Filosofía en español 
Filosofía en español


Literatura

No sin razón están comprendidas las ciencias y las letras en la significación de la voz literatura, pues entre las unas y las otras hay estrecho parentesco, y si aquellas contribuyen a la prosperidad de estas, también necesitan de ellas para comunicarse más generalmente y pasar de una edad a otra, de generación en generación. Considerándola bajo este aspecto, hay que distinguir: 1º su principio, sus progresos, sus vicisitudes, su prosperidad y decadencia, en una palabra, su historia puede considerarse como una parte muy principal de la del entendimiento humano: y 2º como se formó el arte, como vinieron a quedar sujetas las producciones literarias de toda especie a leyes estables fundadas en nuestra naturaleza y apoyadas por la razón y la filosofía.

I

Muchas y muy diversas son las opiniones sustentadas hasta ahora sobre el principio de las ciencias y las letras. Escritores ha habido que han tratado largamente de escritos y bibliotecas anteriores al diluvio, creyendo o presumiendo al menos que existieron; mas otros, a quienes sin duda debió de parecer inútil tarea la de llevar sus investigaciones sobre este punto más allá de los tiempos en que los descendientes de Noé se extendieron por el mundo, han consagrado sus esfuerzos solo a investigar cuál de las naciones formadas después del universal castigo de la raza humana fue la primera que se distinguió en cultivar las ciencias y las letras. La India, la China, los caldeos y los persas, los egipcios y los hebreos, y aun también los etruscos, son los pueblos a quienes se ha atribuido la primacía en el saber; pero sin embargo de los esfuerzos hechos por los distinguidos varones que han tomado parte en esta contienda literaria, puede decirse con alguna razón que no han conseguido disipar la grande oscuridad que envuelve cuestión tan difícil ni dejarla de todo punto resuelta.

A juzgar por los anales históricos de los chinos, es de creer que, si entre ellos no brilló la luz del saber antes que en ninguna otra nación, a lo menos comenzó a dejarse ver su brillo en una época muy remota. Los monumentos históricos de esta nación alcanzan hasta poco menos de cincuenta siglos antes de la era cristiana, siendo de notar que desde tan remota época presentan una sucesión no interrumpida de sus soberanos, dándoles a conocer muy individualmente. Foi, que tuvo el imperio treinta siglos antes de la venida de Jesucristo, no es menos conocido por sus hechos que Filipo y Alejandro, a pesar de haber vivido estos en tiempos muy posteriores. Durante su reinado hizo la astronomía notables progresos en la China, y su portentoso ingenio enriqueció la ciencia con unas tablas astronómicas tenidas en mucha estima y con algunas noticias de los movimientos y figuras de los astros. Cuatro siglos después reinó Hoang-ti, emperador que también se distinguió como amante del saber; que protegió singularmente los estudios, y que creando el tribunal de la historia y el de las matemáticas, dejó unida su fama a la de tan gloriosos monumentos literarios. Y no solo las matemáticas y la historia, sino la medicina también, y la moral, y la política, y la poesía, fueron objeto del estudio de los chinos, y de la constante protección de sus ilustrados soberanos, llegando entre ellos la poesía a tanta altura que algunos críticos europeos han calificado de excelentes composiciones los dramas chinescos. Mas, aunque tanto favor se dispensó siempre a los estudios y tan honrados fueron los hombres que a ellos se consagraron, no se crea que las ciencias ni las letras han progresado en China al cabo de tanto tiempo; sino mucho menos que en otras naciones de Europa en periodo harto mas corto, siendo las causa de esto, según el decir de hombres eruditos, la dificultad de aprender la escritura chinesca, cuyos caracteres llegan a un número prodigioso, o que los chinos, contentos con el caudal literario que han heredado de las antiguas generaciones, no han tenido actividad ni estímulo suficiente para acrecentarlo.

La India es otra de las naciones asiáticas, a cuya civilización se atribuye una antigüedad muy remota. El Shastah, obra considerada como el más notable de sus monumentos literarios, es un libro, que según la opinión de algunos escritores, cuenta ya mas de cincuenta siglos de existencia; pero en el concepto de otros no faltos de erudición ni de ingenio, lejos de pertenecer a una época tan lejana, ni aun siquiera hay razón bastante para tenerle por anterior a la era cristiana. No ha faltado quien sostenga que la fama de la sabiduría de los brachmanes o sacerdotes de la India, únicos depositarios de la ciencia en esta nación, movió a algunos de los antiguos filósofos de Grecia a visitarlos, y que estos, entre los cuales se hace mención de Tales y Pitágoras, después de haber aprendido mucho de aquellos, llevaron a su patria la ciencia que habían adquirido, pero también se ha negado la influencia de la civilización indiana en los progresos de la griega, teniendo por fundamento la idea de que en las épocas de estas peregrinaciones nada podían enseñar a los filósofos de Grecia los sacerdotes de la India.

En el Asia existieron los caldeos, que se atribuían una antigüedad fabulosa, puesta en duda hasta por los antiguos griegos y romanos, y de cuyos conocimientos astronómicos nos dejaron algunas noticias Tolomeo y Séneca, y también existió el poderoso imperio de los persas, cuya escritura sagrada, objeto del estudio y las meditaciones de muchos hombres doctos en los tiempos modernos, es el libro llamado Zend-Avesta, que unos atribuyen a Zoroastro y otros tienen por obra de algún impostor que vivió en edad menos remota.

No podríamos negar sin injusticia a los hebreos el haber sido una de las primeras naciones, en que el saber dio preciosos frutos, pues, prescindiendo de si su literatura tuvo o no principio, cuando los hijos de Jacob vinieron a Egipto, es lo cierto que apenas abandonaron esta región los israelitas conducidos por Moisés, éste y su hermana María entonaron un cántico poético que prueba harto bien que la poesía hebrea no se hallaba en aquella época en su infancia: el libro de Job, que también se cree haberse escrito en aquel tiempo, puede considerarse por su estilo como un poema de no escaso mérito, y poco después compuso Moisés una larga e importante historia, en que hasta los mismos gentiles no han podido menos de confesar que se encuentran pasajes de sublime elocuencia.

De los fenicios, que tan famosos fueron por sus riquezas, por su navegación y por su comercio, tenemos pocas noticias literarias. Joseph Hebreo, sostiene que cuando los griegos no conocían aún la escritura, los tirios y otros pueblos de Fenicia tenían ya obras históricas, filosóficas y políticas. Cadmo, a quien se atribuye la invención del alfabeto griego, y Moseo, reputado por autor del sistema de los átomos, fueron fenicios.

No es mucho tampoco lo que sabemos de los habitantes de la Arabia en los tiempos anteriores a Mahoma; pero refiriéndonos a lo que sobre ellos dejaron escrito algunos de los escritores árabes que florecieron en España, durante la dominación muslímica, podemos decir que no les era desconocida la poesía.

