Filosofía en español 
Filosofía en español


Ateísmo

(Religión.) Palabra compuesta de Ά, negativa y de Τεος que significa Dios. Así se denomina un sistema cuyo principio consiste no solo en negar que hay Dios, sino también la necesidad de que le haya. Sentado este precedente, es indispensable que el aleo recurra a otras causas para explicar los fenómenos que observa, tanto en la naturaleza cuanto en el mundo moral; y en efecto atribuye aquellos, bien a la casualidad, bien a que la materia tiene en sí misma las propiedades para ser, encontrando aquí por consiguiente el principio universal de todas las cosas.

El principal argumento de los ateos es la existencia del mal sobre la tierra, y como no pueden creer en los espíritus malignos porque no creen en Dios, hacen el siguiente impío razonamiento. «O Dios tiene o no tiene poder bastante para hacer que el mal desaparezca de la tierra. Si no lo tiene, es claro que no es todopoderoso. Si lo tiene y no lo hace es porque no quiere; y entonces no es bueno, puesto que lo consiente pudiendo evitarlo: por último, si no puede ni quiere, tampoco es verdadero Dios.» Este desatinado argumento puede refutarse con solo hacer ver que se funda únicamente en la interpretación dada a la palabra mal. Si en efecto, existiese ese mal, no solo para el hombre sino para todas las cosas, se deduciría naturalmente, o que este mal ha sido creado por Dios o que no ha podido impedirlo. Pero si lo que es mal para uno se convierte en bien para otro, puede resultar un bien general, el cual no ofrece realmente un mal, cualquiera que sea el inconveniente que sienten algunos. Así es que sin la muerte no habría ni amor ni reproducción, porque la vida no se sostiene sino por la destrucción. Tal vez, dispuesto todo de diferente manera, no sea nuestro planeta a quien haya tocado la mayor parte del bien; pero queda por saber aun, si la naturaleza de las cosas se prestaría a hacer alguna mejora. El mal puede no solo ser una necesidad, sino que puede también ser hasta cierto punto indispensable, y la misma virtud no existiría si no fueran posibles los vicios. Por esta razón nos referiremos a la palabra MAL para el examen de esta cuestión que es la piedra de toque de todas las cuestiones filosóficas.

Pero la existencia del mal no lleva consigo la no existencia de la Divinidad. Así los ateos arguyen con los desórdenes del universo o (con lo que nos parece tal) que ningún dios preside a la dirección del mismo. Tomad, nos dicen, materias distintas de todas las moléculas que existen en el mundo, introducidlas en una vasija de las que se usan: emplead los procedimientos de la física, y por efecto de las propiedades de cada una, cuales son su afinidad, su atracción, &c., las veréis mezclándose en la vasija, formar en el momento una multitud de combinaciones, unas que se destruyen entre sí, otras que la casualidad hace que sean mejor compuestas; para esto no será necesario invocar el auxilio de un Dios. Así con el trascurso del tiempo y con las infinitas variaciones consiguientes, podrían descubrirse todos los objetos que hoy vemos sobre la tierra. Esta continuación de sucesos, no fueron en su origen sino obra de la casualidad, pero por efecto de la costumbre nos parecen hoy regulares e inteligentes.

Tal es la hipótesis que en la antigüedad sostuvieron Estratón y Diágoras, según los cuales, todas las combinaciones son posibles, y ha de llegar el día que se desenvuelvan por una fatalidad inevitable, fundados en que la razón del movimiento existe esencialmente en la materia misma. Es necesario, en efecto, a toda materia gozar de una especie cualquiera de movimiento producido por la fuerza incoherente que ejerce cuando las circunstancias le son favorables, y según la cual, todo debe producirse en la eternidad de los tiempos y en la infinita variedad de los sucesos.

Pero es muy fácil objetar a este sistema ciego o completamente mecánico, que si nada inteligente, nada sabio ni armonioso, preside a las operaciones de la materia abandonada de ese modo a la impetuosidad bruta de la casualidad, no pueden resultar series constantes de obras coordinadas, de seres organizados para un objeto y un plan de previsión y correspondencia, tan evidente como el que guardan las relaciones de los sentidos con los objetos exteriores; los sexos, uno relativamente a otro; los vegetales y los animales, según los sitios y los climas: por último, las alas que han recibido para batir el aire los animales destinados a volar; las aletas con que los peces vencen la resistencia del agua; los pies de que carecen estos últimos, y tienen todos los animales que andan; tal o cual clase de dientes o de estómago para tal o cual género, y así todas las demás propiedades características de la naturaleza animada de alimentos. Aquí pierden toda su fuerza las explicaciones de los ateos, y la historia natural y la anatomía son verdaderos tratados de teología, himnos de alabanza en favor de la Divinidad.

