Pobres, Pobreza
Llámase pobre a todo aquel que carece de medios para atender a sus más precisas necesidades; y pobreza al estado de pobre. Esta nace de varias causas, unas internas y otras externas: aquellas son personales y consisten en alguna enfermedad del cuerpo o del espíritu que incapacita para el trabajo; estas son accidentales de la vida doméstica, calamidades públicas, vicios de las leyes o de la administración que precipitan a ciertos individuos en tal estado. Las condiciones naturales de vigor o debilidad introducen graves diferencias en los deberes del gobierno para con el pobre. Cuando este pide asistencia al Estado con el doble título de pobre y de enfermo debe acudirse en su auxilio, proporcionándole socorros gratuitos y desinteresados; mas si el pobre apto para el trabajo reclama el mismo beneficio, el socorro puede y debe ir acompañado del trabajo. En efecto, el indigente valido tiene la obligación de trabajar para el Estado que le asiste con sus recursos, mostrándose agradecido a su bienhechor y procurando serle lo menos gravoso posible en medio de su infortunio. Si suponemos que tal obligación no existe; despojamos a los actos humanos de su sanción natural, a la provisión de su mérito y a la perseverancia del interés que la sostiene.
El pobre apto para trabajar puede vivir en el ocio por su voluntad o por efecto de las circunstancias. En el primer caso, no es considerado como pobre, ni su persona será objeto de la beneficencia pública sino que la ley le perseguirá como vago. Mas si sufre los rigores de la miseria por que le falta el trabajo, en cuyo producto libra su existencia y la de su familia, o porque el salario es insuficiente para atender a las primeras necesidades de la vida, ya dimane su infortunio de causas generales, ya de otras individuales, entonces tiene un verdadero título a los socorros del Estado con la condición de someterse al trabajo que se le imponga.
De este asunto se han ocupado en épocas anteriores las leyes españolas. En las de Partida se leen las siguientes palabras: «Establescieron los sabios antiguos que ficieron los derechos, que tales como estos que dicen en latín mendicantes validi, e en lengua castellana baldíos, de que non viene ningún pro a la tierra, que non tan solamente fuesen echados de ella, mas aunque si, seyendo sanos de sus miembros, pidiesen por Dios, que non les den limosna, por que escarmentasen a facer bien viviendo de su trabajo.» Y respondiendo el Rey a una petición de las cortes, ordenó «que todo ome o muger que fuere sano y tal que pueda afanar que les apremien los alcaldes de las cibdades é villas e lugares de nuestros regnos que afanen y vayan a trabajar o labrar, o vivan con señores, o que aprendan oficios en que se mantengan, e que non los consientan que estén baldíos.»
Sobre este mismo particular se dictaron otras varias disposiciones, ya generales, ya municipales, en esta misma época, imponiendo penas severas y aun crueles, si bien todas ineficaces, porque no era el medio de poner coto a la verdadera indigencia el mandar trabajar, sino ofrecer trabajo a las clases menesterosas. En el año de 1555 solicitaron las cortes del reino la creación en todos los pueblos de un padre de los pobres, o «una persona diputada que tenga cargo de buscarles en que entiendan, poniendo a unos a oficio y a otros dándoles cada día en que trabajar, así en obras como en otras cosas, conforme a su disposición, y a la que tuviere tal ciudad o villa.» Pero a pesar de tan buenos deseos, los abusos crecieron con rapidez y la gravedad del mal, hizo pensar a los políticos en el modo de atajarlos. El canónigo don Miguel de Giginta escribió un proyecto para el socorro de los verdaderos pobres, encaminado a recogerlos en hospicios, el cual fue también acogido por el reino, que suplicó el rey lo pusiese en ejecución. Las leyes, sin embargo, no aplicaron hasta muy tarde los principios de justicia y de buen gobierno al socorro de la indigencia, y continuaron confundiendo al pobre valido con el hombre voluntariamente ocioso, vagabundo y mal entretenido.
En esta parte la legislación moderna es más justa y más ilustrada, porque no reputa vago a todo mendigo, sino solamente al que, pudiendo, no se dedica a ningún oficio o industria, y como el legislador no distingue si el impedimento ha de ser personal o común a la clase obrera, las reglas de una recta interpretación nos conducen a establecer que nuestra jurisprudencia administrativa excluye de la nota de vagancia no solo a los trabajadores inválidos sino también a los válidos que mendigan el pan por causas independientes de su voluntad.