En el África solo los egipcios merecieron que se escribiese su nombre en la historia de las ciencias y las letras al lado del de las naciones antiguas más cultas y civilizadas. De la grande altura a que llegaron las artes en esta nación dan testimonio elocuentísimo los maravillosos monumentos que el tiempo no ha consumido. La teología, la medicina, la filosofía y la política fueron ciencias en que los egipcios hicieron grandes progresos; Tales, Pitágoras, Solón y otros filósofos de los más celebrados de Grecia viajaron a Egipto con el objeto de instruirse. La música floreció allí también, de donde puede inferirse con alguna razón que no fue desconocida la poesía.

Cuando se estaba contendiendo sobre la antigüedad de las naciones que hemos mencionado en el cultivo de las ciencias y las letras, apareció Bailly en el palenque literario y atrajo la atención de todos con una opinión enteramente nueva. Este distinguido escritor que floreció hacia fines del siglo pasado, confiando en su erudición y en la agudeza de su ingenio, pretendió demostrar la existencia de un pueblo superior en antigüedad a todos los del Asia y del África conocidos hasta entonces, y al cual correspondía la gloria de haber derramado la luz del saber en las tres partes del antiguo mundo; pero aunque no faltaron partidarios de esta opinión ingeniosamente sostenida y con no poca elocuencia, tampoco dejó de tener impugnadores, pues algunos, fijando su atención menos en las bellezas del estilo de Bailly que en las pruebas que aduce para demostrar la existencia de la Atlántida y la antigüedad de su civilización, han observado que le faltó mucho para llegar al fin que se proponía: lo primero por no haber conseguido determinar cuando y dónde existió la Atlántida, que unas veces parece anterior al diluvio y otras posterior, unas veces situada a los 49º de latitud septentrional, y otras en el septentrión de la Europa a mucha mayor altura: lo segundo, porque su manera de combinar la cronología es arbitraria y no fundada en monumentos ni en ejemplos antiguos, y lo tercero porque sus argumentos son más ingeniosos que sólidos, habiendo entre ellos no pocas fábulas vulgares y siendo tomados otros de fuentes que no merecen gran crédito.

Fijando ya nuestra atención en las naciones de Europa, diremos que es opinión de muchos escritores haberse distinguido los primitivos pueblos que habitaron esta parte del mundo, no por su civilización, sino por cierta especie de ferocidad salvaje y por la falta de cultura: pero también ha habido quien en el estudio de la civilización de los etruscos, a quienes algo sin duda, debieron los romanos, haya encontrado razones para dar mayor antigüedad a esta nación que a ninguna otra en el saber, y para tenerla, por maestra de las más antiguas. Sin embargo, por muy remotos que sean los tiempos a que pertenecen los monumentos y los vestigios de la civilización etrusca, tiénese generalmente por cierto que son posteriores a aquellos en que el saber había hecho grandes progresos en algunas de las naciones del Asia, y si bien es verdad que no se ha conseguido demostrar en cual de aquellas tuvieron su cuna las ciencias y las letras, al menos no faltan razones poderosas que inclinan a creer que no nacieron en el África ni en la Europa, y mucho menos en la América.

Tiempo es de que hablemos de los dos pueblos más célebres de la antigüedad por las ciencias y las letras; de los griegos, que podemos considerar como maestros de las naciones de Europa en todo género de conocimientos, y de los romanos que aprendieron de ellos y derramaron lo que habían aprendido per la vasta extensión de su imperio.

Nada diremos del estado de barbarie en que vivían los griegos en tiempo de Pelasgo, según los pintan algunos historiadores. Cecrope y otros aventureros egipcios y fenicios que se establecieron en Grecia derramaron en ella las semillas de una civilización que señaló sus primeros progresos con la expedición de los argonautas y la guerra de Tebas, y se ostentó rica y esplendorosa en los inmortales poemas de Homero poco después de la guerra de Troya. Este acontecimiento memorable en que la Grecia toda movió sus armas contra la soberbia Ilion para castigar la violación de las leyes de la hospitalidad y vengar el ultraje hecho al rey de Esparta fue sin duda muy fecundo en consecuencias de grande importancia para los griegos. Por una parte el incendio y la ruina de aquella rica y populosa ciudad, cuyos muros no habían bastado para librar de la muerte al robador de Elena, dio en el Asia a los vencedores de los troyanos una influencia que no podía menos de serles muy provechosa. Por otra las mudanzas que se habían realizado en los estados de algunos príncipes durante su larga ausencia, fue causa de que se establecieran en las costas asiáticas y en algunos otros puntos colonias griegas que en breve alcanzaron no poca prosperidad y contribuyeron a extender el trato de los griegos con otras naciones civilizadas ricas y florecientes, con lo cual se aumentaron su comercio y sus riquezas y se ensancharon los límites de sus conocimientos. Además el valor de los héroes que habían tomado parte en aquella empresa, las numerosas hazañas con que se habían hecho ilustres, la sagacidad y prudencia con que otros contribuyeron al vencimiento, lo variado y maravilloso de los sucesos y la magnificencia de la corte de Priamo concurrieron a inflamar la imaginación de los griegos, quienes deseando conservar la memoria de tan famosa guerra, hicieron de sus relaciones otros tantos poemas. El griego Palamedes que había peleado contra los troyanos; era un gran poeta, según el decir de Suidas, y escribió sobre dicha guerra en caracteres dóricos, imitándole en esto su discípulo Corino, que compuso un poema sobre el mismo asunto. De Sirifo, secretario de Teucro, de Dittis y del frigio Dareto, también se hace mención como escritores que trataron de aquellos acontecimientos, y no ha faltado quien atribuya a otro griego, llamado Siagrio, la composición de una pequeña Iliada, ni quien sospeche que Homero tomó algo de ella para la suya.

Aunque antes de esta época se hubiese ejercitado el genio poético de los griegos en producciones que nos son desconocidas, aun ue sea difícil de creer que la poesía griega llegó de pronto a la altura en que la vemos en la Iliada y en la Odisea, no sin razón se ha dicho que en estos dos monumentos admirables tiene principio la literatura helénica, de cuyos ulteriores progresos no podemos dar noticia sino muy sumariamente, porque no nos permite otra cosa la naturaleza de este artículo.

