Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano
Montaner y Simón Editores, Barcelona 1895
tomo 17
páginas 556-557

Manuel de la Revilla y Moreno

Biografía. Escritor español. Nacido en Madrid a 26 de octubre de 1846. Muerto en el Escorial a 13 de septiembre de 1881. Su padre, D. José, era antiguo Consejero de Instrucción pública, hombre de gran erudición y sólido juicio, y también pintor muy notable. Según apunta su biógrafo Martínez de Velasco, Manuel estudió en la Universidad Central las carreras de Jurisprudencia y Filosofía y Letras, graduándose de Licenciado en 1869 y de Doctor en 1870; siendo aún estudiante formó parte de la sociedad científica y literaria La Idea, que varios escolares habían establecido en una casa de la calle de Cañizares, y allí, en el invierno de 1865, pronunció su primer discurso, cuyo tema fue la historia filosófica del mahometismo, y el cual reveló al futuro elocuente orador del Ateneo; fundó en 1868 con los Sres. Mellado, Martra y Blanco Asenjo El Amigo del Pueblo, y de su pluma salieron aquellos artículos doctrinales, Los santos de la humanidad, Los derechos naturales, La libertad de reunión y [557] otros, que tanta sensación produjeron en los círculos políticos; después colaboró en El Pueblo; dio a luz un folleto sobre el famoso Manifiesto de la prensa, y se retiró por último de las discusiones candentes de la política, tal vez amargado por duros ataques personales que le dirigieron sus mismos correligionarios, si bien en 1873, habiendo triunfado su partido, ocupó un alto puesto en la secretaría de Fomento. El año de 1874, fue, sin duda, el de más actividad literaria para el laborioso Revilla: fundó La Crítica (con Peña y Goñi), que alcanzó extraordinario éxito; publicó una colección de poesías con el título de Dudas y tristezas; colaboró en las principales revistas literarias de España; dio a luz La Ética, en colaboración con González Serrano, y creemos que también entonces publicó la primera edición de los Principios de Literatura general e historia de la literatura española, colaborando con D. Pedro de Alcántara García. En 1876 ganó por oposición la cátedra de Literatura general de la Universidad Central, y en octubre del mismo año contrajo matrimonio en Burgos con la Srta. doña Carmen Cortijo; en 1878 tradujo y publicó las Obras de Descartes en dos volúmenes; por entonces también inauguró en El Globo sus campañas críticas y arregló a la escena moderna El condenado por desconfiado, que no llegó a representarse. Trabajo tan excesivo y simultáneo, la cátedra, la crítica, la discusión en el Ateneo, su estudio incesante, le acarrearon un grave padecimiento a principios de 1880, y en abril del mismo año se le manifestó claramente la perturbación mental, que sufrió por espacio de varios meses. En abril de 1881, cuando parecía completamente curado, escribió la crítica de El Gran Galeoto, y un pequeño artículo que le encomendó el Ateneo para el centenario de Calderón, siendo éstos sus últimos trabajos literarios. Retirado en el Escorial, y cuando se disponía a reanudar las tareas de catedrático y de crítico, fue sorprendido por la muerte en la mañana del día y mes antes consignados. Fue el Ateneo el campo de sus más legítimos triunfos; fue el primero quien le dio nombre y reputación; pero Revilla, con su afecto en apariencia indiferente y frío, y en realidad intenso y profundo, le pagó con creces, pues siempre consideró y estimó esta sociedad como su segunda madre. A su muerte, aquella culta asociación coleccionó y publicó algunas de sus obras más importantes. En opinión de González Serrano, la cualidad más saliente de Revilla, superior a sus aptitudes críticas, era la de que poseía un talento asimilador y una inteligencia sincrética, en las que no tenía rival posible. Consecuencia de estas cualidades era su vastísima cultura filosófica, literaria y política. En el discurso leído por González Serrano en la velada celebrada por el Ateneo de Madrid después del fallecimiento de Revilla, en honor de éste, hacía las siguientes afirmaciones: «Esta asimilación universalísima, dote la más superior de todas las suyas, explica en parte la diversidad de opiniones que aquí le habéis visto sustentar, porque él se ha asimilado toda doctrina nueva, para satisfacer su generoso anhelo de disipar dudas y dar solución a los problemas. Pero, notadlo bien, de una vez para siempre: aun cuando las indecisiones de su carácter se traduzcan en veleidades intelectuales; aunque no le concedáis como pensador y como filósofo la cualidad de ser sistemático y consecuente en sus ulteriores evoluciones, no le negaréis, no, dos cualidades que en él resaltan por cima de todo: lo que él llamaba su fibra de libre pensador, y el culto respetuoso que prestaba siempre al bien. ¿Vais por esto a negarle el honroso título de pensador? No lo hagáis, pues no tiene nuestro buen amigo Revilla la culpa de haber vivido en una época en que se suceden las doctrinas con asombrosa rapidez, ni