgados de estacas o pendientes de los árboles. Desde la niñez primera mostró Núñez de Arce verdadera pasión por la lectura, hasta conseguir a fuerza de terquedad y destreza, leer enteros, cuantos periódicos pasaban por la oficina de su padre. Y tan temprano despertó en él el poeta, que a los quince años estrenó un drama en verso, titulado Amor y orgullo, «que le valió, dice Castillo y Soriano, calurosísima ovación y el título de hijo adoptivo de la imperial ciudad». Frecuentaba el novel poeta la Biblioteca de la catedral toledana, cuyo docto bibliotecario, el padre Loaisa, atraído por la sed de saber del joven lector, convirtióse de buen grado en su consejero y guía literario. Parecióle a don Manuel Núñez que para hijo tan estudioso, protegido por tan docto sacerdote, no había carrera como la eclesiástica, y empeñóse en que Núñez de Arce abrazara el sacerdocio. Negóse a ello rotundamente el futuro revolucionario, obstinóse don Manuel en su propósito, intercedió inútilmente la madre, y como el padre, por influjo del bibliotecario Loaisa, obtuviese una beca de gracia en el Seminario para el adolescente escritor, huyendo de la beca y soñando con la gloria literaria, inauguró éste su vida de poeta con la fuga, como Lope de Vega y Zorrilla, y a los diez y ocho años, solo, sin equipaje ni provisiones, ni más caudal que tres pesetas y seis cuartos, en una serena mañana otoñal tomó valerosamente el camino que inmortalizó Tirso en su comedia Desde Toledo a Madrid.

Inquieto por la incertidumbre que su ausencia ocasionaría a sus padres, por medio de un vendedor de hortalizas que halló al paso, envióles unos nerviosos renglones en que les participaba su noble resolución de buscarse por sí mismo la vida, «esperando, con la ayuda de Dios, honrar el nombre que llevaba». Ya en este rasgo mostrábase la doble naturaleza del poeta: la inflexible voluntad que le arrastró a la fuga el tierno afecto que le dictó la carta. En compañía de unos arrieros, y sin un maravedí en el bolsillo, remató castizamente el pintoresco viaje, hospedándose en un mesón de la Cava Baja. Sin reposar de la fatigosa caminata presentóse en la redacción de El Observador, captóse la voluntad del director, quien lo mostró a sus subordinados como «un nuevo compañero»: hizo amistad, allí mismo, con Eulogio Florentino Sanz, que lo presentó a Carlos Rubio, y cuando así, en horas y sin obstáculos, entrábase el resuelto mozo por las puertas de la prensa y la literatura, creyendo emanciparse a lo pasado y entregarse entero y sin prejuicios a la corriente de la política y de las ideas de su época, no advertía que al salir por las monumentales puertas toledanas, ya no era libre; Toledo en la mocedad y Valladolid en la niñez, las dos ciudades históricas, le habían hecho suyo, y el jugo, de tradición, bebido en el ambiente y en las piedras de aquellos nidales del ayer heroico y en los libros de la Biblioteca de la catedral, iba a empapar las raíces de su alma y a transfundirse por las venas de su estilo.

En aquellos días de iniciación en la vida de las Letras, encontró el neófito a Quintana, «a quien vio por primera vez, dice Castillo y Soriano, en los portales de la Plaza Mayor de Madrid leyendo la Gaceta». La emoción con que Núñez de Arce evocó siempre aquel encuentro con el cantor de la Independencia y los versos que le dedicó en su coronación, dicen hasta dónde fue Quintana, al par de la Castilla histórica, el otro gran influjo que actuó en la formación poética del futuro autor de los Gritos del combate.

