Filosofía en español 
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Suicidio

La cuestión del suicidio ha ocupado a una gran porción de plumas elocuentes. Desde Platón, Séneca y Marco Aurelio, hasta el autor de Las cartas de Saint-Preux, una multitud de ingenios filosóficos, sin hablar del profesor sueco Robeck, han tomado sucesivamente como texto de examen este motivo inagotable de controversias. Después de todo lo que se ha hablado en pro y en contra en las interminables disertaciones a que ha dado lugar el suicidio, ¿no es ya evidente que esta es una cuestión de foro interno? ¿y que el sentimiento íntimo es el que tiene en esta ocasión más que hacer que la lógica y la opinión de los doctores? «La dicha, dice Mad. de Staël, consiste en que nuestro destino esté en relación con nuestras facultades... El poder del amor, la actividad del pensamiento, y el valor que se da a la opinión, hacen de tal o cual género de vida una existencia plácida para unos e insoportable para otros. La inflexible ley del deber es la misma para todos; pero las fuerzas morales son puramente individuales. Me parece, pues, que no se debe disputar acerca de lo que cada uno experimenta.» En estos discretos límites encierra la autora de Corina las reflexiones a que da motivo por su parte la cuestión del suicidio. No puede dejarse de aplaudir las nobles palabras con que la célebre escritora abre la discusión sobre un asunto tan interesante. Tan lejos de una debilidad propia para acrecer la relajación moral, como de la sequedad dogmática con que tratan algunos semejantes cuestiones, los esfuerzos de aquella ilustre mujer tienen por objeto elevar al hombre a pensamientos sublimes y a hacer que se penetre y convenza de su propia dignidad. «No debemos odiar, exclama, a los que son tan desgraciados que detestan su vida, ni debemos alabar a los que sucumben bajo un enorme peso, pues si ellos pudiesen caminar llevándolo, sería mayor su fuerza moral»... Y en una nota dice: «Yo he alabado el acto del suicidio en mi obra sobre el Influjo de las pasiones, y me he arrepentido mucho de aquellas inconsideradas palabras.» Declaración notable que reduce la cuestión a sus verdaderos términos, y que da a conocer al mismo tiempo cuánto hay de concienzudo en el examen a que se entrega la autora sobre el asunto de que tratamos.

Mad. de Staël, separándose del camino trillado, no trata de averiguar si el suicidio constituye un uso culpable o legítimo de la libertad humana. La autora, en unos documentos sublimes, sondeando las llagas de la humanidad, sigue con interés la acción del dolor en el alma del hombre, y se la ve únicamente preocupada con el cuidado de elevar esta alma a la contemplación de la belleza moral. Nobles y patéticos pensamientos en que no tiene parte el pedantismo retórico, y que por lo mismo penetran más nuestros corazones de la religión del deber. No quiero decir que tales discursos deben influir notablemente sobre una determinación violenta; pero si los preceptos de la filosofía son impotentes bajo ciertos aspectos, la enseñanza del sabio tiene de bueno el determinar claramente hasta donde se extiende el imperio de las ideas y lleva más lejos los límites del saber humano. De todos los modos de considerar este asunto, no hay uno más saludable y más acomodado a los intereses de la sociedad que el de la disertación a que aludimos. Mientras que los entendimientos demasiado absolutos lanzan el anatema sobre la frente de los desgraciados a quienes el tedio de su exigencia ha hecho zozobrar antes de tiempo, y mientras que otros conceden imprudentemente la palma de los héroes al suicida, la mujer superior cuyo pensamiento analizamos, se duele tanto de la sociedad como de aquel de sus miembros que se separa de ella violentamente, y sus palabras no son ni un estímulo temerario, lo que sería indudablemente una profanación, ni un anatema inicuo y desgarrador. Tal es la misión de la filosofía: si no le es posible hacerlo todo, le está prescrito el caminar sin descanso por la senda de las mejoras, fecundar la tierra y hacer germinar en su superficie todos los bienes que es capaz de producir.

Recorriendo las páginas que Mad. de Staël consagra al examen de una tesis tan delicada y tan discutida, se convence uno de que pocos talentos eran tan aptos como aquella organización superior para dar a este asunto el encanto del sentimiento filosófico.

Dejando aparte los términos demasiado absolutos de una cuestión que no se verá bajo su verdadero aspecto siempre que se haga abstracción de las circunstancias, la autora registra cuidadosamente los diversos accidentes y fases de la vida social; pone al descubierto cada móvil y le hace un escrupuloso interrogatorio. ¡Con qué amor del bien lo pesa todo! ¡cómo se exalta aquella alma superior! ¡de qué modo llama en su ayuda a todo lo que hay más patético en las obras del genio y en la naturaleza! ¡con qué solicitud procura fortificarse con el socorro de todos para combatir ventajosamente contra los funestos arrebatos del amor propio y para librar en algún modo la humanidad de la humanidad misma! Es el genio del bien desempeñando su más noble misión, sin más interés que el amor de lo grande y de lo bello.

Tan pronto, examinando la extensión y el espíritu de las leyes del cristianismo, dirige sobre Job, aquel varón de dolores, una mirada sublime, y exclama con él: ¡Y qué! ¿no aceptaría yo los males de la misma mano de quien he recibido los bienes? Tan pronto haciendo consistir en el deber la dignidad humana, esto es, en el sacrificio de sí propio en favor de los demás, dice con Shakespeare: Que nuestras acciones sean valerosas y nobles, siguiendo el sublime ejemplo de los romanos, y que la muerte se enorgullezca al apoderarse de nosotros. Por todas partes es un pensamiento de humanidad, sabiduría, y tolerancia el que guía a su elocuente pluma; deidad misericordiosa, se muestra solamente cuidadosa de detener en la fatal pendiente al hombre expuesto al desencanto.

Examinando los diferentes medios de combatir con ventaja ese hastío de la vida que conduce al suicidio, Mad. de Staël observa con razón que una desgracia libre de todo movimiento de orgullo es la sola que naturalmente puede motivar este acto de desesperación. «Yo creo, añade, que puede uno atreverse a declarar que un trabajo fuerte y continuado ha curado a la mayor parte de los que se han entregado a él, y es porque hay un porvenir en toda ocupación, y lo que el hombre necesita siempre es un porvenir. Las facultades nos devoran como el buitre de Prometeo, cuando no pueden ejercer su acción fuera de nosotros, o que el trabajo ejercite y dirija dichas facultades... Una mujer de talento ha dicho que el hastío se mezclaba en todas nuestras penas, reflexión que está llena de profundidad. El hastío verdadero, el de las inteligencias activas, es la falta de interés hacia lo que nos rodea, combinada con las facultades que hacen necesario este interés; está la sed en la imposibilidad de apagarse. Tántalo es la verdadera imagen del alma en tal estado.»

Todo esto es una verdad del mayor interés. Por rareza se ven las afecciones humanas analizadas con una ojeada tan fina. Debemos convenir en que el fastidio es en los espíritus activos la fuente del hondo desencanto que conduce a las resoluciones desesperadas. Así es, pues, que con mucha razón indica madama de Staël el trabajo como el mejor alimento que puede darse a la actividad moral. El hombre necesita una ocupación, un objeto, si no queda sin acción posible y reducido a una desesperante actividad. La autora de las reflexiones que acaban de leerse, comprendió tan perfectamente todo lo que tiene de imperioso esta ley de la naturaleza, que a falta de otros asuntos procura dirigir aquellas facultades hacia la contemplación de las cosas externas.

«El hombre social, añade, da demasiada importancia al tejido de circunstancias de que se compone su historia personal. La existencia es en sí una cosa maravillosa; los enfermos por lo regular no hacen más que invocarla; los salvajes se creen dichosos solamente con vivir; los presos se representan el aire libre como el supremo bien; los ciegos darían gustosos todo cuanto tienen por ver aun otra vez los objetos exteriores... Los consuelos de la filosofía no tienen tanto imperio como los placeres producidos por el espectáculo del cielo y de la tierra. Así es que entre los diversos medios que concurren a hacernos dichosos, de ninguno debemos cuidar con más esmero, que de la facultad de la contemplación... La clemencia de Dios, el reposo de la muerte, cierta belleza del universo que no se hizo para escarnecer al hombre, sino para anunciarle días más felices, y algunas grandes ideas que siempre son las mismas, vienen a ser como los acordes de la creación, y nos dan la calma cuando nos acostumbramos a comprenderlos. A estas mismas fuentes vienen el héroe y el poeta a beber sus inspiraciones: ¿por qué, pues, algunas gotas de la copa que los eleva por encima de la humanidad no habían de ser saludables para todos?»

Se comprende este admirable lenguaje, este llamamiento hacia los encantos de la contemplación, hecho al hombre que no halla en sí sino el vacío y una apatía dolorosa. El que lea estos renglones sentirá que su alma se abre al interés que escita siempre en nosotros el espectáculo de las grandes ideas desde que nos hallamos con ellas frente a frente. Pero es sabido que el abatimiento procede de causas de distinta naturaleza, y que lo que bastaría para apartar de sus negras ideas al hombre atormentado por el vacío, no tiene efecto sobre aquel a quien oprimen el deshonor o una desgracia irreparable. El llamamiento hecho en tales instantes hacia el encanto de las grandes cosas, supone, para que pueda ser oído, toda la calma de la razón, y aquel a quien arrastra una determinación violenta y desbordada cede a todo el arrebato de la personalidad. Todo esto, por lo tanto, se dirige a todos menos a aquellos para los cuales parece que se escribía. Lo mismo puede decirse de las reflexiones por cuyo medio, apreciando el lado ventajoso de las penas morales, representa Mad. de Staël que las mayores cualidades del alma se desarrollan por el dolor, y que salimos mejores de la prueba de la adversidad. Si es cierto que la existencia humana bien concebida no es más que la abdicación de la personalidad para entrar en el orden universal, esta verdad no tiene acción posible sobre los espíritus enfermos que parecidos a los niños, y sirviéndonos de las expresiones de la autora, no comprenden sino a sí propios. El día en que el alma que sufre se abre a las fatales inspiraciones del suicidio, la personalidad se retrae sobre sí misma; el hombre ha hecho insensiblemente abstracción del gran todo que le rodea; se hace sordo a todo y no oye más que una voz que es la de su pesar interno. Por el contrario, el espíritu que puede filosóficamente volver sobre sí, aunque se vea arrebatado por una fatal preocupación o que esta haya germinado insensiblemente en su alma, y aunque se haya apoderado a su gusto de ella, y de modo que determine con presteza una terrible explosión, dicho espíritu tranquilo en el dolor y grande en el seno de la adversidad, como lo apareció Juana Gray hasta sus últimos momentos, habrá visto como la noble víctima de Enrique VIII el recurso del suicidio y lo habrá rechazado sin esfuerzo.

