Artículos de Carlos Marx sobre España revolucionaria (1854), &c.
Karl Marx & Friedrich Engels, Revolución en España, Ediciones Ariel, Barcelona 1960
(versión y notas de Manuel Sacristán)
V
Espartero{1}
Una de las peculiaridades de las revoluciones consiste en que en el momento mismo en que el pueblo parece estar a punto de dar un gran paso e inaugurar una nueva era, sucumbe a ilusiones del pasado y pone todo el poder e influencia tan costosamente conquistados en manos de hombres que representan, o se supone representan, el movimiento popular de una época ya terminada. Espartero es uno de esos hombres tradicionales que el pueblo acostumbra a cargarse a las espaldas en los momentos de crisis sociales y que, como el perverso viejo que hundía obstinadamente sus piernas en torno al cuello de Simbad el Marino, son luego muy difíciles de descabalgar. Si se preguntara a un español de la llamada escuela progresista cuál es el valor político de Espartero, contestaría inmediatamente: “Espartero representa la unidad del gran partido liberal; Espartero es popular porque procede del pueblo, y su popularidad beneficia exclusivamente a la causa de los progresistas”. Es verdad que Espartero es hijo de un artesano, y que se ha encaramado hasta la regencia de España; y es verdad que habiendo entrado en el ejército como simple soldado ha salido de él con el grado de un mariscal de campo. Pero si realmente es el símbolo de la unidad del gran partido liberal, no puede serlo sino por constituir ese punto de indiferenciada unidad en el que se neutralizan todos los extremos. Y por lo que hace a la popularidad de los progresistas, no exageraremos al decir que quedó arruinada desde el momento en que pasó del cuerpo del partido a un individuo particular.
No hace falta más prueba de la ambigüedad y excepcionalidad de la grandeza de Espartero que el simple hecho de que nadie consiga explicarla racionalmente. Mientras que sus amigos se refugian en gloriosas vaguedades, sus enemigos, aludiendo a peculiares rasgos de su vida privada, hacen de él un simple tahúr afortunado. Unos y otros, amigos y enemigos, están igualmente lejos de descubrir la menor conexión lógica entre el hombre mismo y su fama y su nombre.
Los méritos militares de Espartero son tan discutidos como indiscutible es su cortedad política. En una voluminosa biografía publicada por el señor de Flórez se presentan con gran aparato sus proezas militares y su actuación de general en las provincias de Charcas, La Paz, Arequipa, Potosí y Cochabamba, donde luchó bajo las órdenes del general Morillo, encargado por entonces de colocar los estados sudamericanos bajo la autoridad de la corona española. Pero la impresión general producida por sus hechos de armas sudamericanos en la impresionable mentalidad de su país queda lo suficientemente caracterizada por el hecho de que Espartero sea conocido como jefe del Ayacuchismo, y sus partidarios como ayacuchos, en recuerdo de la desgraciada batalla de Ayacucho, en la que Perú y Sudamérica se separaron definitivamente de España. Es pues a todas luces un héroe verdaderamente extraordinario, cuyo bautizo histórico data de una derrota, en vez de datar de un triunfo. En los siete años de guerra contra los carlistas nunca se señaló por uno de esos golpes de audacia que pronto dieron a conocer a su rival Narváez como un soldado de nervios de acero. Tiene sin duda el don de saber obtener el mayor provecho de éxitos menores, pues fue pura suerte, el que Maroto le entregara las últimas fuerzas del Pretendiente; el alzamiento de Cabrera en 1840 no fue más que un esfuerzo póstumo por galvanizar el seco esqueleto del carlismo. El señor de Marliani, admirador de Espartero e historiador de la España moderna, no puede menos de reconocer que los siete años de guerra carlista no pueden compararse sino con las luchas feudales de la dulce Galia del siglo X, en las que el éxito no era siempre resultado de la victoria. Existe además la desagradable circunstancia de que, de todos los hechos de Espartero en la Península, los que más viva impresión han causado en la imaginación pública han sido, si no propiamente derrotas, sí por lo menos hazañas poco comunes en un héroe de la libertad: Espartero es conocido como el hombre que manda bombardear ciudades –Barcelona y Sevilla–. Si los españoles quisieran representarle como a Marte, dice un escritor español, pintarían al dios con atributos de “destructor de paredes”.
