Bienaventuranza
Ampliando lo que se ha dicho en el artículo Beatitud, expondremos aquí con toda claridad la doctrina teológica acerca de la bienaventuranza. El hombre, como todas las cosas, tiene un fin último para el que fue criado, y este fin es único, como prueban los teólogos con Santo Tomás, quia impossibile est in finibus procedere in infinitum ex quacumque parte. Este fin único es al mismo tiempo el fin último, que supone la posesión de un bien perfecto que llene y sacie todo el apetito racional del hombre, de modo que considerado objetivamente ha de ser un bien Sumo, y considerado subjetivamente ha de ser poseído con toda plenitud y según toda la capacidad del hombre. Así se dice también que es primum principium in genere appetibilium.
Esto supuesto, podemos ya dar una definición exacta de la bienaventuranza, que debe ser el fin último de todos y cada uno de los hombres, secundum communem rationem felicitatis. Así, pues, los escolásticos la definían con San Agustín, Bonorum omnium summa et cumulus, apetecible por consiguiente por todos los hombres y en todas las circunstancias. Boecio la definía: Status omnium bonorum aggregatione perfectus, que añade a la anterior la cualidad de perfección que comunica la bienaventuranza, al disfrutarla de un modo permanente, como es propio de su razón fundamental, pues nadie puede ser feliz sin la posesión indeficiente del bien. Atendiendo a las dos definiciones dichas, prevaleció en las escuelas la siguiente: Beatitudo est summum bonum appetitus rationalis adaequate satiativum. Definición profunda que abraza la bienaventuranza objetiva y formal o esencial, conforme a las exigencias de la recta razón y a las legítimas e infinitas aspiraciones del hombre, como que solo un bien infinito puede satisfacerlas adecuadamente.
Para explicar mejor su pensamiento, los escolásticos reconocían diversas especies de bienaventuranza: 1.º Natural que conviene a la naturaleza racional secundum se sumptam, que el hombre puede alcanzar con sus propias fuerzas y que tiene por objeto los bienes naturales. 2.º Sobrenatural que excede todas las facultades de la criatura y se alcanza por el auxilio de la gracia. Esta se subdividía en bienaventuranza Viae o imperfecta, en virtud de la cual el hombre se une al Sumo bien del modo que es posible en esta vida mortal; y bienaventuranza Patriae o perfecta, que consiste en la posesión del Sumo bien, de un modo perfectísimo, según toda la capacidad de la criatura, y se obtiene en la vida futura. Esta bienaventuranza era nuevamente subdividida en esencial, que se refiere al objeto primario y principal de la beatitud; y accidental que se extiende a otros objetos secundarios compatibles con aquella. Además la dividían en perfecta essentialiter, que es la que disfruta el alma sola separada del cuerpo, y totaliter completa, que es la que se goza en el cielo después de la resurrección por todo el supuesto hombre, compuesto de alma y cuerpo, asignando particularmente a este la felicidad accidental que hemos indicado.
Para mayor claridad distinguían la bienaventuranza en objetiva y formal. Aquella es el objeto mismo que constituye la dicha; la segunda es la posesión de dicho objeto, o la operación de la criatura racional al conseguir y poseer el bien Sumo. Esta bienaventuranza formal o subjetiva se completa por medio de tres actos, que son la visión, el amor y el gozo o fruición. (De estos tres actos nos ocuparemos en sus lugares respectivos.)
Los antiguos filósofos, que apenas levantaron sus ojos de la tierra, no estaban conformes acerca de la felicidad objetiva, tanto, que según San Agustín, podían contarse por centenares sus opiniones acerca de este punto: ¡tan lejos estaban de la verdad! Pero la revelación nos ha enseñado, y desde entonces la razón encuentra muy conforme a sus principios, que sólo Dios es la verdadera bienaventuranza objetiva.
Esta verdad puede demostrarse por dos caminos. Seguiremos el de Santo Tomás.
Este Santo doctor trata extensamente de esta materia en su admirable Summa Theologica, I-IIª qu. II y sig. Demostrando que la bienaventuranza no puede consistir en algún bien criado, prueba en el art. 1.º de la cuestión II citada, que no consiste en las riquezas, porque estas son inferiores al hombre y se refieren a él; luego no pueden ser fin último. En esta profunda razón se comprenden las más fáciles que añaden otros filósofos, a saber; que las riquezas no excluyen todo género de males, que no satisfacen plenamente, que no son permanentes, que a pesar de ellas faltan muchas cosas, &c.
En el 2.º artículo demuestra que no consiste en los honores, porque el honor se tributa a alguno por su excelencia, y por consiguiente no contribuye a ella, sino a lo sumo consecutive. Fácil sería añadir otras innumerables razones.
Demuestra en el 3.º y en el 4.º que la bienaventuranza no consiste en la fama que es conocimiento humano, incompleto y con frecuencia falaz, ni en el poder, que no es fin ultimo, y tiene por objeto el bien y el mal, al paso que la bienaventuranza es propiamente el bien perfecto del hombre.
