Filosofía en español 
Filosofía en español


D. Fernando Garrido

Garrido

De todos los hombres políticos que forman hoy a la cabeza del partido republicano, pocos, muy pocos le han prestado tantos y tan importantes servicios como el diputado por Cádiz: su historia política data de la fundación del partido a que pertenece, más antiguo en España de lo que generalmente se cree, como se verá por los datos que van a leerse.

Nació Fernando Garrido en Cartagena el 6 de Enero de 1821. A los diez y ocho años de edad trasladóse a Cádiz en compañía de su familia, y en aquella ciudad hizo sus primeros estudios de las teorías socialistas con Abreu y Hugarte. Por lo demás, hijo de una familia ilustrada y ardientemente liberal, había recibido en el hogar doméstico las primeras nociones, y aspirado los sentimientos que ha conservado toda su vida, y que le preparaban admirablemente para abrazar las doctrinas de un partido, cuya aurora empezaba apenas a lucir en nuestra patria: como ha sucedido a otros republicanos españoles una madre, buena, cariñosa e instruida formó la inteligencia y el corazón de Garrido.

Artista por naturaleza, dedicose desde sus primeros años a cultivar, bajo la dirección de D. Luis Sevil, el arte que ilustraron Velázquez y Murillo, y vivía del producto de sus modestos trabajos, consagrándose además al dibujo en madera y a la litografía, en cuyos trabajos artísticos alcanzó cierta celebridad, siendo muy apreciados, sobre todo, sus cuadros de costumbres y paisajes.

En 1841 comenzó a escribir en los periódicos literarios, y políticos republicanos de Cádiz.

Pasó en 1845 a la corte, donde siguió viviendo de lo que lo producían sus trabajos artísticos.

En 1846 publicó en Madrid La Asociación, revista socialista, de la cual era al mismo tiempo redactor, administrador y repartidor: tenía en Madrid doce suscriptores. Entonces fue, sin embargo, cuando se unieron a él Sixto Cámara, Beltrán, Joaquín Martínez, Cervera, Sala y algunos otros, que constituyeron el primer núcleo del socialismo en Madrid. Al año siguiente, 1847, la revista sufrió una transformación, cambiando su título por el de La organización del trabajo y publicándose dos veces a la semana: el nuevo periódico reunió doscientos suscriptores, y en torno de él se hizo una activa propaganda de donde salían grupos numerosos y decididos.

En 1848 el gobierno de Narváez suprimió el periódico La organización del trabajo; pero el partido socialista era ya tan importante, que dio lugar a la fundación de otros varios periódicos: Garrido publicaba El Eco de la Juventud en 1849; Cámara y Ordax Avecilla redactaban otros dos; los cuales, pocos meses después, se refundieron en uno solo titulado La Asociación, que llegó a obtener algunos miles de suscriptores.

Por aquel entonces escribió Garrido un folleto con el título de Derrota de los viejos partidos políticos, del cual se hicieron dos ediciones en pocos días, y que [227] fue recogido levantándose el secuestro por la intervención de D. Nicolás María Rivero, amigo del conde de San Luis, a la sazón ministro de la Gobernación. Este folleto contribuyó poderosamente a la organización del partido republicano. Publicó también por aquella época otro folleto titulado Defensa del socialismo, pero fue recogido de real orden suprimiéndose por el mismo decreto el periódico La Asociación, y condenándose al autor del folleto a 54.000 reales de multa y un mes de cárcel por cada 1000 rs. que no pudiera satisfacer. Embargáronle el ajuar y fue reducido a prisión.

Entre él y algunos amigos habían trabajado activamente para organizar el partido republicano, fundando una sociedad secreta con el nombre de Los hijos del pueblo. En 1850, en el momento en que el folleto fue recogido, esta sociedad se componía de 1200 afiliados en Madrid, y descubiertos por la policía, vino a empeorar la situación de Garrido, que fue conducido al Saladero en compañía de otros diez o doce republicanos. Allí pasó veintisiete días incomunicado y no recobró su libertad sino al cabo de un año; habiendo conocido durante este triste período a Emilio Castelar, a la sazón estudiante. Pero dejemos la palabra a Castelar, que publicó algún tiempo después la descripción de esta entrevista.

«La Providencia me hizo conocer a Garrido. Le conocí en la cárcel. ¡Qué horrible es la cárcel! Torre de Babel, guardada sigilosamente por rejas mugrientas y puertas espesísimas, donde cada habitación es como un nicho, poblado de infinitos desgraciados, que algunas veces van a dar en ella o por falta de educación, o por sobra de pasiones; la cárcel me ha dado siempre horror, tal que no podría penetrar por aquellos tristes y oscuros pasadizos, que guardan tantos dolores, sin sentirme como poseído de un vértigo.

Pero, ¿cual no fue mi extrañeza, cuando entré en uno de aquellos nichos, y vi a Garrido, alegre, sin curarse de sus desgracias, abierto un libro sobre la mesa, manejando un pincel con diestra mano, rebosando contento? ¡Él! que había sufrido largos meses de prisión, cuyo término ignoraba, mientras que yo, libre, sentía angustia tal en el corazón, que me oprimía el pecho y me embargaba el habla! ¡Oh! Los primeros trofeos que vi de mi santa idea fueron duras prisiones. Los primeros apóstoles que pude estrechar contra mi corazón, los abracé en la cárcel. Desde entonces, conociendo a Garrido, sentí por él una profundísima admiración, y a medida que los años se han ido deslizando sobre nosotros, mi admiración ha subido de punto. Lo más apreciable en el hombre es un buen corazón, un gran carácter. Garrido lo posee como nadie. ¡Cuántas veces en mis horas de duda he pedido al cielo que me concediera su fe! Pero esos largos dones, reservados están para las almas grandes. Dulce, pero indomable, ostentando siempre la nobleza del alma, recibida de Dios, amigo de sus amigos hasta el entusiasmo, ama todo lo que la democracia ama, aborrece todo lo que la democracia aborrece, llevando su pasión hasta estimar cosa de poca monta, el perder la libertad y la vida en aras de sus ideas. Además, Garrido, tiene otra gran cualidad. Siempre se cree de los últimos, y por eso siempre será de los primeros.» {(1) Introducción al folleto La República democrática federal universal, por D. Fernando Garrido.}

Como no resultó culpa de la causa política, Garrido y sus compañeros fueron puestos en libertad, después de un año de prisión preventiva, e indultándose además a Garrido aunque a condición de salir de España.

Era el verano de 1851 cuando Garrido marchó a París. En los últimos días que permaneció en la cárcel, había escrito y publicado un folleto con el título La democracia y las elecciones del 10 de Mayo. Durante su prisión contribuyó igualmente a la redacción de los periódicos El trabajador y El taller, en compañía de Cervera.

De París pasó a Londres (pocos días antes del golpe de Estado,) donde se puso en relación, como representante de la democracia española, con Mazzini y los emigrados franceses, polacos y otros.

