Filosofía en español 
Filosofía en español

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Biblioteca Carlos Marx · Dirigida por Wenceslao Roces · Sección II. Los fundadores

C. Marx y F. Engels, El Manifiesto Comunista

Versión española por W. Roces. Editorial Cenit, Madrid 1932, 502 páginas

 
“Notas aclaratorias” de D. Riazanof
 
7. El desarrollo del cambio y el predominio de los pagos al contado

  páginas 107-110  

 

«El cambio tiene tras de sí su historia propia, y ha pasado por varias etapas en su desarrollo. Durante algún tiempo, en la Edad Media por ejemplo, sólo se cambiaba lo sobrante, es decir, aquellos productos que excedían de las necesidades de la gente. Vino luego otra fase en la cual, no sólo se cambiaba ya lo sobrante, sino que todos los productos de la industria pasaron a ser objeto de comercio. En este período, la producción dependía enteramente del cambio. Finalmente, amaneció el día en que hasta las mismas cosas que antes se consideraban inalienables pasaron a ser artículo de tráfico mercantil. Hasta aquellas cosas que se entregaban pero que no se vendían, que se daban pero que no se cambiaban, que se adquirían pero que no se compraban  –la virtud, el amor, las ideas, la ciencia, la conciencia, &c.– entraron en el comercio. Comienza así un período de corrupción al por mayor, de venalidad universal, o, para decirlo en términos de Economía política, un período en el que todo, en el orden espiritual como en el material, se convierte en valores de cambio y desciende al mercado para ser tasado en su justo precio.» (Marx, Misère de la Philosophie, pg. 41.)

«Cuando los bienes se convierten en valores de cambio, o viceversa, éstos en aquéllos, despierta la codicia de dinero. A medida que la circulación de esos bienes se extiende, el poder del dinero aumenta, pues el dinero es una forma de riqueza absolutamente social, siempre presta para el uso. Colón, en una carta escrita en Jamaica en 1503, dice lo siguiente: «¡Cosa maravillosa es el oro! Quien lo posee, obtiene cuanto desea. Con el oro se abren hasta las puertas del cielo a las almas.» Desde el momento en que el dinero no deja traslucir aquello que ha sido convertido en él, todo, sea valor moral o material, puede convertirse en oro. Todo puede ser objeto de compraventa. La circulación es la gran retorta social donde se vuelca todo para volver a salir cristalizado en dinero. Ni los mismos huesos de los santos escapan a esta alquimia; y menos aún cosas más delicadas, cosas sacrosantas que permanecían hasta ahora fuera del tráfico comercial de los hombres. Y asi como todas las diferencias cuantitativas entre unos y otros bienes se borran en el dinero, el dinero es, a su vez, el nivelador radical, en el que se esfuman todas las distinciones.» (Marx, Capital, ed. alem., t. I, pg. 195.)

El régimen idílico y patriarcal imperante en Britania en vísperas de la revolución industrial de este país, aparece admirablemente descrito por Engels en su obra sobre «La situación de la clase obrera en Inglaterra» (Londres, 1892). Esta obra, escrita en 1845, traza un animado cuadro de los tejedores que todavía disfrutaban de la propiedad de pequeñas parcelas de tierra:

«No hace falta un gran esfuerzo imaginativo para comprender que la vida moral e intelectual de esta clase de trabajadores tenía mucho de parecido. Aislados de las ciudades, a las que no se trasladaban nunca (puesto que el lienzo y la hebra se los compraban los viajantes que les tenían a sueldo), los tejedores se hallaban de tal modo divorciados de la vida urbana, que aun en su vejez, después de haberse pasado una larga vida en las cercanías de una ciudad, podían decir que no la habían visto nunca. Tal era su situación en el momento mismo en que la introducción de la máquina les arrebató los medios de vida, forzándolos a buscar trabajo en las ciudades. El plano moral e intelectual de los tejedores era el mismo de los propietarios rurales de su localidad, con los cuales se asociaban libremente y a los que estaban unidos por lazos de gran intimidad, gracias a las tierras que cultivaban en los ratos que les dejaba libres su oficio. Veían en los hacendados o terratenientes principales de la vecindad sus superiores naturales. Acudían a ellos en busca de consejo, exponiéndoles sus pequeños problemas para que se los resolvieran y prestándoles la reverencia y acatamiento que este régimen patriarcal implicaba. Eran gentes «respetables», buenos padres y buenos maridos; llevaban una vida honrada y honesta, pues no estaban expuestos a tentaciones que se la torciesen, ya que en el distrito rural no había tabernas ni burdeles y el hostelero de la mina, en cuyo mesón mitigaban a veces su sed, era un hombre igualmente «respetable», tal vez un arrendatario rural, pagado de su buena cerveza, su buen orden, y pendiente siempre de cerrar temprano los domingos y días de fiesta. Los hijos se criaban encerrados en su casa y educados en el principio de la obediencia y el santo temor de Dios. Mientras los jóvenes permanecían solteros, persistían estas relaciones patriarcales. Los niños llegaban a la mayoría de edad en un candor idílico, manteniendo la intimidad con sus compañeros de juego hasta el matrimonio. A pesar de ser muy estrechas las relaciones que se mantenían entre los jóvenes de diferente sexo, puede afirmarse casi como regla general que estas relaciones se consideraban como mero preludio del matrimonio. Este era el corolario natural de aquéllas. En una palabra, los artesanos y oficiales ingleses de aquel tiempo vivían y se sucedían unos a otros en una vida de retraimiento, en una soledad que todavía [1845] se encuentra en ciertas partes de Alemania, sin quebraderos intelectuales de cabeza y sin ninguna sacudida violenta en su modo de vivir. Eran muy pocos los que sabían leer, y muchos menos los que sabían escribir. Cumplían con gran regularidad sus deberes con la Iglesia, no hablaban nunca de política, no conspiraban contra nada, no dejaban tiempo al pensamiento, se divertían con juegos y algazaras, escuchaban la lectura de la Biblia con piadosa atención y se sometían, llenos de humildad, mansedumbre y reverencia, a sus superiores. Pero desde un punto de vista intelectual vivían muertos, entregados exclusivamente a sus pequeños intereses, a sus telares y a sus huertos, bien ajenos al pujante movimiento que, más allá de su limitado horizonte, estremecía a la humanidad. Se sentían felices con aquella existencia tranquila y vegetativa. A no ser por la revolución industrial, jamás hubieran roto con aquel género de vida, indigno de seres humanos, pese a sus románticos colores. En rigor, apenas eran seres humanos, sino simples máquinas que trabajaban al servicio de un puñado de aristócratas, en quienes hasta entonces había residido la sustancia de la historia.» (Engels, obra cit., pgs. 2-4.)

El dinero contante, factor que preside la sociedad capitalista, es el estimulo cardinal en la vida psicológica del burgués. De aquí el grito de guerra: «¡A llenar la bolsa!» Engels traza una vívida pintura de esto en las siguientes líneas: «A la burguesía inglesa le tiene completamente sin cuidado que sus obreros se mueran de hambre o de hartura, ya que, mientras dura su vida, los obreros no cesan de llevar dinero a sus manos. Lo mide todo por el mismo rasero monetario, y lo que no produce dinero es considerado, sea lo que sea, como insensato, inútil, como una quimera ideológica... El obrero es, para el burgués, no un ser humano, sino un simple «brazo», como él le llama aun en su propia presencia. El burgués reconoce que, para decirlo con las palabras de Carlyle, «el pago al contado es el único lazo que une a los hombres». Hasta los lazos entre marido y mujer pueden traducirse, en el noventa y nueve por ciento de los casos, a términos monetarios. La lastimosa influencia que el dinero ejerce sobre el burgués ha dejado su rastro en el idioma inglés. Para decir que un individuo posee un capital de 10.000 libras esterlinas, se emplea la siguiente frase: So and so is worth £ 10.000 (literalmente traducido: «Fulano vale 10.000 libras esterlinas»). Todo el que tiene dinero es hombre «respetable», y se le aprecia conforme a su riqueza; ocupa un puesto entre «los de arriba» y manda influencia; cualquier cosa que haga, será siempre un modelo para sus conciudadanos. El espíritu del traficante invade todo el lenguaje. No hay relación que no se exprese en términos tomados del vocabulario comercial y se resuma en categorías económicas. La oferta y la demanda: he aquí la fórmula en que se resume toda la perspectiva vital del inglés. De ahí que tenga por tan lícita la libre concurrencia en todos los campos de la actividad humana, y de ahí también el régimen del laissez-faire, laissez-aller en política, medicina, educación, &c.; esta actitud del no intervencionismo no tardará en invadir también el campo religioso, pues el poder incuestionable de la Iglesia aliada al Estado se está derrumbando más y más conforme pasan los días.» (Engels, obra cit., pgs. 279-280.)

(páginas 107-110.)