Progresista de la falange de Calvo Asensio, Sagasta y Carlos Rubio, fue preso en 1854 por su audacia en mantener sus opiniones en horas de tal riesgo, que pudo pagarlas con la vida, a no abrirle la revolución las puertas del Saladero. En memoria de aquella prisión guardaba el poeta un retrato al óleo sobre zinc, en cuyo reverso escribió: «Este es mi retrato a los diez y nueve años de edad. Pintado en 1854 por Fernando Garrido, estando los dos presos por revolucionarios. -Gaspar Núñez de Arce.»

De 1854 a 1857 ensayaba el joven luchador sus fuerzas en la política, en el periodismo y en varios géneros literarios; él mismo nos habla (en sus Notas a los «Gritos del combate») de sus Cuentos de la otra vida, diálogos humorísticos, escritos «desde 1854 hasta 1857, con esa irreverencia escéptica y poco reflexiva de la juventud»; de su asistencia a las reuniones literarias de Gregorio Cruzada Villaamil, y de su repudio de la Musa sarcástica, que seguramente no era la suya. Como corresponsal de La Iberia asistió a la inauguración del canal del Ebro, suceso sensacional en aquellos días, cuya información, tan distinta de la que hoy se entiende por tal, realizó el periodista-poeta en una serie de cartas coleccionadas después con sus obras. Pero su mayor autoridad como periodista la adquirió Núñez de Arce en la campaña de África (1860-61), si bien, por interesantes y leídas que fueran sus crónicas para La Iberia, hay que reconocer que quedaron justamente eclipsadas por el incomparable Diario de un testigo de la guerra de África, transcripción respirante de aquella inmortal campaña que pervive incorporada a nuestra historia. Y si en la guerra de África nació Alarcón a la celebridad, también en ella se decidió el doble porvenir del poeta y del político que integraban a Núñez de Arce, que en aquellos grandes días sintió, sin duda, la herida del dardo espiritual de la vocación. Cuando, a caballo, entre el estado mayor de O'Donnell, presenciaba la batalla de los Castillejos, agrandaríase en su alma la visión de la patria y despertaríase el anhelo de combatir también por ella con el rayo de la palabra y con la espada flamígera del verso; y desde entonces quedó resonando al fondo de su poesía el trueno asordador y sublime de la epopeya. El entusiasmo que le inspiró el estoico valor de O'Donnell en los Castillejos, decidió de su vida política. La víspera de la batalla de Wad-Ras renunció a su cargo de cronista de La Iberia, por disentimiento con la redacción de aquel periódico, y aquel disentimiento ocasionó su ruptura con los progresistas y su ingreso en el partido de O'Donnell (la Unión liberal), al cual perteneció hasta disolverse aquella concordia política.

Al volver de África, el 8 de Febrero de 1861, celebró el poeta sus bodas con doña Isidora Franco, la ejemplar y tierna compañera de su vida. Gobernador de Logroño y diputado por Valladolid en 1865, por haber firmado la protesta contra el Gabinete Narváez fue desterrado a Cáceres, donde le hospedó cariñosamente su amigo el poeta Hurtado; quizá de entonces datan los dramas que ambos escribieron de consuno.

Libre de su destierro, volvió Núñez de Arce a Madrid, mas para atender a su quebrantada salud trasladóse con su esposa a Barcelona, donde, retirado en la paz de San Gervasio de Cassolas (lugar no incorporado aún a la gran metrópoli), escribió su célebre epístola La duda, firmada el 20 de Abril de 1868, y en San Gervasio le halló la Revolución de Septiembre, por la cual ardorosamente combatía, sin cuidarse del mal estado de su salud y arrostrando riesgos mortales. Sucesivamente fue por aquellos días individuo de la Junta revolucionaria de Barcelona, secretario de la misma y gobernador de aquella provincia (desde el 30 de Septiembre hasta el 16 de Octubre).