Considerada la cuestión del suicidio bajo el punto de vista especulativo, está reducida a términos muy claros por el autor de la Eloísa. «Buscar el bien y evitar el mal sin ofender a otro, dice Saint-Preux, es un derecho natural; cuando nuestra vida es un mal para nosotros y no es un bien para nadie, debe ser, pues, lícito el privarse de ella.» Este modo de considerar el acto más deplorable de la libertad humana se presta a la crítica, y el contradictor de Saint-Preux le combate en términos elocuentes: «Tu muerte no causa daño a nadie, exclama milord Eduardo, lo entiendo: morir a nuestra costa no te importa nada... Hablas de los deberes del magistrado y del padre de familia, ¿y por qué no te se han impuesto te crees libre de ellos enteramente? Y la sociedad a quien debes tu conservación, tus talentos y tus luces; la patria a que perteneces, los desgraciados que te necesitan, ¿nada debes a estos? ¡Las leyes! ¡las leyes! ¡oh joven! ¿el sabio las desprecia? Por respeto a ellas el inocente Sócrates no quiso salir de su prisión; y tú no titubeas en violarlas para salir injustamente de la vida; y preguntas: ¿qué daño hago?» Este elocuente apóstrofo, aunque no resuelve la dificultad, hace justicia al lenguaje de Saint-Preux. No son, en efecto, los intereses de la sociedad los que deben mirarse como satisfechos cuando se quiere justificar el suicidio: pues ¿quién es verdaderamente el que no deba nada a sus semejantes? Ninguno puede ser juez de tales hechos. Pero no queda aquí la cuestión; y el contradictor de Saint-Preux pierde visiblemente sus ventajas ante el argumento siguiente que es infinitamente más difícil de refutar. «En tanto que la vida es un bien para nosotros, la amamos con extremo, y solo el sentimiento de los grandes males, es quien puede ahogar este amor en nosotros, porque la muerte nos causa sumo horror.» Con arreglo a esto, es fácil concluir que para el que admira el amor propio como base de la existencia, el hombre está moralmente muerto desde que llega a ese grado de pesar o hastío que le hace perder el instinto de su propia conservación. En tal estado puede decirse que la existencia humana se ha ido del uno al otro polo. Falta el espacio; toca a su fin, y precisamente sucede así, porque le falta el móvil que únicamente la sostenía y que podía dirigirla hacia adelante. El día en que el instinto de conservación se ha gastado y destruido hasta este extremo, el hombre moral ha dejado de existir, ya no hay más que una aglomeración que pronto se descompondrá por el último acceso de una voluntad frenética.

Esto es lo que milord Eduardo llama, cuando el hombre físico sufre solo y lucha en vano contra dolores incurables, tener sus facultades embargadas por el dolor. Para este único caso concede que pueda recurrirse al suicidio y rehúsa esta solución a las penas del alma mil veces más insufribles que el dolor físico por lo mismo que es indefinible su naturaleza, que se exageran al referirlas y que nos aturden; cosas todas que quitan su influencia a la razón y que determinan un cruel desenlace. En valde le grita desde lejos a Saint-Preux que todo el mal está en la mala disposición de su espíritu; y que mañana sin que hayan cambiado los acontecimientos dirá: la vida es un bien: y que por consiguiente, es preciso corregir sus afecciones desarregladas, y que el que se suicida en semejante caso se parece al hombre que quemara su casa para no tener el cuidado de arreglarla. Todo esto peca evidentemente por su base, pues este lenguaje se dirige a la razón del hombre, y supone el poder y la calma de la reflexión cuando la vivacidad del mal pone el colmo al desorden y ya no existe sino un espantoso delirante. Sola la aversión del dolor es la que domina en este caos; su identidad parece crecer con la del mal, se levanta y cuando todo está perdido pone fin a la existencia con su potente mano; ella es la que tiende sobre nosotros esos velos que Mad. de Staël llama tan elocuentemente: el luto sangriento de la dicha personal.

De este modo el suicidio como todos los remedios violentos a que el hombre condena su cuerpo con la esperanza de mejorar la condición presente, es la sanción de los grandes principios por los cuales la humanidad vive y se conserva. Al amor propio y a la aversión al dolor debemos subir para hallar la causa de un desenlace tan violento, y como lo proclama el genio filosófico que ha esclarecido tanto esta materia es egoísta el que se da la muerte. Pero todo lo que puede hacer la filosofía es procurar por medio de nobles estímulos disminuir el número de estas calamidades sociales.

Decimos que es hacer un extraño abuso del raciocinio acusar al suicida de cobarde, y podía probar lo contrario viendo cual transige el verdadero cobarde con la deshonra y los pesares para conservar su existencia. El dolor físico por rareza conduce al suicidio. Ahora bien, si la cobardía interviniese en esto como muchos aseguran, sucedería todo lo contrario. Se olvida a lo que parece el amor del bienestar y la esperanza de un cambio feliz que abandonan difícilmente al que sufre y que tienen más parte que el valor y la firmeza de alma en la aparente resignación del que queda de pie. Pero en circunstancias iguales y habiendo virtud en el corazón ¿la actitud contraria sería la de la cobardía? ¿Esto no se ha visto lo mismo en los héroes que en las almas viles? ¿Y no es evidente que la mayor parte de la humanidad se encuentra entre ambos extremos? Mad. Staël hace notar muy juiciosamente que debe distinguirse la valentía de la firmeza de alma. «Es necesario para matarse no temer la muerte, exclama; peo es carecer de firmeza no saber sufrir.» Nada más cierto. Lo que quiere decir que el suicidio es el último y más triste homenaje que puede hacerse al amor propio.

Terminaremos esto artículo con una observación aplicable a la época actual. «Todo lo que puedo asegurar, dice Voltaire, es que la locura de matarse nunca llegará a ser una enfermedad epidémica; la naturaleza lo ha prevenido demasiado bien. La esperanza y el temor son los poderosos resortes de que se sirve para detener la mano del desdichado pronto a suicidarse.» Estas palabras han sido desmentidas por desgracia. Nunca se ha visto en Francia mayor número de suicidios; y esto procede de una causa general. Si hasta hace poco el genio francés se ha inclinado más a la acción que a la reflexión, y si es cierto que esta manera de ser distrae de las penas de la vida, no puede negarse que se ha operado un cambio en el carácter nacional, revolución que determina también una mudanza en los hechos. El día en que se pierden las ilusiones se entra ya en las realidades de la vida, y esta, vista de cerca, no tiene por lo común nada de seductor. Este modo de sentir y ver las cosas tiene de malo en un pueblo entusiasta, que cuenta más que otros con cierto número de organizaciones frescas y delicadas que no pueden ponerse al unísono y experimentan todos los dolores del vacío y del aislamiento, y, sin embargo, cada uno debe vivir en los demás, pues el hombre no es más que una parte del gran todo. Pero esta ley de la humanidad no puede cumplirse por todos igualmente, el equilibrio se rompe y nuestra personalidad marchita no tiene más que concentrarse en sí misma para hundirse en el abismo.

Tal es la historia de la mayor parte de los suicidios que hemos presenciado; son muy abundantes especialmente en la juventud, muerta antes de tiempo a toda ilusión y reducida, lo que es causa de un dolor acerbo, a no poder entrar en comunicación con este mundo frío y envejecido que se agita y parece que ha dejado de vivir.

Suicidio (Higiene y medicina legal)

El suicidio, ese triple alentado contra Dios, contra la sociedad, y contra sí mismo, puede ser considerado en general como el delirio del amor propio; delirio que hace olvidar los deberes más sagrados, y hasta el sentimiento de propia conservación, para librarse de padecimientos físicos o morales, que no se tiene valor para soportar. Antes de pasar adelante nos tomaremos la libertad de indicar que la palabra suicidio no existía en lengua alguna y que fue creada en el siglo último por el abate Desfontaines. Antes no teníamos una voz que expresase el homicidio de sí mismo. La palabra latina suicidium es también de invención moderna.

De todos los actos criminales a que nos inducen las pasiones o las miserias humanas, ninguno hay que nos afecte más hondamente ni que nos inspire más profunda indignación que el suicidio, porque este acto trastorna nuestras ideas naturales, y nos manifiesta hasta qué punto de descarrío puede llegar el hombre cuando se ha hecho sordo a la voz de su razón, no menos que a la de su conciencia. Si dominando empero las primeras impresiones que hace nacer el suicidio, examinamos las varias causas que pueden producirlo, veremos que ora es un crimen que es necesario detestar, ora una enfermedad que se debiera haber curado, ora un movimiento de exaltación que incita a lástima; y tendremos que confesar que si a menudo merece nuestra reprobación, no pocas veces reclama también nuestra piedad e indulgencia.

Si el suicidio implicase siempre crimen ¿podría convenir tal denominación al género de muerte de aquellos pobres idólatras que, privados aun de las luces del cristianismo, van a ofrecerse su sacrificio para seguir la costumbre, para atenerse a ciertas preocupaciones que en ellos hablan más recio que el instinto de la conservación? ¿Podrá convenir, por ejemplo, a aquellos infelices indios que cada año se precipitan debajo del carro de su ídolo, a fin de encontrar allí una muerte que reputan gloriosa y digna de recompensa? Seguramente que en tales casos no puede haber suicidio, a lo menos en la plenitud de la acepción dada comúnmente a esa palabra, porque no obran por tedio a la vida, ni por desprecio de las leyes divinas y humanas: solo a Dios corresponde el derecho de juzgarlos.

