Filosofía en español 
Filosofía en español


Espíritu

Gran dificultad se presenta cuando se trata de separar una palabra de un sistema general de ideas especialmente si esta palabra tiene por sí misma un sentido tan indeterminado, que sus acepciones varían hasta lo infinito, y además no implica ninguna noción positiva. Si tomamos por base de nuestras exploraciones el sentido más genérico, esto es, aquel por el cual la palabra espíritu debe producir una idea opuesta a la que se expresa por la voz materia, menester es comenzar por definir esta última palabra. Pero, no obstante que esto se encontrará en su respectivo lugar, conviene observar ante todo que para llegar a la idea abstracta de la materia, es preciso despojarla sucesivamente de todas las formas, de todas las cualidades que exteriormente la distinguen; y procediendo por un orden racional, descender del fenómeno sensible al agente oculto que lo produce. Ahora bien, este agente [988] se escapa a nuestra penetración, o por mejor decir, es inaccesible como materia, y por consiguiente habremos encontrado lo inmaterial. ¿Pero es esto el espíritu que buscábamos? Seguramente no. Lo que consideramos como inmaterial y que en el fondo no deja de ser materia es lo que produce las fuerzas, las atracciones, las afinidades, las esencias de las cosas, y nada más. Así, pues, habrá algo que no podemos menos de llamar inmaterial sin ser espíritu. Lo que entendemos por este en contraposición con la materia comprende todo lo que es del dominio de la inteligencia, de la imaginación y de la moral. He aquí que la palabra espíritu abraza toda la psicología, y esto aun considerándola sólo con relación al hombre. Pero hay más: todo cuanto existe en el universo procede y es regido según las leyes producidas y ejecutadas por el espíritu. Suya es la potencia creadora: suya la potencia conservadora y transformadora. De suerte que tratándose del espíritu necesariamente llegamos hasta Dios. Pero dejemos al Supremo ser increado en su santuario impenetrable, pues harto haremos si acertamos a ocuparnos del hombre.

Es el hombre un compuesto de cuerpo y alma. El cuerpo tiene órganos por los cuales el hombre está en comunicación con el mundo exterior, y con sus semejantes, y por cuyo medio se manifiesta él mismo. Hay aún otras maravillas, otros misterios que deslumbren y confundan nuestra inteligencia: el hombre es espíritu y materia; pero la materia de que su cuerpo se compone está organizada, es decir, dotada de ciertas facultades y se modifica incesantemente y sufre perpetuas transformaciones. El espíritu gobierna este cuerpo organizado, pero sólo para extender su dominación sobre el tiempo y el espacio, y aún más allá de uno y otro; sobre el mundo fenomental, y más lejos aún. Aquí deberíamos mencionar las funciones del hombre en el dominio donde le vemos establecido; habríamos de inquirir su destino, y entonces nos aparecería el hombre midiéndose con el universo y en presencia de Dios: entonces intentaríamos seguir esa brillante asimptosis compuesta de dos líneas siempre próximas a tocarse, y separadas hasta lo infinito, a saber: la materia inerte para nuestros ojos, para nuestros sentidos, para nuestro pensamiento, elevándose la acción y reacción de las facultades químicas, a la vegetación, a la vitalidad; y el espíritu que, comenzando en lo inmaterial, se eleva al instinto, a la inteligencia que comprende la creación, y por último a la inteligencia que la produce. Pero, tocando a este punto, ¿quién está seguro de no ser sobrecogido por el vértigo que dominaba a Pascal? Y no obstante, menester es que el espíritu se lance a una vía tan peligrosa; porque tal es su naturaleza, tal su atribución, tal su deber.

