Artículos de Carlos Marx sobre España revolucionaria (1854), &c.
Marx & Engels, La revolución en España, Editorial Progreso, Moscú 1978
VI
Espartero
(editorial)
Una de las peculiaridades de las revoluciones consiste en que, justamente cuando el pueblo parece a punto de realizar un gran avance e inaugurar una nueva era, se deja llevar por las ilusiones del pasado y entrega todo el poder y toda la influencia, que tan caros le han costado, a unos hombres que representan o se supone que representan el movimiento popular de una época fenecida. Espartero es uno de estos hombres tradicionales a quienes el pueblo suele subir a hombros en los momentos de crisis sociales y de los que después, a semejanza del perverso anciano que se aferraba tenazmente con las piernas al cuello de Simbad el marino, le es difícil desembarazarse. Preguntad a un español de la llamada escuela progresista cuál es el valor político de Espartero, y os responderá con presteza: “Espartero representa la unidad del gran partido liberal. Espartero es popular porque ha salido del pueblo. Su popularidad sirve exclusivamente a la causa de los progresistas”. Cierto es que Espartero, hijo de un artesano, se encaramó hasta el puesto de regente de España; y cierto también que, habiéndose alistado en el ejército como soldado raso, lo abandonó con la graduación de mariscal de campo. Pero, de considerársele símbolo de la unidad del gran partido liberal, puede ser sólo de ese término medio de unidad en la que todos los extremos se tocan. Y en cuanto a la popularidad de los progresistas, no exageraremos si decimos que la perdieron desde el instante mismo en que la transfirieron de la totalidad del partido a este hombre solo.
No se necesita más prueba de cuán ambigua y peregrina es la grandeza de Espartero que el simple hecho de que, hasta hoy, nadie ha sido aún capaz de explicarla. Mientras sus amigos salen del paso con tópicos alegóricos, sus enemigos, aludiendo a un extraño rasgo de la vida privada de él, afirman que no es más que un jugador afortunado. Amigos y enemigos, pues, se ven en idéntico apuro para descubrir alguna relación lógica entre el hombre en sí y la fama y reputación que disfruta.
Los méritos militares de Espartero son tan discutibles como indiscutibles sus defectos políticos. En una voluminosa biografía publicada por el señor Flórez se habla mucho del valor y de la pericia militar de Espartero, puestos de relieve en las provincias de Charcas, La Paz, Arequipa, Potosí y Cochabamba, donde luchó a las órdenes del general Morillo, encargado a la sazón del sometimiento de los Estados sudamericanos a la autoridad de la Corona española. Pero la impresión general que sus hechos de armas sudamericanos produjeron en el ánimo excitable de sus compatriotas se caracteriza suficientemente por el hecho de que se le llamara jefe del ayacuchismo y se diera a sus partidarios el nombre de ayacuchos, por alusión a la desgraciada batalla de Ayacucho{45}, en la que España perdió definitivamente a Perú y toda Sudamérica. Trátase en todo caso de un héroe sumamente peregrino cuyo bautismo histórico data de una derrota y no de una victoria. En los siete años de guerra contra los carlistas jamás se distinguió por uno de esos golpes de audacia que dieron a conocer pronto a Narváez, su rival, como un soldado de nervios de acero. Espartero poseía indudablemente la facultad de sacar el mayor provecho posible de los pequeños éxitos, pero fue simplemente la suerte lo que hizo que Maroto le entregara las últimas fuerzas del pretendiente; las últimas, ya que el levantamiento de Cabrera en 1840 sólo fue una tentativa póstuma de galvanizar los descarnados huesos del carlismo{46}. Incluso el señor Marliani, historiador de la España moderna y admirador de Espartero, no puede menos de reconocer que esta guerra de siete años sólo es comparable con las contiendas sostenidas en el siglo X entre los pequeños señores feudales de las Galias, contiendas en las que el triunfo no era resultado de la victoria. Y por otra desdichada coincidencia resulta que, de todas las hazañas de Espartero en la península, la que más viva huella dejó en la memoria de la gente fue, si no precisamente una derrota, sí al menos una acción singularmente extraña en un “héroe de la libertad”. Espartero se hizo famoso por haber bombardeado las ciudades de Barcelona y Sevilla. Si los españoles –dice un escritor– pintaran alguna vez a Espartero representando a Marte, veríamos a este dios en forma de ariete.