El reglamento general de beneficencia dispone que en cuanto sea posible, las casas de socorro proporcionen trabajo a aquellas personas de ambos sexos, que siendo naturales de la provincia, no hallen en ciertas temporadas ocupación y carezcan de recursos con que vivir, debiendo ser retribuidas, no por jornal, sino por obra, arreglándola según la naturaleza y calidad del trabajo; y también establece, a propósito de socorros domiciliarios, que cuando la necesidad provenga de falta de empleo, las juntas parroquiales de beneficencia procuren suministrar materias primeras a los individuos de ambos sexos.
Terminaremos este artículo con algunas indicaciones relativas al ejercicio público de la mendicidad.
Nuestro código penal castiga como un delito el pedir habitualmente limosna sin la debida licencia; también castiga al mendigo que bajo un motivo falso la hubiere obtenido o si continuara mendigando después de haber cesado la causa de ella.
Hay, en efecto, un interés de orden público en prohibir a todo hombre apto para trabajar que implore de la caridad la subsistencia que debe ganar con su trabajo. Es una ley de la naturaleza y de la sociedad comer el pan con el sudor del rostro, y quien la quebranta manteniéndose en un ocio voluntario y vive a expensas de otro individuo, es un miembro pernicioso al Estado.
Algunos escritores, sin embargo, combaten estas ideas y proponen la libertad omnímoda de implorar la caridad pública, porque dicen que al pobre debe concedérsele la libertad de mendigar como al obrero la libertad de industria. Suprímase la mendicidad sin violar las reglas de la justicia, añaden, y se destruirá la parte más degradante y afrentosa de la miseria; pero ni la prisión ni la cadena remedian la miseria; ni la eficacia de todo el código penal alcanza para aliviar las desgracias tanto como un óbolo de limosna.
Dése el valor que se quiera a estos argumentos, lo cierto es que al dictar una ley de pobres debe el gobierno atender a muchos intereses distintos. Los hay políticos, económicos, de orden público, morales y religiosos. Todos deben pesarse con imparcialidad, si bien inclinándose la administración a proteger siempre el principio moral.
Entre nosotros, y aun prescindiendo de las leyes de Partida en que se contienen severas disposiciones sobre este punto, apenas se han celebrado cortes en el siglo XVI, en que no se clamase contra los abusos de la mendicidad, proponiendo medios para atajar este mal. Las de Valladolid de 1523 propusieron que los pobres no pudieran mendigar fuera del pueblo de su domicilio, y en las de 1525 se añadió que aun con esta restricción no pudiese implorarse la caridad pública sin un permiso de la autoridad municipal. La Novísima Recopilación estableció esta misma doctrina, que ha venido rigiendo hasta el día, aunque con algunas modificaciones. Hoy por ejemplo, no se permite pedir limosna en los puntos donde hay casas de socorro o de beneficencia, y en los restantes se permite, contando con la licencia de la autoridad, que la expide después de informarse de las circunstancias del pobre. Los jefes políticos disponen la traslación de los mendigos a los pueblos de su domicilio o naturaleza, cuyas autoridades les dan socorro, previos los informes convenientes para conocer las verdaderas necesidades de cada uno.
No está previsto, sin embargo, un caso muy posible, en el cual debiera hacer una excepción, que es cuando el número de pobres de un distrito municipal fuere tan considerable, que el socorrerlos se convirtiese en carga muy pesada para los vecinos. Entonces no sería equitativo que ellos solos soportasen el gravamen, antes los principios de la justicia y las reglas de la conveniencia pública exigen que acudan en auxilio del ayuntamiento, la provincia o el Estado, según lo grave del mal y lo difícil del remedio.
Por último, conviene no perder de vista al tocar este punto, que los establecimientos de beneficencia pública a donde se precisa a acogerse a los pobres, están en el estado más lastimoso, y que allí reciben los infelices un trato y una asistencia que temen más que la miseria misma. Mentira parece que, cuando se les quiere llevar a los llamados asilos de misericordia ellos huyan como si fueran a ser encerrados en las paredes de un calabozo.
Quien quisiere mayores detalles sobre la pobreza en sus relaciones con la administración, puede leer el excelente curso de derecho administrativo del señor Colmeiro, de donde hemos tomado las doctrinas de este artículo, que allí están expuestas con mucha mayor extensión y copia de datos.