Filosofía en español 
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Causas finales

(Filosofía.) Por causas finales entendemos los fines que atribuimos a la Providencia en el arreglo, en el plan y en la ejecución de sus obras. Así, por ejemplo, la acumulación de la nieve y el hielo en las cimas de las montañas se considera como una disposición tan benéfica como ingeniosa, que tiene por objeto el suministro perpetuo de las corrientes, sin las cuales no podría sostenerse la vida orgánica. A la misma piadosa intención del en atribuirse la mayor frecuencia de las lluvias en las regiones altas que en las llanuras inferiores, y la atracción que ejercen los picos de los montes en las nubes: amaños admirablemente dispuestos para multiplicar el fluido precioso que fertiliza la tierra, y entra abundantemente en todas las partes de la organización física, como una de sus elementos constitutivos.

El estudio de las causas finales puede ser considerado bajo dos diferentes puntos de vista: como auxiliar lógico de la teología natural, y como instrumento poderoso en la averiguación de las leves físicas. Bajo el primer aspecto, suministra una mina inagotable de los más victoriosos aumentos en favor de la existencia de Dios y de su providencia. La Escritura misma no ha desdeñado este género de argumentación. Mirabilia Dei per ea quae facta sunt, intellecta conspiciuntur. Opera manuum ejus anuntiat firmamentum. Los libros sagrados abundan en esta clase de textos. Una de las primeras verdades que el entendimiento adquiere, apenas lo alumbra la experiencia, es que todo efecto supone una causa; que toda obra supone la facultad y los medios de ejecutarla. Si el simple aspecto del mundo nos conduce a creer en la existencia de su Hacedor, la sabiduría con que están ordenadas sus partes, nos conducirá a creer en la inteligencia suprema del que las ordenó, y cuando observamos un resultado completamente obtenido por medios perfectamente encaminados a obtenerlo, no podremos abstenernos de atribuir al autor de la obra la intención de que aquel resultado se verifique. ¿Quién puede desconocer en el ovario de un ave el designio de la conservación de su especie.

En cuanto al estudio de las causas finales como instrumentos adoptados al de la naturaleza, [732] es asunto que requiere un examen detenido, tanto por su importancia, como por la divergencia que se nota en las opiniones de los filósofos acerca de su aplicación. Observaremos desde luego que el primero que empleó en el lenguaje científico la expresión causas finales, fue Aristóteles, y que la extensión dada por sus discípulos a este principio, contribuyó a extraviar la investigación del sendero legítimo que le conduce al descubrimiento de la verdad física. En su empeño de reformar los métodos observados hasta su época, Bacon se declaró contra este modo de filosofar. Causarum finalium inquisitio sterilis est, et tanquam virgo Deo consecrata nihil parit. Este aforismo del poder de la filosofía moderna, está, sin embargo, en contradicción con otros pasajes de sus obras, en que claramente manifestó que su censura no se dirige tanto al uso como al abuso de la doctrina aristotélica. La segunda parte de la metafísica, dice, es la investigación de las causas finales, a lo que me opongo, no como una explicación que debe abandonarse de un todo, sino como trabajo que se ha introducido equivocadamente en el terreno de la física. Si este defecto no fuera más que un error de orden, no le daría yo mucha importancia: porque el orden sirve para introducir la claridad en el método, pero no afecta la parte esencial del estudio. Pero en este caso, la falta de orden ha ocasionado fatales consecuencias a la filosofía, tanto que el estudio de las causas finales ha reemplazado el de las causas físicas, divirtiendo la fantasía con ilusorias conjeturas acerca de las primeras, y apartando la curiosidad del examen de las segundas. No quiero decir por esto que las causas finales no se apoyen en la verdad, ni niego que sean muy dignas de atención bajo el punto de vista metafísico: sino creo que deben encerrarse en estos límites, y abstenerse de invadir los de la ciencia de las cosas materiales {(1) De augmentis Scientiarium. Lib. III. cap. 40.}.

Esta opinión de un hombre tan eminente debe parecer extraña en el estado presente de los conocimientos humanos. {(2) La disculpa de Bacon está en los descarríos que habían desnaturalizado en su tiempo el estudio de la filosofía. «Es increíble, dice, la multitud de ídolos que han creado los hombres en la filosofía, por la manía de comparar los designios de la naturaleza a las operaciones humanas.» Y comenta esta doctrina, enumerando los errores que predominaban en las escuelas sobre los fenómenos de la naturaleza física, citando entre ellos la opinión de los astrónomos, que las órbitas de los cuerpos celestes eran perfectamente circulares. Por lo demás, no puede atribuirse una completa incredulidad en las causas finales, al hombre que escribió el siguiente magnífico pasaje: «mas fácil es creer en las leyendas del Talmud y del Alcorán, que en la existencia del mundo sin un espíritu creador y animador. Es verdad que un poco de filosofía inclina al hombre hacia el ateísmo: pero una [733] filosofía profunda lo conduce irresistiblemente a la religión: porque, mientras el entendimiento se fija tan sólo en las causas segundas, y separadas, puede pararse en una de ellas, y no pasar en adelante: pero si extiende sus miradas a la cadena que las liga, no le queda más recurso que acudir a la Divinidad y a la Providencia.» Bacon Essays.}