Cuando Cristina se vio obligada en 1840 a abandonar la regencia y huir de España, Espartero asumió la autoridad suprema dentro de los límites de un gobierno parlamentario, contra los deseos de un sector muy amplio de los progresistas. Se rodeó de una especie de camarilla y se dio aires de dictador militar, sin llegar empero a alzarse realmente por encima de la mediocridad de un rey constitucional. Sus favores se dirigieron más a los moderados que a los viejos progresistas, los cuales, con pocas excepciones, fueron excluidos de los cargos públicos. Sin valor para romper las barreras del régimen parlamentario, no supo tampoco aceptarlo, ni gobernarlo, ni transformarlo en un instrumento de acción. Durante sus tres años de dictadura el espíritu revolucionario fue agotándose poco a poco a fuerza de innumerables compromisos, y las disensiones en el partido progresista llegaron a alcanzar tal intensidad que permitieron a los moderados volver al poder exclusivo mediante un simple coup de main. Espartero había llegado a perder su autoridad hasta el punto de que su propio embajador en París conspiraba contra él con Cristina y Narváez; era además tan pobre de recursos que no encontró medios para defenderse de sus miserables intrigas o de los mezquinos engaños de Luis Felipe. Entendió tan poco su situación que ofreció una resistencia a ultranza a la opinión pública en un momento en que ésta no esperaba más que un pretexto para destrozarle.
En mayo de 1843, ya muy decaída su popularidad, insistió en conservar a Seoane, Zurbano y los demás miembros de su camarilla, cuya expulsión era violento clamor público; destruyó el ministerio López, que disponía de una amplia mayoría en la cámara de los diputados, y se negó testarudamente a dictar una amnistía en favor de los moderados desterrados, amnistía reclamada por todo el mundo –por el parlamento, el pueblo y el propio ejército–. La petición de amnistía no era por otra parte más que una expresión del público disgusto producido por su administración.
Entonces, y repentinamente, un huracán de pronunciamientos contra “el tirano Espartero” sacudió toda la península de un extremo a otro; por la rapidez de su difusión, el movimiento no puede compararse más que con el que está teniendo lugar estos días. Moderados y progresistas se unieron con el único objeto de liberarse del regente. La crisis le cogió desprevenido, y la hora fatal le halló mal preparado.
Narváez, acompañado por O'Donnell, Concha y Pezuela, desembarcó en Valencia con un puñado de hombres. Todo fue en ellos rapidez y acción, calculada audacia, decisión enérgica. Por parte de Espartero todo fue vacilación, retraso mortal, apática irresolución, indolente debilidad. Mientras Narváez levantaba el cerco de Teruel y penetraba en Aragón, Espartero se retiraba de Madrid y consumía semanas enteras en Albacete en una inexplicable inactividad. Cuando Narváez, derrotados los cuerpos de Seoane y de Zurbano en Torrejón, marchaba sobre Madrid, Espartero se une finalmente a Van Halen para el inútil y odioso bombardeo de Sevilla. Huye luego de ciudad en ciudad, abandonado a cada paso de su retirada por parte de sus tropas, y alcanza finalmente la costa. Al embarcarse en Cádiz, esta ciudad, la última en que Espartero conservó partidarios, le deseó feliz viaje pronunciándose también contra él. Un inglés que residía en España durante la catástrofe ha dado una gráfica descripción del resbaladizo hundimiento de la grandeza de Espartero: “No fue el tremendo desplomarse en un momento, tras lucha valerosa, sino un descenso paulatino, escalón tras escalón, sin combatir en parte alguna, desde Madrid a Ciudad Real, de Ciudad Real a Albacete, de Albacete a Córdoba, de Córdoba a Sevilla, de Sevilla a Puerto de Santa María y de allí al amplio océano. Fue cayendo de la idolatría al entusiasmo, del entusiasmo a la lealtad, de la lealtad al respeto, del respeto a la indiferencia, de la indiferencia al desprecio, del desprecio a la indignación, y de la indignación al mar”.
