Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano
Montaner y Simón Editores, Barcelona 1887
tomo 1
páginas 512-514

Afección

Filosofía. Posee esta palabra un sentido más amplio en Filosofía que en el lenguaje usual. Desde luego se aplica a todos los fenómenos de la sensibilidad (V. Sensibilidad) que se distinguen especialmente de los demás anímicos por su carácter afectivo o emocional. Usada la palabra afección para significar la impresión recibida por el alma y con ella la disposición que resulta, se emplea también para expresar las distintas formas que reviste la sensibilidad, desde las tendencias inconscientes y las inclinaciones espontáneas hasta la manifestación más alta y compleja de nuestras simpatías en el amor (V. Amor). En su acepción directa, la palabra afección se refiere a cambio, alteración o modificación de nuestro organismo sensible (sensación) o de nuestra energía moral (sentimiento) (V. Sensación y Sentimiento); de donde procede el carácter afectivo de la sensación lo mismo que del sentimiento. Digna de tenerse en cuenta es desde luego esta aplicación genérica a todos los fenómenos sensibles del carácter afectivo y puede bien anticiparse (pues hemos de procurar probarlo) que depende de que la ley más general de la sensibilidad consiste en la alteración o cambio que es precisamente lo que expresa la afección. Observemos el génesis del fenómeno sensible, aun en sus manifestaciones más rudimentarias para poder inferir de dónde procede su carácter afectivo, que si no es el único, es el más general y extendido en toda la evolución de la vida sensible, hasta el extremo de que suele con excesiva frecuencia estimarse como términos sinónimos vida sensible y vida afectiva. Al estrechar, por ejemplo, con nuestra mano un hierro ardiendo, los extremos de los cordones nerviosos (que terminan en papilas) son modificados (es decir afectados) por este contacto, y la modificación se transmite a través de la médula hasta el cerebro. Cumplidas las condiciones necesarias a la sensación, se produce un cambio de estado, que es lo que expresamos con las palabras afección y afectivo. No decimos sin más que en la sensación exista sólo este carácter, pero sí que es el más extenso y general. Desde luego, a pesar de que la sensación puede parecer a primera vista un hecho simplicísimo, ella es susceptible de un análisis discreto, que debemos al menos indicar en sus términos o elementos primarios. Comprende la sensación en el citado como en todos los ejemplos que se pueden observar, una afección dolorosa (la de la quemadura) y una percepción rudimentaria, advertencia o aviso de la acción del objeto. El primer aspecto es sensitivo o afectivo, es un placer o un dolor; el segundo, tocante al orden de la inteligencia, sin ser un conocimiento, es su comienzo, materia primera o antecedente cronológico; se suele denominar perceptivo o noológico, porque es el principio de la percepción, representativo o presentativo, porque ofrece al espíritu cualidades de los objetos. Estos dos elementos, aunque distintos para el análisis psicológico, se hallan tan estrechamente unidos, que es difícil señalar cuál es el antecedente y cuál el consiguiente, y desde luego se puede afirmar que nunca están separados. Pero admitiendo la conexión de ambos elementos, no es lícito unirlos por medio del lazo de la causalidad (lo afectivo causa de lo intelectual, error del sensualismo; o lo intelectual principio de lo afectivo, error del intelectualismo abstracto), sino que es obligado limitar nuestra afirmación a reconocer que coinciden y que, por leyes que hemos de indicar en el estudio de la sensación y del sentimiento, se hallan en una proporción inversa, de modo que la afección más viva y más intensa es la menos inteligible, y recíprocamente, la sensación mejor percibida y conocida es la que pierde su intensidad y toca en los linderos de lo indiferente. Conviene, por último, tener presente respecto a este punto, que en la sensibilidad, sea el que quiera el fenómeno según el cual se manifieste, existen siempre, en mayor o menor proporción, el elemento afectivo o emocional y el intelectual o representativo, sin que sea admisible la abstracta división hecha por algunas de las sensaciones en afectivas (las gustuales y olfativas) e instructivas (las demás). Contra esta falsa división depone la observación propia, enseñando que las sensaciones son juntamente todas sin excepción, aunque unas en más y otras en menos, afectivas o instructivas, bastando para reconocerlo así, fijarse en que precisamente las sensaciones tenidas por afectivas son instructivas, pues nos advierten e informan acerca de multitud de cualidades químicas de