Origen de los americanos
Hubo un tiempo en que se sostuvo la teoría de ser autóctonos los americanos, esto es, que habían nacido en la misma América, y formaban por consecuencia una o varias especies separadas, sin ninguna relación de origen con las razas del antiguo mundo, lo cual equivalía a negar la doctrina revelada sobre el origen de la humanidad.
Semejante doctrina no puede ya sostenerse, porque todas las ciencias modernas, la antropología, la lingüística, la etnografía, la ciencia de las religiones, la arqueología, unen sus voces para atestiguar la existencia de numerosos vínculos de parentesco entre las razas del antiguo y nuevo mundo. La primera de estas ciencias ha reconocido en muchos americanos el tipo mongol o asiático perfectísimamente caracterizado: la lingüística demuestra entre las lenguas americanas y alguna de nuestras antiguas lenguas asiáticas o europeas, el vasco por ejemplo, evidente analogía que no puede ser efecto de la casualidad; la etnografía descubre en las leyendas, cantos, usos y costumbres de los indígenas del Nuevo mundo, señales inequívocas de parentesco más o menos estrecho con los pueblos de los antiguos continentes; el estudio de las religiones halla en las mitologías americanas, instituciones cristianas o budistas, más o menos desfiguradas; la arqueología, por fin, describe millares de objetos americanos tan semejantes a los producidos por nuestras antiguas industrias, que bien puede atribuirse su fabricación a los pueblos de este lado del Atlántico.
Compréndese difícilmente, cómo ante datos tan numerosos, variados y concordes, pueden aún existir en nuestros días gentes cegadas por los prejuicios que nieguen la comunidad de origen entre unos y otros hombres, y que persistan en considerar con M. Simonin “en el hombre americano, un producto del suelo americano,” porque ya es imposible basar esa opinión en consideraciones algo científicas.
Se ha alegado la diferencia radical que existe entre la fauna y la flora de ambos continentes, para deducir de ella que América nada debía al viejo mundo, ni sus tipos humanos, ni sus formas animales o vegetales; pero fácilmente puede responderse, que si los naturalistas atribuyen a los animales y plantas de América varios centros especiales de creación, se debe a que en realidad son muy diferentes de las del antiguo mundo, mientras que en uno y otro país, por lo contrario, el hombre presenta tales rasgos de parecido, que ningún antropólogo se atrevería a fundar en aquella consideración la teoría de que pertenezcan a especies diversas.
El origen natural que cierta ciencia pretende ahora atribuir a nuestra especie, es nuevo obstáculo que se opone al aislamiento originario de la raza americana; porque a lo menos sería extraño, como observa el Marqués de Nadaillac, “que con condiciones biológicas y climatológicas diferentes, fauna y flora diversas, se haya llegado a obtener al fin y al cabo un hombre semejante al del antiguo mundo; semejante por los detalles anatómicos y fisiológicos, semejante por sus instintos, por su inteligencia y por su genio creador” (Amerique prehistorique, p. 571).
Si el Nuevo mundo no hubiera recibido su población del antiguo, sería preciso atribuirle no una sino varias especies humanas, ya que hay en aquel tipos del todo diferentes: pueblos americanos cercanos geográficamente, como los Patagones y Peruanos, difieren más entre sí que los Europeos de los Asiáticos. ¿Deduciremos de esto que deban su origen a diversos centros de creación? ¿Cuál de esos escritores que creen o aparentan creer en el origen natural y en cierto modo espontáneo del hombre, se atreverá a sostener en serio que este ha nacido casi a la vez en tantos distintos parajes?
Y no se diga que existieron obstáculos contra la población de América por colonos del antiguo mundo, porque no lo son la distancia ni la dificultad de franquearla con los medios primitivos del arte de navegar. Obsérvese en primer término que los Polinesios no se arredraban de emprender con sus piraguas larguísimos viajes, y que los Escandinavos recorrieron en la Edad Media todos los mares del Norte con sus barcas, más estrechas aún; y también que siendo tan angosto el estrecho de Behring, divisor de los dos continentes, está habitado en sus opuestas riberas por razas en apariencia idénticas. Si se opina que esta parte del globo, vecina al círculo polar, no pudo servir de paso por su extremada frialdad, podremos contestar que más al Sur, a una latitud no superior a la de Londres, están las islas Aleucias, que constituyen un inmenso puente entre América y Asia; puente por el cual en nuestros días son muy frecuentes, según parece, las comunicaciones entre la península de Alaska y la de Kamchatka, que a Oriente y Poniente continúan la cadena de aquellas islas. “El estrecho de Behring, ha dicho M. de Rosny (Congrés de Nancy, t. IV, p. 136), no ha sido nunca obstáculo serio para la comunicación entre ambos continentes: cada año hay vientos favorables que llevan de Kamchatka a América, y otros en sentido opuesto. Es un juego para los esquimales el viaje de una a otra península, no sólo en barcas aisladas, sino en numerosas escuadrillas de pesca.” Bien pudo suceder, por tanto, que se intentara ese viaje alguna vez, no por míseros pescadores de focas, sino por grandes bandas de emigrantes que desde las muy civilizadas regiones del Asia oriental lograron llevar a Méjico y el Perú la civilización cuyos restos admiran nuestros arqueólogos.