¿Estigmatizaremos también con el dictado de suicidas a los Codros, a los Curcios, a los Winckelrieds, a los d'Asas, a los Brisones, y a tantos otros héroes como nos ofrecen los anales de la gloria? No ciertamente: su muerte fue hija del más sublime rendimiento a su patria, y es acreedora a toda nuestra admiración. No así juzgaremos la de Catón: su muerte no salvó a su país, no le salvó más que a él solo de la clemencia del César; y si la secta estoica erigió en virtud aquel acto de desesperación fue porque entonces la religión cristiana, no había venido aun a destruir los vanos sofismas del espíritu humano. Cuando apareció sobre la tierra su divina antorcha, quedó desarmada la mano del suicida, o por lo menos no pudo verse en él ya más que un ente incompleto, un desertor de la vida, un soldado que abandona el campo de batalla, antes de haber combatido denodadamente.

Algunos escritores modernos pregonaron de nuevo el homicidio de sí mismo; llegaron a decir que las Santas Escrituras justifican ese acto tan anti-religioso como anti-social; y, citando la muerte de Sansón, pusiéronla sin vacilar en el número de los suicidios. Mas al querer partir Sansón la suerte de los filisteos, sacrificóse como lo hicieron después los héroes de quien hemos hablado: estos fueron nobles mártires del patriotismo, y Sansón fue más que ellos, fue mártir de la fe de sus padres. Su muerte, la de Eleazar, la de aquella valerosa virgen (Santa Pelagia) que se arrojó de lo alto de una casa para sustraerse al infame tratamiento que le reservaban sus verdugos, la muerte, en fin, de tantas otras víctimas de las persecuciones de la idolatría no pueden considerarse como actos voluntarios producidos por el tedio de la vida, como el homicidio de sí mismo. Solo es culpable de suicido el que con menosprecio de sus deberes obra libremente con intención de destruirse, mas no el que al practicar una bella acción halla la muerte en el camino.

Los autores más juiciosos que han escrito sobre el suicidio no han vacilado en sentar que el enflaquecimiento de las creencias religiosas es la causa más inmediata de las muertes voluntarias que vemos que se multiplican cada día de una manera tan espantosa en todas las clases de la sociedad. Las mismas declaraciones de los infelices que se abandonan a tal delirio apoyarían por sí solas esa opinión, si ya no la justificase de sobra el más sencillo examen. El hombre que cree en la otra vida, el hombre que admite un Dios por testigo de sus secretos pesares, no se mata; sabe que cometería un crimen; y además las sublimes esperanzas que le animan le dan la fuerza necesaria para soportar el peso de la vida, por onerosa que le parezca. Al contrario el que en nada cree, el que tiene la razón extraviada por las pasiones o por máximas funestas, se rebela desde luego contra las primeras invasiones de la desgracia y del padecimiento. De aquí al desaliento, de aquí a la idea de atentar contra sus días, no hay más que un paso, y este paso estará pronto dado, si para ello tiene el triste valor que se necesita. «Cuando la moral pública, cuando las amenazas de la religión no oponen freno alguno a las pasiones, dice Esquirol, el suicidio debe ser necesariamente mirado como el más seguro puerto contra los dolores morales y contra los dolores físicos.»

Si, en efecto, echamos una ojeada sobre la grande escena del mundo, vemos donde quiera combatida la virtud por mil pasiones violentas que sustrayéndose al yugo impuesto por los preceptos religiosos, se entregan a los más culpables excesos, sin que nada sea parte a contenerlas en el borde del abismo que tienen abierto. Vemos en ella el mérito, la rectitud y la modestia en encarnizada lucha con la bajeza, el disimulo y el orgullo; amores frenéticos, ambiciones rivales, traiciones, venganzas y fraudes; la sed de ganancia que arrastra al jugador a su ruina, esperanzas burladas, trastornos de fortuna, penas, miserias sin consuelo, crímenes sin arrepentimiento, y el homicidio de sí mismo, en fin, como remedio de tantos males.

Los sacudimientos políticos, los gobiernos constitucionales y republicanos más favorables que el despotismo para el desarrollo de las pasiones ambiciosas; el espíritu militar que enseña a arrostrar la muerte sin espanto; los progresos de la civilización que multiplica las necesidades y las hace más imperiosas, pueden ejercer también grande influjo en la frecuencia del suicidio. Pero los libros que hacen la apología de este crimen, los teatros que diariamente lo ponen en escena, y los periódicos que nunca se descuidan de trazarnos su triste realidad, son causas mucho más directas de ese contagio. Madama Staël, en su juventud, acarició también esa malhadada inclinación; pero más tarde, al reconocer su error, confesó que la lectura del Werther de Goethe ha producido más suicidios en Alemania que todas las mujeres de aquellos países. Y efectivamente el peligroso embeleso sembrado en aquella producción literaria, despojando de casi todo su horror al homicidio de sí mismo, puede causar las más funestas impresiones en una imaginación exaltada; y conducirla al crimen que se ha acostumbrado a mirar en aquel drama, como un acto de virtud. «Así es, dice el elocuente doctor Pariset, como se introduce en las almas el mal moral; entra en ellas por medio de palabras o de imágenes, y se graba en las mismas por medio de máximas, de ejemplos y apologías. Luego lo hallareis en todas partes. Seguid la marcha del crimen; antes de comparecer ante los tribunales, pasa por los libros y los teatros, después, del seno de los tribunales millares de voces hacen penetrar sus pinturas hasta el seno de las familias, y las impresiones que llevan se mezclan, para corromperlos, con los santos hábitos de los primeros años.» Lo propio sucede con el suicidio: publicado el primer acto de esta naturaleza, luego encuentra apologistas; el primer ejemplo produce un segundo, un tercero y así sucesivamente hasta constituir una verdadera epidemia. ¡Tan grande es la tendencia del hombre a la imitación!

Señálanse también como cansas del suicidio: el onanismo, el abuso de los placeres, el exceso de las bebidas alcohólicas, la pasión del juego, la cólera, la ambición, la envidia, los celos, la ociosidad, el tedio, la soledad, la nostalgia, los disgustos domésticos, la aflicción extremada a la música, que exalta la sensibilidad; el temor, los remordimientos, la desesperación, la miseria, la deshonra, y sobre todo la disposición hereditaria. Con efecto; muchísimas observaciones prueban, por desgracia, que la propensión al suicidio puede trasmitirse, pues se han visto familias enteras atacadas de tal frenesí, y ceder a él irresistiblemente.

Háse observado igualmente que las estaciones tenían grande influjo en esa funesta disposición; pero se ha insistido quizás demasiado en el influjo del clima. Así se ha tachado de exageración la opinión de Montesquieu, quien pretende que la frecuencia del suicidio en los ingleses debe achacarse a la atmósfera en que viven. Es innegable ciertamente que un cielo nebuloso y sombrío dispone a las ideas melancólicas, precursores comunes del tedio a la vida; nótase empero que bajo el cielo de Rusia, mucho menos agradable que el de Inglaterra, los casos de suicidio son muy raros, viéndose también muy pocos entre los holandeses que viven casi en las mismas condiciones físicas que los ingleses. Este último pueblo, por otra parte, no se manifestaba en manera alguna inclinado al suicidio cuando los romanos invadieron la Gran Bretaña, al paso que este acto de delirio era entonces mucho más frecuente en Italia de lo que lo es en el día. Los climas son los mismos pero los cambios verificados en la organización social de las dos naciones han debido traer necesariamente otros mayores en sus usos, costumbres y tendencias; y aquí es donde principalmente conviene buscar la causa de las diferencias que respecto al suicidio encontramos hoy día en ellas.

Por lo que hace a las estaciones, es cierto que ejercen una acción marcada en los individuos que están cansados de la vida; la primavera y el estío son al parecer las estaciones en que se notan más enajenaciones mentales, y también más suicidios. Los señores Foderé y Douglas observaron que estos eran más frecuentes en Marsella cuando el termómetro marcaba 22° sobre cero. Cheyne cuenta que en Inglaterra el otoño y los vientos del Oeste son fecundos en suicidios; el profesor Oliander, en el Norte de Alemania, es de la misma opinión; Cabanis y Esquirol han observado igualmente que el tránsito de un estío seco a un otoño húmedo es más favorable al desarrollo de las afecciones abdominales, de las cuales depende muy a menudo el suicidio.

Todo sufrimiento físico excesivo, cuando se prolonga, puede, lo mismo que el dolor moral, inducir al que sufre al deseo de darse la muerte, así es que hay muchas dolencias que pueden producir el suicidio, si no se vigila a los enfermos. A esta clase pertenecen principalmente la lepra, el escorbuto, en ciertos países, y la pelagra en las campiñas del Milanesado. Se han visto también personas atacadas de neuralgias, de gota, de reumatismo agudo, de afecciones cancerosas y de hipocondría, que trataban de destruirse la vida para poner fin a sus males. Servio el Gramático se envenena porque no puede curarse la gota; Cornelio Rufo, amigo de Plinio el Joven, se deja morir de hambre por igual causa; y Silio Itálico termina sus días con una abstinencia voluntaria, porque un absceso incurable le hace cobrar aversión a la vida. Todo depende de la organización, del grado de sensibilidad, de energía y de valor del que padece moral y físicamente. Si hay hombres que no se dejan abatir por ningún acontecimiento ni dolor, muchísimos más son los que se irritan, que se desesperan en medio de los padecimientos, y esta especie de exaltación puede conducirlos fácilmente a la idea de abreviar sus días.

El estado morboso propiamente llamado temperamento melancólico, es una gran predisposición al suicidio. La constitución sanguínea puede también, pero de una manera diferente, conducir a ese acto homicida. En el primer caso un profundo mal humor, un fastidio de todo, son los que insensiblemente inspiran al individuo así organizado la idea de poner fin a su existencia; y en el segundo caso, esta idea no se manifiesta ni se realiza si no después de una fuerte contrariedad, de un violento pesar, o de un acontecimiento cualquiera, porque el invadido de tal delirio, pronto siempre a irritarse, se abulta sus males, y se vuelve homicida de sí propio en un acceso de cólera o de desesperación sin tomarse tiempo de pensar en el crimen que va a cometer.