La Grecia, después de haber tenido a Homero, padre de la poesía épica, no dejó de producir poetas excelentes y en gran número, que descollaron en todos los demás géneros y supieron llevarlos casi al mayor grado de perfección posible. Algo más tarde, abolida la monarquía en algunos estados, el deseo de influir por medio de la palabra en las asambleas populares, hizo tener en grande estima la oratoria, y tales progresos se hicieron en ella en poco tiempo, que bien puede asegurarse no haber tenido jamás nación alguna tantos y tan insignes oradores como Atenas solamente. Modelos admirables de historiadores fueron Herodoto, Tucidides y Jenofonte; grandes filólogos Aristóteles, Longino, Demetrio y Dionisio de Halicarnaso. No hubo, en fin, género alguno literario que no se cultivara por los griegos felizmente, y en que no dieran asombrosas muestras de la fecundidad de su ingenio. Pero las alabanzas que la posteridad ha tributado a la raza helénica no son debidas solamente a sus adelantos en las letras, sino también a los que hizo en las ciencias. En ningún país hubo tantos filósofos profundos, como en la Grecia, ni tantas ni tan diferentes escuelas filosóficas. La moral, la política, la medicina, la astronomía, las matemáticas, todos los ramos, en fin, del saber humano prosperaron allí de tal suerte que con razón se ha dicho por algunos escritores, que si la sabiduría se ostentó en algún pueblo con toda su luz, fue solamente entre los griegos.

No será ocioso detenernos un momento para apuntar siquiera las causas principales que concurrieron a producir tan maravillosos adelantos en las ciencias y en las letras. Por una parte la situación geográfica de la Grecia y las numerosas colonias salidas de ella y establecidas en diversos puntos de Asia, África y España, eran lo más a propósito para que los griegos tuviesen trato y comercio con muchos pueblos diferentes, lo cual no podía menos de contribuir a aumentar sus conocimientos. Por otra, la publicidad de los estudios y la libertad en la enseñanza eran en extremo favorables a la comunicación de las ideas. El saber no estaba vinculado en los sacerdotes de Grecia como en los de la India y Egipto. Todos podían dedicarse al estudio; a todos era fácil aprender, por humilde que fuese su condición, porque los filósofos daban sus lecciones públicamente en las plazas y en los pórticos, buscando la gloria de difundir el saber, y comunicarlo cuanto era posible considerándolo como una riqueza de que todos debían participar, y no como un tesoro de que ellos debieran gozar exclusivamente. No era poco que el talento encontrase abiertos todos los caminos, pero no era menos el que para ir por ellos le sobrase eficaz protección y estímulo poderoso. Anacarsis, a pesar de ser scita, logró ser muy estimado y favorecido de Creso, rey de Lidia, solo por haberse distinguido algo en la filosofía. Esopo, a pesar de ser esclavo, alcanzó que los atenienses le erigieran una estatua. En los juegos públicos, donde se reunía la nación para juzgar de la belleza de los cuadros, de la habilidad de los músicos y del mérito de las composiciones literarias, hallaba el talento admiración, aplausos, celebridad y honores, lo cual era bastante para encaminarlo poderosamente a la perfección en sus obras. De iodo esto nació que la literatura helénica fuese en extremo popular, porque habiéndose alimentado con los aplausos del pueblo era imposible que no aspirase a contentarlo, halagando sus ideas reflejando sus sentimientos y creencias.

Sostienen algunos hombres eruditos que las letras comenzaron a decaer entre los griegos, cuando se destruyó el imperio de Alejandro; mas aunque sea forzoso convenir en que nunca hubo tan grandes oradores, ni tan buenos poetas, ni tan excelentes escritores como en los tiempos que precedieron a la muerte del conquistador macedón, también es cierto que después florecieron historiadores y poetas justamente célebres, y que en las matemáticas y en la filosofía, lejos de atrasarse continuaron los adelantos. En una palabra, la decadencia, tuvo principio en las letras, se comunicó mucho más tarde a las ciencias y nunca fue rápida si no lenta.

Hasta cerca de siglos después de la fundación de Roma no comenzaron a cultivarse en ella las letras, debiéndose esto al trato de los romanos con los griegos. Ocupado el pueblo rey, durante este largo periodo, en continuas guerras, ni aun siquiera había pensado en otra gloria que la militar; pero cuando sus armas victoriosas entraron en la Grecia-Magna y en Sicilia, tanta impresión hizo en el espíritu de aquella gente guerrera el saber y la cultura de los griegos, que muy en breve comenzó a dar muestra de amor a las letras y mas tarde llegó a cultivarlas tan felizmente, que a la fama de sus conquistas unió la celebridad literaria, no pareciendo si no que en esto aspiraba a contender también con los griegos después de haberlos superado en las armas.

Los griegos Livio Andrónico, Nevio y Ennio fueron los primeros que en Roma alimentaron con sus composiciones dramáticas escritas en el idioma del Lacio el naciente amor a la literatura. Livio escribió además en verso una obra cuyo asunto era la primera guerra púnica, y Ennio los anales de las empresas memorables de los romanos; pero ninguno de los dos alcanzó la gloria del poeta épico, no siendo sus obras dignas de ser tenidas por poemas, sino cuando a mas de ser consideradas como historias, ni las producciones dramáticas de estos ingenios tuvieron mérito bastante para ser leídas en los felices tiempos de la literatura romana. Mas para nosotros, que no podemos juzgar de estos escritores si no por las escasas noticias de sus obras que nos dejaron los mismos romanos, la literatura latina empieza en Plauto y Terencio, poetas de no escaso mérito, cuyas comedias son los monumentos literarios mas antiguos que conocemos de aquella nación. Terencio es superior a Plauto, y Afranio debió de superar a los dos como poeta cómico, cuando le llamaron el Menandro romano.

Cerca de un siglo antes de la era cristiana floreció Lucrecio, autor de un poema didascálico, en el cual, según el decir de algunos críticos, no solo igualó si no superó a los griegos que más fama habían alcanzado, exponiendo en verso sus doctrinas, y en tiempos posteriores cultivó Virgilio este género de poesía con tanta felicidad, que sus Geórgicas están tenidas por la obra más acabada de las literaturas antiguas y modernas. Casi al mismo tiempo que Lucrecio floreció Lucilio que dejó bosquejada la sátira, género no conocido de los griegos, y que después elevaron a un alto grado de perfección Horacio, Juvenal y Persio. En la poesía elegiaca descollaron Tibulo, Propercio y Ovidio, poeta elegantísimo y tan original como fecundo, que dio notables muestras de su ingenio en otros varios géneros de composiciones. Catulo y el español Marcial escribieron gran número de excelentes epigramas. Horacio, que por su epístola a los Pisones y por otras composiciones didácticas merece ser considerado como maestro en el difícil arte de escribir, no solo de los antiguos romanos si no de toda la posteridad, alcanzó con sus odas no menos celebridad que Píndaro, reuniendo todas las gracias de los mejores poetas líricos de Grecia. La poesía bucólica fue cultivada por Virgilio, de manera que llegó casi a igualar a Teócrito.

