La phi simboliza la filosofía de tradición helénica, la ñ la lengua española Proyecto Filosofía en español
Antonio de Guevara 1480-1545

Antonio de Guevara
Un hombre y un estilo del siglo XVI

por Américo Castro
(Boletín del Instituto Caro y Cuervo, Bogotá 1945.)

fuente griego

La prosa de Antonio de Guevara (1480?-1545) atrae al lector por su acento personal, por lo que encierra de experiencia concreta, más bien que por sus admoniciones y doctrinas. Los especializados en censurar los actos del prójimo suelen ser almas resentidas y quejosas de sí mismas, vidas infecundas vueltas de espalda a la tarea creadora. Tras el sermoneo de los consejos morales –expresada o no–, se siente la angustia de quien censura el mundo por serle imposible entrar en su juego dramático y a todo riesgo, o incluso crear una moral afirmativa, original y vivible. Mas la angustia del moralista, como todo lo humano, puede resolverse en una pobre vulgaridad, o convertirse en un germen auténtico de drama o novela, cuya mera vislumbre es bastante para atraer a quienes se interesan en las peripecias del vivir íntimo. Así se explica el éxito fabuloso de las obras de Guevara en la Europa del siglo XVI; su estilo resalta y se afirma al negar la validez de las conductas ajenas, porque ese estilo amanerado y sorprendente es expresión directa de la vida frustrada de Guevara y de su ansia de salvarse; la inseguridad del autor se percibe en los contrastes de su prosa, oscilante entre el artificio erudito y solemne y el desgarro cómico o petulante. A veces se complace Guevara en hablar de inmundicias con inequívoca perversión, lo que es claro síntoma de despecho y amargura.

No es fácil de entender la reputación internacional de Guevara, muy firme en Europa hasta comienzos del siglo XVII, según manifiestan la abundancia de ediciones españolas y las traducciones a las lenguas importantes {(1) He aquí una bibliografía que no pretende ser completa: R. Foulché-Delbosc, Bibliographie espagnole de A. de G., en «Revue Hispanique», 1915, XXXIII, 301-384. H. Thomas, The English Translations of G.´s Works, en «Estudios eruditos in memoriam de A. Bonilla», II, 369. H. Vaganay, A. de G. et son oeuvre dans la littérature italienne, en «Bibliofilia», Florencia 1916, XXVII, 335-358. L. Clément, A. de G., ses lecteurs et ses imitateurs français, en «Revue d´histoire littéraire de la France», 1900, VII, 590; 1901, VIII, 214. J. A. van Praag, Ensayo de una bibliografía neerlandesa de las obras de Fray A. de G., en «Estudis Universitaris Catalans», 1993, XVII, 271. Hubo también traducciones al alemán, al latín e incluso al armenio}. Las Epístolas familiares [47] (las famosas Epistres Dorées) se editaron en francés más de diez veces entre 1556 y 1578; y hubo también unas veinte ediciones del Horloge des Princes (Reloj de Príncipes) entre 1531 y 1608. Se dice que la gran popularidad de estas obras fue debida a la afición que las gentes del siglo XVI sentían por el tema moral, explicación tautológica ya que igualmente pudiera decirse que el tema moral interesó por la forma en que Guevara lo presentaba. La verdad es que los puros moralistas suelen ser aburridos, y su lectura atrae más a los virtuosos que a los pecadores; mas en Guevara lo que sedujo fue el aire de confesión íntima, la audacia agresiva, la referencia a aspectos mínimos de la vida, no visitados antes por la prosa docta; a esas cualidades se añadía la muy esencial de un estilo en que la sensibilidad del lector gozaba de cadencias y contrastes muy exquisitos. Junto a eso significaba poco el raudal de lugares comunes, tomados a la moral estoica, epicúrea o cristiana. El autor se adentra por las vidas ajenas lo mismo que por la suya propia, con lo cual la reprensión grave y austera se vuelve expansión algo cínica, en la que el lector aguarda siempre más de lo que le dan:

«A la verdad, señor Mosén Rubín, ni sois vos ni soy yo a quien los amores buscan, y con quien ellos se regalan; porque vos sois ya viejo, y yo soy religioso; de manera que a vos os sobra la edad, y a mí falta la libertad.» (140) {(1) Las cifras refieren a las páginas de la edición de las Epístolas familiares en «Biblioteca de Autores Españoles», XIII.}

Pertenecía Guevara a la rama menor de una ilustre familia, y careció, por tanto, de la fortuna que sólo heredaban los mayorazgos. Transcurrió su juventud en la corte de los Reyes Católicos, en un momento en que todos los gloriosos destinos parecían accesibles, aunque a Guevara ninguno se le mostró propicio; no le sedujo la empresa bélica o el Nuevo Mundo que se descubría, y no pudo crearse una vida a tono con su conciencia de ser «un Guevara». Su obrar y su escribir serán en adelante un esfuerzo continuo para llenar la vasta oquedad de su aspiración, buscando en las letras lo que otros alcanzaban [48] con las armas, la riqueza y el poderío –el ideal que, en 1602, esculpió Juan Martí en admirables palabras: «Los grandes de Castilla son como estrellas en el firmamento, y pueden lo que quieren.» No logrando acceder a la plenitud de la gloria, la audaz energía de Guevara jugó la carta de la fama y la celebridad; no pudiendo emular a Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, se permitió darle consejos en una carta simuladamente dirigida al ilustre soldado. Darse importacia era para Guevara una compensación de no sentirse importante. A la grandeza del Imperio de Carlos V en la Nueva España y en el Perú, opone la grandilocuencia de las páginas antiimperialistas de «El villano del Danubio».

Con nada visible y tangible podía satisfacer Guevara su ilimitado deseo de posesión gloriosa, porque no triunfó ni como caballero ni como amador, no obstante haber empleado buena parte de su mocedad «en ruar calles, ojear ventans, escribir cartas, recuestar damas, hacer promesas y enviar ofertas, y aun en dar muchas dádivas. Doy gracias a Dios, que en el mayor hervor de mi juventud me sacó del siglo, y me encaminó a ser religioso» (123).

A los veinte y cinco años profesó en la orden de San Francisco, más por despecho del mundo que por arrebato místico; para él, como para muchos de sus contemporáneos, las órdenes religiosas sirvieron de refugio en la tormenta de la vida, y no de último y definitivo puerto. En el fondo de su alma, Guevara continuó siendo un caballero y un cortesano, aunque el hábito monástico dulcificase el contraste doloroso entre su afán de grandeza y la escasez de posibilidades. A veces añora el retiro de su patria de origen, la Montaña de Santander: «Los hidalgos... les sería muy saludable consejo, que antes se quedasen en sus tierras a ser escuderos ricos, que no venir a las cortes de los reyes a ser caballeros pobres.» (133).