Cualesquiera que fueran las circunstancias que lo indujeron a imitarla, los progresos posteriores del saber le dan una solemne refutación. Las causas finales se presentan a los ojos del [733] observador, como la explicación lógica y natural de un gran número de las maravillas que la creación ostenta en todas sus partes. Es imposible abstenerse de raciocinar sobre ellas, sin abdicar el uso completo de las facultades de la inteligencia, porque es una propensión tan irresistible de nuestra condición, como la que nos lleva a sacar una consecuencia de las premisas dadas. «Si un viajero, dice Boyle, atravesando un país desierto, se hallase de pronto con un bello edificio, sin duda admiraría la estructura, y aplaudiría el buen gusto del fundador, suponiendo que la habría erigido para su propia comodidad y recreo: pero si observase después que todos los departamentos estaban dispuestos para el uso de los viajeros, y que él mismo encontraba en ellos todo lo necesario para su descanso y bienestar, no podría menos de conocer las benéficas intenciones del dueño, y de mostrarse agradecido.» Ahora bien, aunque la limitación de nuestras facultades no nos permite acertar todos los fines que la Providencia se ha propuesto en todas sus obras, es innegable que apenas se fija la atención en una de ellas sin descubrir las trazas de un designio perfectamente desempeñado, y al que concurren todas las partes, como las de un mecanismo complicado al efecto que el maquinista intenta producir. Los naturalistas y los viajeros han recogido innumerables hechos que confirman esta verdad. ¿Por qué son más extendidas, más robustas y más nudosas las raíces de los árboles propios de los montes y colinas, que las que prosperan en las llanuras, sino porque aquellas raíces sirven como un contrafuerte para sostener el terreno, y evitar que lo arrastren las lluvias al nivel inferior? ¿Por qué abundan los frutos suculentos y jugosos en los climas ecuatoriales, sino porque la Providencia ha querido reemplazar en ellos la pérdida que ocasiona en las aguas corrientes el exceso del calórico y de la evaporación? {(1) El desierto de Sechuva, situado en el Norte del Perú, es una inmensa llanura de arena calcinada, en cuya superficie no se descubre el menor vestigio de vegetación. Sin embargo, debajo de esta capa estéril, y a la profundidad de pocas pulgadas, reina otra de una especie de cactus, de forma casi esférica, que contiene una fibra muy sustanciosa, y un jugo tan sabroso como abundante. Guiados por su instinto y su olfato, los caballos silvestres que vagan en aquellos parajes, escarban la tierra, y encuentran en aquella preciosa producción, todo lo que necesitan para apaciguar la sed y el hambre. Tan acostumbrados están a esta práctica, que desconocen enteramente el uso del agua, y cuando un indio logra coger y domar alguno de aquellos animales, es preciso enseñarlo a beber.}

¿De qué sirven los pétalos de las flores sino de reflejar el cáliz y placenta donde se forman las semillas? [734] y es digno de notarse, que siendo el color blanco el que menos calor absorbe y más lo refleja, es por eso mismo el que más abunda en las regiones del Norte, en tanto que no siendo tan necesario en los países meridionales, el blanco escasea y abundan los colores más absorbentes y menos reflectores, como el azul, el encarnado y el amarillo. «La naturaleza, dice Bernardino de Saint Pierre, prodiga la blancura en el Norte, para aumentar la luz y el calor del sol. Allí la mayor parte de las tierras son blancas o blanquizcas. Las rocas y las arenas están cubiertas de mica, y de partículas especulares y brillantemente cristalizadas. La blancura de las nieves que las cubren, y las partes vítreas y cristalinas de los hielos debilitan la acción del frío renejando la luz y el calor del modo más ventajoso. Los troncos de los abedules que son los árboles más comunes en aquellas latitudes son tan blancos que parecen forrados de papel. La naturaleza reviste del mismo color a todos los animales, como los osos blancos, los armiños, las liebres y las perdices. Los otros blanquean sensiblemente en invierno, como las zorras y las ardillas. Si consideramos al mismo tiempo la figura filiforme de los pelos, su barniz y su trasparencia, veremos que están formados del modo más conveniente para refrinjir los rayos luminosos. No se debe considerar la blancura como una degeneración o un síntoma de decadencia en el animal, porque los animales del Norte son sumamente fuertes y musculares, y sus pieles muy espesas y pobladas. El oso blanco es un animal tan vigoroso y dotado de tanta tenacidad de vida, que se necesitan a veces muchos tiros de bala de fusil para rematarlo. He aquí también una observación muy notable, acerca del uso que la naturaleza hace de los colores en el reino animal. En todos los climas, la parte más blanca del cuerpo del cuadrúpedo es el vientre, porque es lo que necesita más calor, para la digestión y otras funciones. Al contrario, la cabeza tiene generalmente tintes más sombríos, por ser lo que necesita más frescura. {(1) Etudes de la nature, par Jacques Henri Bernardin de Saint Pierre, Tome II. Etude 9.}