A fines del 53 Garrido salió de Londres trasladándose a Bayona, para ocuparse del movimiento que dio por resultado la revolución de 1854. Púsose en camino para Madrid, a donde llegó en el momento que la revolución quedaba triunfante, y sin perder tiempo sacó a luz su célebre periódico El Eco de las barricadas, y el folleto titulado Espartero y la revolución, donde sostenía que Isabel II había dejado de ser reina, aunque seguía aun en el trono, que Espartero no era su ministro, sino el jefe de un poder revolucionario, y que la revolución estaba perdida si no se expulsaba a la reina y se proclamaba la república con la presidencia de Espartero. La reina y sus consejeros sospecharon que el folleto era una prueba para averiguar el estado de la opinión, y que Garrido lo había lanzado de acuerdo con Espartero, y éste temiendo asumir tamaña responsabilidad, mandó recoger el folleto y prender a su autor. Casi todos los números de El Eco de las barricadas corrieron igual suerte, denunciándose veinte y seis artículos, por cada uno de los cuales pedía el fiscal seis años de presidio, total ciento cincuenta y seis años, y pronunciándose contra el autor de los artículos catorce autos [228] de prisión por los ocho jueces de primera instancia de Madrid.

Castelar, que acababa de manifestarse como orador popular, pronunciando su célebre discurso del teatro de Oriente, defendió a Garrido, autor del folleto, obteniendo su segundo triunfo oratorio. El acusado fue absuelto por unanimidad, y salió en triunfo de la Audiencia, pero para volver a la cárcel, porque quedaban pendientes catorce causas, formadas a los veintiséis números del periódico. Figueras, Orense y D. Patricio Olavarria lo defendieron también, alcanzando siempre fallos absolutorios.

En este tiempo el infatigable Garrido desafiaba las iras del gobierno, publicando un nuevo folleto titulado El Pueblo y el Trono, y en el cual planteaba más claramente la cuestión. Nueva denuncia, defensa de Castelar y absolución unánime.

Todo esto impresionó vivamente la opinión pública, y el gobierno, echando de ver entonces que los fallos de un tribunal forman jurisprudencia, y que cada vista de causa era un triunfo para el partido republicano, abandonó las denuncias restantes. En este conflicto los monárquicos propusieron a las Cortes Constituyentes que proclamasen a Isabel II reina de España, lo cual tuvo lugar el 30 de Noviembre, votando 21 diputados en contra de la monarquía.

Obligado por esta votación a abandonar el campo de la prensa, llevó Garrido al teatro la propaganda republicana, dando al de Lope de Vega, el drama popular Un día de revolución, que excitó en alto grado el entusiasmo público, y que dio pretexto al gobierno de Espartero para restablecer la censura de teatros.

La popularidad que alcanzó el propagandista republicano con sus publicaciones y persecuciones le valieron la honra de ser cuatro veces candidato, votado por los republicanos de Málaga para las Constituyentes, debiendo advertirse que fue Garrido el único que dio a los electores un manifiesto declarándose republicano.

Salió Garrido para Barcelona a mediados del 55, pero atacado del cólera tuvo que detenerse en Lérida, y durante su convalecencia escribió un catecismo republicano titulado La república federal universal, de la cual se han publicado ya siete ediciones.

Este folleto fue denunciado y Garrido encerrado en la cárcel de Lérida hasta que reunido el jurado lo absolvió por unanimidad. Puesto en libertad pasó a Barcelona; pero el general Zapatero a quien no agradaban las ovaciones de que era Garrido objeto ni su propaganda, lo mandó prender para mandarlo de cárcel en cárcel a la Coruña; pero prevenido a tiempo salió de la capitanía general de Cataluña y se libró del peligro.

De vuelta a Madrid a principios de 1866, publicó en unión con el malogrado Ignacio Cervera, el periódico titulado La Democracia. Vencida la revolución en el mes de Julio, y ametrallado el pueblo de Madrid por O'Donnell y sus amigos, Garrido tuvo que refugiarse en Gibraltar embarcándose en Málaga en un buque de guerra inglés.

Al siguiente año, 1857, volvió Garrido a Cádiz, después de la amnistía; pero en 1858 el gobierno le hizo internar en Granada, y algunos días después se le expidió un pasaporte para los Estados-Unidos, por real orden. Detúvose en Lisboa, y después de seis meses de emigración en aquella ciudad, obtuvo la autorización de volver a Cádiz. En Julio de aquel mismo año fue preso y conducido entre bayonetas a Sevilla para ser juzgado por complicidad en una conspiración republicana.

Dos meses después fue absuelto por el Consejo de guerra. Y en tan crítica ocasión hizo conocimiento con D. Salvador Manero, editor de Barcelona, que le propuso la compra de la propiedad de sus obras.

Hasta aquella época Garrido se había dedicado al periodismo y a la literatura, como propagandista, viviendo solo de su pincel; pero hallando cada vez mayores obstáculos en el ejercicio de este arte por efecto de una creciente miopía, decidióse a aceptar los ofrecimientos del editor Manero.

Puesto en libertad, fue a establecerse en Barcelona con objeto de dirigir la publicación de sus obras completas, y como el momento no era nada favorable para la propagación de ideas avanzadas, el editor empezó por las obras literarias que fueron muy bien acogidas del público y que vieron la luz en dos tomos, con el título de Obras escogidas.

Con el pseudónimo de Evaristo Ventosa, Garrido, cuyo nombre estaba entonces proscrito en las fiscalías de imprenta, escribió un tomo titulado Regeneración de España, y publicó algún tiempo después el folleto La democracia y sus adversarios, dirigido principalmente contra los neo-católicos.

Por la misma época, 1862, escribió El socialismo y la democracia, con un prólogo de Mazzini, folleto introducido clandestinamente en España y del que se hicieron tres numerosas ediciones.

En el verano de 1860 hizo Garibaldi su célebre expedición a Sicilia y Nápoles, y habiéndose entendido con un agente revolucionario italiano una porción de [229] patriotas españoles que querían tornar parte en aquella campaña de la libertad, Garrido abandonó sus tareas literarias y pasó a Nápoles en unión del agente para ofrecer a Garibaldi la cooperación de sus compatriotas. El abandono de la dictadura de Garibaldi y su retirada a Caprera hicieron que la expedición española, como otras de varias naciones, proyectadas u organizadas, no tuvieran lugar.

Volvió Garrido a Barcelona cuando circulaban varias publicaciones clandestinas en contra de la reina Isabel, que había estado por entonces en aquella ciudad; el gobierno sospechó de Garrido y éste tuvo que poner los Pirineos entre él y la autoridad. Al llegar a París se puso a trabajar en La España Contemporánea, publicada en francés primero y traducida luego al alemán por Arnoldo Ruge.

Poco después emprendió Garrido su obra más importante, la Historia de las persecuciones políticas y religiosas en Europa desde los tiempos antiguos hasta nuestros días, publicada en Barcelona con éxito extraordinario y bajo el nombre de Alfonso Torres de Castilla. Esta obra consta de seis gruesos tomos en 4º., y se publica actualmente en Londres en idioma inglés.

Preocupado constantemente con el problema social, Garrido hizo un viaje al Norte de Inglaterra a fin de estudiar las asociaciones cooperativas; pero al día siguiente de haber llegado a Rochdale tuvo la desgracia de romperse una pierna, desgracia que le obligó a permanecer cuatro meses en cama, siendo objeto de los más afectuosos y fraternales cuidados de parte de los dignos obreros roschdalenses. La pierna fracturada no ha podido sin embargo recobrar su natural movimiento.

Al volver a Francia terminó su grande obra la Historia de las persecuciones, y publicó con su nombre la Historia de las asociaciones obreras de Europa, en dos tomos, y la edición española de La España contemporánea, aumentada y corregida hasta el punto de haber hecho una obra nueva.

