D. Atanasio Pérez Cantalapiedra
El ilustre patricio de que a ocuparnos vamos, es una de esas celebridades de la magistratura española, que, velado por la modestia, desea pasar desapercibido ante la sociedad literaria, a la que desde su retiro presta diariamente eminentes servicios. Su aspiración, sus ambiciones limítanse con exclusivo empeño al ejercicio de la enseñanza, desde donde manda todos los años a los centros científicos y literarios nuevos adalides, fieles observadores de las máximas filosóficas que, aprendidas de él en la cátedra vallisoletana, sirven después de abundante plantel con que se sustituyen las pérdidas que el tiempo determina en todos los centros del saber humano.
Liberal desde su más temprana edad, une esta condición del libre pensamiento a la aplicación de las soluciones de la ciencia, y he ahí por qué los que bajo la influencia de su saber estudian, no pueden ser nunca enemigos de las libertades que de derecho corresponden al ciudadano. El diputado vallisoletano hace por este método una propaganda tan copiosa de las doctrinas liberales, que sus resultados se tocan siempre que al girar esa rueda social de las situaciones de la corte española, entra algún vallisoletano en el juego de su rotación. Consultad los libros de matrículas de la Universidad de Valladolid, y allí encontrareis unido a la cátedra del consecuente liberal, el nombre, entonces humilde de un estudiante, y que ocupa hoy uno de los más elevados puestos de la nación. De estos ejemplos, ¿cuántos no podríamos citar?
Nació D. Atanasio Pérez Cantalapiedra en la villa de Pozaldez de la provincia de Valladolid, el año de 1804. Heredó de sus padres una cuantiosa herencia que supo sostener sin detrimento, siendo hoy uno de los más ricos propietarios de aquel distrito.
En Valladolid hizo los primeros estudios, y en aquella Universidad continuó su carrera, recibiendo en ella los grados de bachiller y licenciado en la facultad de filosofía; bachiller en la de teología, y el de doctor en la de derecho civil.
Sus vastos conocimientos le adquirieron el justo renombre que hoy disfruta. De carácter franco y expansivo, deja en cada individuo que trata un leal amigo. Así se comprende la popularidad de su nombre en la provincia en que ha nacido; popularidad justa, y que corresponde a sus excelentes condiciones sociales.
Cantalapiedra, que como letrado adquirió también reputación honrosa, tenía fijas todas las aspiraciones en el doctorado, limitando sus ambiciones a poder trasmitir a la juventud la ciencia que con asidua aplicación había sabido conquistar. Esta ocasión se le presentó propicia el año de 1833 en que obtuvo por oposición la cátedra de instituciones filosóficas, que vino conservando hasta el día.
Desempeñaba en aquella misma época el delicado cargo de fiscal militar de la provincia de Valladolid, en el que funcionó durante toda la guerra civil; cargo en el cual conquistó grandes simpatías por el espíritu conciliador y justo, y la integridad que brillaba en todos los actos de tan difícil cometido.
Las fiscalías de guerra en aquella época, en que la vehemencia de las pasiones imponía a los funcionarios públicos de carácter civil, actos que no siempre se basaban en la justicia, eran necesarias todas las virtudes de que estaba revestido Cantalapiedra para no sacrificar víctimas, llevadas muchas veces al fallo del [208] tribunal por denuncias que no tenían otro origen que el rencor de los partidos, las venganzas personales, o la leve sospecha de connivencia con la política enemiga.
El probo fiscal de Valladolid, observando las máximas escritas en el código progresista, a cuya bandera perteneció siempre, procuró poner en todos sus fallos especialísimo cuidado en escudriñar prolijamente los motivos que habían conducido al reo ante el fallo del tribunal de guerra.
La efusión de sangre era en su juicio otro delito, que solo cuando el crimen estaba evidente, cuando en la conciencia del juez aparecía el perjuicio de tercero y la saña del reo, saciando en sangre una venganza a la sombra de la bandera enemiga, era cuando podía aplicarse una sentencia sangrienta, actos que no podían prodigarse ni aun en los momentos de la febril efervescencia de los pueblos. Si consultásemos la estadística de los reos llevados al cadalso durante aquel período en todos los distritos militares de España, encontraríamos que el de Valladolid es el que más economizó esos terribles espectáculos, sin que por eso el tribunal militar dejase de prestar a la causa tan eficaces servicios como los que más se habían distinguido en las escenas a que aludimos. El prestigio y estimación del fiscal militar de Valladolid se acrecentó bajo el sagrado nombre de la justicia en sus peticiones de castigo contra el reo.