Ser fraile en una orden como la franciscana significaba una manera de hidalguía y de prestigio; además, lo que las armas y la riqueza habían negado a Guevara, podía compensarse parcialmente gracias a las letras, a su elocuencia nativa, a la satisfacción de hablar desde un plano superior a quienes, sin [49] aquel hábito franciscano, no habrían prestado oídos a sus consejos y diatribas. La vanidad llenó en adelante el hueco de la ambición insatisfecha; Guevara se esforzará por atraer la atención pública con todos los procedimientos a su alcance.

Dice que le «falta la libertad»; no es libre para amar bellas damas, no por ser viejo, sino por ser fraile, obispo, predicador y cronista del César Carlos V; huye del mundo y se siente atraído por él, por ser sensual y vanidoso e ignorar la virtud franciscana de renunciar alegremente al estímulo de la pasión. Su vivir es antitético, un conflicto continuo entre apetitos y posibilidades, entre el religioso y el noble de viejo abolengo que, bajo la estameña, añora la armadura: «Yo me llamo agora Don Antonio de Guevara, y aun también sabéis, señor, (escribe al Condestable de Castilla), que primero hubo condes de Guevara que no reyes en Castilla» (86). La conciencia del valor nobiliario –sustancia de España– tensa su estilo, alejado de la mansedumbre cristiana: «No dudéis que los cielos están llenos de caballeros, y los infiernos están llenos de necios», porque «ser caballero y ser cristiano muy bien se compadecen en la ley de Cristo; el bueno y verdadero caballero ha de ser animoso en el corazón, esforzado en el pelear, generoso en el dar, paciente en el sufrir y clemente en el perdonar» (166). «Osaré deciros como cristiano y jurar como caballero... Os prometo como caballero y os juro como cristiano» (188, 124).

Sólo en apariencia correspondería esta forma de vida a la usual en la Italia coetánea, cuando varones ilustres fragmentaban su existir en mundanidad, letras y cargos eclesiásticos. El ejemplo de Italia influiría sin duda en que Guevara descollase a la vez como humanista, cortesano y obispo; mas el ideal de vida hecho pedazos dentro del alma de Guevara no es el de Italia, sino el de España, cuyo arquetipo se ofrecía desde hacía siglos en el gran señor que puede combatir por la fe, ser sabio y rodearse de sabios, aunando en sí la gloria espiritual y la del siglo. Modelos para tal sueño de perfección integral fueron Alfonso X en el siglo XIII; su sobrino Don Juan Manuel y Pero López de Ayala en el XIV; algunos grandes maestres de las órdenes militares y el Marqués de Santillana [50] en el XV; en fin, la reina Isabel en la corte que Guevara había frecuentado. En tal forma de vida todo se armonizaba orgánicamente; era algo muy distinto del «uomo universale» en Italia, del cual Guevara sería una externa y superficial imitación. Guevara no reparte su vida entre literatura honesta y conducta deshonesta, entre religión por fuera y escepticismo por dentro. En Guevara pugnan dentro de su arte (o sea su vida) los impulsos contradictorios que desearía y no consigue armonizar, porque ocho siglos de convivencia islámica habituaron al español a mirar como arquetipo al hombre múltiple dentro de la unidad de la creencia. La reina Isabel mandaba su ejército, leía latín, hacía que humanistas italianos ilustrasen su corte e iniciaba la expansión imperial de España dentro de la idea católica.

Así también fue la vida de muchos grandes musulmanes, salvando la diferencia de lengua, religión y cultura. Mas en el alma de Guevara los componentes de esa forma de vida –caballería, saber de cosas humanas, religión, mundanidad– se encuentran desintegrados y sin fusión posible: «prometo como caballero, juro como cristiano» (o al contrario). Su ánimo está poblado de «disjecta membra». No pudiendo vivir en el tráfago del siglo, su ímpetu enorme e insatisfecho se vuelca en la expresión, en trocitos fragmentados y menudos, o en frases contrapuestas, paralela o antitéticamente. Su genialidad consistió en representar su vivir auténtico en un estilo no menos auténtico, labrado a su medida, no falso ni engañoso, puesto que virtualmente es lo que Guevara es, un intento de existir buscando sustitutivos a sueños de gloria malograda, y reflejando a la vez las fracturas insondables de su alma. De ahí que le embriague la oratoria, arte espectacular y muy para vanidosos. Se ensancha de gusto al hablar de sus éxitos de elocuencia. Cuando el conde de Miranda le pide el texto de un sermón predicado ante el Emperador, se resiste a enviarlo, porque «aquel boato y energía que en aquella hora da Dios a la lengua, pocas veces la da después a la pluma»; Demóstenes, Esquines y Cicerón (!) tampoco «querían fiar [51] de la pluma la gloria que había dado su lengua», –Guevara no se atreve a añadir «a ellos y a mí».