Empero presentemos un punto de vista que [989] nos tranquilice y aliente nuestro valor. El mundo que habitamos está lleno de grandes maravillas: el hombre recorre su inmenso dominio, franquea las montañas y atraviesa los mares; lucha contra los elementos; goza de la luz; emplea en su servicio los animales y los frutos de la tierra: lo presente, lo pasado y lo porvenir le pertenecen bajo un mismo título; todos los climas son buenos para él; los elementos se le rinden, y en fin, él usa de la vida como de un instrumento. Pues bien: esos grandes mares que cruza con orgullo son una gota de agua; esas montañas que se pierden en las nubes, y que él se complace en hollar con sus plantas son un grano de arena; y todos esos tiempos fabulosos e históricos, sobre los cuales reina su pensamiento, no son más que un instante; y esos globos celestes cuya marcha él mide, y cuya distancia y peso calcula, se pierden ellos mismos en la inmensidad; y esta tierra, teatro de su actividad, puede desvanecerse en un momento como un meteoro sin valor real; y esos cielos con sus mundos infinitos, caer a girones como un manto envejecido. Sí, todo esto puede suceder, sucederá sin duda; pero ¿qué importa? El espíritu subsiste siempre: para él no hay límites ni en el tiempo, ni en el espacio, ni en los mundos: que brillan y se extinguen: él es eterno, infinito como su creador, a cuya semejanza fue hecho, y en esto consiste esencialmente la diferencia sensible que le distingue de la materia perecedera.

El espíritu es una parte constitutiva, la base superior de las facultades del hombre: su existencia es para éste un hecho de conciencia, de donde resulta la moralidad, la atribución y la responsabilidad de sus actos. Así el hombre en el mundo actual, aparte, del imperio que ejerce sobre todas las cosas, dentro de ciertos límites, según la naturaleza de sus facultades, existe por sí mismo e independientemente de los demás seres creados. Así también el espíritu tiende a desprenderse de los lazos que le sujetan, y entre los cuales puede subsistir sólo por una de las impenetrables leyes de la Divinidad.

Espíritu

(Metafísica.) Spiritus. Soplo, respiración, según la etimología de la voz. Difícil será encontrar en ninguna de las lenguas conocidas una palabra que exprese la idea del espíritu; porque no es posible que la materia penetre nunca en la esencia de un ente que no se sujeta a los sentidos. Pero no hay hombre que no abrigue el convencimiento de la existencia de los espíritus; así teólogos y filósofos le han definido sustancia inmaterial, esto es, enteramente distinta del cuerpo, si bien ha habido filósofos que han entendido por espíritu una materia muy sutil, una sustancia ígnea o aérea, inaccesible a nuestros sentidos.

Mas no hay hombre que no distinga, sin tener ni una tintura de filosofía, por solo la luz natural, la sustancia viviente, activa y principio de movimiento, que es el espíritu, [990] de la sustancia muerta, pasiva e inerte, que es el cuerpo o la materia, y esta persuasión es tan antigua, tan universal, que desde los primeros tiempos se persuadieron todos de la inercia de la materia, de tal modo que supusieron un espíritu en todo lo que se movía.

Nuestros mismos sentidos, y la conciencia íntima de nuestras propias operaciones establecen la diferencia de estos dos seres, y nunca han confundido aquel ser que se conoce, que se da testimonio a sí mismo de sus pensamientos, de sus voluntades, de sus operaciones, de lo que experimenta con los seres sin movimiento. Todo hombre se conoce a sí mismo, y puede, por lo tanto, decir con razón yo soy una sustancia: supone también por analogía una sustancia en el cuerpo o en la materia, sin comprender lo que es, y sin tener idea clara de una sustancia inmaterial; de lo que se deduce que la idea del espíritu es clara, natural y fundada en el sentimiento interior, y la de la materia es oscura, ficticia, y fundada sobre la primera.