Desempeñó la fiscalía hasta el año de 1843, en que los partidos medios, no teniendo ya de frente al bando absolutista, comenzaron la encarnizada guerra que tenía por origen las delicias del presupuesto. En aquel año los pueblos, envueltos en las redes tendidas mañosamente por el partido moderado, creyeron ver en torno del regente del reino una camarilla que todo lo dominaba; alzaronse algunas ciudades en contra de aquella autoridad suprema, y el tumulto agitado por moderados y progresistas demasiado celosos de sus principios o fatídicamente cándidos, cooperaron a derribar aquel poder, hundiendo con la persona del regente y con lo que ellos llamaban la camarilla, los derechos más sagrados de los pueblos.
Pasó el poder a la calculada política de la agrupación moderada, y esta creyó necesario, para asegurarse más sólidamente, realizar el cambio de todos los funcionarios públicos, medida siempre funesta para la administración del Estado, y que lentamente vino a convertirse en origen de todos los movimientos políticos, en los que no impera más idea social que las ventajas individuales de una credencial.
Cantalapiedra, como progresista puro, no debía permanecer al frente del ministerio fiscal de guerra, por más que por espacio de muchos años lo hubiese desempeñado gratuitamente. Su convicción política se anteponía a la reputación de justo, de imparcial y de probo. En tan lamentable estado continuaron y continúan desde aquella época los cargos públicos otorgados cínicamente a la audacia, al favoritismo o a la vil adulación.
El fiscal cesante por el delito de sus creencias políticas se consagró desde entonces con más ahínco a las explicaciones en las aulas. Un año antes de la caída de la regencia de Espartero, los electores de la municipalidad de Valladolid le significaron el alto aprecio en que le tenían, nombrándole alcalde primero popular, que desempeñó con beneplácito de todos los ciudadanos durante el año de 1842. Los partidos judiciales de Medina del Campo y Olmedo dieronle sucesivamente pruebas de consideración y confianza nombrándole su diputado provincial, que desempeñó con laudable celo en favor de los intereses sociales de sus representados. Por último, la provincia entera quiso dar un testimonio de adhesión a su probada moralidad y le eligió diputado a Cortes en las ordinarias de 1842, cargo que había desempeñado ya en las generales de 1840, figurando durante esta legislatura al lado de la mayoría, de cuyo leal comportamiento se buscó motivo para declararle cesante en la fiscalía de guerra.
Pasada la revolución de 1843, limitada, no a la política, sino al materialismo de nombres propios, Cantalapiedra esperó impasible otra nueva era de libertad, concretándose a su cátedra y a los ensayos útiles de la agricultura, con los cuales consiguió aumentar y mejorar considerablemente la vasta propiedad de que era dueño. Los muchos años que trascurrían sobre la postración del partido progresista, no le hicieron retroceder en nada absolutamente del credo a que estaba afiliado, antes bien defendía aquellos principios con más entusiasmo en la desgracia que en el apogeo del triunfo.
Habían trascurrido cerca de once años de inacción y retraimiento, cuando en 1854 otra nueva revolución iniciada por el ejército, franqueó el poder al partido progresista. Tal vez en las bases de aquel movimiento no se contaba con sus fuerzas, que vinieron con el calor del combate a decidir la política que se quiso iniciar en los campos de Vicálvaro.
Las principales ciudades tomaron la iniciativa, y como entonces el partido que más libertades y garantías [209] ofrecía era el progresista, en el cual radicaba la adhesión de todos los buenos liberales, proclamaron el triunfo, y tomando el pueblo las armas, los que no contaban con su apoyo, les recibieron como áncora única de salvación, y las demás agrupaciones políticas temieron el justo enojo provocado por tantos años de vejaciones, y cedieron reconociendo su impotencia para combatirle.
Formáronse Juntas revolucionarias en todos los centros de población, y Cantalapiedra fue nombrado por el sufragio individuo de la de Valladolid, confiándole esta el cargo de vocal secretario.
