Filosofía en español 
Filosofía en español


Mal

La cuestión del origen y de la existencia del mal, ha sido en todos tiempos y en todos los países el escollo de la razón humana. ¿Cómo un Dios creador, Omnipotente, soberanamente bueno, ha podido desencadenar el mal en el mundo?

He aquí lo que se pregunta a toda hora; he aquí un problema que ha dado lugar a muchos errores. De él ha partido la imaginación para llenar el mundo de dioses y de genios que producían el bien y el mal. Entre los griegos, los filósofos se dividieron: los estoicos atribuyeron el mal a la fatalidad, a la necesidad de todas las cosas, a la imperfección esencial de una materia eterna; Dios, a quien consideraban como el alma del mundo, era, a su juicio, impotente para ponerle remedio. Platón y sus discípulos acusaron de todos los males a la debilidad e impotencia de los dioses subalternos que habían contribuido a la formación del mundo, y que vigilaban bien o mal su administración y gobierno.

Pero esta hipótesis ¿disculpa al Supremo Hacedor de valerse de manos incapaces? Los epicúreos lo atribuían todo a la casualidad; sus dioses, conforme a su sistema, dormían en un profundo reposo, y no se mezclaban para nada en las miserias humanas.

Estas opiniones, fortificándose con el tiempo, produjeron después de la venida de Jesucristo gran número de herejías que afligieron a la Iglesia. La dificultad parecía aumentarse cuando la revelación hubo dado a conocer el mal que había sobrevenido al mundo con la caída del primer hombre.

¿Cómo convencerse de que Dios, que había dejado caer la naturaleza humana, con encarnarse, sufrir y morir, con la mira de enaltecerla y de salvarla? Por todas partes se atacó la realidad de la Encarnación.

Los valentinianos renovaron el politeísmo de Platón, sembrando el universo de éonos ogenios que gobernaban el mundo. Los marcionitas, y más tarde los maniqueos, redujeron esta turba de dioses subalternos a dos principios, el uno bueno y autor del bien, el otro malo por naturaleza, y causa de todo mal.

Otros sectarios resucitaron la fatalidad de los estoicos, y creyeron como ellos en la materia eterna. Pelagio, huyendo de los excesos de los maniqueos, sostuvo que los males de la tierra son la condición natural del hombre y no la pena del pecado original. Para responder a los maniqueos, que le objetaban los innumerables crímenes de que se ve agitado el universo, asentaba que dependía del hombre evitarlos todos y hacer constantemente el bien sin ninguna asistencia del cielo. Los predestinacianos creyeron cortar la dificultad atribuyéndolo todo al poder arbitrario de Dios, sin cuidarse de ponerlo en armonía con su bondad.

De este caos de errores han nacido en los últimos siglos varios sistemas, ideas ya viejas, traídas de nuevo a la escena con poca oportunidad, mezcla absurda de opiniones epicúreas y maniqueístas contra la Providencia, ya en el orden de la naturaleza, ya en el de la gracia. Bayle las reviste con un traje decente y se empeña en introducirlas en la sociedad moderna; los socinianos, indignados de las blasfemias de los predestinacianos se hacen pelagianos; los deístas claman contra la poca largueza que en su errado juicio ha manifestado el Criador al distribuir los dones de la gracia y los dones de la revelación; no ven que hacen causa común con los ateos, que se quejan de que la naturaleza se manifieste tan poco pródiga con los hombres. En fin, la multitud de personas indiferentes, incapaces de desembarazar este caos, concluyen de aquí que entre el teísmo y el ateísmo, o la religión y la incredulidad, es cuestión de gusto y no de razón.

¿Tan difícil es, pues, de resolver esta gran cuestión del origen del mal? No en verdad, si se toma ante todo la precaución de aclarar bien los términos, y de unir a ellos ideas sencillas y precisas. Esta cuestión forma todo el asunto del libro de Job, tan recomendable por su antigüedad: “Los amigos del justo creen que un Dios de bondad no puede afligir a los hombres, a menos que lo hayan merecido.”

Job refuta este error y establece como principio que el hombre está manchado por el pecado desde su nacimiento. “¿Quién puede, dice, hacer puro a un hombre formado de sangre impura, sino Dios solo? El hombre no está jamás exento de pecado a los ojos de Dios. Las aflicciones que experimenta pueden ser por lo mismo su castigo, y servir para la expiación de sus faltas.” Job sostiene que Dios indemniza en este mundo al justo afligido, y que castiga al impío insolente en la prosperidad. Cuenta, en fin, con una recompensa después de la muerte.