Cuando Cristina se vio obligada en 1840 a resignar su regencia y huir de España, Espartero, contrariando la voluntad de un amplio sector de los progresistas, asumió la autoridad suprema dentro de los límites del Gobierno parlamentario. Entonces se rodeó de una especie de camarilla y adoptó los aires de dictador militar, sin pasar realmente de la mediocridad de un rey constitucional. Otorgó su favor más bien a los moderados{47} que a los progresistas, los cuales, salvo raras excepciones, quedaron apartados de los cargos públicos. Sin reconciliarse con sus enemigos, fue perdiendo poco a poco a sus amigos. Falto de valor para romper las trabas del régimen parlamentario, no supo ni aceptarlo, ni compenetrarse con él, ni transformarlo en instrumento de acción. Durante sus tres años de dictadura, el espíritu revolucionario se fue quebrantado paso a paso gracias a los innumerables compromisos; y se dejó que las disensiones internas del partido progresista llegaran al extremo de permitir a los moderados recuperar el poder absoluto mediante un golpe de mano. De este modo, Espartero quedó tan despojado de autoridad que hasta su mismo embajador en París conspiró contra él de acuerdo con Cristina y Narváez, y su poder disminuyó tanto que no encontró medios para detener esas miserables intrigas ni las mezquinas maniobras de Luis Felipe. Tan poca cuenta se daba de su propia situación que se enfrentó irreflexivamente con la opinión pública cuando ésta sólo buscaba un pretexto para hacerlo trizas.
En mayo de 1843, cuando su popularidad había desaparecido hacía ya largo tiempo, se obstinó en mantener en sus puestos a Linage, Zurbano y demás miembros de su camarilla militar, cuya destitución era reclamada a grandes voces; disolvió el gabinete López, que tenía una gran mayoría en la Cámara de Diputados, y se negó testarudamente a conceder una amnistía a los moderados que se encontraban en el destierro, amnistía reclamada por todo el mundo, por el Parlamento, por el pueblo y hasta por el ejército. Esta reclamación expresaba simplemente el descontento general despertado por el régimen de Espartero. Entonces desencadenóse de súbito un huracán de pronunciamientos contra el “tirano Espartero”, huracán que sacudió la península de punta a punta; fue un movimiento que, por la rapidez de su propagación, sólo puede compararse con el actual. Moderados y progresistas se aliaron con el único objeto de desembarazarse del regente. La crisis sorprendió a éste cuando menos la esperaba; la hora decisiva lo pilló desprevenido.
Narváez, acompañado de O'Donnell, Concha y Pezuela, desembarcó con un puñado de hombres en Valencia. En ellos todo era rapidez y acción, audacia reflexiva, enérgica decisión. En Espartero todo era titubeo apocado, lentitud mortal, apática indecisión, debilidad indolente. Mientras Narváez libraba del asedio a Teruel y penetraba en Aragón, Espartero se retiraba de Madrid y consumía semanas enteras en Albacete en una inactividad inexplicable. Cuando Narváez había conseguido ya la adhesión de los cuerpos de ejército de Seoane y Zurbano en Torrejón y marchaba sobre Madrid, Espartero se unió por fin con Van-Halen para someter a un inútil y abominable bombardeo a Sevilla. Después fue retirándose de un sitio a otro, viendo sus tropas mermadas por las deserciones en cada etapa de su retirada, hasta que al fin llegó a la costa. Cuando embarcó en Cádiz, esta ciudad, la última donde le quedaban partidarios, dio la despedida a su héroe sublevándose también contra él. Un inglés que residió en España durante esta catástrofe da una gráfica descripción del descenso gradual de la grandeza de Espartero: “No fue un tremendo descalabro de golpe y porrazo, tras una reñida batalla, sino una retirada paulatina, sin combate alguno, de Madrid a Ciudad Real, de Ciudad Real a Albacete, de Albacete a Córdoba, de Córdoba a Sevilla, de Sevilla al Puerto de Santa María, y de aquí al ancho Océano. Descendió de la idolatría al entusiasmo, del entusiasmo al afecto, del afecto a la consideración, de la consideración a la indiferencia, de la indiferencia al desdén, del desdén al odio, y del odio fue a caer a la mar”.