Llamóle a Madrid el Gobierno provisional y le encargó redactar el Manifiesto a la nación que apareció en la Gaceta del 26 de aquel mes. Desde entonces puede decirse que fue Núñez de Arce la palabra académica de la Revolución, primero, y después del liberalismo fusionista o sagastino, pues con verdad observa G. de Baquero que se erigió en una especie de corrector de estilo de su partido y que de su pluma salieron los documentos más importantes de aquel período: «el Manifiesto en que se declaraban monárquicos los ministros del Gobierno provisional de 1868, la fórmula en que los constitucionales reconocen la legitimidad de don Alfonso XII, el Mensaje del primer Senado de la Regencia.» Dondequiera que estaba Núñez de Arce: en la Academia Española, que le hizo su censor; en las Cámaras, que le confiaban la redacción de los documentos más difíciles de formular; en el Ateneo, en las tertulias literarias, hasta en las visitas ejercía como por derecho propio la dictadura de la lengua, y aquel dominio del habla y vivo celo por su integridad y limpieza eran cualidades características del último de los grandes líricos castellanos.

Disuelta en 1871 la Unión liberal, afilióse Núñez de Arce al partido constitucional que tenía por jefe a Sagasta, y a este partido perteneció hasta su muerte. Obtuvo sucesivamente cargos y honores literarios y políticos; consejero de Estado (1871-74), secretario general de la presidencia (1872), académico de la Española (21 de Mayo de 1876), ministro de Ultramar (del 9 de Enero al 13 de Octubre de 1883), y, por último, gobernador del Banco Hipotecario por Decreto del 30 de Octubre de 1897; y se honraba con las grandes cruces de Carlos III, de Alfonso XII y de la corona de Italia y la medalla de África. Político, orador, académico, periodista, financiero y administrativo, en todo mostró acrisolada probidad, viril entereza y felicísimas facultades, pero por ninguna de esas personalidades hubiera perpetuado su nombre, porque su verdadera y gran personalidad era la del poeta, aunque en él el poeta y el político constituyesen dualismo indivisible.

Poeta político o civil y tribunicio fue Núñez de Arce, como lo definió con fallo inapelable Menéndez y Pelayo, y no cabe dudar que su más claro precedente poético fue Quintana, que su Musa fue la indignación, y el libro que le abrió la inmortalidad los Gritos del combate. Pero ni todo Núñez de Arce fue Quintana, ni toda su obra fue engendrada en indignación, ni Menéndez y Pelayo, que escribía el prólogo al Haz de leña, se propuso analizar íntegramente la obra poética de Núñez de Arce, aunque con su mirada aquilina la abarcara y juzgara entera, ni tiene la historia literaria derecho a dar por muerto al hombre y por no existente su producción desde 1883 en que la juzgó Menéndez y Pelayo. Todo lo cual significa que el estudio íntegro de Núñez de Arce había de abarcar conjuntamente al hombre y su producción entera, y completar la crítica inconmovible de Menéndez y Pelayo con felices y justas observaciones de otros ilustres escritores. Con este criterio intentaremos una breve suma del hombre y su producción y una síntesis crítica de ésta.

La obra de Núñez de Arce que refleja entero al hombre. es esencialmente lírica, pues aunque produjese algunas obras dramáticas entre las que sobresale El haz de leña, era un lírico que escribió dramas, no un hombre de teatro, pues carecía de las esenciales virtudes del dramaturgo: la desinteresada objetividad y la potencia psicológica creadora de caracteres. Era demasiado subjetivo para crear criaturas con vida independiente y propia. Ya lo dijo Juan Valera: «Su inicial inspiración es subjetiva casi siempre. Lo que escribe es conversación interior y examen de conciencia antes de ser discurso, cuya sinceridad está patente...» Esta sincera y vehemente afirmación de su verdad interior absuelve al poeta de toda inconsecuencia y anima su obra con vida inmarchitable. Sus versos eran nítida proyección de su sentir, sentir variable como lo son los afectos y aun las opiniones humanas, pero nunca afectado ni artificioso. Su producción iba naciendo de sus estados de alma y su alma estaba en contacto con el alma de sus tiempos.