No todas las edades son igualmente propensas al suicidio. La infancia, libre de la mayor parte de las pasiones que agitan la edad viril, no siente con viveza sino la gula, la envidia y los celos. Estas inclinaciones pueden, no obstante, inspirarle una resolución desesperada; pues se han visto niños que se negaban a tomar alimento alguno, porque se creían abandonados, o solamente menos queridos que otros. El poco aprovechamiento en los estudios, una mala educación y los ejemplos peligrosos pueden determinar también la muerte voluntaria en algunos adolescentes. Por fortuna estos casos son bastante raros. El paso de la adolescencia a la pubertad, que trae la borrasca de las pasiones, produce también a veces lo que Mad. Staël llama el dolor de la vida; pero este dolor casi nunca llega al extremo del suicidio, como no venga a determinarlo alguna circunstancia imprevista. En general, durante la juventud y la edad adulta (de 20 a 45) es cuando el hombre se abandona con más frecuencia a este extremo, porque entonces es cuando, juguete de las pasiones eróticas y ambiciosas que agitan sucesivamente a la especie humana, busca en la tumba un abrigo contra las decepciones de su corazón, o contra los inopinados reveses que le alcanzan. La vejez está menos sujeta a tales actos de desesperación. Generalmente hablando, cuanto más se acerca el hombre a su fin, más se apega al bien que va a perder: con todo, cuando las pasiones sobreviven a las facultades que en otro tiempo las pusieron en fuego, pueden inspirar a un anciano el tedio a la vida, y darle al propio tiempo la energía momentánea que necesita para desembarazarse del peso que le agobia. El dolor, la miseria, el abandono, pueden causar en él el mismo efecto y traer los mismos resultados. Los ejemplos se han hecho muy comunes en nuestros días, sin que tampoco dejasen de ser muy frecuentes antiguamente en ciertos pueblos. Los abisinios al llegar a viejos se mataban; los habitantes de Culis, ciudad de la Grecia, y los de cierta nación hiperbórea, se daban también la muerte para librarse del peso de los años; y todos sabemos que la secta de los bracmanes, como en otro tiempo la de los estoicos y de los epicúreos, autoriza al hombre para destruirse siempre que se siente cansado de la vida.

Por lo que hace a la influencia de los sexos respecto del suicidio, si bien se ha observado que el instinto de imitación se halla generalmente todavía más pronunciado en las mujeres que en los hombres, las estadísticas de los diversos países prueban que se abandonan con menos frecuencia que estos últimos al delirio de suicidarse. Su constitución física, mucho más endeble que la del hombre, su timidez natural, y los hábitos de moderación y de dulzura que ordinariamente les hace contraer el género de educación que reciben, pueden explicar esta diferencia. Para que renuncien a estos hábitos, que les dan tan seductor embeleso, es necesario que se pongan en juego sus pasiones de una manera muy violenta. El amor, que tanto poderío ejerce en su corazón, y que llega a ser el negocio principal de su vida, las rivalidades, el abandono, la deshonra a que las expone esa pasión tiránica, pueden conducirlas al último grado del dolor y la desesperación, y es el que las lleva más comúnmente a darse la muerte. Según observación de Hipócrates, las jóvenes que no menstruan y las mujeres que no están bien arregladas, caen a veces en una languidez que puede darles la disposición al suicidio. Se ha notado que la edad crítica causa a menudo en las mujeres tedio a la vida y deseos de terminarla, pero cuando existe tal disposición, quizás no tanto debe atribuirse a las incomodidades que experimentan en aquella época, como a la pérdida de las ilusiones con que se alimentaban, y a las cuales tanto les pesa renunciar cuando no han sabido crearse de antemano goces independientes de la juventud y de la hermosura.

Es bastante común, sobre todo en las locas y las epilépticas, ver mujeres que, durante el flujo menstrual, buscan todos los medios imaginables de destruirse, perdiendo de vista tal idea en el resto del mes. Algunas mujeres se sienten atormentadas por el propio deseo mientras están embarazadas.

Resulta, en fin, de la estadística de las muertes repentinas que la propensión al suicidio es mucho mayor en el celibato que en el matrimonio; y es que los lazos de este último estado atan más fuertemente a la vida, aunque a menudo la hacen más agitada y más penosa.

La profesión que cuenta menos suicidas es, según Mr. Prevost de Ginebra, la de los labradores, al paso que las clases literatas los cuentan en gran número. ¡Cosa deplorable! Resulta también de una tabla redactada por Mr. Balbi, que en todos los países del globo civilizado son más frecuentes los suicidios allí donde más en auge y difundida está la instrucción.

«Mátanse muy poco los galeotes, dice monsieur Lauvergne, y de los recuentos estadísticos sacados anualmente sobre el número de muertes voluntarias, no se desprende más que un suicidio por año entre los forzados. Estos hombres, a pesar de que no temen la muerte, no se atreven a dársela; preferirían que otro se la diese.»

También son raros los suicidios entre las prostitutas: los recuentos estadísticos de la justicia criminal en Francia no señalan más que cinco a seis por año.

Entre las causas de suicidio que acabamos de enumerar, unas están sometidas a la voluntad del hombre, y otras son más o menos independientes de la misma. El sacerdote, el magistrado y el médico están obligados, pues, a tener un cabal y exacto conocimiento de todas ellas, porque puede muy bien suceder que sean llamados a apreciar el grado de culpabilidad de esa deplorable aberración.

Como el suicidio no es más que un fenómeno consecutivo de un sinnúmero de causas diferentes, y su marcha no presenta ninguna regularidad, no le seguiremos en todas sus fases, limitándonos a estudiar algunas, y a indicar los dos caracteres principales que reviste, según se manifiesta accidental o meditado, en estado agudo o en estado crónico. En el primer caso, es casi siempre efecto de algún fuerte revés o de alguna pasión violenta, y su ejecución es tan rápida como inopinada; pero si esta ejecución se incompleta, raras veces se renueva porque la tentativa infructuosa hace entrar la reflexión y sirve en varios casos de crisis a la afección moral que la ha determinado. Con todo, se ha visto también en tales circunstancias que la propensión al suicidio se reproducía por causas bastante leves, y hasta pasaba al estado crónico, si a favor de asiduos cuidados no se contenían sus progresos. Casos hay también en que la marcha del suicidio agudo es más lenta, sobre todo cuando las causas determinantes obran en sujetos linfáticos o debilitados; las resoluciones desesperadas son generalmente menos prontas en estos últimos que en los sanguíneos; mas no porque la tempestad haya rugido sordamente en un principio deja por esto de estallar, ni son menos funestos sus resultados.

El suicidio crónico, muy diferente del agudo, tiene al parecer todos los caracteres de un acto reflexionado, y también el que aparentemente implica más criminalidad. Su marcha más pausada, presenta a lo menos la ventaja de que el ojo atento del observador puede comprenderlo y oponerse a él, si es que no logra desvanecerlo por completo. Los individuos afectados de esta especie de delirio son de ordinario taciturnos, morosos, desconfiados, y se hallan tan completamente ensimismados, que todos los objetos exteriores solo sirven para acrecer su tormento y la melancolía que los devora. Así es que requiere mucha perseverancia, y necesítanse en particular las mayores precauciones para intentar sustraerles de este estado de irritación que sordamente turba sus funciones orgánicas, no dejándoles más inteligencia que la necesaria para seguir la idea fija que los domina. Pero aun en este mismo estado se observan varias gradaciones. Dos hay sobre todo, por lo común bastante distintas para que un práctico ilustrado no pue da dejar de conocerlas. La una se encuentra en el odio a la vida, es decir, una sobreexcitación de la sensibilidad que sin cesar impele al hombre a librarse de un peso que las pasiones u otra causa cualquiera le ha hecho insoportable, pero que al parecer no le hace sufrir exteriormente. La otra no es más que el enojo, el disgusto, el dolor de la vida; han podido producirla las mismas causas, pero comúnmente no se manifiesta más que por una especie de atonía, de abatimiento moral, que puede muy bien hacer nacer la idea del homicidio contra sí mismo, sin dejar siempre la especie de valor necesario para ejecutarlo. Este último estado se observa a veces en los ciegos de nacimiento, quienes se nota que enflaquecen y se ajan sin que manifiesten deseo alguno de abreviar sus días: no hay ejemplo de que ningún ciego de nacimiento se haya dado la muerte voluntariamente. Pero en los individuos afligidos tan solo de la ceguera de espíritu, el dolor crónico de la vida se complica a menudo con el odio, y este da por desgracia al otro la energía que faltaba para empuñar el arma del suicida.

El esplín, cuyo principal carácter es el tedio, guarda alguna analogía con esta última variedad; es la enfermedad de los pueblos civilizados y opulentos. Conviénese, sin embargo, en decir que es bastante rara, aun entre los ingleses, que pasan por los mortales más fastidiados del mundo. Con efecto, si la influencia del clima y la saciedad de los goces que proporcionan las riquezas contribuyen en algo a la frecuencia del suicidio entre ellos, ¿no tienen como nosotros un sinnúmero de otras causas que también pueden contribuir a lo mismo? Hemos visto ya que ese delirio era casi de todo punto desconocido en Inglaterra antes que esta nación cayese en poder de los romanos, y que solo empezó a difundirse hacia mediados del siglo XIV. Las conmociones políticas, el desenvolvimiento de la civilización, las violentas disputas religiosas que atizaron sucesivamente las pasiones en aquel país, y más particularmente con las perniciosas máximas que sembraron más tarde los Doune, los Blount, los Gildon, &c.; por último los ruidosos ejemplos que suscitaron las erróneas opiniones de aquellos escritores, dieron tal impulso al suicidio, que la Inglaterra vino a constituirse en la tierra natal de tamaño frenesí. A diferentes causas, pues, y no exclusivamente a la enfermedad del esplín (spleen), se debe atribuir la frecuencia de la muerte voluntaria entre los ingleses, a quienes, por otra parte, han imitado también los franceses, que parece que su deplorable manía haya venido a implantarse entre nuestros vecinos.