En 1866, Garrido emprendió, cubriéndose con el mismo pseudónimo de Torres de Castilla, Historia de los crímenes del despotismo, todavía en publicación; y en 1867 otra obra de un nuevo género, La Humanidad y sus progresos, o el mundo antiguo y el mundo moderno comparados, cuya obra tuvo la desgracia de desagradar al obispo de Barcelona, que excomulgó al autor, y lo que es más grave, hizo de manera que el gobierno de Narváez prohibiese la publicación.

Sabedor en Francia de los sucesos que se preparaban en Agosto de 1868, entendióse Garrido con Orense y algunos otros, a fin de penetrar en España a la primera señal; pero al llegar a la frontera fue preso por la policía francesa, no habiendo podido recobrar su libertad hasta la caída de Isabel.

Llegado a Madrid cuando la Junta revolucionaria estaba ya constituida, Garrido se puso a publicar algunas hojas volantes sobre las cuestiones del momento, siendo el primero que propuso en una hoja titulada El nuevo rey de España, el establecimiento de la república federal, como la única solución política del problema planteado en España por la caída del trono.

Al mismo tiempo que escribía la Historia del último de los Borbones, emprendió una propaganda republicana oral desde los Pirineos hasta Andalucía, yendo de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, dirigiendo la palabra algunas veces a reuniones de muchos miles de personas, y añadiendo a sus anteriores timbres el de orador y tribuno popular.

El partido republicano no ha sido ingrato con Garrido, reconociendo los servicios que en su larga carrera política le ha prestado; como lo prueba el que los electores de las circunscripciones de Madrid, Málaga, Tarragona, Miranda de Ebro y Cádiz le dieran más de 70.000 votos, y que esta última le haya enviado por más de 17.300 a las Cortes Constituyentes.

Desde los primeros debates parlamentarios, el ilustre diputado por Cádiz ha mostrado su ardiente republicanismo y sus dotes nada comunes de estadista, haciéndose en poco tiempo un lugar distinguidísimo entre los primeros oradores de la Asamblea. De sus ya numerosos discursos, casi todos ellos notables, vamos a dar a conocer a nuestros lectores el que acerca de la cuestión religiosa pronunció en la sesión del 30 de Abril, importante por la forma, más importante aun por la doctrina, y que ha merecido elogios lisonjeros de toda la. prensa. Lo insertamos íntegro, y nos abstenernos de comentarios que el lector hará por sí mismo; solo diremos que muchos periódicos de provincias y no pocos del extranjero lo han reproducido también con grandes elogios:

«Señores diputados, aprovecho esta ocasión para responder a algunas preguntas o indicaciones que en el día de ayer hizo el Sr. Méndez Vigo, individuo de la mayoría a la minoría republicana. S.S. dijo, respecto de cierta transacción que suponía hecha por nosotros en la cuestión económica, en la cuestión de protección al trabajo nacional, que nosotros habíamos hecho bien en hacer esa transacción a pesar de ser republicanos, y añadió que debíamos hacer otra en el mismo sentido respecto de la cuestión de tolerancia [230] religiosa, es decir, que votáramos porque no se permitieran otros cultos en España.

Yo debo declarar respecto de esto que la minoría republicana, que el partido republicano no ha hecho semejante transacción respecto de la cuestión económica, que la minoría republicana no ha declarado nunca, que yo sepa, que es partidaria de la protección al trabajo nacional ni defensora del libre cambio.

La verdad es que aquí, en materias económicas como en cuestiones religiosas, profesamos todas las opiniones porque son cuestiones puramente individuales. Aquí nos sentamos lo mismo los partidarios de la protección que los partidarios del libre-cambio, porque de esta cuestión, como de la religiosa, no hacemos cuestión de dogma, sino cuestión libre, completamente libre, atributo de la autonomía del individuo.

El único lazo que nos une, lo que hace de todos nosotros un ser colectivo, el dogma que a todos nos hace como un solo ser, es una idea política; los derechos individuales, la soberanía del hombre; como consecuencia de esto, la soberanía de la nación, y como consecuencia de esta, la forma de gobierno republicana, que quiere decir la responsabilidad de todos los poderes públicos, la elegibilidad de los que ejercen y su amovilidad. Así, pues, nosotros no tenemos para qué hacer esas transacciones, ni respecto de la intolerancia religiosa, ni respecto de las cuestiones económicas. Aquí estamos unidos fraternalmente, sin que haya por nuestras diferencias en todas esas cosas que son puramente individuales, ni la más leve sombra de desacuerdo; por eso se ve que marchamos juntos, unidos por ese lazo político, el Sr. Suñer, que ha expuesto ideas enteramente contrarias a toda creencia religiosa, y los Sres. Rubio (D. Federico) y Sorní, que han dirigido hoy la palabra a la Asamblea declarando que son católicos.

Dicho esto, que creía yo necesitarlo antes de entrar en la cuestión que envuelve la enmienda que he tenido el honor de presentar, debo decir también que todas las ideas que yo voy a verter apropósito de esta cuestión son puramente mías, y solo yo soy de ellas responsable.

Nosotros decimos en esta enmienda que paguen el culto y el clero católicos los que profesen la religión católica; porque creemos que esto es lo más justo, lo que dictan los más triviales principios de equidad, y para esto hay muchas razones.

Señores, se ha dicho por muchos oradores de diferentes partidos que aquí casi no había más que católicos, aquí no se ha dicho que no había más que dos o tres que habían hablado en contra del catolicismo, aquí se ha dicho que no había más que dos o tres individuos de la minoría republicana que no fueran católicos y que no había más en España.

Parece, señores que se olvida que nosotros, casi todos, antes de venir aquí hemos hecho programas, hemos hecho manifiestos en los cuales pedíamos la libertad de cultos. Se olvida que no hace muchos años hubo una porción de ciudadanos que fueron expulsados de España por los tribunales, por haber declarado ante los jueces ordinarios que eran protestantes. Y esto se hacía después de haber sufrido tres años de prisión horrible, tan horrible, que a algunos les ha costado la vida en tan forzada expatriación, en la flor de su juventud. Yo he visto en el extranjero una porción de colegios llenos de niños españoles mandados allí por sus padres, que no eran católicos, que eran protestantes, y que no pudiendo educar a sus hijos en su religión, tenían que separarse de ellos y mandarlos al extranjero para que se educaran en la religión de sus padres. Ahora mismo, desde el día que se derribó la dinastía borbónica, desde el día en que triunfó la revolución, ¿no hemos visto cómo se ha establecido el culto público protestante en poblaciones tan importantes como Madrid, Málaga, Córdoba, Barcelona, Sevilla y otros puntos? ¿Qué prueba esto? El otro día he leído en un periódico que en Madrid había crecido tanto el número de protestantes, que había habido cincuenta y tantos bautismos en un día según los ritos de esa religión.

De todas partes han llovido cartas, peticiones de los descendientes de los judíos expulsados de España por los reyes católicos, de esos pobres judíos que han mantenido vivo en su corazón el recuerdo de la madre patria, pidiendo permiso para volver al país en que nacieron y vivieron sus antepasados, lo que no podrán hacer si no se les deja practicar libremente su culto.

No sé cuál de los oradores entre los que han impugnado la libertad religiosa, decía que no había más que quinientos y tantos que hubieran declarado que no eran católicos. Señores, mi amigo el Sr. Castelar, ha recibido después de su brillantísimo discurso del otro día, una carta de Barcelona felicitándole en nombre de 4.000 protestantes de aquella ciudad.