Mas para el fecundo genio del poeta mantuano era poco la gloria que había adquirido en este género y en el didascálico, y quiso alcanzar laureles de más subido precio, cantando en el idioma latino, tan limado ya y enriquecido por otros ingenios, las proezas y aventuras del héroe troyano que venció a Turno y consiguió fundar en el Lacio el reino de donde traía su origen el pueblo destructor de Cartago, el pueblo rey, superior a todos en la guerra, como dice en el principio de la Eneida. Viviendo en siglo en que la grandeza del poder romano era bastante para causar asombro y maravilla, y en que las letras eran mas que nunca honradas, y protegidas en Roma, tuvo aliento suficiente para acrecentar la gloria literaria de aquella nación con una obra que le valió el aplauso y la admiración de sus contemporáneos y que inmortalizó su nombre en las generaciones futuras. La comparación entre Homero y Virgilio ha dado origen a largas contiendas literarias; pero todos los críticos convienen en que uno y otro fueron poetas dotados de extraordinario genio; y aunque es general opinión que en los poemas del primero se encuentra más originalidad, más riqueza de imaginación, más fuego y más valentía en la expresión, la exactitud, la nobleza, el artificio, la grandeza del diseño y otras muchas bellezas de la Eneida hacen que no sea menos estimada que la Iliada y la Odisea.

Nunca llegó la tragedia en Roma a tanto esplendor como la poesía épica. Marco Tulio Cicerón y otros romanos eruditos, elogian a Pacuvio y Aecio como poetas trágicos. Quintiliano alabó el Tieste de Vario y la Medea de Ovidio; pero no quedándonos otro monumento para juzgar del teatro trágico de los romanos que las tragedias de Séneca, fuerza es decir que este género no fue tan felizmente cultivado por ellos como los otros.

Hemos visto que entre los romanos floreció la poesía antes que ningún otro ramo de la literatura, mas no por eso quedaron sin cultivo los demás ni dejaron de dar abundantes y preciosos frutos.

Aunque Antonio, Craso, Hortensio y César debieron ser notables oradores, según los elogios que les tributa Cicerón, no cabe dudar que el número de los varones, famosos por su elocuencia fue menor en Roma que en Atenas; mas, si en esto fueron los griegos superiores a los romanos, también es cierto que en Marco Tulio brilló la elocuencia romana con admirable esplendor, reuniéndose en él solo la sutileza de Lisías, la suavidad de Iperides, la plenitud de Eschines, la abundancia de Platón y la fuerza de Demóstenes. Así, pues, sus arengas son y serán consideradas, mientras en las naciones cultas no desaparezca el buen gusto, como modelos no menos dignos de admiración y de estudio que las del príncipe de los oradores de Atenas.

En una nación que había llegado a ser señora del mundo, y donde las letras estaban florecientes, no podían fallar historiadores insignes. Julio César, capitán de los mas esclarecidos que se conocieron en las edades antiguas y modernas, y de quien se ha dicho que no hubo género de literatura al cual no consagrase sus estudios, dejó en sus comentarios De bello galico et civile un modelo de elegante sencillez y concisión, uniendo así la gloria literaria a la de las armas. Cornelio Nepote ha merecido no pocas alabanzas por sus Vidas de capitanes ilustres. Salustio, a quien los críticos tienen por igual a Tucídides, alcanzó perdurable fama trasmitiendo a las generaciones futuras la memoria de los sucesos de la guerra de Yugurta y de la de Catilina. Tilo Livio y Cornelio Tácito, que florecieron después, han sido y son considerados, con harta razón, como historiadores dignos de admiración, y cuyas obras deben tenerse por bellísimos modelos del genero histórico. Pero además de estos varones eminentes que tanto esplendor dieron a la literatura latina, merecen ser citados como escritores de igual género, aunque no tan célebres ni merecedores de tan grandes alabanzas, Floro, Quinto Curcio, Justino, Suetonio, Valerio Máximo, Frontino, y aun también Pomponio Mela, cuyo tratado De situ orbis no parece sino destinado a la ilustración de la historia antigua.

Tampoco faltó entre los romanos quien se dedicara a los estudios filológicos, y alcanzara en ellos celebridad. Varron, Aulo Celio, Plinio el Joven, Quintiliano, Boecio y Macrobio, forman sin duda una clase de filólogos. Servio, Asconio, Pediano, Donato y algunos otros, sobresalieron en los estudios gramaticales en tiempos en que ya habían florecido no pocos gramáticos famosos, cuyas vidas escribió Suetonio. No hubo, en fin, ramo alguno de las bellas letras en que aquella nación no tuviera hombres notables.

Pero las ciencias, ni fueron tan generalmente cultivadas en Roma, ni el ingenio romano llegó a dar en ellas tan abundante fruto, no obstante, que “el decoro romano, como dice el abate Andrés, la profunda política y el recto modo de pensar de aquella noble nación, parecían más adaptables a los estudios serios y a la sublimidad de las ciencias que a la belleza y amenidad de las buenas letras.” Pocos fueron sin duda entre aquellos hombres de tan claro ingenio, los que se consagraron al estudio de las matemáticas; pero hubo, sin embargo, un Sesto Pompeyo, a quien elogiaba Cicerón por haberse dedicado a estudiar la geometría, y un C. Galo que se deleitaba en las observaciones y sabía pronosticar los eclipses. Tampoco desdeñó Varrón el estudio de esta ciencia, y Julio César debió ser no poco entendido en ella, como lo prueban el puente que hizo construir sobre el Rin y las máquinas de que mas de una vez se sirvió en sus empresas, bastando la reforma que hizo en el calendario romano para tener por cierto que no eran pocos sus conocimientos astronómicos, aunque Plinio y Macrobio no hubiesen asegurado que sobre tan difícil materia había escrito algunos libros. Julio Frontino y Vitrubio, sino cultivaron las matemáticas, trataron en sus obras de materias que pertenecen a esta ciencia, y sus trabajos se tienen con harta razón en mucha estima.

En cuanto a la filosofía no hicieron otra cosa los romanos que seguir por los caminos que habían trazado los filósofos griegos. Séneca hace mención de un filósofo llamado Sextio que aspiró a ser en Roma jefe de una nueva secta filosófica, pero no llegó a tener sino unos pocos secuaces de su doctrina, que era una mezcla de la de los pitagóricos y los estoicos. Catón, Bruto, Varrón y otros romanos ilustres estudiaban con ardor la filosofía de los griegos, y tenían por deleite ocuparse en la comparación y examen de sus opuestas sentencias; pero entre todos los ciudadanos de Roma que tuvieron por noble ocupación los estudios filosóficos, ninguno es tan digno de memoria como Marco Tulio Cicerón, tanto por lo extenso de sus conocimientos cuanto por haber hecho que la filosofía hablase en el idioma del Lacio con elocuencia igual a la que tan célebre lo había dado en la tribuna. Séneca y Plinio son notables también como filósofos entre los escritores ilustres de Roma. El primero pertenecía a la secta de los estoicos; pero considerado como escritor se encuentra no poca novedad en sus pensamientos y sublimidad en sus sentencias, prendas que unidas a su método son mas que bastantes para olvidar las sutilezas y las cuestiones de ninguna importancia con que a veces se encuentran mezcladas las más importantes en sus obras. La Historia natural del segundo es un tesoro de varia erudición, con el cual enriqueció la filosofía natural, acumulando un gran número de noticias que solo hubieran podido reunir en aquellos tiempos su incansable laboriosidad y exquisita diligencia.