¿Cómo, pues, puede Espartero haberse convertido de nuevo en el Salvador de la Patria y la “Espada de la Revolución”, como se le llama? Este hecho sería completamente incomprensible si no existieran de por medio los diez años de reacción que ha sufrido España bajo la brutal dictadura de Narváez y el tentacular yugo de los favoritos de la reina, sucesores de Narváez. Épocas de reacción intensa y duradera son maravillosamente adecuadas para restablecer a los hombres desprestigiados en abortos revolucionarios. Ellas aumentan la capacidad imaginativa de un pueblo –¿y dónde es más poderosa la imaginación que en el sur de Europa?– y el más irresistible de sus impulsos, que consiste en oponer a las encarnaciones individuales del despotismo encarnaciones individuales de la Revolución. Al no poder improvisarlos ellos mismos, exhuman los hombres muertos de sus anteriores movimientos. ¿No estuvo el propio Narváez a punto de convertirse en un personaje popular a costa de Sartorius? El Espartero que realizó su entrada triunfal en Madrid el 29 de julio no era un hombre real, sino un fantasma, un nombre, una reminiscencia.
Es, empero, de justicia recordar que Espartero no ha declarado nunca ser sino un monárquico constitucional; y si alguna duda hubiera existido sobre este punto, debería haberse ya disipado plenamente ante la entusiasta acogida que durante su destierro en Inglaterra le dispensaron el palacio de Windsor y las clases gobernantes inglesas. A su llegada a Londres, toda la aristocracia se precipitó unánimemente a su casa, con el duque de Wellington y Palmerston en cabeza. En su calidad de ministro de Asuntos Exteriores, Aberdeen le envió una invitación para ser presentado a la reina; el lord Mayor y los Aldermen de la ciudad le entretienen con gastronómicos agasajos en Mansion House. Y cuando se supo que el hispánico Cincinato consagraba sus horas de ocio a la jardinería, no hubo sociedad agrícola, botánica u hortícola que no ansiara otorgarle el título de miembro. Fue realmente el león de esta metrópoli. A fines de 1847 una amnistía llamó a España a los desterrados españoles, y el decreto de la reina Isabel le nombraba senador. De todos modos, no pudo abandonar Inglaterra sin que la reina Victoria le invitara a su mesa, junto con la duquesa, añadiendo a ello el señalado honor de ofrecerles alojamiento nocturno en el palacio de Windsor. Es cierto, según creemos, que esta aureola creada en torno de su persona está relacionada de algún modo con la idea de que Espartero ha sido y sigue siendo el representante de los intereses británicos en España. Pero no es menos verdad que las manifestaciones hechas en honor de Espartero tienen algo de demostración contra Luis Felipe.
A su regreso a España recibió Espartero diputación tras diputación, congratulación tras congratulación, y la ciudad de Barcelona despachó un mensajero exclusivamente para disculparse ante él por la mala conducta de la ciudad en 1843. Pero ¿ha oído alguien citar su nombre durante el fatal período que se abrió en enero de 1846 y ha concluido con los últimos acontecimientos? ¿Ha alzado acaso Espartero su voz en aquel agónico silencio de la degradada España? ¿Se recuerda un sólo hecho de resistencia patriótica por su parte? Se retiró a su propiedad de Logroño, a cultivar sus hortalizas y sus flores hasta que llegara la hora. No dio un paso hacia la revolución hasta que la revolución llegó hasta él. Ha hecho realmente más que Mahoma. Esperó que la montaña llegara a él y ésta lo ha hecho efectivamente. Hay que citar, sin embargo, una excepción: cuando estalló la revolución de febrero, seguida del terremoto general en Europa, Espartero hizo que el señor de Príncipe y otros amigos publicaran un breve panfleto titulado Espartero. Su pasado, su presente y su porvenir, para recordar a España que seguía poseyendo el hombre del pasado, del presente y del futuro. Pero al hundirse en Francia el movimiento revolucionario, el hombre del pasado, del presente y del futuro se sumergió una vez más en el olvido.
Espartero nació en Granátula, en La Mancha, y como su famoso paisano tiene también su idea fija –la Constitución– y su Dulcinea –la reina Isabel–. El 8 de enero de 1848, cuando volvió de su destierro inglés a Madrid, fue recibido por la reina y se despidió de ella con las siguientes palabras: “Suplico a Vuestra Majestad me llame siempre que necesite una espada para defenderla o un corazón para amarla”. Su Majestad lo ha llamado finalmente, y el caballero andante ha acudido, aplacando las oleadas revolucionarias, desanimando a las masas con una calma engañosa, permitiendo a Cristina, San Luis y los demás refugiarse en el palacio, y proclamando estentóreamente su indestructible fe en las palabras de la inocente Isabel.