La originalidad de Guevara yace en su presentación del tema moral en enlace con su propia experiencia y en un estilo muy suyo, por el contenido y función que le asigna. Sus rasgos más salientes son las frases paralelas y antitéticas: «no hay príncipe hoy en el mundo tan abatido, que cuanto tiene más baja la fortuna, no tenga más altos los pensamientos»; «gran crueldad es la de los bárbaros tener, como tienen, a sus mujeres por esclavas, pero muy mayor liviandad es la de los romanos, tener, como las tienen por señoras» {(1) Marco Aurelio, en «Bibl. Aut. Esp.» LXV, 168, 169}. Con igual insitencia usa la frase plurimembre, cortada en fragmentos uniformes (i1sócwlon), el último de los cuales, enlazado conjuntivamente, da impresión de cima y totalidad: «Yo, señora, soy, en profesión, cristiano; en hábito, religioso; en doctrina, teólogo; en linaje, de Guevara; en oficio, predicador; y en la opinión, caballero y no comunero» (148). Vida y estilo se expresan como un conjunto de sumandos y no como un producto orgánico. La frase anterior consta de seis miembros; en otros casos aparecen 4, 5, 7, 8 y hasta 11; aunque no es esta la ocasión de hacer un examen estadístico, mi impresión es que Guevara prefiere las frases de seis. [52] {(2) Ya hace años mostré que Guevara pudo tomar como modelo de su estilo a León Battista Alberti (1404-1472) que usa y abusa de las parejas de sinónimos («crudelissimi e inmanissimi, elevati e divini», &c.) lo mismo que hace Guevara, aunque éste no los usa estáticamente sino oponiendo unas a otras sus parejas de sinónimos. Son habituales en L. B. Alberti frases plurimembres como las de Guevara: «E chi ne dubitasse nella età lunga essere gran memoria del passato, molto uso delle cose, assai esercitato intelleto a pregiudicare e conoscere le cagioni, il fine e riuscimento delle cose, e sapere congiungere da ora le cose presenti con quello che fu ieri» (Della Famiglia), en donde hay dos miembros cortos seguidos de dos largos; en otros casos ocurren seis miembros, el último de los cuales es más largo y más expresivo, lo mismo que en Guevara: «il dormire e il vegghiare, saziarsi e astenere, stare caldo e fresco, mutare aere, sedersi quieto, ed esercitarsi più e manco ove bisogna.» Idéntica forma de estilo se halla en Salustio (según observa la Sra. V. Bonfante): «Nam semper in civitate quibus opes nullae sunt bonis invident, malos extollunt, vetera odere, nova exoptant, odio suarum rerum mutari omnia student» (Bellum Catilinae, XXXVII). Los ejemplos son frecuentísimos, lo mismo que los casos de paralelismo y antítesis. Eduard Norden dedicó especial atención al estilo de Guevara en [52] Die Antike Kunstprosa (pág. 778 y sigs.), pero no vió el evidente enlace entre el autor español y Alberti y Salustio; por mi parte no puedo determinar ahora si Guevara tuvo como inmediato modelo autores italianos o latinos, aunque es evidente que alguno tuvo.}

Lo importante no sería analizar en este caso las fuentes de Guevara, ni tildar su estilo de amanerado o artificioso; los patrones de la expresión lingüística desempeñan aquí la misma función que las fuentes de un contenido literario en otros casos, y lo que interesa por consiguiente es lo que el autor haya hecho con los modelos o materiales que recibió de la tradición. El que Guevara se contemple a sí mismo desde tan cerca, presta un tono especial a los artificios de su retórica, que no enlaza con temas objetivos directamente; lo que se siente en Guevara es la conciencia del autor de estar escribiendo, algo así como si estuviera mirándose en el espejo de sus palabras y frases. En último término el estilo de Guevara se funda en el miedo a dejar ir libremente lo que siente, aquellos afanes reprimidos que estallan en ciertas frases puestas en boca del tirano Fálaris: «A los que dicen que desacato los templos, también digo que es verdad; porque los inmortales dioses más quieren a nuestros corazones limpios que no que tengamos sus templos dorados.» Guevara ciertamente no participaba de los sentimientos que atribuye a Fálaris, pero se complacía en ver escritas por su pluma esas y otras violencias.

Existiría una leve e inicial semejanza entre Guevara y su contemporáneo Rabelais, en cuanto ambos experimentaron la necesidad de medir sus fuerzas con el mundo que les cercaba; el abismo entre ellos se debe a que Guevara huyó antes de combatir, y a lo sumo se permitió escaramuzas de retaguardia; el fraile francés, muy al contrario, se precipitó con ímpetu dionisíaco en el «terrible tintamarre», en el conflicto insoluble entre el macrocosmos y el «petit monde qui est l´homme». Su estilo caótico y torrencial acompaña como estrepitosa sinfonía aquel combate titánico sin vencedores ni vencidos, en donde el quererlo todo lucha contra algo que sería a la vez el poderlo todo y el no poder nada: «je me noie, [53] je me perds, je m´égare quand j´entre on profond abîme de ce monde» (Pantagruel, 3). A Rabelais le sirve su estilo como arma para descargar su furia vital; Guevara usa el suyo, entre otras cosas, como un escudo y un freno para consigo mismo.

La predicación de la virtud se confunde en Guevara con la marcha incierta y trabajosa de la propia vida: «Decisme, señor, que me teneís por hombre recogido y virtuoso», pero «arrojarmeía yo a decir que, cuan seguro es serlo y no parecerlo, tan peligroso es parecerlo y no serlo. Es naturalmente el hombre variable en los apetitos, profundo en el corazón, mudable en los pensamientos, inconstante en los propósitos y indeterminable en los fines» (91). El moralista Guevara funda su prédica sobre la base de su propia inseguridad, reflejada en adjetivos como variable, mudable, inconstante, indeterminable, que encuadran una única expresión de fijeza, profundo, y ésta, referida a lo más problemático del hombre, el corazón, destacado aquí como el centro vital por excelencia. No fue, pues, Guevara un declamador frívolo, un comediante de la cultura, interesado en divertir con sus piruetas morales a la corte de Carlos V. Fue más bien un hombre «indeterminado en los fines», afanado en hallar un imposible norte para sí mientras lo buscaba para los otros. Esa nota íntima de insatisfacción, el afán de realizar con la pluma lo que no pudo con su acción personal es lo que prestó animada novedad al raudal de lugares comunes que llenan las Epístolas y el Marco Aurelio.

Lectores no muy seguros de su posición en la vida en uno de los momentos más dudosos de la historia europea, absorbieron con delicia la prosa de aquel elegante desorientado; mas cuando la Europa que leía comenzó a percibir con alguna claridad qué quería y podía hacer, entonces los libros del obispo de Mondoñedo cesaron de imprimirse. Los doctos que nunca leyeron por motivos desinteresados, sino viendo en cada libro reflejos de otros, esos trataron siempre mal a Guevara a causa de sus invenciones e inexactitudes al citar a griegos y romanos. Un humanista de Soria, Pedro de Rhua, [54] lo fustigó duramente, a lo que respondió Guevara: «¿a qué se ha de dar fe?», ¿dónde está el límite entre verdad y ficción cuando se sale de la firmeza de las letras sagradas? Las humanidades eran para él un «pasatiempo», lo cual no le impidió poseer un sentido de la Antigüedad superior al de Pedro de Rhua y al de otros depositarios de saberes mortecinos y sin perspectiva. Todavía en el siglo XIX creían humanistas como Charles Nodier o Charles Chassang que «El villano del Danubio», pura invención de Guevara, «era perfectamente antiguo», del estilo más admirable y sacado de alguna novela filosófica de la antigua Grecia. Guevara había puesto en su creación el auténtico palpitar de su vida, y no la fría exactitud del filólogo {(1) Decía Pierre Bayle de Guevara: «Pretending to write books, he made himself ridiculous to good judges. He broke the most sacred and the most essential laws of history, with a boldness that cannot be sufficiently detested» (Historical and Critical Dictionary, Londres 1736, III, 267). El siglo XVIII francés no podía percibir nada integralmente humano en un fenómeno literario}.