Siguiendo el hilo de estas anomalías, no cesan los naturalistas de admirar el esmero con que la naturaleza cuida de la fecundación de las plantas, por medio de la reflexión del calórico, que les es tan necesario para su desarrollo. Unas veces coloca la flor en tallos poco elevados, para que la caliente la reflexión de la tierra; otras veces cubre la corola de un barniz brillante, que refleja la luz del sol en formas cristalinas. Cuando la planta no tiene corola, las partes de la fecundación están envueltas en espigas, en conos o en ramas. Las formas de la espiga o del cono parecen las más oportunas para reverberar los rayos solares, y asegurar la fructificación, porque siempre tienen un lado [735] resguardado del frío: por esto, ambos amaños son más comunes en el Norte que en el Mediodía. La mayor, parte de las gramíneas que abundan en los países cálidos, no llevan sus granos en espigas, sino en penachos divididos por una multitud de tallos particulares, como el mijo y el arroz. Es verdad que el maíz nace en gruesas espigas, mas estas permanecen hasta su madurez, envueltas en un forro espeso, y cuando lo rompen, brota en la parte superior una especie de borla filamentosa que suaviza el rigor del calor solar. Por último, hay un hecho que manifiesta cuan exclusivamente propio de la corola es la reflexión del calor, y es que, en casi todas las plantas, perece o se marchita inmediatamente que está segura la fecundación.

No acabaríamos jamás si nos empeñásemos en seguir el encadenamiento de las causas finales, deduciéndolas de las armonías que existen entre el reino vegetal y el animal. En el simple tamaño de las plantas hallaríamos abundante materia para las más curiosas observaciones. La cortedad del tallo de las gramíneas ¿no está en admirable proporción con la estatura de los animales que de ellas se alimentan? El plátano, tan prodigado en las regiones cálidas de la América del Sur, echa sus grandes y suculentos racimos a la altura que puede alcanzar el brazo del hombre, y aunque el cocotero llega algunas veces a 40 y más pies de elevación, sus frutas se desprenden cuando están llenas del licor suave y refrigerante que calma la sed y el hambre del salvaje y del viajero. La jirafa o cameleopardo del África Meridional, no se alimenta sino de los brotes tiernos de las cimas de los árboles, y aun por eso la naturaleza le ha dado una estatura gigantesca. Las armonías entre las gramíneas y los cuadrúpedos herbívoros, se extienden todavía en otros puntos de conveniencia. Los tallos flexibles de aquellas plantas parecen destinados a labios anchos y carnudos: su delicada y frágil contextura se acomoda perfectamente al uso de los dientes molares; sus aglomeraciones espesas y elásticas convidan al reposo y al sueño de los animales que frecuentan los parajes en que ellas abundan. Si examinamos en otro orden la construcción de los árboles con respecto a las aves que los habitan, veremos que sus ramas tienen una circunferencia fácil de agarrarse, por los cuatro dedos de la mayor parte de las aves, uno de los cuales está siempre solo y enfrente de los otros, para mayor seguridad de la posición. En las hojas encuentran abrigo contra los excesos del frío y del calor solar. Los agujeros que se forman en la corteza, y el musgo que en ellos crece, les suministran alojamiento en que forman sus nidos, y forro con que cubrirlos interiormente. En las islas de los trópicos, y en las orillas de los grandes ríos de la América Meridional, la mayor parte de los arboles fluviatiles dan frutos revestidosde cáscaras muy duras, para que puedan flotar en las aguas, y sembrarse en los terrenos que la corriente los empuja. Las dimensiones de las hojas de los árboles, anchas en el Sur, como las del plátano, y formando aglomeracionesespesísimas, como las del tamarindo, indican la necesidad de frescura y sombra. En el Norte, donde, las necesidades están en sentido contrario, las hojas son sutiles, como las del pero y las del tejo. Donde quiera que las frutas presentan grandes masas, como en el plátano y la vid, las hojas tienen toda la anchura necesaria para cubrirlas. Si el frutonace aislado la dimensión de las hojas es mucho más pequeña; generalmente el doble de su volumen, que es lo que basta para desempeñar aquella función.

Un naturalista moderno ha observado que las plantas espinosas, tan abundantes y tan variadas en los climas cálidos, son casi enteramente desconocidas en los fríos, (le donde ha inferido que la naturaleza las destina a servir de cercados impenetrables en los terrenos donde la temperatura convida a cultivar plantas delicadas y suculentas. Quizá es esto llevar hasta la exageración la interpretación de las miras de la Providencia; pero lo que no tiene duda es que las espinas largas y agudísimas de una planta que cubre centenares de leguas en el África Meridional, y que los colonos llaman wait á bit, sirven de refugio impenetrable a las antílopes, cebras, hipopótamos, y elefantes que pueblan aquellas regiones en términos que los cazadores cafres y hotentotes dejan de perseguir aquellos animales cuando los ven atrincherados en tan formidables plazas fuertes. ¿Por qué no están protegidos del mismo modo los osos blancos de las regiones árticas? Porque allí encuentran un defensivo no menos eficaz en los hielos y en las rocas.