En efecto, si ninguna inteligencia preside a esos movimientos fortuitos, es imposible que de ellos pueda emanar nada regularmente organizado. Hace muchos millares de años que en las cataratas del Rin, del Nilo o del Niágara se ve precipitarse un torrente de agua desde lo alto de una roca. En esta infinidad de movimientos de moléculas de agua que arrastran consigo otras materias terrestres ¿qué nuevas criaturas se producen? En el mismo fango impuro donde se multiplican tantas razas, ¿qué generaciones equívocas forman incesantemente distintas especies? Ninguna: son siempre las mismas, que se perpetúan por la reproducción unívoca, y según las leyes regulares de la creación. Supóngase, por ejemplo, que en vez de agua derrame un torrente millones de caracteres de imprenta, ¿habrá quien espere jamás la combinación de una tragedia, de un teorema de álgebra? Pues véase un hecho sencillísimo que prueba la esterilidad del acaso para producir cosa alguna. Queriendo el naturalista Adamson poner nombre a todas las conchas que importó del Senegal, encerró en una rueda hueca muchos caracteres alfabéticos; después de darla innumerables vueltas, solo pudo sacar al acaso reuniones, letras con una continuación de términos tan extravagantes y anómalos, que tuvo que modificarlos y ordenarlos todos para hacerlos un poco admisibles. Supóngase que se muevan millones de letras durante algunos millones de años, las mismas combinaciones de palabras se renovaran millones de veces, y producirán, si acaso, un cierto número de cambios. Del mismo modo todo lo que una casualidad podría crear en este universo, sería destruido por otra casualidad, y los sucesos más venturosos hoy para nosotros, no alcanzarían al día de mañana. Así es que el argumento de los ateos se destruye por los mismos medios con que se forma, pues los resultados de los juegos de azar prueban que hay igualdad en pro y en contra, y sacamos en consecuencia, que este sistema no produce nada, toda vez que destruye cuanto construye.

Continuamente estamos oyendo decir: Eso que veis que existe es necesario, toda vez existe tal como se ve. Este principio no tiene más certeza que los anteriores. ¡Cuántas especies de animales hoy día desconocidas o perdidas han dejado sus huesos en las diversas capas que constituyen el terreno del globo! Cuvier ha tenido la gloria de reconstruir por medio de la ciencia anatómica esas especies desconocidas. Las mismas especies que viven hoy pueden ser algún día aniquiladas; grandes catástrofes sepultan los continentes, y las criaturas que los pueblan, sin que la máquina entera del mundo se conmueva. Luego esa supuesta necesidad de que las cosas existan, carece de fundamento.

Destruidas ya las principales bases del ateísmo, réstanos examinar las hipótesis del panteísmo, opinión antigua, pero que han sostenido entre los modernos Espinosa y los materialistas, según los cuales, caminan de acuerdo la vida, el sentimiento y la inteligencia a la materia misma.

Por eso Malebranche, que no veía sino a dios en el mundo, era espiritualista; Espinosa, que no veía sino el mundo, de quien hace un Dios, confunde el espíritu y el cuerpo en una misma y única sustancia, y no sabe responder al que le pregunta dónde está el espíritu en un cadáver, sino que se ha refugiado en cada una de las partículas de aquel cuerpo muerto en putrefacción. Leibnitz distingue de la materia la fuerza que la dirige y gobierna; Hobbes y Collins hacen del dios Pan el gran todo de la naturaleza única.

Pero todo esto es como confundir el hierro con el magnetismo que recibe, y del que puede privársele, o como si se sostuviera que el calórico es la sustancia misma del cuerpo que se ha impregnado de él. Por tanto, una cosa es la materia misma tangible o presentándose de ordinario a nuestros sentidos, y otra la inteligencia o fuerza que la rige con orden, unidad, regularidad y armonía. Los cuerpos pueden manifiestamente estar dotados o privados de esta fuerza, de esta vida, y de esta inteligencia.