Las ciencias naturales fueron de las menos estudiadas por los romanos. La medicina no solo fue desdeñada de ellos al principio; sino también aborrecida, y aun cuando Asclepiades consiguió después que no se le tuviese esta aversión, nunca fue ejercida si no por los griegos. Celso fue el único escritor latino que se dedicó a ilustrarla con sus obras; pero tampoco se sabe que hubiese llegado a ejercerla, siendo general opinión que escribió sobre la medicina, lo mismo que sobre el arte militar, como hombre muy erudito; pero sin haberse consagrado jamás al ejercicio de ninguna de ellas.

Hubo, sin embargo, para los romanos una ciencia predilecta en que merecen ser tenidos por maestros de las naciones mas cultas, ciencia cultivada con ardor en los tiempos de la república y en los del imperio por muchos varones eminentes, debiéndose esta predilección en gran parte a las costumbres y a la constitución política de aquel pueblo. “La jurisprudencia, dice el abate Andrés, es la única facultad que propiamente puede llamarse la ciencia de los romanos. Las más nobles y principales familias la ejercían públicamente, y en Roma el estudio legal se atrevía a competir con el arte militar y con la oratoria;” y ciertamente no es de admirar que así sucediese si se tiene en cuenta que los hombres que lograban distinguirse como jurisconsultos tenían abierto ancho camino para alcanzar fama, honores y riquezas.

Paulo asegura que en los primeros tiempos de Roma floreció un jurisconsulto célebre llamado Papirio, que formó un código con las leyes reales: Tiberio Coruneanio tuvo en aquella ciudad, a principios del siglo V de su fundación, una escuela de jurisprudencia: Cicerón y Tito Livio hablaron de Catón el Censor como de hombre de gran saber en el derecho: Marco Catón, M. Junio y otros, son citados como excelentes profesores de esta ciencia, y Mucio Scévola mereció también ser honrado por Marco Tulio con los títulos de elocuente y sabio en el derecho. En tiempo de los emperadores prosperaron todavía más estos estudios y se elevó a mayor altura la ciencia de las leyes. Augusto honró y distinguió a los dos célebres jurisconsultos Antistio Labeón y Ateyo Capitón, cuyas opuestas opiniones en cuanto al modo de entender las leyes dieron origen a dos famosas escuelas que produjeron no escaso número de esclarecidos juristas. A ellas pertenecieron Papiniano, Ulpiano, Paulo y Modestino, que alcanzaron gran fama por su saber y conservaron en sus escritos la pureza y hermosura del idioma romano, y la nobleza del estilo en tiempos en que la literatura latina había venido a un estado de lamentable decadencia.

Ningún otro ramo del saber humano cuadraba tanto como este al genio dominador de aquella nación, y por eso fue tan constantemente favorecido y llegó a tanta altura sin que su prosperidad fuera debida a la influencia de los griegos. En cuanto a los demás, forzoso es convenir con algunos doctos escritores que han asentado que la literatura latina apenas se diferencia de la griega en otra cosa que en el lenguaje. El abate Andrés, no conformándose con la opinión de otros eruditos que han señalado dos épocas distintas para determinar cuando llegaron aquellas a tener mas esplendor, sostiene que la literatura romana se encontrará toda griega bajo cualquier aspecto que se considere, no habiendo razón por consiguiente para formar de cada una de ellas una época distinta, y para demostrarlo dice: “La poesía estaba sujeta en ambas a las mismas leyes, y una y otra tenían las mismas medidas: la elocuencia romana no podía salir de los términos que había señalado la griega. Tulio y Virgilio estudiaban en Roma los mismos modelos que en Grecia se proponían imitar Apolonio Rodio, y Dion Crisóstomo. Griegos eran los ejemplares que encargaba Horacio a los romanos registrasen noche y día para aprender el buen gusto: griegos los maestros que enseñaban en Roma las buenas letras y las ciencias: griegas las artes y la disciplina de que estaba llena la Italia. En suma, griega era toda la literatura romana, y no podía formar por sí una familia que debiese tomar nombre distinto que su madre la griega. No tenía Roma aquellos establecimientos públicos, aquellas escuelas, aquellas academias, aquellas universidades literarias, que eran tan frecuentes en Alejandría, en Rodas, en Atenas y en todas las colonias y ciudades de los griegos: los romanos que querían hacer progresos en la literatura y deseaban poseer todo género de doctrina, era preciso que, abandonando la patria, pasasen a Grecia, madre y depositaría de toda la sabiduría, y humillando el orgullo y soberbia romana, se sometiesen a los sujetados griegos. La Grecia, vencida con las armas romanas, tenía con las letras sujeto y cautivo a su fiero vencedor, y mientras la política romana numeraba la Grecia entre sus provincias, contaba la literatura griega el imperio romano por una provincia suya.” Hay, pues, entre los romanos y los griegos la notable diferencia de que estos fueron originales y aquellos fueron imitadores. Los griegos, inspirados de su propio genio y alentados con los grandes honores y recompensas que alcanzaba entre ellos todo género de saber, abrieron nuevos caminos, y con sus esfuerzos llegaron a tan alto grado de perfección en las obras de gusto, que según el decir de algunos críticos, fue imposible a sus secuaces ir más adelante, a pesar de tener en su favor los ejemplos de tan célebres maestros.

A algunos parecerá tal vez exagerada esta opinión, y no creerán que los griegos alcanzaron con la belleza de sus obras literarias hasta un punto en que a cualquiera otra nación fuese imposible superarlos; pero nosotros, sin tomar parte a favor de ninguna de estas opuestas opiniones, diremos que muy bien pudo ser la causa de la falta de invención y originalidad de los romanos en las letras el no haber sido honradas por ellos ni favorecidas tanto como por los griegos. Nunca hubo en Roma aquellos juegos públicos que tan frecuentes eran en Grecia y en que con tanto entusiasmo se premiaban los esfuerzos de los hombres de grande ingenio. No era el pueblo romano en general tan culto, ni tan amante del saber, ni tan capaz de distinguir las bellezas literarias como el pueblo griego: otras eran sus costumbres, otro su gusto, otras sus aficiones dominantes, y por eso sin duda se lamentaba Horacio de que los romanos abandonasen con frecuencia las representaciones dramáticas para ir a presenciar las luchas de los gladiadores, bárbara diversión en que su natural fiereza, les hacía encontrar deleite: por eso los oradores mismos, aunque eran aplaudidos, y admirados por sus elocuentes arengas, tenían que ocultar que habían estudiado los modelos griegos, si aspiraban a conservar su popularidad; siendo bastante para perderla o para no alcanzarla el que se supiese que tenían la literatura griega en alguna estima. Sabemos, porque lo dice un escritor latino, que el pueblo romano, oyendo recitar en el teatro unos versos de Virgilio, se puso en pié y tributó a este ilustre poeta más honores que al mismo Augusto que se hallaba presente; pero ignoramos cuáles fueron los versos de la Eneida que tanto le entusiasmaron, cuál el motivo de que se recitaran, cuáles las demás circunstancias de aquel hecho, que podemos llamar sin ejemplo, porque ninguna razón hay para creer que en Roma se hubiesen celebrado juntas de esta especie en tiempos anteriores.