Si de estos objetos pequeños y familiares, quisiéramos subir a la contemplación de los grandes rasgos fisonómicos de la naturaleza; ¡qué vasto campo no se abrirá a nuestras atónitas miradas! No citaremos más que un ejemplo de la infinita sabiduría que se ostenta en aquellas obras maestras de la creación. La inmensa cordillera de los Andes, bien llamada la espina dorsal del mundo, y que atraviesa toda la longitud del continente americano, recorre una línea casi paralela y sumamente próxima a las costas del Océano Pacífico, y por consiguiente, distante muchos centenares de leguas de las del Océano Atlántico. De aquí resulta que los caudalosísimos ríos que manan de aquel vasto depósito de hielos perpetuos, como el Amazonas, el Orinoco, el Paraguay, el Paraná, el Yungas y el San Francisco, corren todos de Occidente a Oriente, presentando sus vastas embocaduras a la antigua y civilizada Europa, como si la convidara a penetrar por aquellas magníficas líneas de comunicación en las regiones del algodón, de la quina, de la caoba, [737] del cacao, y de otras infinitas producciones que tan eficazmente han contribuido al alivio de nuestros males, y al ensanche de nuestro bienestar. Por el contrario, no parece sino que el mismo Poder Supremo que ha querido estrechar nuestros vínculos con el mundo de Colón, nos prohibe toda comunicación con el África, bajo las severas penalidades de enfermedades mortíferas, de los inmensos desiertos y de las horribles tormentas de sus costas, como si hubiera previsto el abuso que habría de ejercer allí el hombre civilizado, arrogándose el derecho de esclavizar a su hermano, y sacrificando a su codicia generaciones enteras de seres inocentes y libres. Y si como no es lícito dudarlo, la obra maestra del Creador es el hombre, si lo ha hecho animal sociable, dotándolo de las eminentes cualidades que abren a sus, ojos la perspectiva de una indefinida perfectibilidad ¿por qué no ha de haber arreglado el mundo físico, sobre el cual le confirió un dominio absoluto, de tal modo, que en cada una de sus partes encuentre nuevos elementos de adelanto, y nuevos medios de ejercer aquella sublime prerrogativa? Nuestra conjetura no será más, en todo caso, que, la amplificación de la que ha consignado el sabio y piadoso fray Luis de Granada en las siguientes palabras: «La mar también por una parte divide las tierras, atravesándose en medio de ellas, y por otra las junta y reduce a amistad y concordia con el trato común que hay entre ellas. Porque queriendo el Criador amigar entre sí las naciones, no quiso que una sola tuviese lo necesario para el uso de la vida, porque la necesidad que tienen unas de otras, las reconciliase entre sí. Y así la mar, puesta en medio de las tierras, nos representa una gran feria y mercado, en el cual se hallan tantos compradores y vendedores, con todas las mercaderías necesarias para el sustento de la vida. Porque como los caminos que se hacen por tierra sean muy trabajosos, y no fuera posible tener por tierra todo lo que nos es necesario, proveyó el Criador de este nuevo camino, por donde corren navíos pequeños y grandes, uno de los cuales lleva mayor carga que muchas bestias pudieran llevar para que nada faltase al hombre ingrato y desconocido,» {(1) Introducción del Símbolo de la Fe, parte 4ª, cap. VIII. En esta magnífica producción de nuestro ilustre dominicano, está apurada la investigación de las causas finales, en cuanto lo permitía el estado de las ciencias naturales en aquellos tiempos. A la multitud de datos curiosos que el autor acumula y ordena con singular maestría lógica; a las ingeniosas analogías que encuentra en las obras de la omnipotencia, a la razonada y varia erudición con que esclarece sus doctrinas, y a la sincera y suave piedad de que están impregnadas, reúne las gracias de un estilo purísimo, castizo y armonioso , que puede ofrecerse a la juventud aplicada como la obra maestra y el acabado modelo de la prosa castellana.}

En verdad, si estas ilaciones no son especulaciones vanas de una imaginación poética, no puede presentarse un argumento [738] más fuerte que el que ellas encierran contra la manía moderna de circundar de trabas y restricciones el comercio internacional, obligando a cada nación a sacar de sus propios recursos cuanto requieren las necesidades del consumo, y las demandas del mercado doméstico.