Pues bien, a eso todavía puede añadirse una cosa, que a mi juicio es fundamental, y que no creo puede ponerse en duda por nadie, y es que la revolución de Setiembre, más que una revolución política, ha sido una revolución religiosa. Si Isabel II ha caído, no ha sido solo por su conducta personal, privada, ha sido más que por su política, que era antiliberal, por la política teocrática que seguía: si en lugar de estar rodeada de prelados, de sacerdotes y de monjas, hubiese estado rodeada de hombres liberales, y oyendo sus consejos hubiese seguido una política anti-teocrática, todavía estaría en el trono, en el palacio de Madrid. Si ha caído, fue porque entregó la situación completamente al clero, porque protegía al clero, porque levantaba conventos, porque fundaba iglesias, porque mandaba el dinero de la nación, tomando más de lo que le correspondía por su dotación, porque había malos gobiernos que se lo consentían, al Papa para que sostuviera su poder temporal. Si en lugar de eso hubiera hecho una política anti-teocrática, es bien seguro que no estaríamos reunidos ahora para establecer la libertad de cultos. [231]

Y yo digo, señores diputados: ¿es posible que después de esta gloriosa revolución, que si se ha simbolizado echando abajo un trono y derribando una dinastía, se ha simbolizado de una manera más franca derribando iglesias, destruyendo conventos, expulsando monjas y jesuitas, y haciendo una política completamente anti-teocrática; es posible, digo, que haya todavía quien afirme que la nación española es eminentemente católica? ¿Es posible que haya todavía quien se atreva a sostener que no debemos establecer la libertad de cultos, y que podemos obligar a pagar una religión que no profesan a los españoles que no son católicos? No creo que eso es sostenible; creo que en lugar de producir una guerra religiosa la libertad de cultos, como suponen los oradores que han defendido la unidad católica, se produciría una guerra civil en nombre de la libertad contra el gobierno y contra la situación si nos empeñáramos en continuar la política intolerante de la dinastía que hemos derribado. Dirían los liberales, los partidarios del progreso, si eso hiciéramos: «¿Para eso os hemos mandado a las Cortes Constituyentes? No teníamos necesidad, para seguir una política teocrática, para seguir a los pies del nuncio, a los pies del Papa y a los pies del clero, de haber derribado un trono y haber realizado y secundado la revolución de Setiembre.»

No es esta una academia, ni es tampoco un concilio, para hablar de dogmas. Yo no pienso ocuparme de eso; pero es lo cierto que hoy el clero católico representa en España lo contrario de la libertad, es lo cierto que el clero católico tiene y representa la organización más perfecta del partido absolutista, del partido reaccionario, de los enemigos de la libertad.

Y esto no es nuevo: esto es tradicional, esto ha sido siempre, no solamente en España, sino fuera de aquí también. Tened en cuenta, y no hay que olvidarlo, que las naciones que nos han precedido en el camino de la libertad, son aquellas que nos llevan tres o cuatro siglos en la ventaja de haberse librado de la solitaria romana. La primera nación que después de la Edad Media se emancipó del yugo de la silla romana, es la primera que ha marchado en las vías de la libertad: la Inglaterra, Holanda, la Alemania y Suiza, esas naciones han tenido, no solamente más libertad política, sino que también han realizado grandes progresos en las ciencias, en las artes, en todos los conocimientos humanos, hasta hacer preciso confesar que no son los pueblos católicos, sino los anti-católicos, los que marchan a la cabeza de la civilización moderna.

Los pueblos que, como España, han tenido la desgracia de ser católicos hasta última hora, porque esta, en efecto, es la última hora del poder de la teocracia, cuya cabeza está en Roma, que sólo puede vivir rodeada de bayonetas extranjeras; los pueblos, repito, que han tenido esta desgracia, se han quedado a la cola de las demás naciones en la senda de la civilización. Estos pueblos son la España y la Italia, que ha tenido, como nosotros, necesidad de aprender las ciencias y las artes, de que fue maestra, del extranjero; España ha tenido también en nuestros días que enviar a otros países a los jóvenes que habían de ser ingenieros para aprender en las escuelas que aquí no había.

Aun en el siglo pasado, en la época en que empezó la guerra contra la teocracia romana, guerra iniciada por los mismos reyes de la dinastía Borbón, inspirados por las ideas reformadoras de los filósofos del siglo XVIII, aun en aquella época ha sucedido que España, descendida a ser la última nación de Europa, porque su territorio se veía reducido casi a no ser más que un despoblado, que por la falta de las ciencias, de las artes y hasta de los oficios más vulgares, este país era el más atrasado de toda Europa. Aquí no se sabía nada, y fue preciso que los gobiernos de varias épocas en el siglo pasado fuesen a buscar en el extranjero quien enseñara el ejercicio a los militares y quien supiera construir buques y arsenales, quien viniera a fundar colegios de medicina, a establecer laboratorios de química y propagar las ciencias, porque no había más que teólogos y frailes y curas de misa y olla.

Ya he dicho, señores diputados, que no venía aquí a hacer teología ni a ocuparme de dogmas y de creencias, porque esta Asamblea no es una academia ni un concilio; pero los actos exteriores son de nuestro dominio y necesitamos consultar la historia, que es la gran maestra de la humanidad, porque no podemos marchar adelante, para averiguar lo que debemos hacer y salir del atraso en que estamos, sin volver los ojos atrás a fin de saber lo que hemos sido y de dónde hemos salido. Pues la historia nos enseña que la revolución desde fines de la Edad Media en España y en las demás naciones ha sido un ataque constante a la teocracia romana, de modo que la decadencia del catolismo, representado por la curia romana, ha sido proporcionada al progreso de la libertad, de la civilización y de las ciencias.

Este es un hecho innegable, está basado en autoridad de cosa juzgada, por consiguiente, la política que debemos seguir para ser verdaderamente patriotas, para engrandecer nuestra población, para fomentar las ciencias y las artes y para lograr la prosperidad del país, es la política anti-teocrática.

Y no creáis, señores; la historia nos ofrece datos tales que es imposible recusarlos, que es imposible poner en duda, para probarnos la verdad de cuanto voy manifestando.

Hay una incompatibilidad completa entre la prosperidad del clero, entre la prosperidad de la curia romana, que vive de chupar el jugo de los católicos de todas las naciones, hay una incompatibilidad perfecta entre esa organización terrible que como una araña de mil patas tiene dominado todo el mundo católico con una pata en cada país, y el vientre y la cabeza en Roma, y la prosperidad de los pueblos que [232] sufren su yugo y con el fomento de su población.

Tengo aquí unos datos que me vais a permitir leer, siquiera sea brevemente, sacados de los documentos oficiales; datos que son los más exactos que se han publicado en España desde hace más de tres siglos, los cuales nos demuestran de una manera palmaria la verdad que acabo de indicar.

En la época del apogeo del dominio teocrático, es decir, en los tiempos de Carlos II, último engendro de la dinastía austríaca, en los cuales el verdadero rey no era el rey, sino su confesor, cosa algo parecida a lo que pasaba en los últimos tiempos del reinado de doña Isabel de Borbón; en aquella época, digo, había 90.000 frailes, 9.000 conventos y 24.000 monjas, y en cambio no había más que siete millones de habitantes de población.

Pues bien, a partir de aquella época y hasta llegar a nuestros días, la Iglesia ha ido menguando y en cambio creciendo la población, y con ella la industria y las artes. La España ha ido regenerándose a medida que la preponderancia del clero ha ido cayendo, y con ella su período y su riqueza.