Al lector no humanista le interesó la persona de Guevara incluída en su obra incluso con sus rasgos físicos, con su «cuerpo largo, alto, seco y muy derecho» (87), y con sus conflictos íntimos: «cuanto más propongo apartarme del mundo, tanto más cada día más me voy a lo hondo» (121). La emoción que aquí apunta se extingue enseguida, porque si el autor la dejara prosperar, todo el edificio de su estilo se vendría abajo, y sería imposible su obra, el primer ejemplo de prosa artística no sostenida en una ficción organizada (narración o novela), o en un contenido ideológico que valga por sí (Petrarca, León Hebreo, Erasmo). Por su forma, estas «arias» moralizantes, tan rítmicas y armoniosas, serían al grave tratado moral lo que será luego la ópera respecto del drama; por sus temas objetivo-subjetivos, Guevara anticipa el ensayo y la crónica periodística (en sentido europeo). En las Epístolas Familiares hay un lejano antecedente de Feijóo, Cadalso, Larra y Ortega y Gasset.

Como el orador y el periodista, Guevara siente la urgencia del éxito inmediato; el público a quien se dirige colabora con [55] él, sin que olvidemos que su estilo espectacular es a la vez un velo que recubre la propia insatisfacción, la huída de sí mismo y de la vida en torno. Bajo el hábito de San Francisco continúan viviendo el caballero y el amador fracasados que, uno, censura el imperialismo bélico; otro, se deleita morosamente describiendo a las cortesanas Lamia, Laida, y Flora, «hermosas de rostros, altas de cuerpos, anchas de frentes, gruesas de pechos, cortas de cinturas, largas de manos, diestras en el tañer, suaves en el cantar, polidas en el vestir, amorosas en el mirar, disimuladas en el amar y muy cautas en el pedir» (178). Al escribir estas cosas y otras semejantes, Guevara incluye en su arte la reacción del lector: «Dirán muchos de los que leyeren esta carta: `Rabia que le mate al fraile capilludo, y cómo debía ser enamorado´». Se explica entonces que los cortesanos en torno a él no tomaran en serio al famoso obispo, jinete vacilante sobre dos vidas; no impidió esto, sin embargo, que su inaudita y grave-cómica prosa sedujera a millares de entusiastas, fascinados por un estilo tan a tono con la falsedad radical de su vida, es decir, tan auténtico.

Es perfectamente entendible que Guevara inventase destinatarios para sus cartas, y falsificase una vida de Marco Aurelio, no por los motivos que hicieron a tantos humanistas forjar textos latinos en el siglo XV. Las falsificaciones de Guevara fueron parte de su espectáculo, como también lo fue el título de cronista de S.M.I., que ostentaba a sabiendas de serle imposible escribir una crónica objetivamente articulada. Debió Guevara a una época de trastorno e innovación el poder exhibir su intimidad no como un juglar en la plaza pública (el Arcipreste de Hita en el siglo XIV), sino en la escena solemne de una corte imperial. El tema de mostrar al público lo que a uno le pasa contaba con siglos de tradición en la España islamizada; pero los cristianos españoles necesitaron el acicate de la libertad italiana para elevar de rango tendencias confinadas antes al ambiente popular. Por esa vía llegamos a descubrir en Guevara bocetos de lo que un día será el estilo de la llamada novela «naturalista». Acontece [56] que los viejos, al retirarse para dormir, «se rasquen luego las espinillas, le cofreen [`froten´] un poco las espaldas; y si el viejo es limpio y curioso, hace que luego allí le espulguen las calzas, y aun que le traigan [`refrieguen´] las piernas; lo cual todo hecho, dice a su moza: `Por tu vida, María, que me abras la cama y me traigas a beber una vegadilla´ [`un traguillo de vino´]» (218).

La visión de Guevara, característicamente española, abarca lo alto y lo ínfimo, aunque antes de él la prosa docta nunca se había acercado a temas tan opuestos {(1) El Corbacho del Arcipreste de Talavera es cosa distinta}. Su estado de ánimo, a la vez resentido y agresivo, da motivo para esa complacencia en representar los aspectos mínimos de la vida. En lo que se llama naturalismo late siempre un espíritu rencoroso, el deseo de reducir a menuda miseria lo que aparentemente no lo es. Criticando la fórmula de cortesía «bésoos los pies», el obispo de Mondoñedo se demora en describir la inmundicia de unos pies sucios. Sobre tal inversión de la perspectiva humana se llegará a la novela picaresca, y a ciertas formas del arte de Quevedo. Se llega igualmente a la crítica grandilocuente de todas las iniquidades encubiertas por las grandes empresas del hombre. Tras la cortesía «bésoos los pies» están los pies sucios; tras el amor exaltado y creador, ignorado por Guevara, se halllan las cortesanas Lamia, Laida y Flora; por bajo del sueño imperial de la España de Carlos V aparece la crueldad de los conquistadores y el sacrificio de la libertad de los indios.

Bajo tal luz ha de situarse el famoso alegato de «El villano del Danubio», incluso en la Vida de Marco Aurelio o Reloj de Príncipes. Las lamentaciones del villano del Danubio contra el imperialismo de Roma fueron ya entendidas por los contemporáneos como directa alusión a lo que entonces acontecía al indio americano. Una preciosa referencia a ello se encuentra en la relación enviada a Carlos V por Vasco de Quiroga, obispo de Michoacán (Méjico), en 1535: [57]

«Las lástimas y buenas razones que dijo un indio y propuso, si yo las supiera aquí contar, por ventura holgara V.M. tanto aquí de las oir y tuviera tanta razón después de las alabar, como el razonamiento de «El villano del Danubio», que una vez le vi mucho alabar yendo con la corte de camino de Burgos a Madrid, antes que se imprimiera, porque a la verdad parescía mucho a él, y va casi por aquellos términos; y para lo decir no había por ventura menos causa ni razón.» {(1) «Biblioteca de Aut. Esp.» Vol. LXV (1873), pág. XIII.}