Además, ¿qué cosa hay más absurda ni más extravagante, como lo ha hecho ver Bayle en su refutación a Espinosa, que asociar unos con otros principios incompatibles entre sí? Porque según estos principios, Dios trasformado en cosaco, ataca a Dios metamorfoseado en turco; un Dios juez manda otra porción del Dios criminal a las galeras. Cuando un Dios produce fiebre o alguna cosa peor, cuando se embriaga o mata o aprisiona a otro; es la Divinidad misma quien se divierte en atormentarse. En una palabra, no hay especie de crimen, de locura o de torpeza que no pueda establecerse por este medio, y Dios se llega a negar a sí mismo en el ateo, tan extravagante es esta hipótesis monstruosa.

Pero hay más todavía, si la materia es Dios, ella es al mismo tiempo agente y paciente en la misma sustancia, de modo que ella se destruye y asesina a sí misma, creándose, en una palabra, todos los males y todos los furores que vemos sobre la tierra. La materia-dios de Espinosa, o el ateísmo de los materialistas, es el colmo del ridículo y del absurdo.

Es preciso, pues, volver a la distinción de las dos sustancias, al espíritu y al cuerpo, mens agitans molem; principios separados, aunque puedan ser coexistentes, ya en el espacio, ya en la duración.

Nosotros juzgamos por los efectos del magnetismo que hay una sustancia invisible, intangible, que atrae al hierro, pero no puede concebírsela ni concentrarse fácilmente, a no ser que se la considere lo mismo que la electricidad. La incomprensibilidad o la invisibilidad de una cosa no es por cierto un motivo suficiente para negar su existencia: ¡cuánta multitud de efectos no hay en la naturaleza cuya causa desconocemos, sin que por eso sean menos reales!

Si fijamos la atención en los razonamientos de los hombres que pretenden poder pasar sin la Divinidad, todos se ven obligados a multiplicar las explicaciones al tratar de los seres organizados, o de las partes anatómicas de los animales y de las plantas. Para explicar su sabia coordinación, o sus maravillosas correspondencias es necesario que los ateos concedan a la materia bruta facultades extraordinarias; conceden gratuitamente la inteligencia y la sensibilidad hasta a las piedras, a la tierra, al aire, a las moléculas más pequeñas. Se ven obligados a partir a Dios en pedazos, a desmembrarle y a incorporar, por decirlo así, sus pedazos a las sustancias más inertes. Tan imposible es para elles desentenderse de una potencia inteligente en el universo; de manera que los partidarios del ateísmo no niegan tanto a Dios, a quien al contrario, hacen penetrar en todos los cuerpos materiales, confundiendo sin cesar, lo mismo que Espinosa, al artífice con la obra.

No pretendemos ciertamente reproducir aquí las pruebas presentadas por una multitud de materialistas; pueden leerse en Juan Baius, Nehemias Greso, Guillermo Derham, Bernardo Nieusventyt, Lesser, &c. Entre las objeciones más fuertes que se han opuesto en el siglo XVIII contra la existencia de un ser inteligente, autor de las criaturas, se han alabado sobre todos, los argumentos opuestos a las causas finales en el libro titulado Sistema de la naturaleza, atribuido a Mirabeau, secretario de la Academia francesa, si bien Voltaire dijo de él lo siguiente: «El buen Mirabeau no era capaz de escribir ni una página del libro de nuestro terrible adversario.» Esta obra elocuentemente escrita, pero difusa, llena de sofismas y peticiones de principio, se debe al barón de Holbach y Diderot.

Imposible es impedir a los razonadores que atribuyan a causas secundarlos efectos muy considerables y muy extendidos en el mundo: ellos creen poder desentenderse de un primer motor para arreglar a su gusto un pequeño universo. Bacon ha observado que si no se hace más que estudiar superficialmente las ciencias naturales, se puede ser ateo fácilmente; pero que empapándose completamente en este fecundo manantial de la filosofía, casi sin sentirlo nos vemos atraídos hacia la Divinidad sublime, creadora de cuanto existe. Por esto fueron religiosos Newton, Linneo y todos los sabios más profundos que han escudriñado los secretos de la naturaleza.