Muerto Augusto comenzó a decaer la literatura latina y siguió decayendo en los tiempos del imperio, sin embargo de florecer en ellos algunos escritores de grande ingenio, como Tácito, Plinio, Séneca, Quintiliano y otros, y de que los romanos continuaron derramando con más o menos abundancia en los pueblos sujetos a su dominación, las semillas de su propio saber y del que habían adquirido de los griegos.

En tiempo de los emperadores tuvo principio la literatura sagrada, porque habiendo conocido los cristianos que los gentiles, cesando a veces en sus persecuciones se aprovechaban de la filosofía y de las letras no solo para defender sus groseros errores sino para atacar el cristianismo, juzgaron conveniente para la defensa de su fe las armas de la erudición, de la dialéctica y la oratoria, y se dedicaron a estos estudios, no sin tenerlos que abandonar mas de una vez por habérselos prohibido los emperadores. Sin embargo, ya en el siglo IV comenzaron a brillar los genios fecundos de los padres de la iglesia, San Atanasio, obispo de Alejandría, escribió contra los arrianos: San Basilio de Cesárea, en Capadocia, fue escritor hábil y orador elocuente. San Cirilo, obispo de Jerusalén, fue notable por la profundidad y extensión de sus conocimientos teológicos: San Gregorio Nacianceno y San Ambrosio de Milán se distinguieron también por su elocuencia. En los tres siglos siguientes florecieron y ganaron no poca gloria San Juan Crisóstomo, considerado como el más grande orador del cristianismo: San Gerónimo, a quien se tiene por el más sabio doctor de la iglesia latina; San Agustín, filósofo dotado de sutil ingenio; Teodoreto, que se hizo notable por su erudición; y por ultimo, San Gregorio el Grande, cuyo genio brilló en toda la Europa, y San Isidoro, que a la vez descolló como teólogo, gramático, historiador y erudito.

En el siglo V vinieron a quedar las ciencias, y las letras en lamentable abandono en el imperio de Occidente, porque con los trastornos, la destrucción de las ciudades y los estragos que por todas partes hacían los pueblos bárbaros del Norte, ni era fácil, que hubiera quien se dedicase a los estudios, ni podía suceder otra cosa que aumentarse de día en día la ignorancia. Teodorico, rey de los ostrogodos, después de haberse hecho dueño de Italia, aspiró a resucitar la civilización romana, protegiendo las ciencias y las letras, en lo cual no hacía más que seguir los consejos de Casiodoro su ministro, pero ni la conducta de este monarca fue la mas a propósito para llevar a cabo tan notable pensamiento; ni los esfuerzos del filósofo Boecio, condenado a muerte por él, juntos con los de Casiodoro, que acabó sus días en un monasterio, ocupado en formar una gran biblioteca, bastaron para disipar las tinieblas que ya cubrían el Occidente de Europa, y por más de una razón debían aumentarse. En el siglo IX hubo también dos soberanos esclarecidos que trabajaron para restaurar las ciencias y las letras, que en algunos monasterios se habían seguido cultivando, bien que sin salir apenas del recinto de sus claustros y teniendo muy pocos medros. El uno fue Carlo-Magno, que atrayendo a los hombres más eminentes e instruidos de aquella época, estableció conferencias en el palacio imperial, e hizo corregir y recopilar los antiguos manuscritos, y escribir algunas obras proporcionadas a la capacidad de los pueblos, ocupándose él mismo en iluminar las viñetas de los manuscritos, en dirigir la redacción de una gramática alemana y en formar una colección de los cánticos populares de la Germania. El otro soberano ilustre que con sus esfuerzos quiso contribuir a la restauración de las letras en Europa es Alfredo el Grande, quien, después de haber sufrido con singular constancia los reveses de la suerte y de haber conseguido ocupar el trono de Inglaterra, dedicó todos sus cuidados a mantener la paz, siendo uno de ellos el de atraer a algunos hombres notables por su saber y reunirlos en Oxford, donde más adelanle vino a fundarse la universidad más célebre de aquel reino.

Ciertamente no dejaron de dar algún fruto los cuidados de los dos reyes que acabamos de mencionar; pero otra de las causas que más contribuyeron a la restauración de las ciencias y las letras en Europa, fue sin duda la venida de los árabes, que ya las cultivaban con entusiasmo y que antes de entrar en España ya se habían enriquecido con el saber de los griegos y de las demás naciones sujetas a su imperio. La ciudad de Córdoba, después de haberse establecido en España la dinastía de los Omeyas, fue célebre por sus escuelas y por el gran número de sabios, de literatos y poetas que a ella acudían de la Arabia, del Egipto y de los demás países sujetos a la dominación muslímica. Los califas españoles honraban singularmente a todos los que se distinguían por su ciencia o por la belleza de sus composiciones, y formaban ricas bibliotecas, y ambicionaban la gloria de ser celebrados como sabios, como eruditos o como poetas. Así, pues, un pueblo tan culto y tan ilustrado, aunque guerrero y considerado por su religión como enemigo de los cristianos, no podía menos de comunicar a estos alguna parte de su instrucción y de moverlos con su ejemplo. Por eso se le atribuye el haber despertado en los provenzales la afición a la poesía, afición que más tarde se comunicó a Italia y a otras naciones, donde las ciencias y las letras fueron haciendo cada vez mayores progresos, y acercándose al estado en que las encontramos en nuestros tiempos.

II

No están conformes en sus opiniones los que han querido demostrar cuáles fueron los primeros estudios en que se ocuparon los hombres, cuál el primer género literario por ellos cultivado.

Mr. D'Alembert, fundándose en la naturaleza de las facultades intelectuales, sostiene que los hombres antes fueron filósofos que poetas, y antes poetas que eruditos: que la filosofía precedió a la poesía y esta a la erudición. Mas otros escritores, considerando a los hombres como seres dotados de entendimiento pero sujetos al imperio de necesidades físicas, sin cuya satisfacción les hubiera sido imposible vivir, han creído que antes que a ninguna otra cosa se dedicaron a las artes mecánicas, como necesarias para conservar la vida y hacerla más cómoda; que después para amenizarla cultivaron las agradables o liberales en que está comprendida la poesía, y que por último, después de haber llegado la sociedad a cierto grado de cultura, hubo quien consagrara largo tiempo a la observación y al estudio, sin lo cual era imposible que existiese la filosofía.