Tampoco son considerables las distancias entre América y Europa, hasta el punto de haber impedido toda comunicación entre ellas en los tiempos primitivos. Noruega dista poco de Islandia, y ésta menos aún de Groenlandia, parte de América separada del Canadá por el estrecho de Davis.
Forzoso es también tener en cuenta que las corrientes marinas no habrán dejado de arrastrar alguna que otra vez los barcos hacia las costas del Nuevo mundo.
Dos de estas corrientes, situada una al Norte y otra al Sur del Ecuador, parten de las costas de África para ganar a través del Atlántico las de la América meridional, que sólo distan unas quinientas leguas. Otra corriente, llamada el Kuro-Siwo, atraviesa el Océano Pacífico desde el Japón a California. Sería raro que en el transcurso de los siglos ningún buque náufrago hubiera llegado por una de estas vías naturales a cualquier punto del litoral americano.
No faltan hechos en apoyo de esta suposición. M. Brooks, antiguo cónsul representante del gobierno japonés en California, se ocupó mientras estuvo allí en adquirir noticias de juncos japoneses que hubiesen naufragado en diversos puntos del Pacífico desde el principio del siglo xvii hasta nuestros días. Así ha llegado a conocer auténticamente hasta sesenta naufragios de esta clase, algunos de los cuales se verificaron en plena América central. El mismo M. Brooks dice que el origen japonés de cierto número de tribus americanas situadas en estos parajes, es tan poco dudoso, que han conservado el lenguaje de su primera patria: hecho significativo, que ya habían afirmado ciertos oficiales de la marina francesa a M. de Quatrefages. (V. Matèriaux pour l'histoire de l'homme; Octubre, 1886).
La misma observación debe hacerse respecto a las corrientes del Océano Atlántico. Muchas veces, después del descubrimiento debido a Cristóbal Colón, se han dirigido a las costas de la América meridional buques procedentes de Canarias. El hecho ha sido confirmado especialmente dos veces en el siglo último, en 1731 y 1764, y sin duda se produjo anteriormente muchas veces. Así es que se encuentran en aquella porción del territorio americano, poblaciones cuya fisonomía e industria se asemejan a las de los antiguos canarios o de los negros africanos. (Véase el artículo Atlántida).
Las relaciones de China con la costa occidental de América, y las de los pueblos escandinavos con Groenlandia y las regiones adyacentes del nuevo continente, se hallan mejor establecidas aún: puede decirse que pertenecen a la historia.
Un orientalista francés, Guignes, fue el primero que señaló, en el siglo último, las antiguas relaciones de los budistas de Asia con un país llamado en chino el Fou-Sang, que Guignes no vacilaba en identificar con América; pero esta identificación, confirmada por Klaproth, no fue tomada en serio en Europa. A consecuencia de no sé qué orgullo nacional, nuestros sabios rehusaron admitir que Cristóbal Colón hubiese sido precedido por los chinos. Olvidábase que estos conocían la brújula acaso dos mil años antes de nuestra era, y que tenían hacía mucho tiempo mapas geográficos muy superiores a nuestros imperfectos ensayos de la Edad Media. No es, pues, sorprendente que el descubrimiento del orientalista Guignes se haya confirmado más y más. Nuevos informes sacados de los libros chinos, dice M. de Quatrefages, han puesto fuera de duda la realidad de este hecho. (La Science catholique, Mayo, 1887).
Parece también que estas relaciones no fueron accidentales, sino organizadas regularmente. Si algunas veces fue su objeto la propagación del budismo, muchas más lo fue el comercio. Tal era, sin duda, el destino de los buques llenos de mercancías que alguna vez encontraron los conquistadores españoles, hacia el 40º de latitud, y que, según cuenta un historiador, venían de Catay o de la China.
Las relaciones de Europa con América en la Edad Media descansan igualmente sobre los datos históricos menos controvertibles. Los escandinavos descubrieron la Groenlandia en el octavo o noveno siglo: mantuvieron desde entonces con este país frecuentes relaciones, que no concluyeron hasta el siglo xv. En 886, Erik el Rojo doblaba el cabo Farewell al Sur, y construía al otro lado, en el fondo de un valle vastos edificios, cuyas ruinas han sido descubiertas recientemente: cien años después, otro jefe escandinavo, Bjarn Meriulfson, yendo a Groenlandia, fue arrojado por una tempestad sobre la costa septentrional de los Estados Unidos. El año 1000, Leif, hijo de Erik, partió para el mismo punto con treinta y cinco hombres, descendió hasta Rhode Island, al Sur de Boston, y descubrió viñas, dando a esta región, el nombre de Vinland con el cual fue largo tiempo conocida por los escandinavos.