Al despertarme sobre la tierra, dice Linneo, he contemplado un Dios inmenso, eterno, omnipotente, que todo lo sabe. Lo he visto, y he caído en la más profunda admiración al ver tan solo su imponente sombra. He seguido algunos de sus pasos en medio de las criaturas, y hasta en las cosas más imperceptibles. ¡Qué poder! ¡Qué sabiduría! ¡Qué perfección tan completa! He visto los animales sustentados por los vegetales, estos por los cuerpos terrestres, y la tierra dando vueltas en una órbita inalterable alrededor del sol, foco perenne y manantial ardiente de su vida: este sol, girando sobre su eje con los planetas que le rodean, forma con los otros astros, indefinidos en número, y sostenido en los eternos espacios, por el movimiento en el vacío, un sistema complicado, inconcebible, inmenso. Todo él está gobernado por un primer motor, ser de los seres, como le llama Aristóteles, la causa de las causas, el guardián, el rector supremo del gran todo, autor, artífice, eterno arquitecto, según Platón, de tan magnífica obra. ¿Queréis llamarle la Fatalidad? No os engañáis, añade Séneca, pues todas las cosas dependen de él. ¿Preferís llamarle la Naturaleza? Tampoco os equivocáis, porque todas las cosas han nacido de él. ¿Le llamáis la Providencia? Decís muy bien: por sus órdenes, por sus consejos, por su providencia, rige todo el mundo sus actos. El es todo pensamiento, todo ojos, todo oídos, todo vida. El universo entero no es otra cosa que él mismo, y la naturaleza humana no es capaz de abarcar su inmensidad. Es preciso creer, dice Plinio, que hay una Divinidad eterna, infinita, no engendrada ni creada. Este ser, como lo manifiesta también Séneca, esta causa, sin la cual nada existe, que lo ha creado y organizado todo, que llena nuestra vista, y se sustrae sin embargo a ella, que no nos es conocida sino por el pensamiento, ha ocultado su augusta majestad en un asilo tan santo y tan impenetrable, que solo a nuestra inteligencia le es dado llegar hasta él.

Para probar en pocas palabras los absurdos que propalan los inventores del ateísmo, bastará exponer las sencillas consideraciones que siguen.

Suponiendo una fuerza creadora en la materia, veríamos que no era capaz de formar por sí sola, no ya un hombre, sino un ojo con todos sus tejidos, cada uno de los cuales está fabricado de distinta manera. Es necesario que esto se verifique con tanta precisión e industria, que los unos de ellos sean capaces para formar una cámara oscura y esférica: es preciso que el aire se dilate o se contraiga como debe, a fin de que no admita sino tal cono de rayos luminosos; que el humor acuoso de la cámara anterior, la lente cristalina y la curvatura diferente de los segmentos de la esfera, el humor vítreo de la cámara posterior, sostenido por un tejido celular como el cristalino, estén colocados a distancias respectivas, si bien calculadas y en disposición conveniente para refractar los rayos de luz; que no falte en fin, cosa alguna, para que las imágenes vengan a pintarse exactamente en la retina. Explicar en seguida cómo se trasmiten tales impresiones al cerebro por medio de los nervios ópticos entrecruzados, y cómo teniendo dos imágenes expuestas a nuestra vista, no vemos sino un solo objeto, es cosa de todo punto imposible para nosotros. ¿Cómo nos explicaría además la materia que se supone activa, sin el auxilio de una inteligencia que la dirija, que es necesario resguardar al ojo por fuera, darle párpados que le cubran, cejas que le preserven, pestañas para librarse de los insectos u otros objetos pequeños, una pupila que se dilata y se contrae, que regula el grado de luz para no deslumbrarse por exceso de ella, ni quedar en tinieblas?