Se ve así que el episodio de «El villano del Danubio» corría entre los cortesanos antes de ser impreso, y como escrito independiente de la Vida de Marco Aurelio. La fecha de lo referido por Vasco de Quiroga tiene que ser el comienzo de 1528, porque el Emperador salió de Burgos el 20 de febrero de aquel año, y llegó a Madrid el 7 de marzo {(2) M. De Foronda, Estancias y viajes del emperador Carlos V, 1914, pág. 304. En 13 de diciembre de 1527 firmó el Emperador la cédula por la que se creó la audiencia de Méjico, en la que fue oidor el futuro obispo Vasco de Quiroga. Presidente de la nueva audiencia de Méjico fue Don Sebastián Ramírez, obispo de la isla de Santo Domingo; entre las laudables reformas que enseguida introdujo en Méjico figura el prohibir «que en ningún tiempo se hiciesen esclavos ningunos indios» (A. de Santa Cruz, Crónica del emperador Carlos V, II, 469). Hay así estrecha conexión entre lo que habían leído en Guevara los futuros oidores de la audiencia mejicana, y lo que hacen en cuanto llegan allá. Claro que uno y otro hecho son a su vez reflejo del antiimperialismo bélico y económico predicado por los religiosos que llenaban la corte imperial}. Antes de ir a Méjico, por consiguiente, ya conocía Quiroga las ideas que más tarde aplicó en su famosa utopía indiana, muy inspirada en su detalle en la de Tomás Moro {(3) V. Silvio A. Zavala, La utopía de Tomás Moro en la Nueva España, 1937; Ideario de Vasco de Quiroga, 1941. En los excelentes estudios de Zavala no se menciona a Guevara}. Guevara, Quiroga, Las Casas y otros muchos quisieron proteger a los indios, paradigmas del hombre de la Edad de Oro, contra la opresión corruptora de aquellos cristianos de la Edad de Hierro. La Utopía que, en Tomás Moro, era platonismo ideológico (resucitado por motivos a que no voy a referirme), es en Guevara bella retórica de resentido, una elocuente oración que [58] patrocina al débil a fin de arrojarlo como proyectil a la cabeza del fuerte, no sólo por ternura y mansedumbre cristianas.

Cuando se tiene fe absoluta en la eficacia de una doctrina, no se propone ésta como una utopía, ni fundándola esencialmente en el error de una doctrina contraria. Pero Guevara, Las Casas y otros religosos se inspiraron más en lo que no querían que en lo que amaban. Su mito de la Edad de Oro iba teñido de resentimiento, pues no ignoraban que cuando las víctimas del imperialismo romano o español (fuesen villanos del Danubio o aztecas) dominaron a otras tribus más débiles, su imperialismo fue ilimitadamente bárbaro. Pero es infructuoso intentar hallar razones lógicas para aquel ruidoso debate, y decidir si la justicia estaba con Las Casas o con su contradictor Juan Ginés de Sepúlveda. Mejor que discutir es tratar de entender el sentido de la polémica. España poseyó una forma única de vida entre los pueblos occidentales; los intereses objetivos y fríos nunca valieron mucho para ella, y su historia se formó en torno a la creencia en un más allá. Durante la Edad Media, Iglesia y Estado vivieron en perfecta simbiosis. Terminada la Reconquista, el Estado civil se inspiró, con Fernando el Católico, en motivos de política calculada y no exclusivamente religiosos. Pero la Iglesia y la fe tradicional del pueblo continuaron siendo eje de la historia. Cierto que los obispos no batallaban ya al lado de los reyes, aunque el prestigio social y el poder económico del clero y de las órdenes religiosas continuaron siendo inmensos. Mas he aquí que al lado de tanto poderío los audaces conquistadores realizaban en el Nuevo Mundo hazañas deslumbrantes llevados por un afán de dominio y de riqueza, puramente secular en sus raíces. Sin negar yo el humanitarismo cristiano de Las Casas, Guevara y sus semejantes, me parece que bajo el violento ataque contra la conquista y detrás de toda la discusión de los «títulos» de los reyes a poseer las tierras conquistadas, yace el próposito, muy natural en España, de erigir un poder espiritual frente al del Estado: vosotros conquistáis con la espada, mas nosotros, con nuestra doctrina, os gobernaremos [59] a vosotros y a los indios. Los jesuítas realizaron plenamente tal programa en sus misiones del Paraguay y otras religiones. La suficiencia y la agresividad antiimperialista de Las Casas y de Guevara descubren un deseo de imperialismo eclesiástico y utópico, que significaba una garantía de dominio y una compensación a la imposibilidad de luchar como un caballero, como «un Guevara».

El Estado no tuvo razones de tipo terreno que oponer a la demanda utópica de los teólogos, porque la legitimidad de la política imperial se fundaba en la idea, muy arraigada en la tradición española, de dominar el mundo bajo la estrella de una creencia. Así lo expresaba un espléndido romance {(1) Lo he publicado en la «Revista de Filología Hispánica», 1940, II, 34}, síntesis poética del sueño de universalismo religioso y nobiliario, que se hacía realidad en la persona de Carlos V:

«Aqueste nuestro gran César todo lo ha de conquistar,
pues hasta el monte Calvario ha en persona de llegar...
Egipto, Siria, las Indias, todos se le han de dar...
A todos en un aprisco, él los tiene de encerrar;
los sacramentos son pasto con que los ha de pastar.»

Se soñaba con repetir, al revés, la empresa del Islam. Y si esto no pasó de sueño, la conquista de América se estaba convirtiendo en plena realidad; allí se abría un mundo sobre que aplicar la «política» de los sacramentos, un régimen superestatal en el que las órdenes religiosas ejercerían poder omnímodo. El Estado de Carlos V no podía oponer a aquella transcendencia religiosa una concepción inmanente de la vida, porque aquel Estado no tuvo existencia efectiva sino en el «más allá» de lo trascendente, –la religión, la exaltación heroica, las creaciones del arte, el prestigo espectacular de la grandeza nobiliaria– «los grandes de Castilla son como estrellas en el firmamento y pueden lo que quieren». ¿Qué iba a hacer Carlos V sino dejarse arrastrar y elevar por aquella tromba de magia universalista? Ni él, ni nadie, podía [60] oponerse a un pueblo «teobiótico», triunfante en el Viejo y el Nuevo Mundo.