Como dramaturgo ya lo juzgó magistralmente Menéndez y Pelayo, cuando al prologar El haz de leña realizó la crítica de toda la obra poética del autor. Y aunque el egregio prologuista empieza por afirmar que Núñez de Arce era autor dramático, formula inmediatamente esta pregunta, que virtualmente destruye aquella afirmación. Después de elogiar en Núñez de Arce lo externo, la austera sobriedad del lenguaje, se pregunta Menéndez y Pelayo si el poeta lírico «¿habrá conseguido, en lo más íntimo y fundamental, despojarse de su propia naturaleza y vida exterior, hasta el punto de dar el ser a verdaderas criaturas humanas, que cada cual de por sí sean distintas del poeta?» La pregunta entraña ya la más resuelta negación; ¿quién formularía tal pregunta ante las criaturas vivas de Shakespeare o de Tirso? Remite Menéndez y Pelayo a la posteridad el fallo, casi imposible de dictar para el prologuista de El haz de leña, limitándose a afirmar que Núñez de Arce había hecho «un drama tan bueno como cualquiera otro del teatro español moderno», y, como en descargo de su conciencia, añade en el párrafo inmediato: «Pero se puede producir excepcionalmente (subrayo el significativo adverbio) un drama bueno y hasta óptimo, sin tener, a pesar de eso, verdadera genialidad dramática.» Y este es el caso de Núñez de Arce; El haz de leña es ese drama excepcional en su teatro, compuesto de obras en colaboración con su teatro, compuesto de obras en colaboración con Hurtado (El laurel de la Zubia, Herir en la sombra, La jota aragonesa), donde es imposible estimar la parte que puso cada cual de los autores, y de obras originales del género ético o moralizador, creado por Ruiz de Alarcón y continuado por Ayala y Tamayo (Deudas de la honra, Justicia providencial, Quien debe paga), que no descuellan por su originalidad, y donde la intención moralizadora malogra desde su raíz la verdadera concepción dramática. De todo el teatro del autor subsistirá, pues, El haz de leña, drama bien construido (aunque todo él se funde en la venganza, inverosímil de puro premeditada y monstruosa, del hijo de un don Carlos de Sessa, quemado en Valladolid, contra el hijo de Felipe II), bien dialogado, respetuoso con la verdad histórica en el carácter de Felipe II (de cuyo falseamiento se engendró nuestra leyenda negra), feliz en la creación de la figura del príncipe don Carlos, superior en verdad humana e histórica al don Carlos, de Schiller; de intenso dramatismo en las situaciones, de briosa y bella versificación, pero... sin una psicología entera, sin una criatura que viva con individualidad propia, sin uno de esos rasgos en que se cifra un carácter, sin ese soplo de vida humana que el verdadero dramaturgo infunde en su obra. En suma, que Núñez de Arce era, ante todo y sobre todo, lírico. No un lírico solitario de los que viven de su propia alma y como si no hubiera mundo en torno a ellos, como Becquer; ni un lírico cerebral y filosófico, como Campoamor, que con amable dilettantismo, entre escéptico y resignado, extrae sus mieles poéticas del fondo de las amarguras y desesperanzas de la vida. No, entre Campoamor y Núñez de Arce no hay comparación ni aun contraposición posible; de ellos puede decirse lo que Menéndez y Pelayo dijo de Cervantes y de Mateo Alemán, que no parecían ni prójimos. Núñez de Arce era física, moral y estéticamente todo lo que no era Campoamor. Núñez de Arce no sabía de sutilezas ni de paradojas, era incapaz de aquellas quintaesenciadas amalgamas que tan certeramente señaló Valera en Campoamor: «Su amable y prudente escepticismo..., su pesimismo dulce y somero, bajo cuyo velo de melancolía se traslucen la apacible sonrisa del poeta, su contento de vivir, su satisfacción y su alegría; los hábiles discreteos con que acierta a concertar a Platón y a Epicuro, lo sensual y lo espiritual, lo erótico y lo casi místico, y el ligero tinte o barniz de filosofía en que lo envuelva todo...» Austero castellano, tan castizo en el habla como en el sentir, Núñez de Arce era un espíritu valiente, recto, batallador y límpido como espada de Toledo, y antes que doblegarse, se partía.