los cuerpos. No es sólo constante el carácter afectivo en los fenómenos de la sensibilidad física, que tienen como antecedente excitaciones nerviosas, sino que es también propio de aquellos fenómenos sensibles, que, sin estar sujetos a la excitación, reconocen como antecedente un suceso moral, esto es, de los sentimientos o fenómenos de la sensibilidad moral. Sin ser éste lugar adecuado para tratar de la relación y distinción complejísimas de la sensación y del sentimiento, conviene adelantar que no existe sensación sin sentimiento, y viceversa, y que por tanto las afecciones físicas producen su eco y resonancia en las morales, a la vez que éstas repercuten en la corporal. Reconócese hoy unánimemente esta verdad en los modernos estudios de la Psicofísica, que corrigen el error intelectual y abstracto, en que cayera de largo tiempo la Escolástica y con ella todo el cartesianismo. Cuando niegan la existencia de la sensibilidad moral o identifican el alma con la inteligencia, desconocen y olvidan la doctrina, de la cual toman su abolengo la Escolástica y los cartesianos. Así dice Aristóteles (V. en la Psicología de Aristóteles, Tratado del alma, cap. I, § 9): «Se puede preguntar si las afecciones anímicas son comunes con las del cuerpo o si existe alguna que sea exclusivamente propia del alma. Aunque esta indagación no sea fácil... parece indudable que el alma no siente, ni hace nada sin el cuerpo. Si la función más propia del alma es el pensar, el pensamiento mismo es una especie de imaginación, y no puede producirse nunca sin la imaginación o sin el cuerpo». Reconocía, pues, Aristóteles en su tiempo, que en el hombre, según se dice ahora, todo es psico-físico, y que la sensación y el sentimiento se corresponden entre sí; verdad, cuyo alcance, aun en el aspecto afectivo, interesa en alto grado, pues pone de manifiesto la exigencia de educar y dirigir la sensibilidad fisiológica como antecedente y base de nuestra sensibilidad moral. Para iniciar esta educación tiene que seguir el ser sensible la ley constante del cambio sucesivo o evolutivo, contraria a la rutinaria uniformidad de lo inorgánico o inerte. No puede, pues, el ser sensible, al recibir las excitaciones que la afectan fisiológicamente, o los impulsos de que surge la emoción moral, permanecer inactivo (nueva corrección que impone la experiencia a la falsa teoría del cartesianismo sobre las pasiones, considerando el alma como sustancia pasiva), sino que al contrario necesita estar siempre en movimiento (ya que la afección implica cambio o modificación), interior, o exterior, ora consciente, ora inconsciente, rehaciendo sobre aquello que le afecta para coparticipar de su naturaleza y en el grado de esta coparticipación colaborar a la obra común con los excitantes exteriores o con los impulsos y energías internas y mejor dicho con los primeros y los segundos junta e indivisamente; puesto que toda sensación, aún la más imperfecta, determina un eco en la sensibilidad moral (si nos oprime la bota el pie, con el dolor corporal aparece una inquietud y zozobra en nuestro interior), y todo sentimiento, aún el más sublime y en la apariencia más desligado del cuerpo, repercute en nuestra sensibilidad orgánica (el deliquio del místico, que produce una innegable exacerbación del sistema nervioso). Regido por esta ley del cambio el ser sensible, puede decirse con Lafontaine que «la diversidad y el cambio es la divisa de la vida afectiva». Cuando se aplica esta ley a la sensibilidad moral y al factor que representa como impulso dentro de nuestra existencia, se concibe fácilmente cuánta verdad encierra la exigencia del equilibrio de la sensibilidad, presentido por Aristóteles en su aurea mediocritas, por los Estóicos en su abstine et sustine y por el mismo Kant en el Festina lente; son estos preceptos enseñanzas de un alcance superior al que pudiera presumirse a primera vista, pues implican la necesidad de buscar diligentemente, más que el paroxismo del placer o el límite extremo del dolor, la perfecta igualdad de ánimo, que la sabiduría popular interpreta por la tranquilidad de la conciencia o por el sueño del justo. Para hacerse superior a las desviaciones posibles de la vida afectiva, más debe cuidar el ser sensible de obedecer esta su ley propia del cambio de los afectos que retirarse como el héroe griego a sus tiendas, pues en el primer caso se esfuerza por dominar y dirigir sus propios afectos y en el segundo por negarse a ellos y por temor a los efectos desastrosos de la pasión agostar la virtud fecundante de los sentimientos buenos. A tal punto es cierta semejante ley que, como ya hacen notar Hobbes y Bain «sentir siempre una misma cosa