¿Cómo ha podido Espartero convertirse nuevamente en el salvador de la patria y en la “espada de la revolución”, como ahora le llaman? Este caso sería completamente incomprensible de no estar por medio los diez años de reacción que España ha sufrido bajo la brutal dictadura de Narváez y bajo el yugo de los favoritos de la reina que vinieron a sustituirlo. Las épocas prolongadas y violentas de reacción son prodigiosamente propicias para vindicar de los fracasos revolucionarios a los hombres caídos. Cuanto mayor es la imaginación de un pueblo –y ¿dónde es mayor que en el sur de Europa?–, más irresistible es su tendencia a oponer a la encarnación personal del despotismo la encarnación personal de la revolución. Como el pueblo no puede improvisar de pronto a sus personajes, desentierra los muertos de movimientos anteriores. ¿No estuvo el propio Narváez a punto de ganar popularidad a expensas de Sartorius? El Espartero que hizo su entrada triunfal en Madrid el 29 de julio no era un hombre real; era una aparición, un nombre, un recuerdo.
En honor a la verdad sea dicho, Espartero jamás ha pretendido ser otra cosa que monárquico constitucional. Y si alguna duda hubiera podido existir sobre este punto, habría tenido que desaparecer ante el entusiástico recibimiento que le tributaron, durante su destierro, la corte en el castillo de Windsor y las clases gobernantes de Inglaterra. Cuando llegó a Londres, toda la aristocracia acudió en tropel a su domicilio, con el duque de Wellington y lord Palmerston a la cabeza. Aberdeen, en su calidad de ministro de Negocios Extranjeros, le mandó una invitación para ser presentado a la reina. El alcalde y los concejales londinenses (aldermen) le obsequiaron con banquetes en la Mansion-House{48}. Y cuando se supo que el Cincinato español se dedicaba en sus horas de ocio a la jardinería, no quedó sociedad botánica, hortícola o agrícola que no se apresurara a hacerle el honor de incluirlo en sus filas. Era totalmente el héroe de la ciudad. A fines de 1847, una amnistía permitió el regreso de los desterrados españoles, y, por decreto de la reina Isabel, Espartero fue nombrado senador. No se le dejó, sin embargo, marchar de Inglaterra sin que la reina Victoria invitara a su mesa a Espartero y su duquesa, haciéndoles encima el honor extraordinario de ofrecerles alojamiento por una noche en el castillo de Windsor. La verdad es, a juicio nuestro, que esta aureola tejida en torno de la figura de Espartero guardaba cierta relación con el supuesto de que él había sido y seguía siendo el representante de los intereses británicos en España. Y no es menos verdad que las manifestaciones en honor de Espartero fueron en cierto modo manifestaciones contra Luis Felipe.