Sábese la historia detallada de esta lejana colonia durante los tiempos que siguieron. Se conocen los combates que tuvo que librar con los indígenas, las alternativas de victorias y reveses porque pasó; pero no podemos entrar en estos detalles, que no interesan nada a nuestro asunto. Nos basta confirmar con M. de Quatrefages “que este descubrimiento y estas repetidas invasiones en las costas americanas hechas por los escandinavos, demuestran lo que se debe pensar sobre la pretendida imposibilidad de la población de América”.
Estos formales testimonios de la historia están confirmados por los de la arqueología. Mientras más progresa esta ciencia al otro lado del Atlántico, mejor nos hace ver indelebles analogías entre los productos de la antigua industria americana y los de nuestra primitiva industria. Estos puntos de semejanza existen desde la época que se ha convenido en llamar cuaternaria, y que se identifica con los primeros pasos dados en los tiempos prehistóricos.
Las hachas de piedra parecen cortadas según el modelo de las nuestras, y algunas son de la materia llamada jadeita, tan desconocida en América como en Europa, y que acusa una importación asiática. Esta es la opinión de un sabio francés, M. Putnam, que ha hecho de esta cuestión un estudio especial, que ha comparado cuidadosamente las hachas de diferentes partes del mundo, y que de la unidad de formas y de composición ha sacado la consecuencia de la unidad de origen.
Idéntica observación ha hecho Monsieur Beauvois respecto a los collares de piedra hallados en Puerto Rico y Escocia, y las arracadas procedentes de Europa y de Méjico. La analogía en estos distintos productos es demasiado patente para que pueda atribuirse a la casualidad. Evidentemente la procedencia es la misma. Así, pues, no se puede creer que ciertas colleras hayan sido fabricadas en las Antillas, porque los antiguos habitantes no tenían caballos y por tanto es en el antiguo mundo donde debe buscarse el prototipo. Pueden verse en ellas vestigios de relaciones de los antiguos Celtas con América, comprobadas no sólo por los sagas, las vidas de los Santos, las leyendas, sino también por una larga serie de hechos arqueológicos. (Materiaux pour l'histoire de l'homme 1886, p. 388 y 573).
El Marqués de Nadaillac hace notar además en su hermoso libro (L'Amerique prehistorique, 1883) muchos puntos de semejanza análogos, entre la industria americana y la de los antiguos Egipcios, Asirios, Etruscos, Iberos, etcétera. Los cilindros de piedra del Nuevo mundo recuerdan enteramente a los de Babilonia y Persépolis. El tocado de las estatuas mejicanas se parece del todo a la calantica de las orillas del Nilo. Se han hallado hojas de metal en la boca de momias peruanas, como en la de las egipcias; en Méjico y en Egipto había la costumbre de poner collares a los cadáveres, y hasta puede decirse que en América existen las pirámides, la arquitectura egipcia y la escritura jeroglífica.
También hay la misma analogía en las instituciones. El calendario de las poblaciones civilizadas del Nuevo mundo, era semejante al de los indos, de los chinos y de los japoneses. Su religión debía visiblemente al Asia algunas de sus divinidades: se han hallado en las ruinas de la inmensa ciudad de Palenque, en Méjico, imágenes o estatuas muy parecidas a Buda: el mismo culto católico estaba representado en América por algunos de sus dogmas, más o menos alterados. No dejó de causar sorpresa a los españoles hallar establecido en Méjico el bautismo, la eucaristía y la comunión, la confesión auricular en el Perú, y el régimen monástico en ambos países.
No hablaremos de las tradiciones y las leyendas de los americanos, bien que ellas deponen elocuentemente por su parte en favor del origen extranjero de la población indígena. Los hechos que acabamos de relatar, sobre todo los que hemos tomado de la historia, bastan para hacer palpable esta verdad: que el Nuevo mundo fue poblado por el antiguo. Por poco verosímil que haya sido siempre la hipótesis contraria, concíbese, sin embargo, que en otro tiempo tuviera algunos partidarios; porque entonces las ciencias geográfica, histórica y etnográfica, estaban, por decirlo así, en su infancia; pero ahora preciso es inclinarse ante tal conjunto de testimonios verdaderamente decisivos.
Además, el hecho que estos testimonios han venido a confirmar no debe sorprendernos. Gracias a los recursos de su inteligencia, el hombre, por débil y desdichado que fuese, no se fijó, o vivió siempre como la mayor parte de los animales en el suelo donde había nacido, pues tiene instintos migratorios y nómadas, y una aptitud especial para amoldarse a todas las condiciones de la existencia y soportar todos los climas. Así no es extraño que de un punto único se haya esparcido por todo el globo. Este es un hecho que se repetirá siempre, aun en nuestros días, como dice el geólogo inglés Lyell (Principes de geologie, t. II, p. 600): si sucediera que todo el género humano desapareciese a excepción de una sola familia, aunque esta estuviera en América, en Australia o en algún islote madrepórico del Océano Pacífico, puede asegurarse que sus descendientes llegarían, con el tiempo, a invadir la tierra entera. (Véase M. de Nadaillac: L'Amerique prehistorique, cap. X; de Quatrefages: L'espece humaine, capítulo XVIII).