No discutiremos con el maestro si Núñez de Arce desciende o no, como poeta, de la escuela salmantina; lo indubitable es que desciende del casticismo castellano, y que tuvo desde la niñez por modelo y por ídolo a Quintana, cuyo Panteón de El Escorial fue visible precedente del Miserere, de Núñez de Arce. Comparando a entrambos líricos, observa muy felizmente la condesa de Pardo Bazán: «Entre dos poetas tan afines, se interpone todo un mundo: el romanticismo. De origen romántico es la inquietud religiosa, el lamento por la pérdida de las creencias:

… ¿Por qué he nacido
en esta edad sin fe? Yo soy un ave
que llegó sola y sin amor al nido…

Esto no lo hubiera escrito nunca Quintana. Tampoco hubiera escrito Quintana El idilio. De la poesía de Quintana están ausentes Dios, el Amor y la Naturaleza; de la de Núñez de Arce, no. Quintana vivió como si Cristo no hubiera nacido; Núñez de Arce, no; aun dudando, le busca, le anhela, le necesita, y su duda es nostalgia de fe, sed de Dios. El pétreo y monolítico Quintana no tuvo don de lágrimas; Núñez de Arce, sí; por el fondo de su poesía corre una vena de llanto viril y represado cuanto sincero. Y es que en Núñez de Arce no había sólo el poeta civil y tribunicio; había otro poeta de emoción y de inquietud, el poeta del Idilio, el poeta de la Duda, el poeta de los tercetos de Raimundo Lulio, donde se siente arder el ascua de la pasión, y sin conocer a este poeta no se puede juzgar al poeta civil y tribunicio, en quien la propia indignación era fermento de lágrimas. Acaso la manía del filosofismo y la obsesión de la austeridad comprimieron en Núñez de Arce al poeta de emoción, al no confesado místico que en él había; ello es que el que en el Prefacio a los Gritos del combate afirmó que en su alma faltaba la cuerda de la esperanza, al acercarse a la muerte, en su poema Sursum corda!, rechazó valientemente la duda y la desesperanza

¡No más indecisión! La excelsa lumbre
de la verdad indícame el camino.
¡Lejos de mi la torpe incertidumbre!

Y en carta a J. Pérez de Guzmán, que éste incluyó en su artículo Conciencia religiosa de Núñez de Arce, en el número que La Ilustración Española y Americana dedicó a la muerte del poeta (15 de Junio de 1903), declara terminantemente Núñez de Arce: «La naturaleza profundamente mística de mi espíritu...» Esto era Núñez de Arce, un poeta de espíritu profundamente místico, que con verdad dijo de sí mismo:

Dióme su austeridad la honrada tierra
Donde nací…

Honrado, austero, místico a lo hondo del alma, es decir, castellano hasta la medula, criado a los pechos de la tradición en Valladolid y en Toledo, lanzado en Madrid al torbellino del periodismo y de la política de motín y barricadas, asido a lo pasado por sus entrañas de hombre y de poeta, atraído al porvenir por sus curiosidades de pensador y por su credo político, a fuer de hombre moderno y de liberal de la vanguardia, creyóse en el deber de dudar, dudó acaso, de lo humano y de lo divino, pero su duda no era la atracción del suicida hacia el abismo, sino el trágico espasmo del creyente ante el vacío de la fe, y constituía para él una obsesión que le hacía insistir una y otra vez en aquel tema. Aquella fluctuación espiritual quita energía a sus versos inspirados en la duda (aunque en ellos abunden las bellezas de forma), porque, como dijo Menéndez y Pelayo, «toda poesía requiere afirmaciones o negaciones rotundas»; por eso, más entero que en sus poesías filosóficas está Núñez de Arce en las patrióticas o tribunicias, de carácter social o político, en las que conmina o amenaza, apostrofa o maldice, con acentos de enviado y con iras de profeta. Aquellos versos, nacidos entre el jadeo de la lucha y el vaho de la sangre, ante el desplome