De regreso en España, Espartero recibió delegación tras delegación y enhorabuena tras enhorabuena; Barcelona le mandó un emisario especial para disculparse por el mal comportamiento de la ciudad en 1843. Pero ¿acaso oyó alguien mencionar su nombre durante el fatal período comprendido entre enero de 1846 y los últimos acontecimientos? ¿Alzó él la voz alguna vez durante ese período en que España, envilecida, había de guardar un silencio sepulcral? ¿Se recuerda un simple acto de resistencia patriótica de su parte? Espartero se retiró tranquilamente a su finca de Logroño para cultivar sus berzas y sus flores, en espera de que sonase su hora. Ni siquiera buscó a la revolución; aguardó que ésta lo llamase. Hizo más que Mahoma. Esperó que la montaña acudiera a él, y la montaña acudió. Sin embargo, se ha de mencionar una excepción. Cuando estalló la revolución de febrero, seguida de la sacudida general europea, Espartero hizo que el señor Príncipe y algunos amigos más publicasen un pequeño folleto titulado Espartero: Su pasado, su presente, su porvenir, para recordar a España que todavía albergaba al hombre de ayer, de hoy y de mañana. Mas al decaer poco después el movimiento revolucionario en Francia, el hombre de ayer, de hoy y de mañana se sumió una vez más en el olvido.
Espartero nació en Granátula de la Mancha y, lo mismo que su célebre paisano, tiene su idea fija: la Constitución, y su Dulcinea del Toboso: la reina Isabel. El 8 de enero de 1848, cuando llegó a Madrid de regreso de su destierro en Inglaterra, fue recibido por la reina, de la cual se despidió en los términos siguientes: “Ruego a Vuestra Majestad que me llame cuando necesite un brazo defensor y un corazón amoroso”. Ahora Su Majestad lo ha llamado, y el caballero andante aparece amortiguando las olas revolucionarias, enervando a las masas con una calma engañosa, permitiendo a Cristina, San Luis y los demás que se escondan en Palacio y proclamando a voz en cuello su fe inquebrantable en la palabra de la inocente Isabel.
Sabido es que esta reina tan digna de fe, cuyos rasgos se dice adquieren de año en año una semejanza cada vez más sorprendente con los de Fernando VII, de ruin memoria, fue declarada mayor de edad el 15 de noviembre de 1843. Cumplía a la sazón, el 21 del mismo mes y año, solamente trece abriles. Olózaga, que por encargo de López había sido tutor de ella durante tres meses, constituyó un gabinete detestable para la camarilla y para las Cortes, recién elegidas bajo la impresión de los primeros éxitos de Narváez. Quería Olózaga disolver las Cortes y consiguió un decreto firmado por la reina, en el que se le concedían poderes para hacerlo, pero se dejaba en blanco la fecha de su promulgación. El 28 de noviembre por la tarde, Olózaga recibió el decreto de manos de la reina. En la tarde del siguiente día celebró otra entrevista con ésta; pero apenas se hubo marchado, cuando llegó a su casa un subsecretario de Estado para comunicarle que estaba destituido y pedirle el decreto que él había obligado a firmar a la reina. Olózaga, abogado de profesión, era demasiado astuto para caer de este modo en el lazo. No devolvió el documento hasta el día siguiente, después de haberlo enseñado lo menos a cien diputados para demostrar que la firma de la reina era de su puño y letra, normal y corriente. El 13 de diciembre, González Bravo, nombrado presidente del Consejo, convocó en Palacio a los presidentes de las Cámaras, a las principales personalidades de Madrid, a Narváez, al marqués de Santa Cruz y a otros para que la reina les explicara lo que había pasado entre ella y Olózaga la tarde del 28 de noviembre. La inocente reinecita los condujo al salón donde había recibido a Olózaga y, para ponerlos en autos, representó con mucha viveza, aunque con ademanes un tanto exagerados, un pequeño drama. Olózaga había echado el cerrojo a la puerta así, la había sujetado por el vestido así, la había obligado a sentarse y había guiado su mano así, forzándola a firmar el decreto; en una palabra: así había violentado su regia dignidad. Durante la escena, González Bravo