Durante el corto período que el poder estuvo en manos de aquellas Juntas populares, Cantalapiedra prestó a la provincia ventajosos servicios. Convocáronse Cortes Constituyentes, y los pueblos volvieron a repetirle las pruebas de consideración y confianza, nombrándole diputado por sufragio universal. En aquella legislatura, lo mismo que en las anteriores, votó con la agrupación de sus correligionarios en todas las cuestiones de interés palpitante para la consolidación de la libertad y de los derechos individual y popular.
Cuando en 1856, la demasiada confianza de los progresistas de buena fe fue sorprendida por los mañosos trabajos de un nuevo partido, que bajo el aspecto de un cambio de política indispensable para la organización definitiva del país, y que no ha sido más en la realidad de los hechos que un cambio de hombres, a la que se siguió la satisfacción de exageradas ambiciones, sucedió que los progresistas de conciencia, los que no necesitaban del presupuesto para vivir modestamente, se retiraron tranquilos a sus hogares.
Entre las virtudes que adornan a este venerable patricio, tiene la muy recomendable de su consecuencia en los principios políticos. Cuando la formación de ese nuevo partido que tomó por nombre unión liberal, Cantalapiedra hubiera podido ingresar en sus filas con grandes ventajas, si así puede llamarse la posición oficial que aquella situación que empezaba a organizarse prodigaba a manos llenas, improvisando individualidades desconocidas en todos los centros políticos, o elevando de una manera sorprendente pequeñas significaciones a los más altos cargos del Estado. Los jefes de aquella especie de coalición formada para combatir a los demás partidos sin resultados ventajosos para el bien común del país, necesitaban que las fuerzas se aumentasen considerablemente para imponerse en el poder y debilitar a la vez a todas las agrupaciones que militaban en las lamentables luchas personales, en donde imperaba, antes que la idea, la significación del nombre propio. Esta cualidad, la circunstancia cada día más estimable de su noble oposición a la vituperable veleidad del tránsfuga, que anteponiendo a los intereses del partido los suyos propios abandona su primer dogma político, aumentaron la merecida estimación de que disfrutaba Cantalapiedra.
Desde las ocurrencias citadas de 1854, volvió a concretarse a la vida de la cátedra y al estudio práctico de la agricultura; más no por eso dejó de contribuir con ventajosa cooperación por medio de todo género de sacrificios a la restauración del partido progresista, tomando parte en algunos trabajos consagrados a este objeto.
Su buen nombre, sus virtudes e integridad que brillaban en todos los actos de la vida pública, no podían menos de ser elogiados con justicia; y en Noviembre de 1865, el venerable doctor que contaba treinta y dos años de eminentes servicios al frente de la cátedra de filosofía, fué elevado al rango de Rector de la Universidad de Valladolid, que continúa desempeñando en la actualidad. La general aprobación con que fué recibida la noticia de su nombramiento en aquella ciudad, excede a cuanto pudiésemos decir; la manifestación y festejos públicos que se hicieron en su obsequio, con especialidad por parte del claustro y del cuerpo escolar, son el mejor testimonio que alegar podemos.
Obedeciendo las disposiciones del Comité central, continuó en absoluto retraimiento, pero sin abandonar los trabajos emprendidos en favor del partido progresista. En Setiembre de 1868 tomó, como en los casos anteriores, parte activa en el movimiento revolucionario, y al verificarse las elecciones para las actuales Constituyentes, recibió del sufragio universal de aquella provincia otra nueva prueba de confianza, saliendo electo primer diputado por aquella circunscripción, habiendo reunido el respetable número de 16.366 votos. Hasta la fecha viene figurando en las discusiones con la mayoría.
Como progresista de orden y de una historia política, cuyas páginas no las empaña ni la mancha más ligera de la duda, el pueblo confía en que sabrá, como siempre, defender sus intereses, y que su voto no contribuirá en manera alguna a defraudar las esperanzas que sus electores abrigaron al nombrarle legatario de sus opiniones, consagradas exclusivamente al bien general de los pueblos. Abrigamos la esperanza de que Valladolid podrá vanagloriarse en todas épocas, de haber enviado por cuarta vez al Congreso a tan dignísimo representante.