Los tristes fenómenos de muertes voluntarias, que tan a menudo se reproducen en las mismas estaciones, a veces en un mismo país, en una misma ciudad, en una misma clase de hombres, y por medios casi idénticos, no permiten poner en duda la influencia que hemos visto ejercían la atmósfera y la imitación en los individuos que tienen alguna predisposición al suicidio. Esas funestas epidemias se desarrollan ordinariamente en los dos sexos, y a veces en uno solo. Sabido es el ejemplo de las jóvenes de Mileto, citado por Plutarco: una de ellas se ahorcó; pronto se dieron la muerte por igual medio otras varias jóvenes, y fue necesario para contener los espantosos progresos de aquel frenesí, que el senado ordenase que los cadáveres de las suicidas serían expuestos desnudos en medio de la plaza pública. Primero se cuenta que, en cierta época, muchísimas mujeres lionesas se tiraban a porfía al Ródano, y un antiguo historiador de la ciudad de Marsella habla de una epidemia de suicidio que solo se desarrolló en las jóvenes de aquella ciudad. Mr. Decloges, médico de Saint-Maurice (en el Valais), observó en 1813, una epidemia de esta clase en el pueblecito de Saint-Pierre-Monjau; pues habiéndose ahorcado una mujer, casi todas las demás tuvieron violentas tentaciones de seguir el mismo ejemplo. Montaigne habla de una epidemia de suicidio que tuvo lugar en el Milanesado, en la época de las guerras que devastaron aquella comarca, pero que no tuvo acción sino sobre los hombres. «Mi padre, dice, vio morir a unos veinte y cinco maestros de obras que se habían muerto a sí mismos en una semana.» Fácil sería citar un gran número de esas tristes epidemias que han invadido a uno y otro sexo. En 1806, en los meses de junio y julio, se contaron en Ruan más de sesenta suicidios; los meses de julio y agosto del mismo año vieron más de trescientos suicidios en Copenhague, donde la temperatura había sido la misma que en Ruan. Viéronse también muchos suicidios en París en la primavera de 1811, y el doctor Rech, de Montpellier, observó que en esta última ciudad hubo más suicidios en 1820 que en todos los veinte años anteriores. Notóse también que en 1793, la ciudad de Versalles fue la única que presentó el horrible espectáculo de 1.300 muertes voluntarias; el terror que en aquella época dominaba a los ánimos, tuvo sin duda grandísima parte en la multiplicidad de tales actos de desesperación. Por último la estancia de la tropas francesas en la Argelia ha permitido observar que el viento abrasador del desierto produce a veces verdaderas epidemias de delirios y de suicidios, determinando una viva congestión cerebral.

El suicidio recíproco o mutuo, que monstruosas ficciones nos representan a menudo en el teatro y en los libros como un acto sublime, es una de las variedades de ese delirio que trae las más funestas consecuencias, no solo porque comporta un doble crimen, sino también porque es un ejemplo peligrosísimo para las imaginaciones ardientes y románticas, siempre prontas a imitar todo lo que tiene apariencias de heroísmo. Ordinariamente la exaltación del amor es la que conduce a este acto frenético; pero muy a menudo también esta misma pasión se opondría al mismo acto, si el amor propio, si ese otro móvil de tantas acciones insensatas no acudiese en su auxilio para hacerle consumar tan horrible sacrificio. Este género de suicidio parece que reviste casi siempre el carácter agudo; si así no fuese, es probable que nunca se consumaría.

Otra variedad no menos deplorable, y que pertenece más especialmente al estado crónico, es la propensión al homicidio unida con el acto del suicidio. Se han visto desdichados decididos a darse la muerte y que preludiaban a este crimen sacrificando a alguna otra víctima. A veces ceban su furor en un desconocido, en algún ser inofensivo, sin poder señalar otra causa que la incomprensible necesidad de destrucción. Otros hay que temiendo para los objetos de sus más caras afecciones los dolores reales o imaginarios que los consumen, quieren sustraerlos a ellos quitándoles la vida antes de quitarse la vida propia. ¡Quién lo creyera! el amor que un padre, que una madre tienen a sus hijos, ese sentimiento tan profundo que grabó Dios en el corazón de los seres, y al cual hasta el mismo bruto obedece con tan dulce instinto, ese amor, digo, ha armado a veces la mano del hombre desalentado contra la inocente criatura que la debía la existencia. Afortunadamente son muy raros esta especie de crímenes.

Los individuos qué quieren destruirse, ¿se sienten inclinados al género de muerte al cual deberían, al parecer, arrastrarlos su constitución o sus padecimientos? He aquí lo que la experiencia no ha demostrado todavía. Únicamente es lo cierto que en general los hombres se sirven más bien de las armas de fuego, y las mujeres del veneno; y que para ejecutar su funesto designio cada uno emplea el instrumento que le es familiar. Así, según Esquirol, los militares y los cazadores se levantan la tapa de los sesos; los barberos se cortan la garganta con la navaja; los zapateros se abren el abdomen con el trinchete; los grabadores con el buril; las lavanderas se envenenan con la potasa y el azul de Prusia, o se asfixian con el carbón. Más de la mitad de los suicidios suelen verificarse por este último medio tanto en los hombres como en las mujeres de todas clases y profesiones.

¿Es el suicidio un acto de valor o un acto de cobardía? Esta cuestión ha sido muchas veces ventilada sin haber sido resuelta, porque cada cual la mira según la acepción que da a la palabra valor. Nadie duda de que se necesita cierta dosis de energía para destruirse; pero tal energía no depende por lo común si no de una exaltación momentánea, de una sobreexcitación del cerebro, producida por tal o cual acaecimiento, tal o cual circunstancia, y no puede de consiguiente constituir el verdadero valor, el cual, siempre dueño de sí mismo hace el alma tan superior a los padecimientos como a la adversidad. «Es ser cobarde, y no valiente, el ir a agacharse a una hoya, debajo una tumba maciza, para evitar los golpes de la fortuna; el valor no varía de camino ni muda de paso por más borrasca que haga.» Mucho se ha hablado de los individuos que se matan sin esfuerzos y con sangre fría; pero, ¿se ha podido examinar bien lo que pasó antes en su alma, las irresoluciones, el terror mismo que sintieron, los combates que se dieron interiormente antes de llegar al extremo de matarse? Siempre, y particularmente en el acto del suicidio, representa el amor propio uno de los primeros papeles. Guiado por este sentimiento, el hombre quiere ser admirado hasta en su muerte, y al dársela, afecta una fuerza de carácter que el menor incidente destruiría, si pudiésemos ponerla a prueba. ¡Cuántos homicidas de sí mismos vivirían todavía si una mano amiga hubiere podido contenerlos en el borde del precipicio! Verdad es que muchos, después de haberles salido mal su culpable tentativa, tratan de repetirla; pero muchos más son los que se estremecen a la sola idea del acto que quisieron cometer, y adoptan todas las precauciones que valgan para preservarles de un nuevo ataque de delirio. Entre los que atentan contra sus días se hallan, sin embargo, hombres cuya fuerza moral y cuyo habitual valor son indudables; y esto es lo que ha podido dar al acto del suicidio ciertas apariencias de heroísmo; pero al lado de estos ejemplos hay un sinnúmero de otros que prueban que la endeblez y la pusilanimidad, superadas por la desesperación, saben también encararse con la muerte. Un cobarde, una tímida mujer, se mata lo mismo que el hombre acostumbrado a arrostrar todo linaje de peligros. ¿Qué deduciremos de todo esto? ¿Qué contestaremos a la pregunta de si el suicidio es un acto de valor o de cobardía? Contestaremos que el hombre que se libra voluntariamente del peso de la vida muestra a veces cierta energía física, pero que siempre acredita cobardía moral: no tiene, en efecto, paciencia, y la paciencia que sabe sufrir y esperar.

«Siempre me he llevado por máxima, decía Napoleón, que un hombre manifiesta más valor verdadero soportando las calamidades y resistiendo los infortunios que le acosan, que librándose de la vida. El suicidio es el acto de un jugador que todo lo ha perdido, o de un pródigo arruinado, y, en vez de ser prueba de valor, denota que se carece de él.»

Habiéndose suicidado dos granaderos de la Guardia, el primer cónsul mandó poner en la orden del día (22 floreal del año X) lo siguiente: «El granadero Gaubin se ha suicidado por causas amorosas: por lo demás era guapo soldado. Es el segundo lance de estos que en un mes ha sucedido en el cuerpo. El primer cónsul ordena en su consecuencia que en la orden de la Guardia se diga: “Que un soldado debe saber vencer el dolor y la melancolía de las pasiones, que tan valiente es el que sufre con constancia las penas del alma, como el que se mantiene firme ante la metralla de una hatería.”

«Abandonarse al dolor sin resistir, matarse para sustraerse a él, es abandonar el campo de batalla antes de haber vencido.»

Siendo el suicidio un acto consecutivo del delirio de las pasiones o de un estado morboso resulta, que el médico ilustrado ha de buscar los medios curativos más eficaces en el conocimiento de las causas que tienden a producirlo, y no en un sistema de tratamiento que en valde se quisiera aplicar a todos los casos. Nos limitaremos pues a indicar los medios generales más propios para contener los espantosos progresos de esa llaga de la sociedad.

Se ha agitado varias veces la cuestión de si las leves civiles deben o no desplegar su rigor contra este acto homicida. Las legislaciones de algunos pueblos antiguos infligían penas infamantes a los que de él se hacían culpables: así las leyes de Atenas ordenaban que la mano del suicida fuese cortada, y quemada separadamente del cuerpo: en Tebas su cadáver era arrojado ignominiosamente a las llamas: una ley de Tarquino le privaba de la sepultura; y las leyes romanas, favorables al suicidio cuando le motivaban el tedio a la vida o algún acontecimiento desastroso, se mostraban rigurosísimas contra el culpable que se mataba para sustraerse a una pena infamante y deshonraban también la memoria de los hombres de guerra que se mataban voluntariamente.

Todas las legislaciones modernas se han declarado más o menos rigurosas contra este acto. En Inglaterra, los cuerpos de los suicidas estaban antes privados de sepultura, y sus bienes eran confiscados en beneficio de la corona. Esta ley, modificada luego por lo que hace a dejar los cadáveres insepultos, siguió vigente en cuanto a la confiscación; pero las numerosas excepciones que contenía permitieron eludirla en muchísimos casos, y cayó en desuso.

No menos severas fueron las penas señaladas al suicidio por la antigua legislación francesa. En el siglo XIII los bienes del hombre que tamaño atentado cometía, eran confiscados, y su cadáver, después de arrastrado sobre una estera o cañizo, era ahorcado y se le dejaba insepulto. Esta ley fue después diversamente modificada: cuando la abrogó el código penal, en 1791, ya no tenía acción sino contra los que se quitaban la vida a sangre fría y con cabal uso de razón, y por temor del suplicio.