a él se le puede imputar la falta de que no exista, ni se colija por hoy que pronto exista, concepción definitiva del mundo y de la realidad, bajo la cual se ordenen pensamiento y vida con lógica inflexible y con método riguroso. Vivió y pensó en su tiempo y con su tiempo Revilla; ¿qué mucho que las tormentas de la vida y del pensamiento se revelaran en sus opiniones? ¿Qué mucho que Revilla, en su ansia de saber, al dirigir su penetrante mirada a esa realidad tan compleja, viera que no es superficie plana, sino prisma de infinitas caras?» En las composiciones poéticas de Revilla domina más la inteligencia que el sentimiento, resultando de aquí, como afirma también González Serrano, que sus Poesías, bellas, bellísimas, algunas bien sentidas, son áridas, estáticas, y no logran hacer vibrar la sensibilidad. Para terminar, consignaremos la opinión que Revilla merece a D. Antonio Cánovas del Castillo, y éste consigna en el prólogo del libro en que se contienen las obras de aquél, editadas por el Ateneo: «Debo decir, que soy yo de los que piensan, apartándome de opiniones no sólo respetables para mí, sino pudiera decir simpáticas, por ser cuyas son, que el mayor título de gloria de Revilla consiste en sus trabajos críticos. No era él poeta en el sentido que se quiere y puede dar a la palabra; no filósofo, aunque supiera mucha filosofía, porque le faltó pensamiento original, o siquiera perseverante, en el mundo de la especulación; no verdadero erudito, por más que poseyese instrucción vastísima; y tampoco logró ocasión ni tuvo espacio, aunque sus aptitudes fuesen singularísimas, para formarse del todo y aparecer grande orador. ¿Cuál, pues, de sus especialidades cabe compararse ventajosamente con la del escritor? Ni es tan sólo relativa mi preferencia, sino que en conciencia digo que, o mucho me equivoco, o ha habido entre nosotros poquísimos que, en calidad de críticos, no ya le superen, sino le igualen. Repasando la memoria, se echa pronto de ver cuán difícil cosa sea encontrarle dignos rivales. Fundada en principios, por fuerza tenía que ser su crítica intransigente a las veces con las exigencias o manifestaciones del gusto arbitrario, casi instintivo, de que siempre se dejan guiar los demás. De otra parte, esos principios mismos eran, cual todos, discutibles, para los unos ciertos, falsos para los otros; porque en materia de gusto, ya se sabe, nunca, y menos en nuestra época, cabe pretender unanimidad de pareceres. La propia Estética es hoy en día quizá la más incierta y confusa de las ciencias especulativas. Tenía, en el entretanto, Revilla demasiada superioridad, sobrados estudios, firmeza por demás, para seguir con docilidad la corriente de los ajenos juicios. Todo esto, junto con el natural clamor de los desfavorecidos por su crítica, cuando quería bien acerada y cruel, ha dado origen a que entre muchos se acredite la idea de que no era mayor en él, que las demás, la calidad de crítico. Otros, que de buena fe y respetando su probidad literaria y vasta doctrina, participan de tal opinión, padecen a mis ojos un disculpable, pero evidente error. Por mi parte, no puedo menos de pensar, ya lo he dicho, de muy distinta manera.» Y más adelante añade, juzgando el valor de los trabajos críticos que el tomo editado por el Ateneo encierra: «Quisiera yo que después de bien leído y meditado su artículo relativo al naturalismo en el arte, me citase alguien uno solo superior, o muchos que siquiera con él compitan en firmeza de principios, sagacidad de análisis, profundidad de observación, o claridad y tersura de estilo, entre cuantos se han escrito sobre crítica literaria en nuestra lengua. Para mí es asunto ese de que se ha de hablar todavía bastante, con ser mucho lo que se ha escrito ya; pero nunca se dirá nada mejor. Podrá, por otra parte, diferir cualquiera de la opinión sustentada por Revilla en el artículo intitulado El condenado por desconfiado ¿es de Tirso de Molina?; pero no negar sin injusticia que haya en él novedad, penetración de juicio y gran fuerza de razón. Acerca del tipo maravilloso creado por Tirso en el Tan largo me lo fiáis o El Burlador de Sevilla, hizo también Revilla muy atinadas observaciones críticas, si bien dejándose llevar un tanto de los principios de la estética idealista, que pide constante unidad psíquica y absoluto rigor lógico en los caracteres, al condenar, quizá más de lo debido, que el discreto mercenario, mal oculto por aquel seudónimo famoso, mezclase en la conducta de su héroe lo grande y lo pequeño, la temeridad y la astucia, la hidalguía y la perfidia, cosa en qué principalmente consiste la novedad y singularidad de muchos dramáticos modernos. Y, en resumen, no hay un solo artículo de los aquí reunidos sin gran valor crítico, y cuya lectura no preste alguna enseñanza al lector, por ilustrado que sea.»


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Manuel de la Revilla Moreno Montaner
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