De manera señores, que la gran revolución que viene esperándose en España desde hace más de siglo y medio, no ha sido efecto de las ideas modernas ni de la incredulidad de este siglo, sino de la difusión de las ideas regeneradoras del siglo XVIII en todas las naciones, incluso España, que han dado por resultado que poco a poco vaya desapareciendo la superstición y el fanatismo.

He aquí ahora, señores diputados, algunas cifras que comprueban la verdad de nuestro aserto:

Disminución de frailes y monjas y aumento
de la población desde 1690 a 1869

Años Frailes Monjas Población
1690
1768
1788
1797
1835
1868
90.000
55.000
52.000
46.000
31.000
1.200
34.000
27.000
25.000
24.000
22.000
17.000
7.000.000
9.000.000
10.200.000
10.500.000
13.500.000
17.000.000

Y esos 1.200 frailes que había el año pasado, vivían de la vida artificial que les había creado la reina Isabel, y han desaparecido de España con la reina que los protegía.

Ahora bien, ya habéis visto la decadencia del personal del clero regular; observad el aumento de población que se producía a medida que se efectuaba esta disminución. Desde 7.000.000 que había en tiempos de Carlos II, ha llegado a 17.000.000 en 1869.

Pero no han sido solos los frailes y las monjas las que han menguado en número al mismo tiempo que la población aumentaba, el clero secular ha sufrido la misma suerte.

Disminución de sacerdotes y aumento
de la población desde 1690 a 1861

Años Sacerdotes Número de personas
por cada sacerdote
1690
1768
1797
1820
1835
1861
168.000
149.000
134.000
118.000
90.000
43.000
43
61
78
90
144
376

Yo os pregunto ahora, señores, si las causas que han determinado este aumento de población, y la coetánea decadencia o disminución de los frailes y monjas del clero secular continuaran ¿qué resultaría? Que el día que todas las clases de órdenes monásticas, que toda especie de conventos y de sacerdotes desaparezcan, será aquel en que lleguemos a tener el máximum posible de población, de prosperidad y bienestar.

Y este fenómeno, extraordinario a primera vista, pero que es muy natural, de la disminución de los frailes y de los clérigos a medida que la población aumenta, o del aumento de la población a medida que aquellos disminuyen, ha tenido también lugar en todas las naciones.

La población, como ya habéis visto, ha seguido en su aumento un sentido inverso; a medida que el clero ha disminuido, la población ha aumentado.

Y ¡cómo no había de ser así! Según los datos de un ilustre estadista moderno, D. Pascual Madoz, que pronto vendrá a tomar asiento entre nosotros, el señor Madoz, haciendo un cálculo en el año 1835 sobre la población que costaba España en un siglo el que constantemente hubiera 150.000 frailes y sacerdotes, o personas célibes de profesión, resulta que la disminución de la población venía a representar una baja de 8.400.000 habitantes por cada cien años.

Pues todavía hay otro fenómeno no menos digno de tomarse en cuenta, fenómeno que prueba que nuestra política debía ser anti-teocrática, y este fenómeno es relativo a la instrucción pública.

Señores, en 1797, cuando en España había más de 200.000 personas consagradas a la Iglesia, existían solo 11.000 escuelas de instrucción primaria, a las que asistían 400.000 niños y niñas: y en 1867, cuando no quedaban mas que 60 o 70.000 personas consagradas al estado eclesiástico, había 27.000 escuelas y 1.400.000 niños y niñas que a ellas asistían.

¿Qué prueba esto? Que hay incompatibilidad entre el poder teocrático, entre el aumento del personal del clero y su riqueza, con la instrucción y el desarrollo de la enseñanza en las naciones. Esto es evidente.

Hemos visto de 1690 a 1868 ir menguando el clero y creciendo la población, la instrucción, el trabajo, la industria y la ciencia; pues señores diputados, desde fines del siglo XV hasta fines del XVII sucedió lo contrario; [233] aumentó el clero, se enriqueció la Iglesia y menguó la población.

Yo sé bien que se dirá: «Es cierto que la población de España disminuyó considerablemente al mismo tiempo que el clero aumentaba; pero hay que tener en cuenta que en esas épocas la España sostenía guerras con el extranjero, a donde iba a morir nuestra juventud, y que además, habiendo descubierto entonces las Américas, mandaba allí a miles y millones de sus hijos para conquistarlas y poblarlas.»

Esto que ordinariamente se dice contra lo que yo creo verdades inconcusas, se ve que no tiene fuerza alguna con solo considerar que otras naciones, en la misma época, han tenido también guerras y han conquistado inmensas posesiones en América y Asia, posesiones que han poblado y conservado; y sin embargo, no solamente no han sufrido disminución en su población, sino que por el contrario, está aumentando muchísimo. Lo que ha sido la causa de la disminución de la población en España y de nuestro atraso, lo que ha producido que los 17 o 18 millones de habitantes que había al hacerse la unión de los reinos de Granada, Aragón y Castilla, bajasen a los 7 millones que había en tiempo de Carlos II, ha sido la cuestión religiosa, el predominio de la Iglesia, la política católica, que no contenta con ser la rémora del adelanto de población, de riqueza y de industria, expulsó de España a millones de ciudadanos solo porque no profesaban la religión católica.

Hemos visto, señores, que desde los últimos años del reinado ominoso de Carlos II, es decir, desde la caída definitiva de la dinastía austríaca hasta nuestros días, el clero ha venido constantemente siendo la causa de la disminución de población, así como del desarrollo de nuestra riqueza. Pero es necesario fijarnos ahora en otro dato no menos importante, más importante quizás, porque prueba lo que acabo de decir, y es que desde el reinado de los Reyes Católicos, es decir, desde el establecimiento de la absoluta intolerancia religiosa, desde la expulsión de los que no profesaban la religión católica, desde el establecimiento de la Inquisición, desde que el catolicismo imperó exclusivamente hasta la época de Carlos II, la población disminuyó desde 18 millones hasta 7 millones, mientras que la Iglesia aumentaba en personal y en la misma proporción a la vez en conventos y en iglesias.

Este dato es que durante doscientos años, a partir de la funesta política de los Reyes Católicos hasta la extinción de la casa de Austria, la Iglesia preponderó cada día más, enseñoreándose de todo, haciéndose dueña de la propiedad, extendiendo sus conventos y sus iglesias y levantándolos por todas partes a miles; la población menguó hasta tal punto, que si hubiera durado otro siglo mas aquella política teocrática, España había llegado a ser un completo desierto.

Por eso uno de nuestros historiadores modernos, el Sr. Tapia, ha dicho con muchísima oportunidad que España, gracias a este sistema, había pasado de ser una Arabia feliz a ser una Arabia desierta. Porque a medida que se levantaban conventos y se levantaban iglesias y se las dotaba grandemente, se cerraban naturalmente los talleres, las poblaciones industriales iban quedándose desiertas, los campos solitarios y ausentándose a miles sus moradores, dando lugar a que se llamase a aquellos sitios despoblados, es decir, lugares en que antes hubo población y donde, por consiguiente, habían tenido asiento el trabajo, la industria y la agricultura.