Semejantes leyes no pudieran subsistir en la época actual; calificaríanse de tan injustas como bárbaras, y la indignación pública se opondría a su cumplimiento. Beccaria, en su Tratado de los delitos y de las penas, reprueba esas leyes. Según él, «el suicidio es un delito al cual al parecer no se puede señalar castigo propiamente dicho, porque tal castigo no podría recaer más que contra la inocencia o contra un cadáver insensible.» Con todo, muchos prácticos entendidos opinan que el suicidio es mucho más frecuente desde la derogación de las leyes represivas, y piden en beneficio de la sociedad, no leyes penales, sino leyes conminatorias contra este acto criminal. Otros, al contrario, combatiendo esta opinión, creen que el espantoso aumento del suicidio no puede achacarse a la derogación de las antiguas leyes, sino a las borrascas políticas que se han sucedido en Francia de setenta años a esta parte, y que han encendido tantas pasiones propias para cansar el tedio de la vida y las desesperadas resoluciones que le son consiguientes. Ninguna de esas leyes, por otra parte, puede al parecer armonizar en nuestra legislación actual; no harían más que irritar la opinión pública, y fueran impotentes contra el suicida, porque quien no se contiene por el horror de la muerte, ni por los vínculos más dulces de la naturaleza, ni por los temores de una eternidad desventurada, no se contendría tampoco por las leyes que solo alcanzaran a su cadáver. Pero se nos dirá que si despreciaba esas leyes por lo que a sí toca, las temería al menos para su familia, pero no tendría acción en los más de los individuos a quienes pasiones desordenadas, o el tedio de la vida, arrastran a matarse, y sus familias, desconsoladas ya por el desastre, serían víctimas todavía de la injusticia de un castigo que solo a ellas alcanzara.

Mr. Falret, en su excelente Tratado de la hipocondría y del suicidio, hace además sobre el particular una observación muy juiciosa: «Puédese hoy día, dice, hasta cierto punto ocultar a los niños el que haya habido un suicidio en una familia, pero si le dais más publicidad con la ejecución de una ley rigurosa, los niños lo sabrán irremisiblemente, y tan espantosa nueva no podrá menos de aumentar en ellos terribles predisposiciones. Esta palabra, añade, me hace ocurrir una reflexión que me parece muy fuerte en pro de mi modo de pensar. ¡Qué! ¡se conviene en que el suicidio es la locura más hereditaria, y se invoca toda la severidad de las leyes para castigarla! ¿Quiérese que la sociedad se apresure a marcar la víctima en el seno mismo de su madre? Ese encarnizamiento contra un cadáver es además odioso por la ferocidad que implica. No conviene apacentar los ojos del pueblo con escenas sangrientas; porque la dulzura es el más bello tipo de la humanidad y el legislador debe esforzarse todo lo posible para imprimirlo en las costumbres nacionales.»

No se debe, pues, combatir la funesta propensión que nos ocupa con leyes represivas porque fueran tan peligrosas como injustas. ¿No sabemos, por otra parte, que en los países donde más rigurosas han sido, como en Francia, y, sobre todo, en Inglaterra, han sido siempre impotentes contra tamaño frenesí?

Ya lo hemos dicho: cuando el hombre desconoce los derechos de su Criador, cuando se obstina en creer que más allá de la existencia no hay nada, entonces, sobre todo, es cuando se atreve a alzar una mano homicida contra sí mismo. Reconciliad su alma con las grandes verdades del cristianismo; enseñadle sus deberes como hombre y como ciudadano, y luego comprenderá que su vida no es más que un depósito, del cual no puede disponer sin hacerse culpable ante Dios, ante la sociedad y ante sí mismo. En el corazón de la juventud es donde particularmente conviene hacer germinar los preceptos de religión y de moral que pueden poner al hombre en guardia contra sus pasiones; todo está perdido si se deja que lleguen a ejercer sobre él su imperio ¡Cuántos padres infelices no tendrían que llorar la muerte voluntaria de un hijo tiernamente amado si hubiesen sabido precaverle tempranamente con sus avisos, y sobre todo, con buenos ejemplos, contra las peligrosas máximas de la incredulidad, y contra todas las varias seducciones que debieron asaltarle al entrar en el mundo!

Si los padres, para librarse de tan gran infortunio, están interesados en inculcar a sus hijos principios religiosos; si deben inspirarles amor a la virtud, al orden y al trabajo; si deben contener en ellos los progresos de un frío egoísmo, o de una loca ambición, engrandecer su alma con ideas nobles y generosas, y hacerles apreciar la vida por medio de los lazos de familia que tanto contribuyen a su felicidad es también un deber para los gobiernos, si quieren contener el espantoso aumento del suicidio, velar con esmero sobre la educación de la juventud y sobre la moral pública; trabajar para la felicidad del país por medio de sabias instituciones; multiplicar los recursos de la industria; alentar el mérito, reprimir el desorden y ofrecer a la desgracia y al dolor los auxilios que pueden salvarlos de la desesperación. Creemos que en obsequio de la sociedad convendría también que el poder premiase a los autores de las obras de moral más propias para combatir las funestas máximas que multiplican las muertes voluntarias, y que se esforzase al propio tiempo en reprimir la publicidad de esos actos de delirio que se propagan luego por el instinto de imitación.

Añadiremos a estas consideraciones generales que, siendo a menudo hereditaria la disposición al suicidio, débese prudentemente evitar cuando se trata de formar una alianza, entrar en una familia entre cuyos individuos hubiere alguno atacado de esa especie de locura. Sin embargo, cuando esto se descubre tarde, cuando se teme que una criatura lleve al nacer semejante predisposición, conviene darse prisa a prevenirla, y desesperar de vencerla. Las enfermedades hereditarias, según observó ya Hipócrates, pueden prevenirse cambiando la constitución de aquellos sobre quienes obran. Para conseguir tal regeneración debe ponerse desde luego el mayor esmero en la elección de los alimentos y en la educación física. Si la disposición hereditaria que se teme viene de la madre, es preciso que esta renuncie a criar a su hijo, y que la nodriza que se le dé reúna todas las circunstancias físicas y morales que puedan influir saludablemente en la criatura. Sea cual fuere, por lo demás, el acierto de esta importante elección, es también indispensable la asidua asistencia de un médico experimentado, porque el buen éxito de la cura que se desea depende principalmente de la bien entendida aplicación de los medios higiénicos. El aire puro y libre, una habitación sana y agradable, figuras risueñas, ejercicios gimnásticos, juegos variados y alegres, la compañía de sujetos de buen humor, &c., son otras tantas circunstancias que deben cooperar a la curación. Es esencial también, para el niño a quien se quiere preservar de una funesta predisposición hereditaria, acostumbrarle desde un principio a predominarse a sí mismo. Al efecto, se debe ganar su confianza, ordenar sus ideas y todos los movimientos de su corazón, no permitir que sus facultades intelectuales se desenvuelven a expensas de sus facultades físicas, apartarle de toda lectura y de todo contacto que pueda exaltar sus pasiones, habituarle a sufrir sin impaciencia los males o las contrariedades que no ha sido dable evitar; enseñarle, en fin, a cumplir estrictamente todos los deberes que le imponen la religión, la naturaleza y la sociedad. Cuando se haya logrado todo esto, la disposición hereditaria habrá perdido ya sobre él su funesto influjo.

Una parte de los medios higiénicos de que acabamos de hablar respecto a las criaturas, puede aplicarse también a los adultos que tengan cierta disposición al suicidio. Así son medios poderosos para combatirla un aire saludable, la distracción y el ejercicio. Un trabajo manual y diario, los juegos que obligan a ejecutar grandes movimientos, los paseos a pie, a caballo o en carruaje, a veces por caminos quebrados y apenas transitables, los viajes por tierra, durante los cuales se pueden hacer nacer un sin número de pequeños incidentes que forzosamente distraigan al enfermo de su idea fija, pueden servir también de gran utilidad, sobre todo, si las personas encargadas de cuidarle son capaces de ocupar agradablemente su imaginación con su buen humor y con la amena variedad de sus conversaciones. Para que estos viajes produzcan un efecto saludable, aconseja el doctor Falret que se les suponga un objeto no sanitario. Somos también de este dictamen, con tal que el pretexto escogitado sea adecuado al carácter del enfermo de que se trate. Durante el camino, reanimando sus gustos, sus afecciones, despertando en su corazón sentimientos de generosidad, de rendimiento o de caridad, se logrará de un modo más seguro aficionarle a la vida e inspirarle nobles resoluciones. Una serie de lecturas apropiadas y la composición de una obra agradable, pueden en ciertos casos dar los más felices resultados, porque sobre que el trabajo intelectual disipa el mal humor que acompaña las penas del alma lo mismo que los dolores del cuerpo, promete a la imaginación un porvenir dichoso en el cual necesita mecerse aquella.

Aunque las pasiones son generalmente causas frecuentes del suicidio, no obstante, han sido empleadas algunas veces con feliz éxito como medios curativos; el amor, sobre todo, puede ser un poderoso auxiliar; si en muchos casos provoca una funesta exaltación del espíritu, puede también en algunos otros restablecer el equilibrio del alma, dependiendo todo de su naturaleza y del objeto que lo inspira. Se ha observado, particularmente en Inglaterra, que el mayor número de los que se destruían por tedio a la vida eran célibes. El médico moralista obrará cuerdamente si toma en cuenta esta observación.

Se ha notado igualmente que una emoción viva, un fuerte sacudimiento producido por una dicha, y también por una desdicha imprevista, podían causar una feliz reacción en el organismo de las personas afectadas de melancolía suicida y reconciliarlas con la vida. Pero si diversos ejemplos prueban que esa especie de reacciones han producido en ciertos casos un efecto saludable, nada, sin embargo, debe ensayarse sino bajo la dirección de un práctico ilustrado; pues de lo contrario nos expondríamos a acelerar el cumplimiento de los homicidas proyectos que se quieren desvanecer.

Además, muy a menudo es indispensable alejar de su familia o de su habitual compañía a los individuos afectados de este delirio, porque la continua vigilancia que exige su estado requiere un sinnúmero de medios y de precauciones que no se hallan reunidos sino en los establecimientos destinados para la curación de las enfermedades mentales.

