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La gran moral · libro segundo, capítulo XIV
De los lazos de la sangre. De la benevolencia y de la concordia
Es muy posible que la amistad exista en la igualdad lo mismo que en la desigualdad; me refiero, por ejemplo, a esta relación en que dos compañeros de edad aparecen iguales por el número y el valor de los bienes con que cuentan. El uno no merece tener más que el otro, ni por el número de sus condiciones, ni por la importancia o magnitud de las mismas; su parte debe ser perfectamente igual, y los compañeros quieren ser siempre iguales en todos conceptos.
Pero hay una amistad, una relación, en la desigualdad, que es la que une al padre con el hijo, al soberano con el súbdito, al superior con el inferior, al marido con la mujer y, en general, la que existe respecto de todos los seres entre quienes se da una relación de superior a subordinado. Por lo demás, esta amistad en la desigualdad es en estos casos completamente conforme a la razón. Si hay algún bien que repartir, no se dará una parte igual al mejor y al peor, sino que se dará siempre más al ser superior. Esto es lo que se llama igualdad de relación, igualdad proporcional, porque el inferior, recibiendo una [99] parte menos buena, es igual, puede decirse, al superior que recibe una mejor que la de aquel.
De todas las especies de amistad o de amor de que se ha hablado hasta ahora, la más tierna es la que resulta de los lazos de la sangre, particularmente el amor del padre para el hijo. Mas, ¿por qué el padre ama al hijo más que el hijo al padre? ¿Es acaso como se ha dicho, no sin razón a juicio del vulgo, porque el padre ha prestado en cierta manera servicios a su hijo y el hijo le debe reconocimiento por los beneficios que de él ha recibido? La explicación de esta diferencia de afecto podría encontrarse en lo que hemos dicho de la amistad por interés; y lo que según nosotros acontece con las ciencias, podría muy bien reproducirse aquí. Quiero decir que hay ciencias, por ejemplo, en las que el fin y el acto son una sola y misma cosa, no habiendo fin fuera del acto mismo. Y así para el tocador de flauta el acto y el fin son idénticos, porque tocar la flauta para él es el acto que ejecuta y el fin que se propone. Pero no sucede lo mismo en la ciencia de la arquitectura, porque el fin difiere del acto. En igual forma, la amistad es una especie de acto; para ella no hay otro fin que el acto mismo de amar, y la amistad es precisamente este fin. El padre, pues, en cierta manera, obra más en punto a amar, porque el hijo es obra suya. Esto es lo mismo que se observa en otras muchas cosas; siempre es uno benévolo con la obra que uno mismo ha ejecutado. El padre puede decirse que es benévolo con un hijo que es obra suya, y su cariño es sostenido a la vez por el recuerdo y por la esperanza, y he aquí por qué el padre ama más a su hijo que el hijo al padre.
Es preciso examinar todas las demás amistades, que se honran con este nombre y que al parecer lo merecen, para ver si son verdaderas amistades; por ejemplo, si la benevolencia, que parece ser también amistad, lo es realmente. Absolutamente hablando, la benevolencia no debería ser considerada como amistad. Muchas veces nos basta haber visto a alguno o haber oído referir alguna bondad suya, para ser benévolo con él. ¿Somos por esto sus amigos? Si alguno, como puede bien suceder, se siente benévolo para con Darío, que vive entre los persas, no por sólo esto puede decirse que en el mismo acto le dispensa su amistad. Todo lo que puede decirse es que la benevolencia a veces es el comienzo de la amistad. La benevolencia puede convertirse en [100] verdadera amistad, si se tiene además el deseo de hacer todo el bien que se pueda, cuando llegue la ocasión, a aquel que inspira esta benevolencia espontánea. La benevolencia nace del corazón y se dirige al corazón de un ser moral. Jamás se dirá que es uno benévolo para el vino o cualquiera otra cosa inanimada, por buena y agradable que sea. Pero hay benevolencia para aquel, en quien se reconoce un corazón honrado. Como la benevolencia no existe sin algo de amistad y se aplica al mismo ser, por esto se la toma muchas veces por una amistad verdadera.
La concordia, el acuerdo de sentimientos, se aproxima mucho a la amistad, si se toma el término concordia en su verdadero sentido. ¿Porque uno admita las mismas hipótesis que Empedocles y crea respecto de los elementos de la naturaleza lo que él cree, puede decirse por esto que hay concordia entre aquel y Empedocles? Y lo mismo puede decirse de cualquiera otra suposición que se haga. Desde luego no hay concordia en las cosas del pensamiento, sólo la hay en las cosas que tocan a la acción; y aun en estas no hay concordia en tanto que se está de acuerdo en pensar una misma cosa, sino en tanto que, pensando la misma cosa, se toma la misma resolución sobre las cosas en que se piensa. Si, por ejemplo, dos personas piensan a la vez en poseer el poder, la una para sí sola y la otra también para sí sola, ¿puede decirse, en este caso, que hay concordia entre estas dos personas? Sólo hay concordia, si yo quiero mandar y el otro consiente en que yo mande. Por lo tanto, la concordia tiene lugar en las cosas de hacer, cuando ambos interesados quieren la misma cosa; y la concordia, propiamente dicha, se aplica al consentimiento en que se nombre un mismo jefe para llevar a cabo una cosa que todos quieren realizar.
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