Como es sabido, esta reina tan digna de fe, cuyos rasgos, según dicen, cobran cada vez más parecido con los de Fernando VII de infeliz memoria, fue proclamada mayor el 15 de noviembre de 1843. El 21 de noviembre del mismo año cumplía ella los trece de edad. Olózaga, al que López había nombrado tutor de la reina por tres meses, formó un ministerio poco grato a la camarilla y a las Cortes recién elegidas bajo la impresión del primer éxito de Narváez. Quiso entonces disolver las Cortes y obtuvo un Real Decreto firmado por la reina que le autorizaba a ello, pero con la fecha de su promulgación en blanco. Olózaga recibió el decreto de manos de la reina la tarde del 28. La tarde del 29 tuvo otra entrevista con ella; pero apenas la había dejado cuando se presentó en su casa un subsecretario de Estado informándole de que había sido destituido y exigiéndole el decreto que había obligado a firmar a la reina. Olózaga, abogado de profesión, era demasiado agudo para caer en una trampa tan burda. No devolvió el documento hasta el día siguiente y tras haberlo mostrado a más de cien diputados, para que comprobaran que la firma de la reina presentaba sus trazos habituales. El 13 de diciembre González Brabo, nombrado primer ministro, llamó ante la reina a los presidentes de las cámaras, las principales personalidades de Madrid, Narváez, el marqués de Santa Cruz y otras personas, pues la reina deseaba hacer una declaración sobre lo que había ocurrido entre ella y Olózaga la tarde del 28 de noviembre. La inocente reinecita les introdujo en la habitación en que había recibido a Olózaga y representó para informarles un pequeño drama en forma muy graciosa, aunque más bien exagerada. Así atrancó Olózaga la puerta, así la tomó del vestido, así la obligó a sentarse, así le guió la mano, así la obligó a firmar el decreto, en una palabra, así violó su dignidad real. Durante la escena, González Brabo fue tomando nota de esas declaraciones, mientras todas las personas presentes podían apreciar que el decreto en cuestión estaba firmado con mano trémula y agarrotada. En virtud de esta solemne declaración de la reina, Olózaga debía ser condenado por el crimen de lesa majestad a ser despedazado por cuatro caballos, o, en el mejor de los casos, a destierro perpetuo a las Filipinas. Pero, como hemos visto, Olózaga había tomado ya sus precauciones. Tuvo entonces lugar un debate de diecisiete días en las Cortes, que causó aún más impresión que el famoso proceso de la reina Carolina en Inglaterra. La defensa de Olózaga ante las Cortes contiene entre otras cosas el siguiente párrafo: “Si me decís que hay que dar fe sin discusión a la palabra de la reina yo os contesto: No. O existe acusación o no existe. Y si existe, esa palabra es un testimonio como otro cualquiera, y a ese testimonio opongo yo el mío”. En la balanza de las Cortes, la palabra de Olózaga resultó de más peso que la de la reina. Olózaga tuvo empero que huir a Portugal para escapar de los asesinos lanzados contra él. Esta fue la primera aparición de Isabel en la escena política de España. Y esta es la misma reinecita a creer cuyas palabras exhorta Espartero al pueblo, y a la que, tras once años de escándalos ejemplares, se ofrece el “brazo defensor” y el “corazón amante” de la “Espada de la Revolución”.{2}
[New York Daily Tribune, 19 de agosto de 1854]
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{1} Publicado como editorial.
{2} La Tribune cerraba el artículo con una frase de circunstancias: «Nuestros lectores podrán juzgar si la revolución española es susceptible de llegar o no a un resultado valioso», que no es de Marx (Cfr. carta de Marx a Engels de 10 de noviembre de 1854, MEGA, Dritte Abteilung, Band 2., págs. 63-65). – N. T.
[Karl Marx & Friedrich Engels, Revolución en España, Ediciones Ariel, Barcelona 1960, páginas 37-46.]