De estas verdades se sigue que no hay en el mundo mal puro o absoluto, puesto que de él resulta un gran bien, a saber: la expiación del pecado y la dicha eterna. Así David, después de haber confesado que la prosperidad de los malos es un misterio y una tentación continua para los hombres de bien, se consuela pensando en el último fin de los malos. Salomón, en el Eclesiástico, después de hacerse cargo de este escándalo, concluye que Dios juzgará al justo y al injusto.

Hay tres especies de males; el mal metafísico o las imperfecciones de la criatura, el mal físico o el dolor que aflige al ser sensible, y el mal moral o el pecado y las penas que trae consigo. Un filósofo inglés ha probado que las dos últimas clases de males se derivan de la primera, y que en el fondo todo se reduce a la imperfección de las criaturas.

No nos olvidemos nunca de que no pueden tomarse el bien y el mal en sentido absoluto, y de que estos términos son puramente relativos y no son ciertos sino por comparación. El bien parece un mal cuando se le compara a otra cosa mejor, porque entonces envuelve una privación, y parece mucho mejor cuando se le compara a otra cosa peor. Así, cuando se dice que hay mal en el mundo, es lo mismo que si se dijera que no hay tanto bien como puede haber. Preguntar, pues, por qué hay mal en el mundo, equivale a preguntar por qué Dios no ha puesto más bien en el mismo, y la cuestión, planteada así, destruye por sí misma todas las objeciones. Además no puede compararse la bondad de Dios, junta con un poder infinito, con la bondad del hombre, cuyo poder es muy limitado. Un hombre no se reputa bueno, a menos que haga todo el bien que pueda hacer; y por el contrario, es absurdo pedir a Dios todo el bien que pueda, puesto que llega al infinito. El infinito actual es una contradicción, porque un poder infinito no puede agotarse. Los diversos grados de bien que Dios puede hacer, forman una cadena infinita. El hombre, que es un débil átomo, no tiene el derecho de señalar a la bondad divina el punto en donde debe detenerse.

Tertuliano, en sus libros contra Marción y contra Hermógenes, y San Agustín, en sus escritos contra los maniqueos, han llegado a fijar muy bien el punto capital de la cuestión.

Todo lo criado es necesariamente limitado, y por consiguiente imperfecto; el mal metafísico es, pues, inseparable de las obras del Criador. Por perfecta que se suponga a una criatura, Dios puede aumentar hasta lo infinito sus perfecciones, y en este concepto experimentará siempre una privación. Pero no hay existencia absolutamente mala, ni mal absolutamente puro y positivo; ninguna criatura es imperfecta sino por su comparación con un ser más perfecto: la perfección absoluta no se encuentra sino en Dios solo. Si una criatura cualquiera se queja porque hay otras a quienes Dios ha hecho más bien, puede al propio tiempo felicitarse porque hay otros a quien ha hecho menos. ¿Dónde está, pues, el fundamento de las quejas y de las murmuraciones? Pretender que un Dios bueno no ha podido dar el ser a criaturas imperfectas, es sostener que porque es bueno no ha podido crear nada. Lo perfecto absoluto iguala a lo infinito.

Pasemos ahora al mal físico, a la desgracia. ¿Podrá negarse, se dirá, que un instante de dolor, por ligero que sea, es un mal real, positivo y absoluto? Sí, porque es absurdo separar este instante de una existencia entera en que domina el bien. Esto no es más que la privación de un bienestar continuo o de una felicidad habitual más perfecta. Un instante de dolor es preferible a un dolor más vivo y más largo; pero también una felicidad habitual interrumpida por un instante de dolor, es un bien menor que si fuera constante. Esto, pues, no es, ni un mal positivo, ni una desgracia absoluta. En una cuestión tan grave es preciso no jugar con las palabras.

Bayle ha pretendido que un Dios infinitamente bueno se debe a sí mismo el hacer a sus criaturas felices. ¿Pero hasta qué punto ha de llegar esta felicidad? le preguntaremos nosotros. Toda criatura se cree feliz cuando se compara con otra más desgraciada, y es desgraciada cuando se compara con otra más feliz.