De todos los hechos que pueden contribuir al buen éxito del estudio de las causas finales, los más notables son los que suministra la ciencia de la anatomía. Para entender la estructura del cuerpo animal, no basta examinar la conformación de sus partes: es necesario considerar sus funciones respectivas, los diversos oficios que desempeñan en la nutrición, en el desarrollo, en el crecimiento y en la conservación del individuo: en una palabra, penetrar en los fines de cada una de las partes de la organización. Los que cultivan estas ciencias proceden en sus indagaciones, bajo el concepto de que no hay parte alguna, por minuta que sea, en el cuerpo organizado, que no tenga su destino propio y peculiar, y aunque alguna vez fallen sus esfuerzos en la averiguación de los casos particulares, no dudan por un momento del principio general. Este principio es el verdadero origen de los grandes adelantos que ha hecho en los últimos siglos el estudio de la fisiología, porque la curiosidad se halla continuamente excitada por algún nuevo problema, de la máquina animal, y por la íntima convicción de que no hay en ella nada que haya sido hecho en vano. La memorable narración dada por Boyle, de la circunstancia que dio origen al descubrimiento de la circulación de la sangre, es uno de los muchos testimonios que podrían citarse en apoyo de esta opinión: «Me acuerdo, dice, que cuando pregunté a Harvey, en la única conversación que tuve con él poco antes de su muerte, cuáles, eran las circunstancias que le habían inducido a pensar en la circulación de la sangre, me respondió, que cuando observó que las válvulas de las venas estaban dispuestas de tal modo, que dan libre tránsito a la sangre hacia el corazón, pero se oponen al tránsito de la sangre venal en sentido contrario, infirió que este amaño encerraba un gran designio, y el más probable era que, puesto que la sangre no podía pasar de las venas a los miembros, por causa de la interposición de las válvulas, necesariamente debía pasar por las arterias y volver por las venas, cuyas válvulas no se oponían a esta dirección.» {(1) Boyle’s Worsk, edición en folio, t. IV, p. 139. El raciocinio atribuido a Harvey, nos parece tan natural que algunos escritores de buena fe lo han disputado el derecho al alto puesto que ocupa entre los descubridores de los grandes secretos de la naturaleza. El célebre Hunter dice, que después del descubrimiento de las válvulas, cualquier hombre de sentido común podría haber deducido la misma consecuencia que Harvey dedujo. «El descubrimiento de las válvulas, dice, puso a Harvey en el camino del estudio del corazón y del sistema vascular en los animales, y en el curso de pocos años tuvo la felicidad [739] de descubrir y probar fuera del alcance de toda duda, el movimiento circular de la sangre.» Y reflexionando después sobre lo fácil que habría sido a cualquier otro llegar al mismo resultado, añade: «la Providencia le reservaba esta gloria, y quiso que los hombres que le precedieron no viesen que tenían a los ojos, ni entendiesen lo que leían.» Las observaciones de un fisiólogo tan entendido como Hunter, son notables, en cuanto prueban la importancia que dan los que cultivan aquella ciencia al estudio de las causas finales.}

Esta percepción de un designio consumado por los medios más convenientes a su consumación, se hace más patente en ciertos fenómenos de la vida animal, en que vemos producirse el mismo efecto en circunstancias diferentes y por diferentes medios: por ejemplo, cuando comparamos la circulación de la sangre en el feto y después del nacimiento. En semejantes ocasiones se echa de ver la solidez de esta observación de Baxter: «La Providencia multiplica a veces los instrumentos que concurren a la misma operación, para que no se crea que ha sido obra de un ciego acaso, y en otras ocasiones cambia sus modos de proceder para que no atribuyamos el resultado a una dura «necesidad.» El estudio de la anatomía comparada, tan directamente nos guía a la misma conclusión que los fisiólogos, cuyo único objeto es el adelanto de la ciencia, convienen unánimemente en recomendar la disección de los animales de diversas especies, como los medios más seguros de conocer las diferentes clases de funciones en el cuerpo humano. Este ramo de conocimientos humanos, tan nuevo como interesante, ha producido un admirable resultado, cuyo origen no fue otro que el estudio de las causas finales, en la reconstrucción de los esqueletos de los animales antidiluvianos, hecha por Cuvier, de huesos confusamente mezclados en diversas partes del globo. La conformación de los dientes y de las extremidades, suministró al eminente naturalista una larga cadena de analogías, por cuyo medio llegó a descubrir cuáles huesos pertenecían a cada especie, cuál el clima que habitaba, cuáles las sustancias de que se nutría, de qué modo estaban distribuido sus tegumentos, y en una palabra, todo cuanto se requería para formar una perfecta monografía de cada uno de aquellos seres misteriosos. En efecto, todas las partes de la organización están en armonía con sus necesidades peculiares: señal manifiesta de que la misma mano que dio las necesidades, proporcionó los medios de satisfacerlas. Muchas veces se realiza este efecto, faltando en apariencia a las reglas de la proporción. Así, por ejemplo, una de las especies de esos magníficos pájaros moscas, que tanto admiran los aficionados a la historia natural, tiene un pico tan largo como todo su cuerpo, y es porque sólo se alimenta de la miel depositada en una flor, cuyo limbo es sumamente profundo. Si Bacon hubiera fijado su atención en estas singularidades, o si hubiera tenido noticia de los descubrimientos a que [740] su estudio ha conducido, habría confesado que esta ocupación no es del todo inútil en el cultivo de las ciencias físicas. Tal es, sin embargo, la influencia de un nombre ilustre, que en abierta contradicción de los hechos históricos, la opinión de la inutilidad del estudio de las causas finales se halla cada día consignada en escritos autorizados por nombres respetables y que gozan de bien merecido crédito en el mundo científico. Pero tal es la fuerza de la verdad, que a despecho de las más arraigadas preocupaciones, el entendimiento, por un impulso involuntario, no puede menos de buscar aquella luz, donde quiera que encuentra alguna probabilidad de descubrirla. Así es como el mismo Cabanis, con toda la audacia de su exagerado sensualismo, confiesa que «a ejemplo del gran Bacon, considera como estéril la filosofía de las causas finales: pero que es muy difícil al hombre más reservado no acudir a ellas en la explicación de los fenómenos.» {(1) Rapports du Physique et du moral de l’homme, par Cabanis.}