Una mente clara, el humanista Juan Ginés de Sepúlveda (un discípulo de Pomponazzi) aventuró algunas exactas razones frente al sueño utópico de dominicos y franciscanos, y negó que los indios vivieran en la Edad de Oro {(1) «No vayas a creer que antes de la llegada de los cristianos vivían en aquel pacífico reino de Saturno que fingieron los poetas» (Sobre las justas causas de las guerras contra los indios, traducción de M. Menéndez y Pelayo, con un estudio de M. García-Pelayo, México 1941, pág. 105)}. Sepúlveda intentó fundar la empresa española en América sobre un sistema de valores y consideraciones puramente terrenas, inspirándose en Aristóteles, y no sobre los derechos y deberes de una moral utópica. Lo que Sepúlveda proponía para España fue realizado más tarde por el resto de Europa en sus colonizaciones, a reserva de tratar a España de cruel e inhumana. Mas es evidente que si los españoles se hubieran inspirado en la antítesis civilización-barbarie que postulaba Sepúlveda, sólo unos cuantos indios vivirían hoy en «reservations» en Méjico y en el Perú. Los españoles no llegaron a otros resultados por ser más virtuosos que el resto de los europeos, sino por fatal exigencia de su forma de vida. Los colonizadores de la América española no fueron allá a establecer un tipo de sociedad inmanente y fundada en razones puramente humanas (negocios, bienestar o democracia), sino a desarrollas empresas trascendentes (salvar almas, lograr oro para levantarse mágicamente a una esfera de grandeza, construir maravillas arquitectónicas). Los indios fueron asociados a tales empresas, según lo demuestran la fusión de razas, la historia de las civilizaciones indígenas escrita en colaboración por frailes españoles y por indios, las formas originales del arte hispano-indio. Pero el fracaso de Sepúlveda fue total; su tratado justificando la guerra contra los indígenas quedó inédito y no fue publicado hasta 1892.

Guevara, como funcionario de la casa imperial, no se atrevería a mencionar directamente a los indios de América, y [61] los disimuló tras la ficción del Villano del Danubio. Pero el Emperador participaba de sus ideas y aspiró a realizar el sueño popular y teológico de dominio universal en nombre de una «pax christiana». La prueba de ello es que algunos de sus más importantes discursos fueron redactados por Guevara, hecho que sólo ahora empezamos a conocer. R. Menéndez Pidal ha observado que el discurso de Carlos V ante su corte (16 de septiembre de 1528) descubre la pluma de Guevara {(1) Como Menéndez Pidal, en su estudio sobre La idea imperial de Carlos V, no da ejemplos, citaré alguno: «indicio es de liviandad y aun de vanidad... la cual no quiere después hacer, o no la osa emprender... Si guerras he tenido, no ha sido por tomar a nadie lo ajeno, sino por sustentar lo mío propio» (el texto en A. de Santa Cruz, Crónica del emperador Carlos V, II, 454 y sigs.)}, pues sólo éste usaba entonces aquel estilo paralelístico y antitético. No sólo el estilo sino también las ideas de aquel discurso recuerdan las del Villano del Danubio y de otros lugares del Marco Aurelio, en donde Guevara hace decir al emperador romano: «no digo que con derramamientos de sangre tomaría reinos por fuerza, pero aun ofreciéndomelos con lágrimas no los tomaría de balde.» Flotaba en el aire de la corte el espíritu pacifista de Erasmo, cuya Querela Pacis corría en español desde 1520, junto con la Utopía de Tomás Moro. El neoestoicismo y el espiritualismo cristiano, a través de Erasmo, influían en la política. Paradójicamente gozaban de favor ideas de un utópico pacifismo cuando Europa y América retemblaban bajo el fragor de las luchas españolas. Ahora sabemos que Guevara fue uno de los cauces que hicieron llegar al Emperador la doctrina del «imperialismo pacífico». Confirmando la observación de Menéndez Pidal hallo, en efecto, que el discurso pronunciado en Madrid, no fue el primero que Guevara escribió para su imperial señor, porque también compuso el leído por Carlos V en las Cortes de Monzón (junio de 1528) {(2) A. de Santa Cruz, Crón. del emp. Carlos V, II, 435 y sigs. El estilo es inconfundible: «porque esta paz fuese verdadera y no fingida... era mucho lo que yo tenía, y poco lo que él poseía... le movía más la malicia que no la codicia... siempre tuve respeto de defenderme, más que no de ofenderle», &c. Guevara asistió a esas Cortes (pág. 432)} en réplica al desafío de Francisco I. [62] Lo mismo ha de pensarse de la más célebre oración pronunciada por el Emperador ante el papa Paulo III en 1536, en la que incluso parecen frases análogas a las antes citadas: «Más por necesidad de defender lo nuestro, que por deseo de adquirir lo ajeno» {(1) He aquí otros ejemplos: «tanto del sacro emperador Maximiliano, cuanto del católico rey Ferdinando» (con el afectado latinismo Ferdinando para el mejor balanceo de la frase): «no es desear guerra contra cristianos, sino contra infieles... lo que sobre ello me ha hablado, y lo que le he respondido», &c. El texto más accesible se encuentra en el excelente estudio de Fernando de los Ríos, Religión y Estado en la España del siglo XVI, 1926, pág. 46}. Guevara, sin embargo, debió objetivar su estilo más que en otros casos, o, si no, el Emperador hubo de poner giros de su cosecha, que traducen espontaneidad personal: «si el rey de Francia dice que lo hace por tomar lo suyo ¿porqué pretende haber no sé qué cosas nuestras?» De todos modos, o Carlos V se había asimilado totalmente el estilo de su predicador, o este discurso es de Guevara como los dos anteriores. Se ha citado muchas veces la patética peroración de aquel solemne alegato: «que quiero paz, que quiero paz, que quiero paz.» En tan pío anhelo convergían el pacifismo intelectualista de Erasmo y el afán de imperio sacramental de los frailes que combatían al humanista holandés. El utopismo intelectual se transformaba en utopía de la creencia; al imperio sin freno de las armas se oponía el imperialismo mesiánico en el que pusieron su fe las órdenes religiosas, Guevara, el pueblo y el Emperador {(2) En la Querela Pacis, Erasmo entreveía una Edad de Oro que la paz del mundo haría posible. Por su parte los alumbrados de Escalona profetizaban la victoria de Carlos V, en cuya misión providencial creía Luis Vives, el mayor filósofo en aquel momento. El Obispo de Cuenca comparaba al Emperador con Constantino y Teodosio. Pero en 1527 las órdenes religiosas y el clero secular se negaron a dar a Carlos V los subsidios que solicitaba para llevar adelante sus guerras (M. Bataillon, Erasme et l’ Espagne, págs. 86, 200, 245, 251, 252). Esto confirma lo que he dicho: la Iglesia y el Estado coincidían en una misma fe, pero en la práctica la Iglesia tenía su imperialismo propio. He de condensar aquí lo que más ampliamente trataré en mi próximo libro «España en su Historia» }.