Si hubiéramos de probar la existencia de los espíritus, nos valdríamos de los escritos de los filósofos de la antigüedad, si no bastaran estos razonamientos: Yo conozco que existo y que no soy otro y si alguna vez soy pasivo, otras veces soy activo; que obro libremente y por elección mía cuando obro con reflexión, de cuyos tres sentimientos es incapaz la materia; que el filósofo no puede explicar con el mecanismo corporal las operaciones del alma, el pensamiento, la reflexión, la volición y nolición, las sensaciones, el movimiento principiado y no comunicado, y en esta verdad convienen, mal su grado, los materialistas. Además, el orden físico del universo no puede atribuirse a la casualidad o a una necesidad ciega, porque esto es repugnante al buen sentido: es preciso, pues, que sea obra de un espíritu o de una inteligencia, no de una inteligencia cualquiera, sino suprema. Y si hay un espíritu autor y conservador del universo, ¿quién le impidió que diese el ser a otros espíritus de un orden inferior? Así como el orden físico dejaría de existir si le faltase esa suprema inteligencia que le dirige, del mismo modo el orden moral, que establece la sociedad entre los hombres, sería imposible, si no hubiese un espíritu legislador supremo. Todo el género humano reclama contra la terquedad de los materialistas, quienes en todos tiempos concitaron contra sí el desprecio y el odio universal.

Veamos qué dicen los filósofos. Si se exceptúan Demócrito, los epicúreos y alguno que otro que no admitían la idea de la perfecta espiritualidad, puesto que, en su sentir, el espíritu se compone de átomos, todos los demás la confiesan directa o indirectamente. Pitágoras, Platón y sus discípulos combatieron con todas sus fuerzas la opinión de los epicúreos. No debemos extrañar que los filósofos llamaran [991] espíritus al fuego, a la luz, al aire o éter; porque los antiguos no conocieron materia más sutil que estos cuerpos; pero al adorar estos elementos tuvieron que personificarlos para manifestar con esto que estaban animados por una inteligencia, por un genio o por un alma capaz de oír, ver, y conocer lo que se hacía para agradarles; a no obrar así, su estupidez hubiera sido más ruda que la de un cetáceo. Hoy día tienen la misma idea los persas, adoradores del sol; de otro modo, ¿cómo lo comprenderían?

Cicerón, que fue el que mejor conoció las opiniones de los filósofos sobre la naturaleza del alma y las recopila todas, propone la siguiente cuestión en sus académicas, lib. IV. «Si es el alma un ser simple o compuesto,» en el primer caso, si es fuego, aire, sangre, o si es, como quiere Xenócrates, la inteligencia sin un cuerpo, mensnullo corpore, «en este caso, dice, cuesta trabajo comprender lo que es.» Por consiguiente Xenócrates era partidario de la espiritualidad. El mismo filósofo Cicerón, en las Tusculanas, lib. I, pregunta si el alma es una quinta naturaleza más difícil de expresar que de concebir: quinta illa non nominata magis, quam non intellecta natura. «Muchos, continua, sostienen la mortalidad del alma, por que no pueden imaginar ni comprender lo que es, porque no tiene cuerpo: como si fuese más fácil conocer lo que es en el cuerpo su forma, su grandeza y su lugar. Si nosotros no concebimos lo que no hemos visto, no es más fácil concebir a Dios que concebir al alma divina separada del cuerpo.» ¿Y qué dificultad habría para concebir el alma humana si fuera un cuerpo sutil? ¿No se ve el fuego, y otros cuerpos sutiles? «Si hay, como dice Aristóteles, añade Cicerón, una quinta naturaleza distinta de los cuatro elementos, es la de los dioses y de los espíritus.... Estos están exentos de mezcla y de composición; no son seres terrenos, húmedos, ígneos o aéreos: todos estos cuerpos son incapaces de memoria, de pensamiento, de reflexión, de recuerdo de lo pasado, de previsión de lo futuro, y de percepción de lo presente. Estas facultades son altamente divinas: el hombre no pudo recibirlas sino de Dios.... En efecto, no podemos, concebir al mismo Dios sino como una inteligencia, mens, exenta de toda composición terrena y perecedera, que lo ve todo, que todo lo mueve, y cuya acción es eterna.»