Pero aun hay más; es preciso acomodar estos ojos a la naturaleza del espacio en que viva el animal. Como el pez debe vivir en el agua, es inútil que una cámara anterior contenga el humor acuoso de sus ojos. Por el contrario, es preciso que la forma del cristalino corrija la grande refracción de los rayos luminosos, atravesando un líquido denso como el agua. Así los ojos de estos animales tienen un cristalino lenticular; crecen en esfera como un guisante, (aunque la curva de sus dos lados no es igual), y por este medio imaginado y ejecutado con la más admirable precisión, el pez distingue perfectamente los objetos debajo del agua, lo que no podrían hacer los ojos del hombre. Al mismo tiempo el ave destinada a lanzarse en ese espacio sutil y enrarecido, como el aire de las alturas, debe por el contrario tener un ojo formado de otro modo que el del pez; así la cámara anterior del humor acuoso es mucho más curva: su cristalino, en lugar de ser esférico, es mucho mas aplastado que el del hombre, y está formado según las leyes más sabias de la óptica. Pero lo que hay de más maravilloso, es que la vista del ave debe ser présbite (o larga) cuando vuela, para distinguir los objetos desde muy lejos, y cuando está parada en un árbol o en el suelo, es preciso que vea bien cuanto le rodea, y que su vista sea entonces más corta. Para obtener este resultado es preciso encoger o dilatar el cristalino, como se sacan más o menos los tubos de un anteojo, a fin de proporcionar las distancias de los objetos. Así la sabia providencia ha colocado en el ojo del pájaro, en su retina del cristalino, un músculo trasparente que recoge o deja adelantar esta lenteja, para producir, según la necesidad del animal, tal o cual extensión de vista.

De muy poca fuerza es en verdad el argumento empleado por un defensor de las fuerzas ciegas de la materia, que dice que, habiéndose formado los ojos por casualidad y por un conjunto de circunstancias favorables, el animal se ha servido de ellos, pero que no hay en esto causa alguna final. Algunos autores, conociendo la fuerza de las razones que se deducen de las causas finales, para demostrar la suprema inteligencia que crea todos los seres, han tratado de desacreditar este género de prueba. Se han valido para ello de algunas explicaciones arriesgadas, como cuando Pluche ha dicho que las mareas, los flujos y reflujos, sirven para facilitar la entrada de las naves en los puertos. Seguramente es preciso estar loco, dice Voltaire, para negar que el estomago se hizo para digerir; pero sería ridículo en extremo pretender que las narices han sido creadas expresamente para llevar anteojos, y las piernas para calzarse con medias de seda. Esta manía de explicaciones hizo decir al canciller Bacon, que las causas finales (imaginarias) eran comparables a las vírgenes consagradas a Dios, pero destinadas a una completa esterilidad; es decir, que no multiplican la ciencia.

El ridículo a que así se exponen los partidarios de ellas, no puede caer sobre las relaciones manifiestas de los seres, ya entre sí, ya con los objetos que los rodean. Es imposible desconocer que el ala está predispuesta para el vuelo del pájaro, de la mariposa o del murciélago, como la vejiga natatoria para sostener hidrostáticamente al pez en el agua. Si ha habido alguna vez un designio premeditado y manifiesto, es el de la relación de los órganos sexuales entre sí, para la perpetuidad de las especies. La coordinación de los miembros de los animales es tan precisa e inevitable, que en viendo tal diente, tal quijada de un mamífero o de un insecto, el naturalista ejercitado adivinará fácilmente el género de vida, de alimentos, y todas las demás relaciones restantes de los intestinos, de los pies, de las garras, sin haber visto al animal; y conocerá exactamente por qué tal organización está necesariamente encadenada a tal apariencia de estructura.

Newton probaba la existencia de Dios por los soles y los mundos: Linneo o Cuvier la probarían del mismo modo por los mosquitos o las flores. Toda la naturaleza es tan rica en estas armonías, y este estudio encantador se liga tan estrictamente a toda la historia natural, que es imposible separarlos. Esta ciencia es la demostración más completa, la más irrefragable del poder y del sublime genio que preside al universo y también una teología viviente y perpetua, la más convincente para todas las inteligencias.

¿Quién es, pues, el que refuta mejor los sistemas peligrosos, los razonamientos de pura teología dogmática de las escuelas, o bien las observaciones de la naturaleza? Los más incrédulos, al refutar los dogmas, se ven vencidos por la fuerza de los hechos positivos, y semejantes a los ángeles malos de Milton, levantan en vano sus cabezas audaces y rebeldes contra las espadas flamígeras de los ángeles de la luz. Llaman en su auxilio los venenos, las enfermedades, los huracanes destructores, la muerte misma, todos los poderes infernales, para degradar y oscurecer las obras maravillosas del Todopoderoso. Si se les presenta una flor, enseñan al momento el gusano que la roe el seno.

