Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano
Montaner y Simón Editores, Barcelona 1887
tomo 2
página 327

Antipatía

Filosofía. La sensibilidad, en su más amplia y general acepción, comprendiendo en ella desde las afecciones más rudimentarias y los apetitos más inconscientes hasta los sentimientos más sublimes, consiste siempre en tendencia o movimiento a unirnos con aquello que nos emociona y en lo cual instintiva o reflexivamente hallamos complemento de nuestro ser y personalidad, ya en la satisfacción de nuestras necesidades, ya en el desarrollo de nuestras potencias, ya finalmente en la colaboración a que nos asociamos con los seres que nos afectan. La atracción (que luego se expresa más o menos figuradamente, encanto, enajenación, pasión, etc.) es la característica de tal fenómeno afectivo. Pero los fenómenos sensibles, que se inician por la inclinación y cuya más alta manifestación es el amor, se determinan circunscribiendo el objeto al cual tienden y desviándose de los demás; de suerte que existe en todo acto sensible la afirmación o posición de la sensibilidad en relación al objeto que nos afecta, y juntamente la negación u oposición a los objetos contrarios. Es decir, el impulso sensible se traduce siempre en atracción y repulsión. A este género de inclinaciones negativas corresponde la antipatía, opuesta a la simpatía, cuya oposición es radicalmente total en la vida sensible. Al apetito se opone la repugnancia, al deseo el disgusto, a la esperanza el temor y la desesperación, al anhelo la aversión, al amor el odio, a la amistad la enemiga y a la simpatía la antipatía (V. Amor). Y como la inclinación sensible debe su iniciativa al sentido certero de nuestro instinto de conservación, pasa rápidamente de una a otra cualidad, a veces sin que la reflexión pueda darse cuenta de semejantes transformaciones; que por esto afirma la sabiduría popular «que los buenos amigos son los que han comenzado por reñir», que «no se ama sino después de haber odiado», etc. Tienen la simpatía y la antipatía sus más hondas raíces allá en los sedimentos y fondos inconscientes de nuestra constitución orgánica (la repugnancia, por ejemplo, a tocar la cáscara de un melocotón o a gustar ciertos manjares), de nuestro carácter (simpatías rápidas y antipatías a primera vista) y de nuestros hábitos y tendencia (repugnancia de aquello que no hemos hecho nunca). Fuera obra interminable enumerar en el hombre (que en el animal es ya más difícil de explicar) la serie de simpatías y antipatías inexplicables, que se señalan en su vida con tal acentuación y relieve que llegan a constituir móviles de sus actos. No podía, por ejemplo, Goethe fijar su atención, poniéndose fuera de sí cuando oía el ladrido de un perro, de lo cual procede la antipatía manifiesta que siente hacia dicho animal, cuando simboliza en él las formas más repugnantes del diablo. Mientras Schiller sentía excitada su inspiración artística en habitación cerrada y con manzanas podridas, cuyo olor acre le servía de acicate, requería Goethe una comunicación y comercio con la naturaleza que llegaba al refinamiento sensual. Cómo la antipatía y simpatía brotan de este fondo inexplicable y revisten siempre un carácter irreflexivo e inconsciente, son y somos todos muy dados a pensar que debemos abandonar por completo la simpatía y antipatía, en su manifestación y desarrollo, al sentido certero del instinto, que es la fuente primera de donde proceden. Se ha exagerado a tal punto esta idea que, cayendo en un escepticismo cómodo y desconfiado de todas nuestras iniciativas reflexivas, se proclamó por Jacobi el sentimiento criterio de toda certeza y por A. Smith la simpatía como la norma de lo bueno y la antipatía como señal de lo malo. Que haya en todo esto su parte de verdad, pues la vida instintiva, se explique como se quiera y se conciba como se conciba, va tras el cumplimiento de sus fines inmediatos, es cosa tan comprobada que fuera puerilidad grande pretender negarlo. Pero proclamar el cambiante de mil colores de nuestra sensibilidad o el péndulo de rápidas oscilaciones de nuestras simpatías y antipatías, criterio de toda certeza y norma de nuestra conducta, equivale a reconocer, contra lo que enseña la experiencia, que la animalidad es superior a la racionalidad. Si no debemos imponernos el suplicio de Tántalo, coartando y refrenando por completo nuestras simpatías y antipatías, lo cual sería en último término contra nuestra propia naturaleza, también es exigencia, impuesta por la complejidad de nuestra condición, ponderar, equilibrar y rítmicamente combinar los impulsos sensibles con las demás energías que se agitan en nuestro ser. Entonces, la obra de la reflexión es insustituible y pueden darse casos (y con frecuencia se dan), en los cuales sea obligado combatir nuestras simpatías y antipatías por ser contrarias a lo que exige la racionalidad. El valor moral, el más preciado de todos, el que libra todas sus batallas, cuando el hombre se esfuerza en vencerse a sí mismo es el recurso eficaz que debe emplearse, cuando se reconoce que nuestras simpatías o antipatías no tienen razón de ser, ni fundamento real para conservarse. Modificándolas en el sentido que prescriba la reflexión, dominándolas y dominando las pasiones en que a veces degeneran, el hombre no hace más que cumplir con la ley propia de su naturaleza, mostrándose digno de la libertad y de la vida, que sólo merecen, como dice Goethe, los que por propio esfuerzo saben conquistarlas diariamente.


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