Apenas si es posible, en estas breves páginas, analizar otra creencias de Guevara a tono con el sentido de «El Villano del Danubio», –la superioridad del hombre primitivo respecto [63] del civilizado, la aldea sencilla opuesta a la corte, sede de vicios y falsedades. Esas y otras parecidas ideas tenían como base vital el supuesto de la bondad natural del hombre, cuando éste aun conserva frescas e inalteradas las simientes del «sumo bien» puestas en el ser humano por el Dios de los neoplatónicos. Mas los núcleos de bondad se dañan al superponerles envolturas que los desnaturalizan. El hombre encerraba una intimidad buena que había que sacar a la luz, y proteger contra las acciones exteriores fundadas en pasión irracional, inhumana. A aquella sobrestima del salvaje y el rústico correspondía la fe en la intimidad espiritual; y el primitivismo social sería correlativo de la conciencia pura del individuo. De ahí que quienes, en el siglo XVI, anhelaban un cristianismo interior se interesasen al mismo tiempo por la incorrupta intimidad del hombre primitivo, fuese rústico, indio o villano del Danubio. El rústico, por serlo, sabía más de cosas humanas que el hombre culto, corrompido por la ciudad. La chispa divina ínsita en el hombre valía más que lo que la civilización había puesto en él; había, pues, que despojarlo de la mala corteza para dar con el fondo sano y eficaz: «Muchas veces acontece que acierta mejor a gobernar el alcalde de la aldea, que no el que se graduó en Salamanca» (100), idea a la que Cervantes infundió eterna vida al hacer de Sancho un excelente gobernador.

Nada tiene entonces de extraño hallar en Guevara referencias a la oposición entre el cristianismo de la pura conciencia y el de las prácticas exteriores, en lo cual, sin duda, coincide con Erasmo, o lo imita. Mejor, por ejemplo, que ir a peregrinaciones y romerías es meditar sobre el infierno, y así apartarse del mal sin necesidad de acudir a actos exteriores: «Peregrine quien quisiere a Monserrate,... envíe limosnas a la Casa Santa, tenga novenas en el crucifijo de Burgos,... que yo no quiero otra estación sino la del infierno» (100). Según Guevarra, las primicias que Dios solicita no son las de los frutos materiales dados a la Iglesia: «delante el acatamiento divino, más aceptas son las primicias de los pensamientos castos, que no las espigas de los trigos verdes», doctrina que [64] seguramente no aprobarían los eclesiásticos de su tiempo. Hablando de las doncellas del templo de Venus (195) dice que su religión «consistía, no en ser buenas, sino en estar encerradas», crítica de las monjas de aquel tiempo (hecha incluso por Santa Teresa), pero que Guevara encubre tras la alusión a la Antigüedad, y presenta en forma de contraste entre el ser interior y la existencia visible {(1) La interioridad espiritual de Guevara se nota en lo que dice sobre la oración, en un libro destinado a religiosos: «Muchos hombres pueden ser buenos sin ayunar, y sin peregrinar, y sin se disciplinar, mas no lo pueden ser sin... confessar a Dios padre único señor, y a su bendito hijo por universal redentor... Tantas veces al día oramos, quantas del Señor nos acordamos, y a El nos encomendamos» (Oratorio de religiosos, Valladolid, 1545, fº 88v). Es manifiesto el sabor erasmista de este y otros muchos pasajes, que sería interesante recoger}.

No cabe demorar en la doctrina religiosa de Guevara, esparcida fragmentariamente a lo largo de su obra –toda ella un conglomerado de fragmentos. Su inspiración viene del cristianismo aristocrático y antivulgar de la corte de Carlos V, tan influída por Erasmo entre 1520 y 1530. Hay además en él algún reflejo de quietismo, tan propio de la tradición criatiano-islámica de España, aun muy poco explorada; en este, como en otros delicados casos, Guevara se encubre bajo el velo de la Antigüedad para expresar lo que siente: «Entre los altos documentos del divino Platón, uno de ellos fue que, con los dioses no nos pusiésemos a decir `dadnos esto, o dadnos estotro´, sino que les rogásemos y importunásemos que nos diesen aquello con que ellos fuesen más contentos y nosotros quedásemos mejor librados» (188) {(2) La idea reaparece luego en Quevedo: «Dejémosle a Él el cuidado de lo que nos conviene. No le tasemos con deseos ni ruegos el mal o el bien... Hombre loco, dime, ¿qué sabiduría es la tuya para dar consejo a la de Dios?... ¿Qué puedes desear ni querer para ti mismo, que no esté mucho más largo en las manos del Señor?» A Dios sólo hay que pedir «su misericordia y su auxilio y su reino» (La Cuna y la Sepultura, cap. V)}.

Se ha escrito mucho sobre los influjos, seguros o probables, de Guevara sobre la literatura europea (el eufuismo inglés, el anecdotismo moral de Montaigne), mas no se ha dicho aun lo que le debe la novela picaresca, Cervantes, Quevedo [65] y otros autores, en cuanto a puntos de vista, y ocasionales imitaciones de su estilo. La inquietud y la inestabilidad de Guevara le llevaron a incorporar a su arte ultraexpresivo numerosos aspectos de la vida material y moral de su tiempo, que lograron así entrada en el torrente de la literatura posterior, sobre todo en la interesada en la contemplación crítica o irónica de la sociedad.

Digamos ahora una palabra sobre el bárbaro danubiano que tan buena lección de gobierno dió al senado de Roma. El emperador Marco Aurelio, –es decir, Guevara–, juzgó primero «que era algún animal en figura de hombre, y después que oí lo que dijo juzgué ser uno de los dioses» {(1) Es probable que Cervantes trazase el retrato de Monipodio en Rinconete y Cortadillo dentro del marco de la descripción del Villano hecha por Guevara:

«moreno de rostro, cejijunto... y por la abertura descubría un bosque: tanto era el vello que tenía en el pecho», &c.

«el color adusto... las cejas que le cubrían los ojos; los pechos y el cuello cubiertos de vello como oso», &c.}.