En el mismo libro refiere este discurso sacado del Phedon de Platón. «Lo que obra siempre es eterno: si dejase de obrar dejaría de ser. Sólo el ser que se mueve a sí mismo es el que no cesa nunca en su movimiento, porque nunca cesa ni puede cesar lo que es por esencia principio del movimiento. Este principio no puede venir de otro, de lo contrario ya no sería principio: luego no puede ni principiar, ni dejar de ser.» Si Platón hubiera tenido al alma por un cuerpo sutil no hiciera este razonamiento. [992]

«La naturaleza del espíritu, animi, continua Cicerón en el número 149 del mismo libro, es una naturaleza única y singular, propia a el solo... Si no somos físicos estúpidos, debemos conocer que el espíritu no es un ser mezclado ni compuesto de partes, ni junto con otro, ni doble. Por lo mismo no puede ser cortado, dividido, descompuesto, destruido, ni dejar de existir. Nihil admixtum, nihil concretum, nihil copulatum, nihil coagmentalum, nihil duplex.» ¿No prueba con palabras bien enérgicas la espiritualidad? Si esto no basta, oigamos lo que dice en el número 124. «Cuando se trata de la eternidad de las almas, se entiende del espíritu puro, de mente, que no está sujeto a ningún movimiento desarreglado, y no de la parte que está sujeta a la melancolía, la ira y a las demás pasiones. En cuanto al alma de los brutos no está dotada de racionalidad.... El espíritu del hombre emanado del espíritu de Dios, decerptus a mente divina, no puede compararse (permítaseme decirlo así) sino con Dios. » (Tusc. lib. 5).

Platón dice en el Timeo, que Dios cuando formó el mundo dio el entendimiento al alma y el alma al cuerpo, mentem quidem animae, animam vero corpori dedit. Este mismo filósofo, en su Phedon, sostiene que un alma no puede ser más grande ni más pequeña que otra. Si fuera cuerpo sutil no encontramos dificultad en que lo fueran. Finalmente, si estos filósofos no hubiesen formado idea del espíritu hubieran negado al fuego, al aire y a la sangre toda composición: nunca dijeron que eran indivisibles como lo dijeron del alma. Luego conocieron el espíritu y nunca le confundieron con la materia.

Aunque los espíritus propiamente tales no son más que el purísimo, Dios, el completo, los ángeles y el incompleto, el alma humana, se da también el nombre de espíritus a algunas sustancias materiales, como el viento, las tempestades; y esto lo vemos en las Sagradas Escrituras. «Hay espíritus, se dice en el Ecles., c.3, v. 33 y siguiente, que fueron criados para la venganza. El fuego, el granizo, el hambre, la muerte, las bestias feroces, las serpientes, las guerras.» También se da el nombre de espíritu malo a algunas enfermedades desconocidas y consideradas como incurables: en este sentido se lee en el lib. I. de los Reyes, cap. 18, v. 10, que Saúl estaba agitado por un mal espíritu. En el Evangelio se habla de un joven poseído por un espíritu mudo, que le arrojaba contra la tierra, le hacia echar espuma por la boca, rechinar los dientes y experimentar convulsiones, síntomas todo de la epilepsia; pero como se ve, este modo de hablar es metafórico.

Todas las theogonias y libros sagrados de las naciones tratan de los espíritus. Se les encuentra en las tradiciones persas, caldeas, egipcias, hebreas, indias y griegas. Hesiodo nombra treinta mil espíritus que vigilan las [993] acciones de los hombres. Otros dicen que el universo está lleno de ellos, que, pueden verse los que habitan el éter, pero que solamente el alma puede ver a los lares, lemures, lamias, genios, &e. Los filósofos cabalistas han dado el nombre de silfios o sisfides a los espíritus del aire, gnomos a los de la tierra, ondinas a los de las aguas y salamandras a los del fuego. Los espíritus familiares o juguetones son los que acompañan a los hombres para hacerles el bien o el mal. Los espíritus celestes son los ángeles buenos, así como los de las tinieblas son los demonios. Llámanse también espíritus los espectros y las almas de los muertos que se creen han salido de su tumba. Por todo esto se ve que la idea de los espíritus es tan antigua como el mundo, tan extensa como el género humano; y que los antiguos eran más propensos a espiritualizar los cuerpos que a materializar los espíritus.

También se da el nombre de espíritu a todos los productos líquidos alcalinos u obtenidos por destilación, que se distinguen en espíritus inflamables, espíritus ácidos, alcalinos, &c.