Prueba después que no consiste ni en la hermosura ni en la perfección corporal, ni en el deleite sensible, ni en algún otro bien material. (Art. 5.º y 6.º.) En esta parte emplea una argumentación tan profunda y magnífica que no podemos resistir el deseo de transcribir literalmente. Dice así: Cum enim anima rationalis excedat proportionem materiae corporalis, pars animae quae est ab organo corporeo absoluta, quamdam habet infinitatem respectu ipsius corporis, et partium animae corpori concreatarum, sicut invisibilia sunt quodammodo infinita respectu materialium, eo quod forma per materiam quodammodo contrahitur, et finitur; unde forma a materia absoluta, est quodammodo infinita. Et ideo sensus qui est vis corporalis, cognoscit singulare, quod est determinatum per materiam; intellectus vero, qui est vis a materia absoluta, cognoscit universale, quod est abstractum a materia et continet sub se infinita singularia. Unde patet quod bonum conveniens corpori, quod per apprehensionem sensus delectationem corporalem causat, non est perfectum bonum hominis, sed est minimum quiddam in comparatione ad bonum animae.
Y sin embargo, la bienaventuranza no consiste tampoco in aliquo bono animae, como prueba en el artículo VII, porque el objeto ha de ser, sin disputa, alguna cosa exterior, siendo imposible que el alma sea último fin de sí misma. Y así queda refutado el error de aquellos que decían que toda naturaleza intelectual es naturalmente feliz en sí misma. Por último, en el artículo VIII demuestra que la bienaventuranza no consiste en algún bien creado, sino en solo Dios. Copiamos de nuevo sus palabras: Impossibile est beatitudinem hominis esse in aliquo bono creato. Beatitudo enim est bonum perfectum, quod totaliter quietat appetitum; alioquin non esset ultimus finis, si adhuc restaret aliquid appetendum. Objectum autem voluntatis, quae est appetitus humanus, est universale bonum, sicut objectum intellectus est universale verum. Ex quo patet, quod nihil potest quietare voluntatem hominis nisi bonum universale, quod non invenitur in aliquo creato, sed solum in Deo; quia omnis creatura habet bonitatem participatam. Unde solus Deus voluntatem hominis implere potest, secundum quod dicitar in Psal. CII, 5: Qui replet in bonis desiderium tuum, &c. In solo igitur Deo beatitudo hominis consistit.
Esta argumentación vigorosa ha sido después ampliada y explicada con otras muchísimas razones, ya por los teólogos, citando innumerables testimonios de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres, y aún de los filósofos gentiles, ya por los filósofos haciendo observar que ningún bien, fuera de Dios, reúne las condiciones debidas para constituir la bienaventuranza, a saber: ser perfecto, perpetuo, inamisible, exclusivo de toda miseria, y último fin a quien se refieran todas las cosas. Todos estos requisitos se hallan solo en Dios, y por eso debemos exclamar con San Agustín: Fecisti nos Domine ad te, et inquietum est cor nostrum donec requiescat in te.
Santo Tomás prueba lo mismo por otro camino, en la cuestión siguiente, analizando la esencia de la bienaventuranza formal, y con una lógica inimitable demuestra que siendo la bienaventuranza alguna cosa increada en sí misma, formalmente es una operación excelentísima de las facultades del alma: examina qué clase de operación es esta, si del entendimiento o de la voluntad, y propone esta cuestión dificilísima y célebre que tanto ha dividido a los teólogos tomistas y a los escotistas, para venir a parar al fin que la bienaventuranza formal consiste en la visión intuitiva de la esencia divina, lo cual es un dogma de fe, como se ha visto al hablar de los Bienaventurados, y se dirá de nuevo al explicar la palabra Visión beatífica. La cuestión indicada y tan agitada entre los teólogos, si la bienaventuranza consiste en una operación del entendimiento o de la voluntad, será también tratada en aquel artículo, e incidentalmente en otros varios que tendrán relación con el presente. Aunque comúnmente la gloria se conoce con el nombre de Visión beatífica, acto radical y principal de la misma, no por eso
debe excluirse el amor y el gozo como partes esenciales y concomitantes de ella. No faltan en este punto cuestiones escolásticas tan sutiles como curiosas, las cuales, en su conjunto, sirven para aclarar más y más la esencia de la bienaventuranza, y demostrar la verdad del dogma católico, que sólo Dios es la bienaventuranza objetiva del hombre; y el mismo Santo Tomás, en la cuestión IV, viene a parar a esto mismo, probando de paso la bienaventuranza accidental y secundaria, que puede disfrutarse en este mundo en cierta medida, y que en la otra vida, subordinada a lo esencial, proporciona goces inefables a los bienaventurados.
¡Cuán cierto es que los enemigos de nuestra religión ridiculizan nuestros dogmas por no entenderlos! Esta doctrina católica acerca de la bienaventuranza, además de hallarse fundada en las verdades más indiscutibles, sirve para impugnar, no solo el absurdo positivismo que hace consistir toda la dicha humana en los bienes de esta vida, sino el extraviado quietismo que en cierto modo despoja al hombre de su personalidad, para absorberle en Dios; así como también el purismo Kantiano que no ha podido comprender la dicha inefable de la perfecta unión con Dios, y en fin todos aquellos que nos acusan de egoísmo insoportable y necio, por haber presumido que la criatura vil y miserable hallará su expansión completa en la quimérica posesión del mismo Dios. No, la doctrina católica, que expone, como lo hemos hecho, lo que es la bienaventuranza objetiva y la formal, no es un egoísmo, no es una osadía, no es una pretensión de la ignorancia, es una fe sólida y racional, fundada en la palabra del mismo Dios.