Aquí aún la revelación viene en auxilio de la razón para justificar a la Providencia: ella nos hace considerar los males del mundo como el medio de merecer y de conseguir la felicidad eterna, y estos males no son sino un punto imperceptible en comparación de la eternidad. Una felicidad adquirida sin sufrimientos y sin méritos, sería un beneficio mayor si se quiere; ¿pero puede decirse que Dios no es bueno, porque no nos hace felices de la manera que nosotros quisiéramos serlo?

No se trata aquí, en verdad, de saber si estamos o no contentos con nuestra suerte, sino de si tenemos razón en quejarnos; el descontentamiento injusto es una ingratitud, es un crimen más. Job alaba a Dios sobre su lecho de dolores: Alejandro, dueño del mundo, no está aún satisfecho. ¿A quién de los dos elegiremos por juez de la bondad divina?

A primera vista el mal moral parece ofrecernos mayores dificultades. ¿Cómo Dios, que es tan bueno, ha podido dar al hombre la libertad de pecar y la facultad de hacerse eternamente desgraciado? No podía haberle hecho un don más funesto, sobre todo, sabiendo que el hombre abusaría de él. Pero no es cierto que la libertad sea tan sólo el poder de pecar y de hacerse desgraciado: es también el poder de hacer el bien y de abrirse el camino de la eterna felicidad. Ambos poderes son inherentes y esenciales a esta libertad. Una naturaleza impecable sería según parece mejor que nuestra libertad: pero no por esto es esta un mal en sí misma: entre lo mejor y lo malo hay un medio, que es el bien. Sin duda que el libre albedrío es una facultad imperfecta; pero Dios ayuda la voluntad del hombre con gracias y beneficios, y el abuso que el hombre hace de ella no altera su naturaleza. Es necesario no confundir el don con el abuso. Bayle pretende que es propio de un enemigo el conceder un beneficio cuando prevé que se abusará de él; que un padre, un amigo o un médico, no dejan en manos de un niño o de un enfermo armas o bebidas peligrosas; pero esta comparación es falsa: los hombres no son buenos respecto de nosotros, sino cuando hacen todo el bien que pueden, y toman todas las precauciones necesarias para preservarnos del mal; en tanto que Dios, cuyo poder es infinito, gobierna a los hombres como seres libres, capaces de merecer o de desmerecer, de corresponder a la gracia o de resistir a ella. Querer que Dios haga todo lo que puede, es, volvemos a decirlo, pretender un infinito. La presciencia de Dios no altera en nada la naturaleza de la gracia; ahora bien, esta da al hombre toda la fuerza de que necesita para obrar el bien, y por lo mismo está destinada a hacer al hombre virtuoso y no culpable. El abuso que hace el hombre viene del mismo y no de la gracia.

Según algunos filósofos, permitir el pecado y quererlo positivamente es lo mismo, porque nada sucede sin la expresa voluntad de Dios; pero sucede precisamente lo contrario. Permitir el pecado es tan solo no impedirlo; y es una verdadera y terrible blasfemia decir que Dios quiera positivamente el pecado.

Se ve, pues, que tan luego como se precisan y fijan los términos, es fácil responder al razonamiento de Epicuro; o “Dios puede impedir el mal y no lo quiere, o lo quiere y no lo puede: en el primer caso no es bueno; en el segundo es impotente.” Respondemos a esto que hay males que Dios no puede, y otros que no quiere evitar, sin que de aquí se deduzca nada contra su poder infinito, ni contra su bondad, puesto que el poder de Dios no consiste en hacer contradicciones, ni su bondad en hacer todo lo que puede.

Bayle asegura que hay más mal que bien en este mundo; otros han sostenido que hay más bien que mal: otros, en fin, creen que son iguales la suma del bien y del mal. Según los ateos, todo es mal sobre la tierra. Según los optimistas, todo es bien. ¿Cómo se pondrán de acuerdo estos disputadores, cuando no lo están aún en lo que debe entenderse por bien y por el mal?

Reasumamos: Si las objeciones deducidas de la existencia del mal parecen a primera vista difíciles de combatir, es porque se argumenta sobre el infinito, idea que conduce fácilmente al error: es porque estas objeciones se resumen en un lenguaje ordinario que todo el mundo entiende o cree entender; pero que no es sino un abuso continuo de las palabras bien, mal, felicidad, desgracia, bondad, malicia, tomadas en sentido absoluto, siendo así que no debían ser consideradas sino como términos de comparación. Para ilustrar estas dificultades, reduzcámoslas a la precisión del lenguaje filosófico, y el fiat lux será accesible a todas las inteligencias.

J. Sanchis Die.