La opinión, antigua por cierto, de que la poesía era más antigua que la prosa, aunque calificada más de una vez de paradoja, ha hecho esfuerzos por prevalecer en los tiempos modernos, y no ha dejado de encontrar apoyo en la historia. Los primitivos historiadores de América y algunos viajeros que han recorrido esta parte del mundo nos dan noticias de naciones y tribus salvajes que celebraban con cánticos sus ceremonias religiosas, que para lamentar las calamidades públicas, la muerte de sus amigos y la pérdida de sus guerreros, o para celebrar sus victorias o las hazañas de sus héroes, usaban también de la música y los cantares. En lo poco que sabemos de los tiempos fabulosos de la Grecia encontramos más de un dato para creer que la música y la poesía sirvieron en aquel periodo de barbarie para civilizar a los rudos habitadores de aquel país en que después florecieron ingenios tan sublimes y fecundos en obras maravillosas. Apolo, Orfeo y Anfión están representados como poetas y cantores: Minos y Tales cantaban sus leyes, según dice Strabon, acompañándose con sus liras. Los godos tenían por costumbre elegir jefes entre sus bardos o poetas, y Saxon Gramático, que es uno de sus primeros historiadores, confiesa haber encontrado las principales noticias que da de esta gente bárbara en las canciones rúnicas. Ningún monumento literario se conoce que pueda atribuirse a los celtas, pero su sabe que tenían bardos, que gozaban entre ellos de gran consideración y ejercían no pequeño influjo. Entre los antiguos pueblos de las Galias, de la Bretaña y de Irlanda había también esta especie de hombres músicos y poetas a un tiempo, que residían cerca de sus belicosos soberanos, y cantaban sus proezas, y eran sus embajadores, y se consideraban como personas sagradas. Entre los romanos, antes que el trato con los griegos despertara en ellos el amor a las letras, antes de la época a que pertenecen los más antiguos monumentos de su literatura, que hemos podido conocer, ya eran comunes los cantares fesceninos, que habían aprendido de los etruscos. Fuera de algunos cronicones escritos en corrompido latín y desaliñado estilo, y que podían considerarse con alguna razón como los últimos vestigios de la civilización romana ¿qué otra especie de literatura fue la que en España conoció el pueblo cristiano durante el periodo de mayor oscuridad en la edad media, sino los cantares llamados de gesta, las canciones groseras con que celebraban las hazañas de los guerreros? De los antiguos árabes, de aquellos que habitaron la Arabia en tiempos muy anteriores a los de Mahoma, nos dicen sus historiadores que eran muy dados a la poesía, pero ningún otro dato encontramos de donde inferir que tuvieren producciones literarias de otro género. Vemos, pues, que la historia suministra más de un ejemplo en favor de la antigüedad de la poesía.

Mas a pesar de tantos ejemplos históricos y aun de otros muchos que puedan citarse ¿cómo es posible, se dirá, que la poesía sea más antigua que la prosa? A decir verdad, jamás se ha pretendido demostrar ni se ha tenido por probable siquiera que el lenguaje poético fuese familiar a los hombres en la infancia de las sociedades o en épocas de grande ignorancia y falta de cultura; antes se ha creído que viviendo en tal estado se comunicaron en sus necesidades por medio de una prosa tosca y desaliñada, pero que desde los primeros pasos dados por ellos en la vida social se juntaron impelidos por sentimientos comunes y a veces con motivos extraordinarios, y que en estas asambleas generales las diversiones predilectas, los medios únicos de expresar el sentimiento que les animaba, eran el baile, la música y la poesía. Así, pues, en estas ocasiones en que la religión, el espíritu marcial, el dolor que inspiraba alguna calamidad pública, o la alegría producida por algún suceso próspero, exaltaba la imaginación de hombres ignorantes y les hacía expresarse de un modo extraordinario, más enérgico, más pintoresco, más lleno de viveza y colorido, más a propósito, en fin, para hacer en ellos honda impresión y grabar en su mente ideas importantes, y perpetuar la memoria de hazañas o acontecimientos memorables; en estos primeros ensayos de un lenguaje diferente del habitual y común, han encontrado muchos escritores el principio de la literatura de cada nación, y ciertamente es esta y no otra la razón que les ha movido a sostener, no que en tiempo alguno fuese la poesía un medio general de expresarse los hombres, y anterior a la prosa, sino que estos cantares primitivos, aunque muy distantes de la perfección, merecen considerarse como producciones literarias, a las cuales fueron posteriores las composiciones prosaicas.

Lo que debió distinguir del lenguaje común el empleado en estos cantos populares fue por una parte la diferente colocación de las palabras y por otra el uso de las figuras que con más frecuencia sugiere la pasión. Aquellos compositores expresaban sus ideas y sentimientos, siguiendo el orden con que las palabras se presentaban a su imaginación: el entusiasmo y la pasión les hacía engrandecer los objetos, comparar los pequeños con los grandes, invocar a los ausentes, preguntar a las cosas inanimadas: en suma, les movía a usar con mucha frecuencia de la hipérbole, de la alegoría, de la metáfora y la prosopopeya, que es lo que constituye principalmente el lenguaje de la poesía entre los pueblos poco civilizados.

Según la opinión de Blair, la música y la poesía nacieron a la vez y existieron largo tiempo juntas, y lejos de haber razón alguna para tenerlas por hijas de la civilización, merecen considerarse como artes propias de los hombres de todos los países y de todos los tiempos, porque deben su origen a la naturaleza humana. El hombre, dice este escritor, nace músico y poeta. El entusiasmo le inspira el lenguaje poético y le hace acomodar a él ciertos sonidos propios para expresar los movimientos de su alma. El sonido tiene una influencia que hace experimentar sensaciones deliciosas a los pueblos más salvajes, influencia fundada en parte en el hábito y en parte producida por la asociación de las ideas. La música y la poesía nacieron de unas mismas circunstancias, se unieron para un mismo fin, y mientras existieron unidas, aumentaron su influencia. Los primeros poetas cantaban sus propios versos, y, queriendo acomodar sus palabras a la melodía del canto, las sujetaron a cierta cadencia y medida por medio de la inversión o trasposición; y aun cuando no es de creer que esta cadencia fuese muy notable al principio, poco a poco debió de irse perfeccionando, con lo cual llegó a ser un arte la versificación. Antes de haberse inventado o de haberse conocido la escritura solo los cantos populares podían conservarse largo tiempo en la memoria y pasar de una generación a otra, siendo por consiguiente el medio más eficaz para transmitir a la posteridad ideas y sentimientos en que estribaba el orden social, y pudiendo considerarse con alguna razón como los primeros anales que han tenido las naciones. Tales son en suma las ideas de Blair sobre el origen y antigüedad de la poesía.