Provincias hay en España en que estos pueblos convertidos en despoblados se han contado por miles. Gracias a las revoluciones modernas, a la filosofía y al progreso modernos, estos desiertos van poco a poco poblándose; pero es necesario que nosotros procuremos acabar con el espíritu del fanatismo religioso; pues aun así, se han necesitado cerca de dos siglos para que volvamos a reunir la población que teníamos en las épocas de tolerancia, cuando mahometanos y judíos podían practicar públicamente su religión antes del establecimiento por los Reyes Católicos de la Inquisición, que para mengua nuestra se llamó española.

Ante estos hechos y de esta triste historia de los siglos XVI y XVII; delante de esta teoría regeneradora del siglo pasado y de lo que llevamos de este; delante de este espíritu nuevo, que viene a decir que nuestras creencias no son incompatibles ni tienen nada por que oponerse al progreso, lo que hay contrario al progreso no son precisamente las creencias, es la organización de la Iglesia católica; esta gran sociedad de sacerdotes, de frailes, de monjas de todas clases, de todos colores y cataduras, que tiene su cabeza en Roma, y para la cual trabajan todos los pueblos católicos.

Esta organización teocrática, señores diputados, ha usurpado todas las prerrogativas de la Iglesia verdadera, que es el conjunto de los fieles. Así es que ahora oímos repetir a cada paso que se ha despojado al clero de sus bienes. ¿Qué bienes tenía el clero? El clero no tenía ni podía tener bienes; esos bienes pertenecían a la Iglesia, a la Iglesia que es la comunidad de los fieles; y esta comunidad, que consta de todos los españoles católicos, representada en el Parlamento, ha estado en su derecho disponiendo de esos bienes, porque eran de todos los católicos españoles y podíais disponer perfectamente de ellos, y porque los sacerdotes, que no tenían más encargo que administrarlos, los administraron tan mal, que mientras el pueblo vivía en la miseria, ellos vivían en la ostentación y en el lujo, cosas perfectamente contrarias a los dogmas que Jesucristo había predicado.

¿Y cómo se repartían estas riquezas? Las repartían tan mal entre ellos mismos, señores, que a pesar de lo que dijo Jesucristo: «los que sean los primeros han de ser los últimos,» ha habido prelado, el arzobispo de Toledo, por ejemplo, que no hace muchos años tenía 11 millones de renta anual, más que el rey de Portugal, más que los grandes potentados, renta que viene [234] a representar 1.200 reales en cada una de las veinticuatro horas del día. Y mientras había prelados que de esta manera interpretaban los ejemplos y las lecciones de Jesucristo, miles y miles de curas párrocos en las aldeas vivían y aun viven en la pobreza, casi en la mendicidad.

No voy, señores, a remontarme muy lejos, voy solamente a los primeros años de este siglo, para recordar a los señores diputados lo que saben perfectamente, pero que han podido olvidar.

En los primeros años de este siglo, la Iglesia española, es decir, el clero español católico, disfrutaba una renta de 1.042 millones de reales para 150.000 sacerdotes y frailes. Pues bien, este número, por término medio, da a cada sacerdote una renta de cinco mil y tantos reales.

¿Sabéis cuál era en la misma época la renta que correspondía a cada español? Pues no llegaba a la octava parte; de manera que podía decirse que los guardianes de las ovejas vivían de la leche y la lana de éstas, mientras ellas no tenían pasto porque ellos se lo comían todo.

¿Os parecen exageradas estas cifras? Aquí tengo unos datos extractados de documentos oficiales por D. Pascual Madoz, a quien antes he citado, de los cuales resulta que las tierras y casas le producían al clero 600 millones, los diezmos 324, las misas 43.800 reales, los sermones 8.200.000 reales, los rosarios, los votos y los exorcismos dos millones, los derechos de estola 30 millones, las imágenes, cuestaciones... y (trabajo me cuesta decir la palabra) la alforja 34 millones de reales.

Señores, yo confieso que al encontrarme con esta palabra que parece indigna y grosera tratándose de religión, con la palabra alforja, en lugar de venir a mi imaginación la figura sublime y santa del Hombre que murió en el Calvario por la humanidad, no puedo menos de recordar la grosera y sensual figura de Sancho Panza.

Pues bien, señores; yo no extraño que las revoluciones que han arrebatado todas estas gangas o mucha parte de ellas al clero español, le sean antipáticas, y no extraño tampoco que sea gran partidario del despotismo, a cuya sombra medraba y se enriquecía, pero sí extraño que haya todavía hombres, sean o no católicos, que sean protectores de ese clero, y quieran que deba acumular todavía propiedades, y que so pretexto de bienes que hemos de encontrar en el otro mundo, se apodere aquí de los nuestros.

Pero he dicho antes las rentas que disfrutaba el clero en los primeros años de este siglo, y no es esto todo. No entraban en quintas, tenían casa y viaje pagado, porque en todas partes encontraban hospedería gratis, poseían 2.944.899 animales domésticos, mientras que para todos los españoles no había más que 21.360.000. ¿Qué resulta de aquí? Que mientras que no había más que un animal doméstico y parte de otro, por término medio, para cada español, había medio para cada sacerdote. Así es que, para cada cinco personas consagradas a la Iglesia, había 8 reses vacunas y 12 y medio carneros para cada siervo de Dios, y además salían a cerdo por barba.

¿Qué tiene, pues, de extraño, dada esta repartición desigual de animales, que mientras a cada español le correspondían, por término medio, para su alimento 22 libras de carne, tocasen a 184 los que se llamaban sacerdotes católicos representantes de Jesucristo en la tierra? Según Ulloa, en 1731 se consumieron en Sevilla 1.005.000 libras de carne, y de ellas correspondieron al clero 520.524, las otras cuatrocientas y tantas mil se repartieron entre los 80.000 habitantes de Sevilla que no quedarían muy hartos. En 1826, el derecho de puertas impuesto a la carne importó en Valencia 990.000 reales, y al clero se le devolvieron, por justificar que lo había entrado para su consumo, más de 500.000 rs.; el clero y sus dependencias consumían al año más carne que una población de cien mil almas. Verdad es que parte de la que el clero entraba se consumía en algunos hospitales; pero ¿qué importa esto con relación al consumo general de una gran ciudad?

Voy a hablar ahora de los caballos que poseía el clero. ¿Queréis creer que las 151.000 personas consagradas a la Iglesia poseían 55.651 caballos de 568.000 que había en España, lo cual hacía que cada tres personas de la Iglesia tenían una caballería, mientras que para tener una caballería se reunían 24 seglares?

Basta de datos: creo que sobra con los que he dado para que comprendáis que la organización teocrática de la Iglesia católica durante muchos siglos, era y es justamente contraria a lo que la religión verdadera y los principios de la moral reclamaban.

Nosotros, los que conocemos estas verdades, y los que anteriormente a nosotros las conocían también, porque esto no se ha oscurecido nunca a los hombres pensadores, hemos pasado más de tres siglos y medio sin poderlas decir, porque si en otro tiempo lo hubiéramos dicho, hubiéramos ido a parar a la Inquisición.

Permitidme, pues, esta pequeña satisfacción de al cabo de tres siglos y medio decir la verdad, contra los que nos han oprimido y degradado durante tanto tiempo desde lo alto de la tribuna española.

Así, pues, señores diputados, yo tengo que deciros, no a aquellos cuyas opiniones son aquí verdaderamente teocráticas, sino a todos los que profesáis ideas liberales, a todos los que habéis simpatizado o tomado parte en nuestras revoluciones, a todos los que creéis que el progreso consiste en seguir una política antiteocrática, anti-clerical, que votéis mi enmienda.