tomó nota de estas declaraciones, en tanto que los otros presentes examinaban el documento, firmado, según se desprendía, por una mano trémula y renuente. Así pues, bajo la solemne declaración de la reina, Olózaga debía ser juzgado como reo de lesa majestad y cuarteado al galope de cuatro caballos, o, en el mejor de los casos, desterrado a perpetuidad a las islas Filipinas. Pero, como ya hemos visto, Olózaga había tomado sus medidas de precaución. Luego vino un debate en las Cortes que duró diecisiete días y causó mayor sensación que el famoso proceso de la reina Carolina en Inglaterra{49}. En su discurso de defensa ante las Cortes, Olózaga dijo, entre otras cosas: “Se quiere fundar una acusación en el dicho de una persona, la más augusta y respetable, pero es dicho de una persona sola... Venir en estos tiempos... a decirnos que las palabras de la reina hacen fe entera, completa... o es una visión ridícula o es una hipocresía... Y sea lo uno o lo otro... en la parte que me toca lo rechazo con indignación... ¿Hay acusación o no? Si hay acusación, ese testimonio es uno de los medios de prueba que como otros muchos se presenten al examen de jueces imparciales”. En la balanza de las Cortes, las palabras de Olózaga pesaron más que las de la reina. Luego Olózaga se refugió en Portugal para librarse de los asesinos mandados contra él. Este fue el primer entrechat * de Isabel en el escenario político de España y la primera prueba de su honradez. Y ésta es la misma reinecita en cuyas palabras quiere ahora Espartero que el pueblo tenga fe y a la que, después de su escandalosa conducta de once años, son ofrecidos el “brazo defensor” y “corazón amoroso” de la “espada de la revolución”{50}.
New York Daily Tribune, 19 de agosto de 1854.
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* Cabriola, pirueta (fr.) (N. de la Edit.)
{45} Batalla de Ayacucho (Perú): una de las grandes batallas (reñida el 9 de diciembre de 1824) de la guerra de independencia de las colonias españolas en América (1810-1826). En Ayacucho, las tropas colombianas y peruanas exterminaron casi por completo al ejército español. Gracias a ello se fundó la república soberana de Bolivia y quedó garantizada la independencia de Sudamérica.
{46} El 31 de agosto de 1839, Maroto, general en jefe de las fuerzas carlistas, y Espartero, que mandaba las tropas reales, suscribieron en Vergara un acuerdo que puso fin a la guerra civil en España. Las unidades militares carlistas fueron disueltas, y Don Carlos emigró a Francia el 14 de septiembre de 1839. La tentativa del general carlista Cabrera de proseguir la lucha terminó en julio de 1840 en una derrota completa de los carlistas.
{47} Moderados: partido de los adictos a la monarquía constitucional que representaba los intereses de la gran burguesía y de la nobleza liberal; se fundó en los primeros tiempos de la revolución burguesa de 1820-1823 como consecuencia de la escisión del partido liberal en ala derecha (moderados) y ala izquierda (exaltados), partidarios de la máxima limitación de las prerrogativas de la monarquía. En las décadas del 40 y 50, el general Narváez, organizador de la sublevación militar contrarrevolucionaria de 1843, fue uno de los líderes de los moderados, pasando luego a ser de hecho dictador de España. Durante la cuarta revolución burguesa (1854-1856), los moderados se opusieron a las transformaciones burguesas y siempre llegaban a un acuerdo con las fuerzas más reaccionarias.
{48} Aldermen: concejales de ayuntamiento urbano o condal en Inglaterra. Mansion-House, edificio de Londres, residencia del alcalde de la capital inglesa.
{49} Se alude al proceso, celebrado en Inglaterra en 1820, sobre el divorcio del rey Jorge IV y la reina Carolina, acusada de adulterio.
{50} Tribune añadió la siguiente frase para cerrar este artículo (frase no escrita por Marx): “Después de esto, nuestros lectores podrán juzgar si hay o no probabilidad de que la revolución española produzca algún resultado positivo”.
[Marx & Engels, La revolución en España, Editorial Progreso, Moscú 1978, páginas 83-90 y 263-264.]