Descartes hizo en Francia lo que Bacon en Inglaterra. Pero no se crea que esta opinión indicaba en la mente de aquel hombre superior la menor tendencia hacia el ateísmo. Al contrario, él mismo declara que su repugnancia a entrar en el examen de los medios empleados por la Providencia para conseguir sus fines, nacía de la incapacidad que atribuía al alma humana de penetrar en aquellos recónditos arcanos. Bastábale para probar filosóficamente el dogma de la existencia de Dios, la idea que podemos formar de un ser infinitamente perfecto y necesariamente existente. «No debemos, dice, raciocinar sobre las cosas naturales, presumiendo investigar los fines que se propuso al criarlas, para que no se crea que nos arrogamos la facultad de asistir a sus consejos. Mientras más reflexiono en este asunto, menos extraño me parece no comprender las razones que pudo tener a la vista del Criador en muchas de las obtas de sus manos. Ni debo dudar de su existencia, sólo porque no cabe en mi inteligencia el verdadero sentido de aquellos arcanos; porque sé que mis facultades son enfermizas y, limitadas, y que la naturaleza de Dios es inmensa, infinita e incomprensible. Esta diferencia es suficiente para persuadirme que puede hacer innumerables cosas que están fuera de mis alcances. Estas son las razones que me asisten para desechar, como enteramente inútil en la filosofía, el estudio de las causas finales.» A esta objeción, de Descartes responde muy satisfactoriamente Boyle en una de sus obras filosóficas, demasiado extensa para que nos sea dado extractarla en este lugar, pero cuyo argumento principal está comprendido en el pasaje siguiente: «Supongamos que un rústico, paseándose en un día claro por el jardín de un famoso matemático, [741] descubre uno de aquellos ingeniosos instrumentos gnomónicos, que indican a la vez el lugar del sol en el Zodiaco, su declinación con respecto al Ecuador, el día del mes, la duración del día, etc. ¡No hallándose iniciado en las matemáticas, ni conociendo los recursos ni los planes del artífice, sería demasiada presunción en él creerse capaz de descubrir la intención que tuvo al fabricar aquel amaño. Pero sí observa que el aparato tiene en medio un estilo o punzón de hierro, y una superficie en que están marcadas las horas, y que la sombra del estilo pasa sucesivamente por aquellas líneas, ni será presunción ni error en él inferir, que cualesquiera que sean los otros usos en que aquel instrumento puede emplearse, unos de ellos es indudablemente el de señalar las horas cuando el sol está despejado.» No pensaba de distinto modo el gran Newton: antes bien, declara terminantemente que la consideración de las causas finales es esencial a la verdadera filosofía, y se congratulaba del efecto que habían producido en esta parte sus doctrinas, despertando y fijando en aquella interesante especulación la curiosidad de los filósofos, después del empeño con que Descartes la había excluido del círculo de la indagación. Uno de los mas hábiles comentadores de Newton apoya su teoría con el siguiente raciocinio: «De todas las causas que la naturaleza presenta a nuestra imaginación, las finales son las que más claramente percibimos, y es difícil comprender por quéha de ser arrogancia en el hombre examinar el arreglo y artificio que la naturaleza ostenta en sus operaciones, y que se nos descubre con rasgos tan elocuentes; sostener, por ejemplo, que el ojo ha sido formado para ver, aunque no nos sea dado comprender el mecanismo de la refracción de la luz en su superficie, ni como se comunica de la retina al alma.» {(1) Maclaurin, Account of Newton philosophical discoveries, lib. 1, cap. 2.}