De esta España moral que se derrumba

en que su voz truena magnífica sobre el tumulto y lo reta de frente y lo maldice, son lo más vivo y lo más eterno de la obra del poeta.

Calmada la tormenta revolucionaria, produjo Núñez de Arce páginas de inmarchitable hermosura, consagradas por el éxito sin precedentes en España y por la sanción de la crítica mundial; los poemas destinados a la lectura pública, de los cuales los más aplaudidos y famosos fueron los fechados de 1878 y 1880 [excepto Hernán «el Lobo» (1881), poema inconcluso y va de transición a la decadencia]; La última lamentación de lord Byron (1878), El Idilio y la Elegía a la muerte de Herculano (1878), La selva obscura (1879), El vértigo (1879), y La visión de fray Martín (1880). Todos ellos quedaron doblemente consagrados por la aclamación del público y por la crítica de Menéndez y Pelavo (1883). Posteriormente a esta crítica, escribió Núñez de Arce: La pesca (1884), Maruja (1886), Luzbel (inconcluso), Poemas cortos (1895), y Sursum corda (1900). De entre estas obras de decadencia descuella el primer canto de Luzbel, última llamarada del genio del gran lírico, y merece el elogio que le dedicó el padre Blanco García el poema La pesca, por su viviente realismo, alta emoción y versificación musical y admirable.

Un aspecto interesante de la producción de Núñez de Arce, un género casi personal suyo, fueron los poemas destinados a la declamación dramática. De ellos entendía Menéndez y Pelayo que el propósito efectista y teatral trascendía a la creación y la perjudicaba: «...podrá escribirse, decía, como fruto de tales lecturas El vértigo; no se escribirá jamás Tristezas». Claro es que El vértigo y Tristezas señalan los dos extremos opuestos en la producción del autor, como que Tristezas es la proyección lírica de un estado de alma del poeta, y El vértigo una leyenda dramática; pero Menéndez y Pelayo no compara aquí géneros, sino méritos, y exalta al Núñez de Arce de Tristezas sobre el Núñez de Arce de El vértigo; lo cual confirma, una vez más la superioridad del lírico sobre el dramático. Innegable es también que aquellos poemas declamados y hasta teatralizados, como aconteció con El vértigo (presentado en el Teatro Español con decoraciones, con trajes y personajes mudos), constituían un género híbrido. Pero ha de reconocerse que si aquellos poemas se impusieron triunfalmente por la aclamación unánime del público, no lograron tal gloria sin merecimientos. No hay que sacrificar la teoría estética a la realidad para explicarse el éxito excepcional de aquellas lecturas; dióse entonces en España un estado de opinión favorable a la Poesía, no tanto por estímulo oficial (y lo hubo) como por predilección de las gentes; y halló esta predilección su poeta en Núñez de Arce, y halló Núñez de Arce un intérprete insuperable en Rafael Calvo, que poseyó el secreto de prestar con su voz cálida, vibrante, dominadora, alientos como de segunda creación a los versos que declamaba. Núñez de Arce, que del teatro sentía el ambiente y el dramatismo (sin poseer el don de crear caracteres), puso en aquellos poemas su sentimiento dramático, y con el raudal magnífico de su lírica, la solemne y constante perfección de la forma (quizá en ningún lírico nuestro más constante), y al juntarse la vibración afectiva y el torrente musical en la voz embrujadora de Calvo, el público se sintió arrebatar por una fascinación incontrastable, y el poeta logró el triunfo más resonante de nuestra literatura contemporánea. Y esta era la segunda vez que el alma de Núñez de Arce se fundía con el alma colectiva. La fusión del autor de los Gritos del combate con el alma nacional vivirá confundida a nuestra historia; pero esta otra fusión estética no fue menos real ni será menos duradera, y ambas prueban hasta dónde supo el glorioso lírico hacerse una carne y un alma con la España de sus días. Y cuando un poeta logra unimismarse así con su patria (siquiera por una hora), aunque ese poeta hubiese muerto, y aunque murieran con él las formas de su arte, ¡ese poeta vivirá! Podrán cambiar los moldes en que la Poesía vierta su divina esencia, pero las estrofas que Núñez de Arce esculpió con helénica perfección vivirán con la radiante juventud de los mármoles clásicos. Los tercetos de La selva obscura que, como dijo Menéndez y Pelayo, «saben a Dante todavía más que los de Raimundo Lulio», las soberanas octavas de la Lamentación de lord Byron, que a pesar de la monotonía rítmica que en ellas nota Menéndez y Pelayo (la de considerar los cuatro primeros versos de cada octava como entidad aparte), casi no tienen par en nuestra lengua; las apacibles rimas del Idilio amasadas con la intimidad y con el léxico de los labradores de Castilla, la triunfal introducción «del más noble y difícil de los metros» (como el maestro dijo), el majestuoso verso libre en La visión de fray Martín, son méritos suficientes a explicar el triunfo de estos poemas ante el público y su eternidad estética.