equivale a no sentir, sentire semper idem et non sentire ad idem recidunt», y Spencer declara «que una conciencia uniforme equivale a la falta total de conciencia». Perceptible con carácteres indelebles en la sensibilidad moral este poder, con que dominamos nuestras primeras impresiones, haciéndonos por ejemplo superiores a todo temor, en cuanto repetimos la emoción que nos intimida, parece que en la sensibilidad fisiológica las afecciones, por ser más fatales y producirse con lazos inflexibles que la adhieren a lo orgánico y a las condiciones del medio natural, excede de este poder. No acontece así, sin embargo. El ejemplo del relojero, que trabaja en su taller sin notar el tic-tac acompasado de los relojes que tiene en marcha, percibiendo sólo el cambio que ocurre ante la detención repentina de varios o todos los relojes; el hecho general y frecuente de que el hombre concentrado en sí mira y no ve a no ser que acontezca algún cambio rápido dentro del horizonte sensible; y el caso del molinero, que duerme a pierna suelta con el ruido infernal que produce la piedra del molino en movimiento, y que despierta sobresaltado cuando cesa de andar el molino y se produce un silencio por él percibido como ruido que le interrumpe el sueño: son otras tantas pruebas, entre otras muchas que pudieran citarse, de los efectos favorables producidos por la reacción del ser sensible sobre las impresiones que le rodean. Si las ha dominado y se ha hecho superior a ellas, si la energía propia se ha determinado, dirigiendo por sí su propios impulsos, se debe en primer término a que la afección queda supeditada por su repetición. Así concebida la afección, huelga advertir que se convierte en impulso motor de nuestras energías, en cuanto obedece a la ley del cambio, inherente a la sensibilidad. De forma que nuestras afecciones son para la vida moral motivos conscientes de nuestros actos, anhelos y deseos, tendencias e inclinaciones, empeños, en una palabra, todo lo que supone energía interior y acicate que nos mueve a esparcir y dilatar nuestra sensibilidad por el mundo sin límites que abrazan nuestras relaciones. No puede exigirse al lenguaje una precisión de que carece, dada la diversidad de elementos que colaboran a su formación, pero es mayor la vaguedad de expresión cuando se refiere a lo que toca a la vida afectiva, que por la índole que la caracteriza, más gravita hacia la unión o identificación con lo que la emociona que a su discreta significación. Nadie puede por ejemplo expresar en la palabra la inagotable riqueza y la indefinida variedad de matices de sus afectos; todos declaramos que «se sienten mejor que se explican», que «obras son amores y no buenas razones» y que «la gamma del sentimiento no se expresa bien en el signo discreto de la palabra, sino en la música, que es el lenguaje de la pasión». Son éstas y otras mil consideraciones de índole semejante que pudieran aducirse suficientes para concebir cómo y porqué, dada cierta vaguedad inevitable en la expresión, no son susceptibles nuestras afecciones o inclinaciones, aun reconocidas como acicate de nuestra energía, de una clasificación enteramente lógica, donde se señalaran linderos fijos para apreciar cuantitativa y cualitativamente su relativo alcance. Las afecciones físicas como tendencias necesariamente sentidas por todo ser dotado de vida a desenvolverlas, comprenden los apetitos, de los cuales ha hecho toda una teoría la filosofía escolástica (V. Apetito). Antecedente las afecciones corporales de las anímicas, que esbozan nuestra individualidad personal, comienzan con la curiosidad (que afecta a la inteligencia), la admiración (a la sensibilidad) y la ambición (a la voluntad), para convertirse más tarde en el tránsito de la espontaneidad a la conciencia, la curiosidad en investigación reflexiva, la admiración en contemplación de la belleza y la ambición en noble emulación. En proporción extensiva o intensiva suceden y a la vez complementan a las afecciones personales las sociales, que impulsan al hombre, con el desenvolvimiento de todas sus energías, a llevar su propia iniciativa al medio natural y social que le rodea. Afecciones sociales, que se inician en la expresión y comunicación de lo pensado (lenguaje), inclinación genérica, simpatía y amor y con todas ellas la sociabilidad, de la cual son manifestaciones la familia, la patria y la amistad y superiormente las afecciones morales y religiosas. El desarrollo gradual de cada uno de estos impulsos de nuestra vida afectiva deberá ser examinado convenientemente en el estudio general de la sensibilidad y de la moralidad individual y social.


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