Es necesario sobre todo que las personas encargadas del tratamiento del enfermo le manifiesten interés y aprecio, que le guardan las más constantes deferencias, y que procuren reanimar mañosamente en él las ilusiones y las esperanzas en que se complacía, y sin las cuales la vida no le parece más que una carga insoportable. Una vez dueños de su confianza, fácil nos será derramar sobre las llagas del alma el bálsamo saludable de la religión, pero aun cuando con este poderoso auxilio se haya logrado retornar al infeliz el uso completo de su razón, no debemos bajo ningún concepto abandonarle a sus propias fuerzas. El alejamiento de las causas que determinaron la enfermedad, la continuación del tratamiento moral y terapéutico, un esmero y una vigilancia como al descuido, para que el enfermo no la comprenda, pero asidua y de todos los momentos, son condiciones necesarias para prevenir las recaídas, por desgracia muy comunes en esta clase de dolencias.

He aquí, según Mr. Moreau de Jonnes, la tabla de los suicidios averiguados en Londres por espacio de siglo y medio. Como los números van indicados por períodos decenales, bastará suprimir la última cifra para tener el promedio anual.

De 1690 a 1699236
De 1700 a 1709278
De 1710 a 1719301
De 1720 a 1729478
De 1730 a 1739501
De 1740 a 1749422
De 1750 a 1759363
De 1760 a 1769351
De 1770 a 1779339
De 1780 a 1789224
De 1790 a 1799274
De 1800 a 1809347
De 1810 a 1819362
De 1820 a 1829381

El máximo de los suicidios tuvo lugar de 1720 a 1740, bajo los reinados de los dos primeros Jorges. Había uno, año común, por cada 11.000 habitantes, al paso que de 1810 a 1830 no hubo más que uno por cada 22.000, o uno en vez de dos, con respecto a la población. Esto es la inversa de lo que generalmente se cree. Con todo, de 1830 a 1834 el número de los suicidios fue 57, promedio anual, lo cual supone que el periodo decenal ascendería a 484 o una centena más que en el periodo anterior. Según las investigaciones de Hoggs sobre Wesminster, esta plaza de Londres tiene muchos menos suicidios: de 1811 a 1821 no se contaron más que uno por 172.000 habitantes, y de 1821 a 1831 uno por 190.000. Hubo 3 suicidios entre los hombres por 1 entre las mujeres.

Los meses de junio y julio son la época del mayor número, y los meses de agosto y noviembre los en que hay menos suicidios.

Número y proporción de los suicidios en las capitales de Europa
CiudadesAñosNúms.Proporción
Berlín18223601 por 750
Copenhague18061001 por 1.000
Nápoles18283301 por 1.100
Hamburgo1822591 por 1.800
Berlín1808601 por 2.300
París18363411 por 2.700
Milán1827371 por 3.200
Berlín1897351 por 4.500
Viena1829451 por 6.400
Praga182061 por 16.000
Petersburgo1831221 por 21.000
Londres1834421 por 21.000
Nápoles1826151 por 27.000
Palermo183121 por 173.000

Se ve por consiguiente que los habitantes de Londres son mucho menos propensos al suicidio que los de la mayor parte de las ciudades de Europa, empezando por Berlín y París, e inclusa la población de Delhi, antigua capital del imperio mogol, donde hubo en 1833, 65 suicidios, o 1 por cada 3.100 habitantes: de suerte que la opinión de que el clima de Inglaterra predispone al suicidio es completamente errónea.

Tabla de los suicidios que llegaron a noticia del ministerio público en Francia durante trece años (1827— 1839)
AñosEn ParísEn Francia
1827261 1.542
1828279 1.754
1829307 1.904
1830269 1.756
1831359 2.084
1832369 2.156
1833325 1.973
1834360 2.078
1835393 2.305
1836415 2.340
1837433 2.443
1838483 2.586
1839486 2.744
Totales 4.73927.668

Así, pues, en el periodo de trece años se cuentan en Francia 27.668 suicidios, que son más de 2.000 por año.

Desde 1835, en cuya época se empezaron a clasificar los suicidios por sexos, hasta 1839, se contaron 9.305 víctimas entre los hombres y 3.116 entre las mujeres. La proporción de estas últimas respecto de los hombres, es, pues, en los cinco años de 33 por 100, o sea la tercera parte, con corta diferencia del número total.

Los suicidios pertenecientes al departamento forman cerca de un quinto del número total.

París, centro universal de la literatura, de las ciencias, de las artes, del buen gusto y de la civilización; París, manantial de placeres de toda suerte, es por lo mismo en Europa, y quizás en todo el mundo, la ciudad donde las imaginaciones más ardientes se extravían más a menudo, y donde encuentran las más crueles decepciones en medio de las esperanzas que las hechizan. ¿Qué extraño, pues, que tantos hombres, que tantos jóvenes abandonados a sí mismos, acaben en París con un suicidio una vida atormentada por insaciables deseos de placer, de gloria o de riquezas?

Antes de entrar en la cuestión de medicina legal, vamos a trascribir el siguiente texto de la ley española: «Todo hombre o mujer que se matase a sí mismo, pierda todos sus bienes y sean para nuestra cámara, no teniendo herederos descendientes.» Ley 15, tit. XXI, lib. XII, de la Novísima Recopilación. Inútil nos parece advertir que hoy día no tiene efecto ya esta ley de suicidio.

El suicidio puede perpetrarse con el veneno, con el tufo del carbón, u otros pases matadores, con alguna arma de fuego, por medio de la suspensión, de la estrangulación, de la sofocación y de la sumersión, arrojándose el individuo desde un sitio muy elevado, privándose obstinadamente de todo alimento, y por último, valiéndose de diversos instrumentos cortantes, punzantes o contundentes.

El suicidio por medio de sustancias tóxicas no es acaso el género de muerte que más frecuentemente se usa en el día; pero no puede desconocerse que desde que se han hecho más familiares algunos cuerpos venenosos y ha habido, por consiguiente mayor facilidad para procurárselos, el suicidio por veneno no es tan raro, a lo menos entre nosotros, como era en otro tiempo. El ácido cianhídrico, el nítrico, el sulfúrico, el sublimado corrosivo son a menudo agentes de intoxicación e instrumentos de suicidio. También el fósforo recogido de las cabezas de las cerillas sirve de medio para los envenenamientos voluntarios, y los varios jugos, granos y frutas mortíferas que se crían en países muy calientes ofrecen con frecuencia un arma fatal a los designios del suicida.

Oscurísima se presenta para el médico-legista la cuestión de suicidio por envenenamiento. Por desgracia carece el facultativo de medios seguros para demostrar dicho género de muerte, y cuando se le requiere por parte de algún tribunal para emitir su dictamen sobre algún caso dudoso, tiene que limitarse a ligeras conjeturas de poquísimo valor judicial, o confesar al magistrado que no se poseen bastantes datos para fundar acertadamente el juicio. NO tenemos por bochornosa, sino por muy laudable esta noble franqueza, pues siempre es preferible la verdad a las fútiles explicaciones capaces de conducir a trascendentales errores.

Con todo, puede alguna vez reunirse un conjunto tal de circunstancias, que permita establecer alguna presunción de suicidio por veneno. Supongamos, por ejemplo, que un individuo manifiesta durante algún tiempo grande tedio a la vida, y que vive en una habitual hipocondría, supongamos además que alguna vez se le han observado conatos de destruirse aunque no hayan llegado a realizarse; supongamos finalmente, que cuando menos se espera, amanece cadáver aquel sujeto, con indicios de envenenamiento, con manchas de cierto color en la piel, en la boca y garganta y también en los dedos y manos. Si se hallase parte de veneno en alguna cómoda, cajón o armario que indicase haberlo tenido allí reservado para usarlo en momento oportuno; si se hallasen cerradas por dentro las puertas de la habitación, y si alguna otra circunstancia contribuyese a hacer presumir el suicidio; si todas estas circunstancias, decimos, u otras análogas se reuniesen en una persona, no hay duda de que el médico forense estaría autorizado para sospechar el envenenamiento y el suicidio, aun cuando no tuviese de él grandes probabilidades, ni menos completa certeza.

No olvide, sin embargo, que el crimen busca todos los medios de ocultarse, y sabe dar con calculados y diabólicos artificios, las apariencias de suicidio al más alevoso asesinato. Acaso alguna carta o escrito del presunto suicida, pondrá la cuestión en menos dudoso terreno.

Si difícil es de resolver con pruebas convincentes la cuestión de suicidio por veneno, no lo es menos ciertamente la de suicidio por el tufo del carbón. Concíbese en efecto, que una persona mal intencionada puede, mientras otra está durmiendo en una pequeña estancia, dejar allí una porción de carbón a medio encender, a fin de que desprendiéndose en mayor o menor cantidad el ácido carbónico, cause la asfixia y la muerte del sujeto allí encerrado. En este caso habría homicidio. Pero pueden presentarse de tal manera las circunstancias del caso, que sea más presumible el suicidio que otro género de muerte. Así sería, por ejemplo, si se encontrase a la persona difunta cerrada por dentro con todas las rendijas de su habitación cuidadosamente tapadas con cera u otros cuerpos, a fin de que no se escapase el gas, cuyo último carácter daría a entender que hubo verdadera intención de destruirse. El hallarse después un poco de ceniza, carbones medio consumidos o leña carbonizada en aquel recinto, probaría que se había verificado la combustión de aquellas sustancias, más de ningún modo demostraría que hubiese sido la muerte más bien por suicidio que por homicidio, o al contrario.

Lo mismo que advertimos respecto del tufo del carbón, debemos decir de otros gases matadores.

No presentan generalmente tanta dificultad como los anteriores, los suicidios por armas de fuego. En estas suele escogerse un arma conocida, y sobre todo segura. Suele doblarse la carga para que sea mayor el estrago, y escoge por blanco un punto esencial en donde haya entrañas muy importantes para la vida. La cabeza, la región del corazón, y alguna vez el vientre, son los sitios donde suele dirigirse el tiro, para que sea más segura y más ejecutiva la muerte.

Si el arma, sea pistola, fusil u otra semejante, se ha disparado en la boca, será esto una señal muy significativa de suicidio, pues el asesino nunca busca, ni sería fácil que hallase aunque quisiese, aquel camino para acabar con su víctima. Alguna vez dispara aquel a boca de jarro contra ella, en cuyo caso el proyectil entra por algún sitio de elección. Si tira desde lejos al azar, y del mejor modo posible, en este caso la bala interesa comúnmente órganos mucho menos nobles, y las señales señales son por consiguiente de asesinato.