A juicio de Menéndez y Pelayo, Núñez de Arce ganó como versificador en estos poemas respecto a los Gritos del combate, aunque en esta colección se contienen el poema de Raimundo Lulio, que marca el apogeo del autor, las magníficas décimas del Miserere, y las inmortales estrofas a Ríos Rosas; como poeta nada podía ganar el autor de los Gritos del combate, que en los áureos tercetos de Raimundo Lulio, aunque no alcanzara el dominio del símbolo, hizo hervir la lava de la pasión, y en las elegiacas Tristezas exhaló el desgarrado lamento de un alma por la pérdida de la fe, y en los candentes versos patrióticos fundió entera su personalidad con una hora trágica de nuestra historia. Los poemas [hablamos siempre de los seis poemas del apogeo (1878-1880)] son obra más técnica, reflexiva y voluntaria a cuya génesis trascendió adversamente el cálculo, el propósito del autor en mostrar su dominio de más diversos géneros, eligiendo a veces con poco acierto los asuntos; así, como advirtió Menéndez Pelayo, se equivocó el poeta al preferir «en vez de volar con alas propias, rehacer, digámoslo así, la inspiración ajena y añadir un canto al Alighieri y otro canto a lord Byron», cuando en realidad Núñez de Arce distaba tanto psicológica y estéticamente de Alighieri como de Byron; tampoco acertó en querer cultivar la poesía feudal (El vértigo y Hernán «el Lobo») que, como advirtió el maestro, desdecía de la «índole enteramente moderna de la poesía de Núñez de Arce»; y es también cierto que algo perdió de su virgínea y recatada intimidad la inspiración lírica al acicalarse para salir al teatro y pedir al efectismo declamatorio la explosión nerviosa del aplauso. Pero reconocidos estos ineludibles reparos de Menéndez y Pelayo, es lo cierto que por esas dos mitades de su obra grande, los Gritos del combate y los seis poemas del apogeo, vivirá con doble y perenne gloria Núñez de Arce.