Durante la infancia de esta es evidente que no pudo haber la distinción de los diferentes géneros que después se han conocido; pero sus elementos, su principio, ya se encerraban en aquellos toscos ensayos. No habría variedad en la forma, pero la materia era diferente. De las primeras composiciones que inspiró el sentimiento religioso, el amor o la alegría, nacieron después los himnos y las odas: las lamentaciones por la muerte de una persona querida produjeron la poesía elegiaca; los cantos que tenían por objeto celebrar a los héroes dieron origen a la epopeya; y como llegó un tiempo en que no teniendo ya por bastante el narrar sus hazañas, se adoptó la costumbre de representarlos en las asambleas y hacerlos hablar entre sí, quedaron echados los cimientos de la poesía dramática. El tiempo y los progresos intelectuales que con él iban haciendo las sociedades dieron a conocer poco la diferencia que en cada asunto había, los diferentes rumbos con que podía dirigirse el entendimiento, las diversas necesidades que había que satisfacer, los varios objetos con que podía usarse de la escritura, invención de las más felices y de las que más han contribuido a los progresos de la civilización en todas las naciones. Los que acertaron a comprender que en el conocimiento exacto de los sucesos de otras tiempos podían encontrarse lecciones provechosas, pusieron su principal cuidado en la verdad de los hechos, y, prescindiendo de los adornos de la poesía, aspiraron a ser historiadores. Otros, consagrando exclusivamente sus desvelos a la investigación de la verdad por medió del raciocinio, ya en lo moral, ya en lo físico, se hicieron filósofos. Los que por sus discursos querían influir en alguna resolución de sus conciudadanos, emplearon ya el calor y vivacidad del estilo poético para persuadirlos, ya la severidad y solidez del razonamiento para convencerlos; y entonces empezaron a ser claros los límites del estilo poético y del oratorio. La poesía, pues, habiendo sido el único caudal literario de las naciones, cuando estas se hallaban en su infancia, vino a ser solo una parte de él con los progresos de la civilización; pero al mismo tiempo adquirió mucha mayor riqueza y variedad en sus formas.

Al paso que se iban distinguiendo las diferencias que constituían cada género literario y se comparaban unas producciones con otras y se notaban sus diferentes efectos se establecían reglas sobre cada una de ellas, y cuando más se adelantaba en este estudio más se ensanchaban los límites del arte con nuevos preceptos. No diremos que este debió su origen a los preceptistas, sino que estos buscaron la idea fecunda de donde dimanaba la belleza de las composiciones, y después de encontrarla no hicieron otra cosa que comunicarla como precepto; pues pensar de otra manera sería tanto atribuir a la casualidad y no al ingenio de los autores el mérito de sus composiciones, lo cual es un absurdo. Señaláronse en lo antiguo como insignes maestros Aristóteles, Horacio, Longino y Quintiliano; pero en los tiempos modernos, habiéndose dado tanta estima a las letras en todas las naciones cultas, y siendo tantos y tan diferentes los estudios que sobre ellas se han hecho, ha crecido en gran manera el número de los preceptistas. Entre estos hay que distinguir dos clases. Comprende la primera todos aquéllos que han seguido más o menos exactamente las huellas de Aristóteles y Horacio, exponiendo breve y sencillamente los preceptos que se consideran como fundamentales en literatura y aplicables a todo género de composiciones, y los relativos a cada especie de estas sin aspirar a la demostración de un principio absoluto, de donde puedan deducirse todos los demás preceptos literarios: en la segunda están comprendidos todos los que han escrito con este objeto, dando sobrado ejercicio a su ingenio el empeño de fijar los límites entre la prosa y la poesía, y el deseo de dar a conocer lo que constituye esencialmente la belleza.

En cuanto a lo primero ya había dicho Horacio en su carta a los Pisones que no bastaba hacer versos para merecer el nombre de poeta; más como también dijo: “ingenium cui sit cui mens divinior atque os magna sonaturum det nominis hujus honorem” ha habido quien tenga el entusiasmo por lo esencial de la poesía; pero ni era bastante que lo hubiera dicho Horacio para tenerlo por cierto sin examen, ni hay razón para creer que con estas palabras quiso expresar otra cosa que las cualidades necesarias para ser gran poeta. El entusiasmo lo mismo puede animar al hombre que escribe un himno o una epopeya que al que pronuncia una arenga; y nadie tendría por acertado el calificar de composición poética un discurso en prosa, que hasta podía ser áspera y desaliñada solo porque el orador se entusiasmara en algunos pasajes. No siendo, pues, la versificación lo que constituye la esencia de la poesía, no siéndolo tampoco el entusiasmo del escritor, ¿en qué otra cosa consiste? Aristóteles dijo que en la imitación, y muchos de los escritores más distinguidos de los tiempos modernos, han convenido en que lo esencial de la poesía es imitar, pero teniendo por objeto la bella naturaleza. No todo lo que en esta encuentre el poeta merece ser objeto de sus composiciones, debiendo excluir lo que no pueda tenerse por bello. El ingenio humano no puede crear, y hasta en las ideas más quiméricas que forma una imaginación delirante no se encuentran sino partes que ella presenta juntas; pero que existen separadas en la naturaleza. Pero si es imposible formar una idea, cuyos elementos no existan en algún modelo, también es verdad que podemos escoger los rasgos de belleza que encontramos separados en diferentes objetos y presentarlos unidos formando por medio de esta unión un conjunto más bello que los originales de donde se han tomado sus partes; pero de ningún modo inverosímil. He aquí en resumen lo que se entiende por imitar la bella naturaleza, y lo que constituye la ciencia, según la manera de juzgar de muchos escritores; pero es de tener en cuenta que, sin embargo de pensar así, son muy pocos los que han convenido en que haya obra alguna que no estando escrita en verso, merezca llamarse poética. La prosa es por consiguiente, según se deduce, de la doctrina que acabamos de exponer, el discurso no sujeto a una cadencia y medida determinada, y en que no se imita la bella naturaleza. Pero hay obras escritas en verso y en las cuales no se encuentra esta imitación, y hay otras en que sucede lo contrario, debiendo tenerse en consecuencia por otras dos especies de todo punto distintas. En resumen, y prescindiendo de la mayor o menor exactitud con que hayan sido definidas la prosa y la poesía, diremos que en esta, como destinada principalmente a agradar, no debe sacrificarse la belleza a la verdad, y que en aquella, como destinada a instruir a los hombres, siempre debe anteponerse la verdad a la belleza, bien que observando en ambas, en cuanto sea posible, el precepto de Homero: Omne tulit punctum qui miscuit utile dulci.

En cuanto a lo que debe entenderse por bello en literatura, réstanos decir por conclusión de este artículo, que la variedad junta con ]a unidad son cualidades esenciales de la belleza, pero al mismo tiempo para que un objeto merezca aquella calificación ha de interesarnos en algún modo y ha de ser perfecto o reunir todas las condiciones necesarias para poder realizar el fin a que esté destinado.