Mi enmienda tiene varias ventajas que voy a explicar. Los que quieren la separación de la Iglesia y el Estado, es porque creen que separada del Estado la Iglesia, es decir, el clero, porque es necesario distinguir esto, ese clero no tendrá fuerza moral, no tendrá [235] medios de sacar al país, como hoy le saca, además de todos los millones que importan los actos religiosos, los 180 millones que se le pagan por el presupuesto de la nación.

Hay una porción de liberales que dicen: «el clero separado del Estado caería por sí mismo.» Y se fundan para esto, entre otras cosas, en que el personal del clero, a pesar de las reducciones que ha sufrido, como hemos visto en los datos que he leído, es todavía más numeroso en España, en relación a su población, que en los demás países que se llaman católicos.

Esto es cierto, señores: España mantiene todavía un número de sacerdotes que no está en relación ni con su población, ni con su riqueza. Además, están tan mal repartidos, que mientras hay provincias donde basta, y no diré sobra, pero hasta ahora no se han quejado de que les falte; mientras hay, digo, provincias donde basta un clero reducido, y en que el término medio de feligreses por cada parroquia es de 7.000 a 8.000 personas, hay otras en las cuales hay una parroquia para cada sesenta y tantas personas. Tenemos sesenta y tantos prelados, 7 u 8.000 canónigos, abades y dignidades de todas clases y categorías del clero catedral y colegial: tenemos cerca de 50.000 sacerdotes, por no decir más, que sirven las parroquias y ayudan en ellas y en las catedrales.

Pues bien, señores, este clero, en el día tan numeroso; este clero, a pesar de que el catolicismo tiene todavía raíces en el ánimo de los españoles, es indudable que si tuviera que limitarse para vivir únicamente con lo que se le diera por la espontaneidad de los fieles, tendría en gran parte que ponerse a buscar oficio, no porque los españoles que lo son, dejaran de ser católicos, sino porque la cantidad que hoy se les paga no está en proporción con la riqueza del país.

Así, pues, si se dejara al clero en completa libertad, si se le separara del Estado, se establecería un orden natural, quedaría el número de sacerdotes que debiera quedar, aquellos que fueran espontáneamente mantenidos por los fieles.

Pero hay una porción de liberales que se niegan a esto, aunque el principio les parezca justo, suponiendo que por el contrario, si se dejara al clero en libertad, volvería a adquirir su antigua preponderancia y sus grandes riquezas, suponiendo que emancipado del Estado, formaría un Estado dentro del otro, y tan poderoso, que sería necesario volverle a quitar esta libertad. Por esta razón dicen que es necesario tenerle sujeto y conservar las regalías de la corona, que es indispensable que el clero esté sujeto a lo que el Estado crea conveniente para el bien del país.

Pues bien, señores: mi enmienda satisface a estas dos necesidades: el clero queda sujeto al Estado, porque el Estado es quien le paga, quien recibe los subsidios que le han de mantener directamente de los fieles, pero solo de los fieles, porque si en España (aunque sea una minoría mucho mas respetable de lo que se quiere creer) hay indiferentes, protestantes, ateos, personas que no son católicas o que por cualquier causa no quieran pagar al clero, yo no veo que haya razón para hacerles pagar. Sería gran inmoralidad, sería contrario al derecho, sería una cosa perfectamente condenable el que a un hombre que no profesa una religión se le obligue a sostenerla. Esto sin contar con que si a un católico se le dice: ¿quieres tú que otros que no profesan tu religión te paguen tu culto? Yo creo que todo católico honrado dirá que no, porque es deber suyo pagarlo.

Además, hay otra razón de moralidad: ¿dónde irá a parar nuestra justicia y nuestra equidad si obligamos a pagar a los que profesan una religión distinta, como los protestantes y judíos, y a los que no profesan ninguna, a los ateos, para mantener al clero católico, que había de emplear este dinero en lanzar anatemas sobre aquellos mismos con cuyo dinero se sostuviese? Señores, esto sería tan monstruoso, que me parece que no es posible; no hay razón ninguna ni de Estado, ni de política, ni otro género, que pueda sobreponerse a este principio de equidad y de justicia.

Además, señores, si se adoptara este principio de que todos los españoles pagaran para mantener el culto de una religión dada, no solo sucedería que los que no profesaran este culto tendrían que pagar a los que habían de emplear su tiempo en combatirlos y anatematizarlos, sino que además de pagar este culto, tendrían que pagar el suyo propio, y este es un principio de injusticia que nosotros no podemos admitir.

Ahora mismo en Inglaterra nos están dando el gran ejemplo de emancipar a los católicos de Irlanda de la obligación de pagar la Iglesia protestante anglicana; iniquidad que ha durado mucho tiempo, contra la cual han reclamado todos los liberales y hasta los mismos protestantes, que han acabado por reconocer que era una iniquidad, y que era preciso acabar de una vez con este privilegio de la Iglesia anglicana en Irlanda.

Imaginaos, señores, que fuera a la inversa, y que a vosotros, los católicos, los que lo seáis, se os obligara a mantener la Iglesia de Moisés o de Lutero, ¿no os indignaría, no sublevaría vuestra conciencia el ver que además de pagar vuestra Iglesia teníais que pagar la Iglesia de otro culto, la que creíais que conducía a la perdición de las almas, la que reprobabais, la que creíais que era la perdición de la humanidad? Pues bien: vosotros, si sois católicos, debéis poneros en el mismo punto de vista, debéis mirar bajo el mismo aspecto la cuestión para los que no profesen la religión católica. Es un acto de equidad y de justicia: nosotros estamos aquí para realizar la justicia, y no para servir intereses de partido y mucho menos intereses de clérigos; nosotros no debemos hacer una transacción con mengua de la justicia y en favor de intereses del momento, porque creamos que el clero tiene todavía influencia en ciertas provincias, no debemos los liberales dejar de atacarle de frente en sus privilegios.

No haciéndose así, nos condenamos a sufrir otras consecuencias, nos condenamos a las consecuencias [236] de una nueva revolución: cuando la justicia no se realiza por aquellos a quienes los pueblos han dado el encargo de realizarla, sacado que los encargados del poder se desacreditan y pierden todo su prestigio, y los pueblos concluyen por decir: «no es para esto lo que os hemos mandado, que era para establecer y consolidar la justicia, y por lo tanto, nosotros recurriremos a otros medios.» ¿Y qué es lo que sucede en los casos en que la justicia no se ha establecido, en que la igualdad no ha sostenido para todos, y en que la libertad no ha sido la norma general a que se han sujetado pueblos y gobiernos? Que han venido hechos terribles y deplorables, como los que han tenido lugar en España contra los inquisidores y la Inquisición, echando abajo a viva fuerza aquella osada tiranía, y contra las instituciones monásticas, asesinando a los frailes, e incendiando los conventos.

Y esto que ha pasado en España, ha pasado en todas partes, porque si son temibles e inevitables los excesos de los enemigos del progreso cuando recurren a la fuerza y provocan la guerra civil para salvar sus privilegios, son tan temibles los excesos y luchas cuando no se establecen principios justos y de igualdad entre los ciudadanos, terribles revoluciones que vengan a castigar las grandes iniquidades, las grandes maldades cometidas durante siglos, y que no supieron reparar a tiempo los que estaban, como nosotros hoy, encargados de ello.