Claras demostraciones de la inmensa popularidad y mundial renombre alcanzados por el poeta, fueron la extraordinaria difusión de sus obras por España y la América española, el enorme número de ediciones logrado singularmente por los seis poemas y por los Gritos del combate, la traducción de estas obras a casi todas las lenguas vivas y los dos grandes homenajes verdaderamente nacionales que España tributó al célebre lírico, el primero el 6 de Enero de 1894, y el segundo a su muerte. De ambas manifestaciones de la admiración patria contiene circunstanciadas noticias el libro de Castillo y Soriano. El grandioso homenaje ofrecido al poeta el 6 de Enero (día de su santo) de 1894, constó de dos actos solemnes: un banquete en el Hotel Inglés, donde compartieron la presidencia con Núñez de Arce, Echegaray, Pérez Galdós y el poeta uruguayo Zorrilla San Martín, y una recepción en casa del poeta ante el cual desfilaron, durante tres horas, corporaciones y representaciones de sociedades españolas y extranjeras. Entre las entidades adheridas a este homenaje, figuraban los Ayuntamientos de Madrid, Valladolid y Toledo, que acordaron, respectivamente, dar el nombre de Núñez de Arce a las calles de la Gorguera, en Madrid; de la Cárcaba (donde nació Núñez de Arce), en Valladolid; y del Correo (donde pasó su niñez), en Toledo. Del duelo nacional a la muerte del autor de los Gritos del combate, además del libro de Castillo y Soriano, contiene extensas informaciones toda la prensa de aquellos días, y singularmente el número extraordinario que la Ilustración Española y Americana dedicó al triste acontecimiento. Murió Núñez de Arce en Madrid el 9 de Junio de 1903, en su casa de la calle de la Cruzada, núm. 4, a causa de un cáncer en el estómago, terrible final de la dolencia que fue tormento de su vida y dura prueba de su firme voluntad y de su actividad heroica. El amplio salón de su biblioteca fue convertido en capilla ardiente, donde sobre los negros paños que vestían suelo y muros, destacábanse velados por crespones el grupo escultórico de La visión de fray Martín y la estatua de Maruja. El entierro fue una verdadera manifestación de duelo nacional, y el cadáver del poeta recibió sepultura en el Panteón de hombres ilustres del siglo XIX, en el sarcófago núm. 4, a la izquierda del que guarda los restos del pintor Rosales. El Senado y el Congreso dedicaron solemnes sesiones a la memoria del poeta, cuya Musa fue el sagrado amor de patria, y que, como dijo en el Senado el señor Avilés, «...con sus versos varoniles, que atravesaron el Océano, llevó a aquellas regiones hermanas nuestras en su testamento literario, en su Sursum corda!, el consolador optimismo del nuevo florecimiento de nuestra raza», señalándonos como con profética inspiración el rumbo de nuestro porvenir. Los versos de Núñez de Arce avivaron en América el amor de raza a esta gran madre de naciones: sus poemas fueron innúmeras veces editados entre los pueblos de nuestra habla. El insigne crítico y poeta colombiano Miguel A. Caro prologó en Bogotá los Poemas de Núñez de Arce; Zorrilla San Martín concurrió al homenaje de 1894, y Rubén Darío, iniciador de una era poética entre las gentes de nuestra lengua, dijo de Núñez de Arce y de su Duda estas palabras, que merecen ser el epitafio estético de nuestro gran poeta castellano, y asegurarle juntamente con la inmortalidad de su obra, el culto de las generaciones nuevas: «Mas es de ver cómo en la copia de cantos que forman el caudal poético suyo, no existe ningún negror de pesimismo. Hay queja, desesperación delante del misterio, desconfianza en lo ideal. Pero no le ha dado jamás con su verso ninguna puñalada a la esperanza. Llega a lo gris, jamás a lo negro. Tiembla delante de la terrible Isis; clama ante los ojos implacables de la pálida y solitaria Esfinge. Pero siempre Dios resurge; siempre la esplendorosa majestad de lo supremo ilumina esa lira que, a veces, va en sus magnas escenas de Edad Media, o en sus severos claroscuros claustrales, suena con sonidos de órgano, con ecos de anchas y sagradas naves de Basílica...»