Nosotros no tratamos de justificar ahora los designios de la naturaleza, o más bien de su sublime autor, pues en verdad no creemos que necesite encontrar abogado entre sus criaturas. Tanta maridad sería que con nuestro escaso talento decidiésemos que tal cosa no podría estar mejor hecha, como en que vituperásemos atrevidamente tal otra. Es evidente que el hombre, ser frágil y limitado a un sitio oscuro de este inconmensurable universo, esa hormiga del globo, al razonar con presunción sobre todas las cosas, e imaginar en su orgullo que es el animal más importante y el único a cuya felicidad debe conspirar todo, es evidente, repetimos, que cae hasta los últimos límites del ridículo.

Absolutamente hablando, no estamos en el caso de decidir si tal cosa es uno bien o un mal, no con relación a nosotros, pequeña parte de un infinito, sino con relación al gran todo. Mas para refutar con un solo ejemplo tan temerarias aserciones, tomemos las plantas venenosas: su creación, se dirá, es una maldad gratuita sobre la tierra: como no puede suponerse que proceda de Dios, vale más establecer que el bien y el mal moral existen por casualidad en el mundo. Sin embargo, si reflexionaran detenidamente sobre este hecho, conocerían que hasta en él mismo brilla la sabia previsión de la naturaleza. Véanse las pruebas. El enforbio es, como la mayor parte de los titímalos, un veneno muy activo para el hombre y para la mayor parte de los animales: solo el olor de esta planta incomoda; sin embargo, hay otras especies que la buscan con avidez, como los insectos y la oruga del titímalo, para quienes esta planta es el único alimento. En Arabia se ve a los camellos y dromedarios, comer con avidez pequeños titímalos, cuya sustancia acre estimula al parecer el estómago duro de estos rumiantes, del mismo modo que los manjares condimentados con especias fortifican el nuestro. La cabra devora sin peligro la cicuta; el perejil que nosotros comemos se convierte en veneno para los loros y otras clases de aves. De esta suerte lo que para unos es veneno, es al mismo tiempo el alimento escogido para otros. Cada ser encuentra de este modo asegurada su porción de alimento en la grande y común mesa de la tierra. La ley del veneno es, pues, una prohibición respectiva, un medio hábilmente imaginado para dar a cada uno su parte de alimento, sin que otro alguno pueda apoderarse de ella. La naturaleza tiene cuidado de prevenir a cada animal por medio del olor y sabor lo que puede comer con seguridad, y lo que debe rechazar con horror. Por este medio nada hay perdido, y hasta el mismo excremento que tanto incomoda, puede servir de alimento a otro género de criaturas.

Véase con qué hechos tan positivos se pueden refutar aserciones que una temeraria ignorancia suscita ciegamente contra las combinaciones más maravillosas de la naturaleza. Nosotros no pretendemos conocer los profundos designios de la Divina Providencia, al permitir el desarrollo de los males sobre la tierra; pero puede verse por los beneficios de la fecundidad y de la reproducción sobre todo el globo, que estos no podrían manifestarse sino por la necesidad de la muerte o de la destrucción, que son el origen de nuevas existencias. Cualquiera que niegue la causa de las causas, está en el mero hecho imposibilitado de descubrir los principios de las cosas, y de inventar ninguna. Obstinado siempre contra la idea de un Dios que resplandece como un sol sobre toda la naturaleza, y cuyos deslumbradores rayos hieren la vista por todas partes, no se ocupa sino en sustraerse a la luz: cierra en vano sus sentidos a ese inmenso genio del universo, en medio del cual se encuentra colocado. En vano opone las monstruosidades y los vicios a una sabiduría incomprensible; en vano ofusca su magnificencia con la hiel del odio y de la detracción; los cielos mismos cantan su gloria, y el telescopio prosigue en su inmensidad el curso de los astros que los decoran.

La vida, el sentimiento, el amor de una madre es para él, como para un ateo, el juego fortuito de una materia que se forma y desorganiza después, sin causa y por casualidad: ese padre ciego, ese terrible Saturno que devora las cosas a medida que salen del seno de la naturaleza.