El lenguaje del mismo Newton es todavía más explícito; «El principal negocio de la filosofía natural es argüir de los fenómenos, sin fingir hipótesis, y deducir causas de los efectos, hasta llegar a la primera de las causas, y nosolamente indagar el mecanismo del mundo, sino procurar resolver estas y semejantes cuestiones: ¿cuál es principal resorte del mecanismo que admiramos en el mundo? ¿cómo se demuestra que la naturaleza no hace nada en vano? ¿para qué fines se han dispuesto las diversas partes de la estructura animal? ¿Se formó el ojo sin el conocimiento de la óptica, y el de la oreja sin el de la acústica?» {(1) Newton’s optics, Guerry 28.}

Ya sabemos que este género de trabajo mental puede transportar los límites de la prudencia, como lo ha demostrado ingeniosamente Feijoo en su discurso Sobre los intérpretes de la Providencia; ya sabemos que por todas partes nos rodean anomalías inexplicables, que no [742] es dado al hombre resolver el por qué de todas las cosas. Hasta ahora ha trabajado en vano la filosofía para explicar la escasez natural y primitiva de los grandes cuadrúpedos en América, donde tan profusamente se han derramado las producciones del reino vegetal; ni presenta menos dificultad la existencia de los vastos desiertos que cubren una gran parte de la superficie del África, la de los peligrosos arrecifes que ciñen muchas costas inaccesibles, por esta circunstancia, a la navegación; las antipatías encarnizadas que reinan entre diversas clases de animales; las explosiones de los volcanes submarinos, y otros innumerables problemas, cubiertos hasta ahora con el velo de un misterio impenetrable. También es cierto que nuestra ignorancia puede conducirnos a explicaciones erróneas, y a señalar por causas finales nuestras propias imaginaciones. Pero, como dice muy acertadamente Cicerón, in his in si qui erraverunt, non Deorum natura, sed hominum conjectura peccavit. {(1) Cicero, de natura Deorum, lib. II, párrafo 4.}

El error no está en la creación: está en la limitación de nuestras facultades. Sin embargo, si este fuera un argumento válido, pondría término a todos los estudios, y cerraría para siempre las puertas del saber. La medicina no cura todas las dolencias, ni la agronomía perfecciona todos los frutos, ni fertiliza todos los terrenos. Si uno de los usos más loables que podemos hacer de nuestra razón es el estudio de la naturaleza, no hay motivo para desechar ninguno de los puntos en que puede fijarse una inducción que contribuya al éxito de aquella interesante y noble labor. Ya hemos visto como conduce el estudio de las causas finales a los adelantos de la medicina: lo mismo puede decirse de casi todas las ciencias humanas, en las cuales apenas se descubre un principio, cuando aparece el designio que por su medio se consuma. El tránsito de la sangre por los pulmones, la pone en contacto con el oxígeno de la atmósfera: su resultado es el calor animal, atribuido a tantas causas aéreas, antes de los progresos que han hecho la química y la fisiología. Descubierta la fecundación de las plantas, apareció en seguida la utilidad de los pétalos, de la placenta y del cáliz. Newton adivina la ley de la atracción universal, y salta a la vista su íntima relación con la conservación del equilibrio en los cuerpos celestes. La Place fecunda esta idea, y encuentra en sus órbitas y revoluciones la aplicación más rigurosa de las leyes de las mecánicas. Leverrier, siguiendo la misma senda, va más lejos todavía. Si ha de haber equilibrio en la atracción planetaria, debe existir un planeta en tal punto del espacio. Apenas lanza al mundo esta conjetura, cuando el telescopio revela la existencia del planeta, que hasta entonces nadie había visto ni sospechado.

Quizás no es correcta la frase con que Aristóteles ha designado el término de las [743] operaciones naturales, en cuyo caso habrá sucedido en esta ocasión lo que tantas veces ha obstruido los pasos de la filosofía, es decir: que un nombre mal aplicado sólo ha servido para complicar las cuestiones, y extraviar al entendimiento en sus esfuerzos por llegar a la verdad. En sentir de un gran pensador, si no se hubiera inventado la palabra idea, no habría tanta discordancia en las escuelas acerca de la teoría de la percepción. Lo mismo ha sucedido en la economía política con la voz riqueza, cuyas diversas significaciones han ocasionado la incompatibilidad de principios que se notan entre los que cultivan aquella ciencia. No puede en verdad llamarse causa lo que no está seguido inmediatamente de un efecto. Las causas se manifiestan por hechos sensibles, y los fines y las extensiones no deben entrar en esta categoría. Puede ser que la ciencia encuentre con el tiempo una denominación más propia y más exacta. Pero cualquiera que ella sea, la idea existe, y es imposible desarraigarla de nuestro espíritu. La pregunta ¿de qué sirve esto? es la primera que se nos ocurre en presencia de todo objeto nuevo y extraño, como parte de esa lógica natural, que no necesita de los preceptos de Aristóteles ni de Bacon para dirigir el raciocinio y deducir sanas consecuencias. El influjo de esta propensión se echa de ver en todas las ciencias que ha inventado el hombre desde los tiempos más remotos. El sistema de los antiguos moralistas que hacían consistir la virtud en seguir las indicaciones de la naturaleza, no solamente envuelve el reconocimiento de las causas finales, no sólo supone que están al alcance de nuestro entendimiento, sino que representa el estudio de ellas, como el gran negocio y la obligación esencial de la vida. Persio expresa la misma idea en aquellos versos tantas veces citados:

Discite, o miseri, et causas cognoscite recruin,
Quid sumus et quidnam victori gignimur.