Este hombre del Danubio dice a los romanos «que ni la mar nos pudo valer en sus abismos» {(2) Así dice el manuscrito publicado por R. Foulché-Delbosc, «Revue Hispanique», t. 76, pág. 120, que está más cerca de la redacción original de la Vida de Marco Aurelio que los textos impresos, en donde se lee «ni la mar vos pudo valer», lo que no se entiende aplicado a los romanos, pero que suprimía la dificultad de poner un inexistente mar entre Roma y el Danubio. El traductor francés interpretó «ny la mer vous peut profiter en ses abismes» (ed. París, 1566, fº 256 r), igualmente incomprensible. Los impresores intentaron introducir un sentido lógico que faltaba en el original de Guevara, que pensaba en el océano mientras hablaba de Roma y el Danubio}, lo cual descubre que el autor pensaba en un indio americano; además, de no ser así, Guevara lo habría representado con barba, cosa que no hizo, por tener en la fantasía a un indio lampiño {(3) Me refiero, naturalmente, a la versión más antigua del texto, representada en el manuscrito publicado en la «Revue Hispanique», 1929, LXXVI, 119: «El tenía la cara pequeña, los labios grandes, los ojos hundidos, el cabello erizado, la cabeça sin bonete, los çapatos de un cuero de puerco espín, el sayo de pelos de cabra, la cinta de juncos marinos, y un azebuche en la mano.» Al modificar el manuscrito para la impresión, el autor notaría lo extraño de presentar a un germano de la Antigüedad sin barba, y añadió lo siguiente, que figura en la primera edición de 1529: «la cinta de juncos marinos y la barba larga y espesa; las cejas, que le cubrían los ojos; los pechos y el cuello cubiertos de vello como oso, y un acebuche en la mano»}. Bajo este disfraz danubiano puede el autor dar suelta a la violencia de sus impulsos, [66] y mostrar su animosidad contra empresas de conquista en que él no podía participar: «no contentos con la dulce y fértil Italia, os andáis derramando sangre por toda la tierra», y «diciendo que pues somos bárbaros sin ley, sin razón y sin rey, que como bárbaros incógnitos nos pueden tomar como esclavos.» Los españoles habrían también debido contentarse «con la dulce y fértil Italia», que en buena parte poseían. Añade Guevara que la conquista de Germania (es decir, de América), hecha con «cobdicia de sus tesoros» (que no existían en Germania), «sin comparación fue más el dinero que se gastó en conquistarla y agora se gasta en sustentarla, que no lo que renta ni rentará por muchos años». Se ve así que Guevara escribía el episodio del Villano hacia 1520, antes de que el oro y la plata de Méjico y Perú afluyeran a España, y cuando muchos creían que la conquista del Nuevo Mundo había sido infructuosa. No hacen falta más razones para probar que el autor usó del Danubio y del Senado romano como meros pretextos para escribir lo que sentía, o resentía, respecto de América.

No fue Guevara, por lo demás, el primero en servirse de la persona de un rústico para expresar la enemiga de los humildes. Ya en tiempo de Isabel la Católica alguien escribió un diálogo entre un rey y un campesino {(1) El texto en J. Amador de los Ríos, Historia de la literatura española, VII. 578-590. El manuscrito original fue mutilado por alguien que encontró escandalosos los ultrajes a la realeza}, en donde éste se rebela contra el orden social, como más tarde lo harán todos los revolucionarios: «Los hombres, en este mísero mundo venidos, todos fueron igualmente señores de lo que Dios para ellos había criado e... grande enemiga debemos haber los tales como yo con los altos varones, pues forzosamente habíendose usurpado el señorío, nos han hecho siervos.» «Bien era de tener por maravilla ver así un simple labrador razonarse.» En forma más apacible se expresa un rústico portugués, en un Tratado, impreso en 1560, mucho después de haber sido escrito {(2) Tratado da pratica de um lavrador com Arsano, rei da Persia, feito por Codro Rufo: fue publicado por F.M. Esteves Pereira en el «Boletim da Classe de Letras», Academia das Sciencias de Lisboa, 1921, XIII, 1032-1060}. El autor guardó el anónimo, y atribuyó su [67] escrito al persa Codro Rufo, que dice escribió en griego (una invención análoga a la de Guevara, y que más tarde repetirá Montesquieu en las Lettres Persanes). También en este Tratado dice el rey que vino a él un hombre rústico en apariencia, aunque de palabras blandas; este rústico que «nunca mudó sus trabajos y sus costumbres» simboliza la perfecta y divina continuidad de los seres naturales en oposición a los trabajos de la corte, «que mudar los veo cada día».

La España de fines del siglo XV y comienzos del XVI poseyó, por tanto, una literatura polémica de tipo social, que acompañó como un comentario crítico las empresas universales, iniciadas por la monarquía española. El genio contradictorio de España, consustancial con su existencia, descubre aquí una vez más el proceso de afirmación y negación que caracteriza su historia, y fecunda su arte y sus letras. De ahí arrancan los rasgos más fuertes y originales de su literatura. Una dialéctica de tipo existencial (no racional), el diálogo entre el querer ser y el deber ser, presidió a los orígenes de dos géneros literarios, característicos de la España del siglo XVII, la novela y el drama, incorporados luego a la flora literaria de Europa.

Aparte de la influencia difusa de la obra de Guevara en la literatura del siglo XVI y posterior, el episodio de «El Villano del Danubio» fue concretamente imitado por Tirso de Molina en el prólogo a su comedia El Vergonzoso en Palacio y por Lafontaine en su conocida fábula Le Paysan du Danube con un sentido muy diferente. El personalismo, las alusiones intencionadas y la agresividad de Guevara se vuelven enseñanza moral para Lafontaine: su fábula ofrece aspecto decorativo y barroco, y predomina en ella el contraste formal aldeano-senado, Germania-Roma. Desaparece el problema vivo, presente en la fantasía de Guevara, interesado en envolver en virtuosismo grandilocuente su despego por la inmensidad de un mundo que a la vez lo seducía y lo repelía.

Américo Castro
Princeton University


{Américo Castro, «Antonio de Guevara. Un hombre y un estilo del siglo XVI», Boletín del Instituto Caro y Cuervo (Bogotá), Año 1, número 1, Enero-Abril 1945, páginas 46-67.}


Antonio de Guevara
Edición digital / Sobre Guevara
Proyecto Filosofía en español ~ www.filosofia.org