Conviene que el médico legista no olvide que el homicida puede también en ciertos casos dirigir el tiro a un punto de elección, bien sea efecto de su buena y segura puntería, o bien de la casualidad que en tal caso remeda las apariencias del suicidio. El asesino puede además disponer las cosas de tal manera que engaña fácilmente al magistrado y también al médico respecto al género de muerte dada a la persona que es objeto de las indagaciones oficiales.

Un dato bastante precioso podrán hallar uno y otro en los tacos que se encuentren, pues acaso será fácil reconocer, después de haberlos mojado y desdoblado, si están formados de papel impreso o manuscrito que perteneciese a la víctima.

Las heridas de armas de fuego causadas por el suicida, siguen ordinariamente la dirección de derecha a izquierda, a no ser que fuese zurdo el sujeto, en cuyo caso llevan una dirección contraria.

Los grandes desórdenes ocasionados por armas de fuego, no suelen ser resultado de asesinato, y las manchas negras de pólvora, los granitos de esta sustancia que quedan en el espesor de la piel, &c., indican el suicidio, a no ser que el agresor hubiera disparado a boca de jarro, en cuyo caso estos signos serían comunes a los dos géneros de muerte.

Si se observasen dos agujeros, uno de entrada y otro de salida, si la piel y las carnes no estuviesen ennegrecidas por la pólvora, habría motivo para pensar que la muerte es por asesinato, mas si sucediere al revés, si fuesen muy considerables los estragos causados por la descarga y se hallase el arma en manos de la persona muerta o en sus inmediaciones, habría persuasión de suicidio.

De este modo irá discurriendo el médico legista, y según los diferentes datos que se ofrezcan a su observación, podrá inclinarse a tal o cual juicio, que deberá declarar con la más prudente reserva, no dando como cosa cierta lo que no pasa de meras conjeturas, o cuando más, de probabilidades más o menos fundadas.

Extraordinarios son comúnmente los desórdenes y estragos consiguientes a la muerte ocasionada por la caída de un lugar muy elevado. Fracturas, hundimientos huesosos, desgarros, violentas contusiones, rupturas de vasos, aberturas de cavidades, anchas heridas, copiosos y mortales derrames, tales son entre otros, los daños que se observan en los cadáveres de las personas que acaban sus días del modo desastroso que antes hemos indicado. Mas cuando se procede al reconocimiento de dichos cadáveres para hallar en ellos los vestigios de una muerte voluntaria o violenta, solo dudas e incertidumbre se presentan al experto, encargado de la declaración judicial. Los mencionados desórdenes y otros varios son comunes al suicidio y al asesinato, y por esto no es fácil distinguir la verdadera causa de la desgracia, Bueno es, sin embargo, no olvidar que la mayor parte de muertes, acaecidas por haber caído algún sujeto de un lugar muy elevado ha sido por suicidio. Así lo acreditan por lo menos los cuadros estadísticos, y así se ha visto repetidas veces en las torres de Nuestra Señora de París, y también entre nosotros aunque con menos frecuencia, en el Miguelete de Valencia, desde cuyas alturas se arrojaron los infelices suicidas que cansados de vivir, buscaron en aquellos sitios una muerte prematura.

El hambre es otro de los instrumentos de muerte de que pueden valerse tanto el suicida como el homicida. Si un malhechor arrebata en medio de un camino al pacífico viajante para hacerle consumir de hambre en una cueva, puede también el que tiene tedio a la vida rehusar el necesario alimento para darse por este medio la muerte. El resultado será en ambos casos el mismo, y en verdad no existirán caracteres diferenciales que puedan explicar el género de muerte. Dificilísima será, pues, para el médico legista, mejor diríamos imposible absolutamente, la resolución del problema a no ser que se apele a las pruebas morales o de otro género, las cuales, según en otra parte hemos dicho, son más de la incumbencia del magistrado que del facultativo.

Tanto los asesinos como los suicidas apelan a menudo al uso de las armas blancas para causar la muerte. Puede, por lo mismo, el médico forense verse en el caso de tener que declarar de qué modo se ha cometido aquel crimen. Embarazosa será para él la cuestión, cuando se han sabido disponer y ejecutar las cosas de tal manera que puedan fácilmente confundirse aquellos dos géneros de muerte. En caso contrario le será algo más fácil acercarse a la verdad, si tiene en consideración lo siguiente:

El suicida suele valerse de armas buenas, seguras y bien afiladas, a fin de que sea seguro el golpe y la muerte pronta. No siempre lo hace así el asesino, quien a menudo se vale de instrumentos toscos que con dificultad penetran en los tejidos. Las armas de que este se vale para dar la muerte, son ordinariamente de uso y propiedad, aunque a veces tiene la maliciosa prevención de desfigurarlas, mudándoles el mango o dando a la hoja distinta forma de la que tenía, por si llegase a ser descubierto el crimen. El suicida conserva junto a sí, y alguna vez en su misma mano contraída convulsivamente por la desesperación, el arma fatal con que da fin a sus días. El homicida, al contrario, arroja el instrumento en un pozo, en la letrina, en el río, o de cualquier otro modo lo hace desaparecer, temiendo que pueda servir de cuerpo de delito, si llega a ser aprehendido por el ministerio público.

El suicida dirige de preferencia el golpe a ciertas regiones del cuerpo, especialmente al corazón y al cuello, que en su concepto, son los puntos de muerte más seguros, aunque no siempre sea así. Como sabe que las costillas pueden ser un obstáculo al paso del instrumento, no da el golpe a la ventura, sino que buscando un espacio intercostal, que suele ser el más inmediato al corazón, hunde resueltamente el arma hasta este órgano, cayendo muerto en el acto o al poco tiempo. Verdad es que también el asesino puede herir voluntaria o casualmente en el punto de elección, pero es indudable que no siempre tendrá la facultad de escoger, que en todos los casos está concedida al voluntario destructor de sí mismo.

Este no complica los golpes de muerte, pues resuelto como está a dársela por su propia mano, asegura bien el golpe, bastándole uno solo para consumar el funesto designio. El homicida espantado con la idea del crimen que va a cometer, y del justo castigo a que se expone, necesita dar la muerte con prontitud y evitar que el herido pueda hablar para acusarle, por esto multiplica los golpes, y hasta parece que sacia su feroz instinto acumulando heridas que para nada son necesarias, supuesto que ya era mortal la primera. No de otro modo se explica el hecho de hallarse el cadáver con quince, diez y ocho o más heridas, según se ha visto varias veces.

Hemos dicho que el cuello es una de las regiones que frecuentemente escoge el hombre cuando quiere cometer un suicidio. El estar esta región compuesta casi toda de partes blandas que fácilmente puede interesar el instrumento cortante; el hallarse a la altura conveniente para que el brazo obre sobre ella sin necesidad de violentarse; el contener algunos órganos muy importantes para la vida, y cuya lesión no es compatible con ella, son circunstancias que favorecen la resolución del suicida, y le inclinan a preferir este sitio para darse la muerte. Testigos serían de ello los mil desgraciados que han sido arrastrados a este crimen, y que por una lamentable fatalidad han acertado demasiado en los medios de perpetrarlo. Alguno ha podido escapar felizmente de su desesperada tentativa, debiendo este inesperado éxito a la casualidad de haberse cortado tan solo las partes correspondientes a la línea media anterior del cuello sin interesar los órganos laterales de esta región, especialmente los vasos, cuya lesión hace la muerte mucho más segura y ejecutiva.

En los casos de suicidio se verá que la incisión del cuello está hecha de izquierda a derecha, lo que se conoce por la forma de la herida, pues sabido es que en la sección de las partes blandas el punto donde principia a cortar el instrumento forma como una cola y el corte es más superficial, siendo más completo y profundo en el sitio donde concluye o termina la herida. No se olvide, sin embargo, que el asesino puede colocarse en la parte derecha de la cama mientras el sujeto está durmiendo boca arriba, y herir de izquierda a derecha y de un solo golpe, dando así todas las apariencias de muerte voluntaria, a la que ha sido producida por el más alevoso asesinato.

El encontrarse numerosas heridas en varias partes del cuerpo, si mayormente han sido hechas en regiones en donde no existen órganos esenciales a la vida, se tiene por indicio de homicidio, y en general podernos conformarnos con esta creencia, pues según hemos dicho, el suicida se contenta con dar un golpe seguro y prontamente mortal; pero si la persona que haya recibido dichas heridas fuese loca, o adoleciese de alguna enfermedad que perturbase momentáneamente sus facultades intelectuales, podrían aquellas ser hechas por su propia mano, la cual en semejante caso no estaría dirigida por el deseo de destruirse, sino más bien por el impulso instintivo que agita su máquina de una manera tumultuosa e irresistible.

Dedúcense asimismo consecuencias de homicidio y de suicidio, de la dirección que tienen las heridas halladas en el cadáver. Si van de izquierda a derecha, suelen ser voluntarias y arguyen suicidio. Si al contrario se dirigen de derecha a izquierda, se consideran hechas por una mano homicida. La circunstancia de ser zurdo el individuo que recibió la herida puede dar a esta un aparente carácter de asesinato. Puede también confundirse con el suicidio, el homicidio que se comete estando el agresor colocado detrás de su víctima o en su lado derecho, en cuyo caso la dirección del arma es de izquierda a derecha, como cuando es voluntaria la muerte.

Cuando las heridas se reciben en la espalda, son comúnmente efecto de una tentativa de asesinato; pues si bien es verdad que el sujeto puede causarse a sí mismo aquellas heridas, no es probable que tome posiciones violentas con el brazo, o busque puntos inciertos de muerte, cuando puede dársela con la mayor naturalidad y de una manera completamente segura.

Algunos hay que hieren con el instrumento la región del antebrazo, o las paredes del pecho o del vientre, pero no penetrando en lo interior de las cavidades. Otros cortan la parte superior del muslo, como si pretendiesen ocasionar una herida de muerte en la arteria femoral. Semejantes individuos no son verdaderos suicidas, y llevan comúnmente algún designio secreto en la perpetración de tales atentados, los que no siempre carecen de peligro.