Por esto, señores diputados, yo voy a concluir rogando a todos sin distinción de creencias religiosas ni de opiniones, a todos los que sean liberales y verdaderos amantes del progreso, que adopten y voten mi enmienda: es una enmienda verdaderamente conservadora, no obedece a los principios radicales que profeso, porque aunque profeso principios en los que no cedo nunca, creo que la historia no se hace a saltos, y admito que se hagan transacciones con los hechos, con la actualidad, que siempre es lo más real y positivo.

Votando, señores, mi enmienda, no votáis más que una transacción entre el presente y el porvenir, no quiero decir entre el pasado y el presente, porque el pasado ha muerto: hoy existe la libertad de cultos como un hecho; como un hecho venimos a consignarla aquí, no a crearla: varios cultos se profesan hoy públicamente en España, y vamos a consignar el derecho; pero desde el momento en que hay miles y miles de españoles, y digo miles cuando debería decir millones, porque ahora recuerdo, y no quiero dejar de decirlo aquí, que en casi todas las poblaciones de España se han hecho representaciones de muchos miles de personas, manifestaciones pidiendo la separación de la Iglesia y el Estado, la completa libertad de cultos, no podemos menos de darles satisfacción.

Pues bien; después de esas manifestaciones de uno y otro carácter, la enmienda no pretende una cosa tan radical como quieren los extremos liberales, sino una transacción. Hagámosla, y de esta manera el progreso se realizará tranquila y pacíficamente; así evitaremos que mañana los impacientes quieran dar de un modo violento un paso más. Dando nosotros hoy uno y mañana otro igual, conseguiremos que la sociedad avance, y con ella la libertad, la paz y el orden del país.

Rectificación.

El Sr. Presidente: El Sr. Garrido tiene la palabra para rectificar.

El Sr. Garrido: Breve va a ser mi rectificación, porque como no acostumbro tomar notas, no me será posible hacerme cargo de las muchas consideraciones que en breves palabras también ha expuesto el Sr. Moret.

Creo que el punto de vista de S.S. respecto a la revolución de Setiembre, no es el verdadero. Yo no he querido decir que la revolución de Setiembre fuera exclusivamente contra el clero, ni que la reina doña Isabel cayese únicamente por haberlo protegido demasiado, sino que esta ha sido una de las causas principales; y que si esa señora, en lugar de rodearse de prelados y de monjas, y de visitar conventos, hubiese visitado más talleres y se hubiera rodeado de personas de otras categorías y ciencias, de verdaderos liberales, de los que aquí han venido para regenerar el país, es muy seguro que no habría caído.

Tampoco he dicho que hagamos una política de exclusión, sino que la política revolucionaria, liberal y sensata seguida en España con bastante frecuencia desde la época de Fernando VII, ha consistido sin declarar precisamente guerra abierta al clero, en ir amenguando su poder, su riqueza y su influencia.

Yo no vengo aquí precisamente a combatirlo, ni a destruirlo; pero, señores, la casa que se limpia constantemente no puede tener arañas. Pues lo mismo sucede con el clero de la Iglesia católica apostólica, romana. Allí donde se abren talleres y escuelas, se cierran iglesias. Allí donde se aumenta el número de iglesias y la propiedad del clero y su personal, disminuyen el trabajo, la producción y la población; allí en fin, se arruinan las naciones. Al hablar así, no me dirijo en contra de ningún sacerdote individualmente; me refiero a la organización de la Iglesia. Sin el celibato del clero católico y sin la organización jerárquica de esa sociedad cuya cabeza es el Papa, los sacerdotes católicos serían padres de familia que contribuirían a cubrir la falta de población que tan ostensiblemente se advierte, y sus intereses estarían ligados a los de la sociedad.

Pero el principal argumento que el Sr. Moret ha hecho a mi enmienda, es que la considera impracticable. S.S. mismo creo que ha contribuido a hacer el proyecto de ley sobre el impuesto de capitación, por el cual no todos los españoles pagan. Pues bien: lo mismo puede hacerse con la Iglesia; el que más use de ella que la pague, y que el Estado sea el intermediario. [237]

Por lo demás, yo no veo la necesidad absoluta de establecer la completa separación de la Iglesia y el Estado para que cada uno mantenga su clero. Puesto que el Estado se declara protector de un culto, aquellos que lo profesen sean los que lo paguen; creo que esto es práctico. Y sobre todo, aquí no tratamos de cuestión práctica, sino de principios: la legislación vendrá después a establecer el modo con que esto ha de hacerse.

¿No sucede ahora que además de sostener el Estado al clero, cobra este directamente a los fieles por diferentes conceptos? ¿Pues qué inconveniente habría en hacer esta reforma en el sentido que yo propongo y que es simplemente una transacción? Además, esto reportaría la ventaja de que nos contaríamos. Diariamente se repite aquí que todo el mundo es católico en España, menos una ligerísima fracción; y estoy convencido de que el día que los católicos españoles no puedan entrar en la iglesia sin haber satisfecho al Estado la contribución correspondiente, serán muchos menos de los que S.S. y otros creen.

Estoy además convencido de que la decadencia del catolicismo es tan grande en todas las naciones, empezando por España e incluyendo a Roma, que siempre que se pone el interés personal en contra de la creencia religiosa, por regla general el primero es el que vence.

Dice el Sr. Moret que se le debe al clero una indemnización por los bienes de la Iglesia, pero no es verdad. Las Cortes del año de 1841 tomaron los bienes de la Iglesia y los pusieron en venta, sin celebrar por esto ningún Concordato.

Los que lo celebraron después anulando lo que las Cortes habían hecho, fueron los gobiernos neo-católicos de doña Isabel II: Concordato que es la deshonra de esta nación; Concordato mucho peor que el que hizo el emperador de Austria, y que él mismo ha roto sin haber efectuado una revolución radical como la que nosotros hemos llevado a cabo; Concordato que quedó roto desde el día de la revolución; Concordato, en fin, que ha sido conculcado por el gobierno, por el país entero, y que es por lo tanto una letra muerta que yo espero no resucitará para honra de España.

Uno de los primeros actos del pueblo de Madrid el día que recobró su libertad, el 2 o 3 de Octubre, fue el ir en masa de 6 a 8.000 personas a quemar ese Concordato bajo los balcones de la Nunciatura. ¿Y cómo había de quedar en pié después de una revolución como la que habíamos hecho? ¿Cómo había de subsistir que la corte de Roma viniera a mezclarse en los asuntos de España, diciéndonos el número de clérigos, de obispos y demás funcionarios de la Iglesia que hemos de tener, cuando esta depende y debe depender exclusivamente de nosotros y no de la teocracia de Roma?

El Sr. Vicepresidente (Martos): Ruego a V.S. que se limite a rectificar.

El Sr. Garrido (D. Fernando): Voy a hacerlo: el Concordato es además una prueba de lo mismo que yo había dicho, y que parece no haber comprendido el Sr. Moret, tal vez por no explicarme con claridad: ese Concordato revela lo que está a la vista del más miope, y es que desde Inocencio III hasta hoy, el catolicismo ha caído de tal manera, que si aquel gran jefe del catolicismo en la Edad Media hubiese visto ese Concordato habría mandado quemar en la Inquisición al Papa Pío IX y a la reina Isabel II. ¡Un Concordato en que se limita el número de monjas que ha de haber en España, creo que a 20.000! ¿Y qué delito ha cometido la veinte mil una, para no poder entrar en la vida monástica? Pues esto es una transacción vergonzosa, que ni el clero, ni los verdaderos católicos, ni los fanáticos han podido aceptar, ni nosotros tampoco.»