Tal es igualmente el principio fundamental de los médicos que profesan seguir a la naturaleza en la cura de las enfermedades, y para ello se limitan a ayudarla, guardándose de contrariar el giro reparador de sus fuerzas y de sus arbitrios. Una ilustración más notable del influjo que este modo de raciocinar ejerce en nuestras convicciones, es la que suministra la historia de los primeros economistas franceses. El nombre de fisiocracia que dieron a su sistema, indica suficientemente el modelo a que se sujetaban, y en sus obras, a cada paso están acudiendo a las leyes físicas y morales de la naturaleza, como tipos de que no debe apartarse, en ningún caso la legislación económica y mercantil. «Todos los hombres, dice Quesnay, el fundador de la secta, y todas las potencias humanas están sujetas a esas leyes soberanas, instituidas por el Ser Supremo. Ellas son inmutables e irrefragables, y por [744] consiguiente, deben fijarse como cimientos de toda legislación positiva.» {(1) Citado por Mac Cullock en su artículo Political Economy en la Enciclopedia Británica.}

Cuando restauró la misma teoría muchos años después el célebre Adam Smith, no fue otro el giro que siguió para crear la ciencia que le debe tantos adelantos y tan gloriosos triunfos. «Los políticos, dice, y los proyectistas, consideran al hombre como parte de un ciego mecanismo. Cuando se entrometen a dirigir el curso de los negocios humanos, no echan de ver que, abandonado a sus propios instintos, el hombre sabrá por sí solo obtener su bien estar y el de la sociedad entera. Poco más se necesita para que un estado llegue al más alto grado de prosperidad posible que el reposo, un sistema moderado de contribuciones, y una tolerable administración de justicia. Todo lo demás viene por el curso natural de las cosas. Todo gobierno que lo pone obstáculos y lo tuerce, o que detiene los progresos de la sociedad en cualquiera línea, es un gobierno contra la naturaleza, y no puede sostenerse sino por medios opresores y tiránicos. {(2) Biographical memoir of Smith, pág. 109}

En vista de estas autoridades, no será una temeridad proclamar la importancia del estudio de las causas finales en las ciencias políticas, como la legislación, la economía y la jurisprudencia, y aun adoptarlo por única regla de las discusiones pertenecientes a estos ramos, obrando en su favor la gran ventaja, con respecto a las ciencias físicas, de no tener que acudir al auxilio de los instrumentos y de las experiencias, puesto que tenemos dentro de nosotros mismos, en nuestras inclinaciones, en nuestra conciencia y en nuestras aptitudes, suficientes medios para conocer las relaciones con que la Providencia ha querido ligarnos, y el uso que, de acuerdo con sus miras, podemos y debemos hacer de las cosas criadas. Si el estado inerme y desnudo, en que nace el hombre; si las necesidades que lo apremian y que no puede satisfacer por sí solo; si el don de la palabra, y la fuerza expansiva de sus sentimientos, están indicando de la manera más luminosa que la naturaleza lo ha hecho sociable y que sin la sociedad nunca podrá ser más que un animal degenerado, como lo es todo animal gregario que vive solo y abandonado a sus propios recursos, ¿no puede continuar deduciendo de este principio por una serie de analogías todo lo que conviene a su ser, para ocupar dignamente el puesto que le está señalado en el universo? Claro es que sometidas a este criterio, se desmoronarían las instituciones monstruosas y absurdas que han afeado los anales de la humanidad en otros tiempos, y de que todavía se conservan algunas trazas, para baldón suyo, en estos tiempos de civilización y de cultura. Porque si han desaparecido la división de castas del Egipto, la vida común de Lacedemonia, la [745] poligamia de las naciones asiáticas, los juicios de Dios de la edad media, y la prodigalidad de la pena de muerte consignada en casi todos los códigos de las generaciones que nos han precedido, todavía es la guerra la lógica de los gobiernos, como lo es el duelo de los individuos; todavía la administración de justicia es una máquina tan complicada como dispendiosa a los que de ella se sirven; todavía las leyes fiscales alzan muros impenetrables entre las naciones, como si las leyes, humanas se empeñasen en contradecir los planes del Criador, y en viciar los materiales de que nos ha provisto, para construir con ellos nuestra ventura y la de nuestros semejantes.

Cicero: De natura Deorum.
Cartessi: Meditationes.
Querries concerning Optus, by Isaac Newton.
Explicación del símbolo de la fe, por Fr. Luis de Granada.
Moral and Political Essays, by David Hume.
Outlines of moral Philosophy, by Dugald Stewart.