¿Es acaso ese monstruoso sistema por el que pensáis que el genio pueda desarrollarse? ¿Qué invención saldría de ese abismo de putrefacción? De la misma manera que una cloaca infestada exhala por todas partes vapores pestilentes, así ese sistema destructor arrastra el alma a donde no puede contemplar otra cosa sino descomposición, crímenes y muerte. ¿Qué son en esta hipótesis los hombres, sino seres infelices lanzados sin consuelo ni esperanza a esta tierra para vivir en ella a la merced de una suerte inexorable, sin protección para la inocencia, sin freno para el malvado? ¡El virtuoso Sócrates igual al malvado Nerón! ¡Qué horrores sobre este globo, si nada fuese meritorio, nada criminal! ¡Si el fraude y el vicio dominasen impunemente! ¡si los atentados fuesen absueltos solo porque aparecen triunfantes a los ojos de la humanidad, que los contempla con indignación! ¿De dónde nacería entonces esta expansión generosa, inspiradora de los sentimientos nobles y de las acciones sublimes? Marchitado el corazón por creencias desoladoras, no alimenta la dulce esperanza de la inmortalidad. Faltando esta comunicación con el Ser Supremo que nos mantenía en esa constante aspiración a los cielos, rota de antemano esa cadena de oro que nos liga a un mundo de felicidades caemos con todo nuestro peso hacia la tierra que entreabre sus lóbregas cavernas para tragarnos con nuestras esperanzas de gloria y de renombre. Tal es el ángel caído de las celestes regiones del pensamiento; tal es el que niega a Dios, y a quien ya no vivifica sino el rayo brillante de su genio; no es sino un cadáver.

El ateísmo, desheredando al hombre de la divinidad, lo trasforma, como a Nabucodonosor, en una bestia. Por medio de la esperanza de la impunidad, favorece todos los vicios, y tiende a desalentar la virtud, privándola de remuneración en el porvenir. Es por lo tanto la destrucción de todos los lazos sociales: mientras que el teísmo coloca a la Divina Providencia sobre todas las naciones, y presidiendo a sus destinos, desde su asiento sostiene al hombre justo en sus sacrificios, amenaza en secreto al criminal, vela sin cesar sobre la conducta secreta de los hombres, y la defiende a cada paso contra las tentaciones. Si al cabo de cuarenta siglos los razonamientos de los ateos no han podido desengañar al género humano de su creencia en un Ser Supremo que ha ordenado la naturaleza, debe creerse que tantos efectos no son estériles sin que para ello exista un motivo, y que una obra prueba la existencia de su autor.

Dios es sin duda incomprensible; acerquémonos a él como al sol y al fuego, para recibir luz y calor, pero no para precipitarnos en aquel pozo ardiente, que en breve consumiría nuestra inteligencia. Muchas veces sucede que con el objeto de aparecer como hombres de espíritus fuertes e independientes, como hombres hábiles y más instruidos que el vulgo, afectan algunas personas el ateísmo; pero si bien es cierto, como ha dicho Bacon, que un poco de ciencia nos hace presumidos, también es verdad que los conocimientos profundos atraen al ateísmo a los genios más grandes. Al considerar cuan poco sabemos, cae confundido con su ignorancia el orgullo de los hombres. Solo Dios parece haberse reservado la verdad de la omnisciencia, no habiéndonos dejado sino un débil destelló de su luz.

Medir la Divinidad con nuestra pequeñez, es rebajarla; querer definirla, es limitar lo infinito. Cuanto más se trata de profundizarla, más se engrandece en su incomprensibilidad.

No deben desesperar de la justicia suprema los ateos convertidos en tales por el espectáculo de este mundo, en el que se encuentra la virtud tan mal recompensada, y el vicio tan orgulloso con sus triunfos; porque también en los designios de la Divina Providencia hay recompensas, equitativas y vengadoras. Bajo el oro y la púrpura de los tiranos reinan los remordimientos y los tormentos del corazón, a falta de suplicios y de verdugos. La felicidad y la alegría no habitan con los malvados, y el tálamo más voluptuoso está lleno con frecuencia de sufrimientos morales. Es una ley de nuestra organización, no poder sustraernos a nuestro destino, y la caída es siempre proporcionada a la elevación por una reacción necesaria de nuestra sensibilidad.